Kiko Amat entrevista a DAVID NICHOLLS (Nosotros)

Novela David Nicholls, rey de la rom-com literaria inglesa, narra en Nosotros / Nosaltres (Planeta / Empúries) la descomposición de un matrimonio en pleno Grand Tour europeo

David nichollsQue David Nicholls “lo está petando” (para usar la jerigonza de nuestros días) salta a la vista. El escritor inglés ya demostró sus aptitudes para la rom-com novelística en la audaz y amena Siempre el mismo día, y ha vuelto a hacerlo en Nosotros, su cuarta. Nicholls suele escribir sobre parejas en apuros: si en Siempre el mismo día hablaba de Emma y Dexter, destinados a amarse pero encontrándose y separándose a lo largo de 20 años, Nosotros narra otro tipo de bache, el del matrimonio en fractura. Nicholls pertenece a la escuela de David Lodge, Keith Waterhouse o Jonathan Coe: humor tristón inglés con pathos, pulcramente relatado y con amplio público potencial. Los cínicos le llaman “populista sentimental”, lo cual solo significa que a) vende un montón y b) describe de perlas los vaivenes románticos.
Douglas, protagonista del libro, es el antónimo de aquel Dexter vivalavirgen y lelo de Siempre el mismo día. Douglas es Basil Fawlty y el Lester de American Beauty, juntos; un square al borde del patatús. Leyéndolo me acordaba sin cesar del templado Jack (Alan Alda) en The Four Seasons (1981), que jamás da rienda suelta a sus emociones (“OK, that’s a problem I have. When I get angry, I overanalyze. You know why I do that?”).
El argumento de Nosotros es tan improbable como apetitoso: Connie decide divorciarse de Douglas, pero antes accede a embarcarse en el Grand Tour europeo que tenían planeado realizar junto a su hosco hijo púber, Albie. Douglas tramará utilizar esa cuenta atrás para recuperarla, pifiándola una y otra vez en el proceso (y entrando en una espiral de majadería según se acerca el final).
Nos citamos para comer con el autor en un céntrico hotel de la Diagonal, y antes de que nos traigan los entrantes ya le hemos soltado lo que sigue:
Los personajes de Nosotros no son tan atractivos como los de Siempre el mismo día: Douglas es muy estirado, Connie es arty y fiscalizadora, el padre de Douglas un robot sin emociones, Angelo es odioso, y Albie, el hijo de la pareja, puede ser un capullo. ¡Menudo reparto!
[ríe] Sí, me han comentado eso antes. Dexter, en Un día, también les resultó insoportable a muchos lectores, mucha gente decía que no entendían qué le veía ella. Cuando escribes guiones siempre te añaden esa nota que dice: “no sé si este personaje es suficientemente atractivo, él no cae muy simpático…”. Pero eso en novelas no importa. Creo que es necesario, de hecho. No estás ofreciendo un compañero de piso; son solo personajes de novela. Lo importante es que sean interesantes, no que nos caigan bien. También hay que apuntar que, a pesar de sus fallos y defectos, a pesar de la pretenciosidad y el mal humor de Albie, de la falta de sensibilidad de Connie… No son mala gente. Douglas, por ejemplo, es un hombre lleno de buenas intenciones, un tipo decente. Está lleno de amor que es incapaz de expresar, y de preocupaciones por los demás. Es un buen hombre que se comporta mal. O quizás “mal” no sea la palabra, sino tal vez “estúpidamente”. Uno, como escritor, tiene que equilibrar ese hecho, porque tampoco deseas que todos tus personajes sean odiosos. Pero sí me gusta que sean tipos difíciles.
Y sus tropiezos les hacen cercanos. Los humanos somos así: tropezamos, la cagamos, volvemos a intentarlo, y somos capaces de las mayores insensateces y de buenas acciones.
Por supuesto. Creo que la cosa cambiaría si, después de todo lo que le ha sucedido, Douglas continuase sin comprender a su hijo, sin ver sus errores, enfrascado en su infelicidad… Eso sería muy frustrante para el lector. No quiero ponerme demasiado estupendo, pero se trataba de que fuese un viaje de aprendizaje [sonríe]. Que emergiera de él cambiado. En los Estados Unidos, por ejemplo, el personaje que peor ha caído ha sido Connie: por ser demasiado dura, ocasionalmente mala e insensible.
Me temo que debo unirme a los yanquis en esa opinión. Yo la odié a primera vista. Una “artista” frustrada con opiniones petrificadas, empatía deficiente y complejo redentor es una receta infalible para el odio.
Creo que a los norteamericanos no les funcionaba que fuese tan dura. Les estropeaba la historia de amor. Pero yo necesitaba un personaje que no fuese tan estable y bueno y sabio como la Emma de Siempre el mismo día; que fuese algo más… Confuso, irresponsable, menos sensible, más egoísta.
Douglas demuestra tenerles bastante ojeriza a los padres hippies y enrollados. Incluso los utiliza como símil: “Ámsterdam es el padre moderno de las ciudades europeas: arquitecto, quizá descalzo y sin afeitar”.
Sí, yo me he topado con algunos de esos padres perfectos. Los que llevan el niño atado al abdomen en esa especie de cosa, y saben qué hacer en cada momento y se convertirán en amigos de sus hijos. Cuando yo era un niño nadie tenía la menor expectativa de que un padre tuviese que ser así. Que fuera algo más que una figura de autoridad, o que pudieses llegar a tener una conversación personal con él. Yo nunca tuve una conversación personal con mi padre, desde luego, ni hablamos nunca de miedos privados, o preocupaciones románticas; nada de eso. Cuando te conviertes en padre aparece esa visión del padre perfecto, pero nunca puedes hacerla realidad. Creo que soy más abierto respecto a mi hijo de lo que mi padre fue conmigo, ciertamente, pero todavía me siento aburrido y autoritario y convencional.
En la novela afirmas que Douglas no cometerá los mismos errores que su padre, pero está predestinado a cometer errores nuevos. O sea: que la vamos a cagar en algún momento, solo que no como nuestros padres. Vamos a innovar.
[Ríe] Exacto. Cuando iba a la universidad me quedó muy claro que todo el mundo sentía la obligación de quejarse de sus padres. De que si eran demasiado aburridos, o demasiado conservadores, o demasiado relajados e indiferentes. Todo el mundo tenía una queja. No recuerdo a nadie que llegase y dijera: “mis padres son la monda [ríe]. Lo hicieron perfecto, me cuidaron de maravilla, se aseguraron de que estuviese seguro y fuese feliz…”. Miro a mis propios hijos y me pregunto: “¿Cuál será su queja?”. Porque nos estamos dejando la piel para hacerlo bien, y asimismo sé que van a haber reproches.
nosotros okA veces me enfado con mis hijos, no porque no coman con educación o se dejen todos los garbanzos, sino porque me están obligando a repetir todos esos imperativos increíblemente aburridos sobre comer con educación o no dejarse los garbanzos.
[asiente] Ya. Creo que uno tiene que escoger muy cuidadosamente las peleas. Yo me muerdo la lengua a menudo, y me digo: “qué más da si miran la televisión durante 5 horas. No es el fin del mundo si utilizan el Ipad en el coche”. Pero a la vez sientes la obligación de forzarles a que separen la mirada de las pantallas de vez en cuando. Me sigue fascinando cómo los niños no demuestran el menor interés hacia el paisaje cuando vamos al campo. Los adultos llegamos a la cima de aquel monte y admiramos las vistas y nos quedamos atónitos, emocionados, aturdidos. A los niños eso se la trae al pairo [ríe]. Me paso la vida sugiriendo que miren esto o aquello por la ventanilla, y ni caso.
Creo que era Louis CK quien dijo que para un niño de hoy una manzana sabe a serrín.
Claro. Leí un artículo donde decían que los niños estaban diseñados genéticamente para rechazar la verdura. La razón por la que encuentran el calabacín detestable es porque necesitan comer lo que les gusta: carbohidratos, patatas, carne… Que la repulsión que sienten hacia las setas viene de su ADN. No sé. Escribiendo este libro me influenció mucho Danny el campeón del mundo, de Roald Dahl. Es un gran libro, e incluye al padre más perfecto de la literatura: un padre guay, que permite que su hijo corra aventuras, que es vivaz y chispeante a la vez que relajado y divertido. Cuando nació mi primer hijo pensé que este era el modelo a seguir: ser sabio a la vez que cachondo y divertido. Pero es agotador [ríe]. Es imposible. Ni lo intentes.
En la novela hablas mucho de cómo los padres de antes no expresaban sus sentimientos, y eran seres algo estancos. Pero creo que su opuesto, el padre molón que todo el día está hablando de sus sentimientos, también es una lata.
Es verdad. Yo soy bastante reservado como padre en algunos aspectos. No me gusta, por ejemplo, que mis hijos me vean preocupado por asuntos de trabajo, o por dinero o cosas así. No quiero que compartamos estas cosas. No me parece sano. Por tanto creo que no me parezco demasiado al padre hippy que comentábamos. En el libro se menciona el dilema del “Te quiero” [sonríe]. La gente les dice a sus hijos que les quieren tantas veces al día que la frase pierde todo significado, se convierte en una especie de “buenos días”. Pero en el extremo opuesto está gente como mi padre, que nunca jamás dijo algo parecido, y habría encontrado mortificante tener que hacerlo. Tiene que haber un punto medio: ser afectuoso y apaciguador sin volverte sensiblero y cursi [ríe].
Douglas rompe un viejo tabú cuando se atreve a confesar que a veces ser padre puede ser increíblemente aburrido. Creo que es cuando está empujando el columpio de Albie.
Sí, durante una época puede serlo. Creo que yo ya he pasado ese estadio, porque mis hijos ya tienen personalidades y responden a estímulos adultos. Pero muy a menudo sentí lo mismo paseando el cochecito, o empujando el columpio… Lo mismo le sucedía a mi mujer, quizás incluso más que a mí. Era algo que buscábamos compartir, para minimizar el resentimiento. Alguien me decía el otro día que estaba en el aeropuerto con tres niños dando voces, hambrientos y no sé qué más, y pensó: “esto no debería haber salido así. Nunca quise algo así. Esta situación es algo a lo que nunca aspiré. ¿Cómo he llegado hasta aquí?”. Y hay momentos así. Piensas en ello cuando reparas en la disminución de horas de lectura, por ejemplo. O cuando te das cuenta de que no vas a poder ver una película de principio a final. Eso resultaba desesperante para ambos.
Creo que es una postura valiente, la nuestra. Que rompamos el tabú y se lo gritemos al mundo: “Esto puede ser un muermo, tíos. Reducid las expectativas”.
[ríe] Se trata de ser como un zoólogo que va registrando todos los pequeños cambios y alteraciones, y comunicándoselos al mundo. Van a caminar en algún momento, no os preocupéis. Van a comer sólidos. No hay misterios ni sorpresas en el asunto. El lado bueno de todo ello es que yo, al carecer de tiempo libre como tal, me convertí en alguien que se tomaba mucho más en serio su trabajo. Era y soy más meticuloso, más concienzudo. Tener hijos me proporcionó una ética de trabajo que no existía cuando mi mujer y yo bebíamos cada mediodía y dormíamos durante todo un fin de semana [ríe]. Esa es la paradoja: que saco adelante mucha más faena ahora que cuando tenía todo aquel tiempo libre.
La dificultad de concentración se intensifica cuando tu hijo está tocando una pieza de improvisación dadaísta con un martillo en un piano desafinado.
[ríe] Sí. Y no son solo los hijos. Vivimos en una época de distracciones omnipresentes. No hay forma de meterte en algo sin que sientas en el hombro el tap-tap de las redes sociales.
Twitter, que utilicé durante solo dos semanas por imperativos laborales, quizás sea el invento más tonto y decepcionante de los últimos 100 años. Un gran pozo de vacío. Y acusicas. Vacío y acusicas.
Lo es. Es decepcionante. Y es verdad: parece estar basado en conflicto, en una gran parte. Te metas donde te metas, siempre hay alguien peleándose por alguna gilipollez. Y te sorprendes admirando la trifulca desde las gradas. Yo me siento como si hubiese topado con una riña callejera, y me quedara allí de espectador, sin involucrarme en ello. Esa tendencia, propia y ajena, la encuentro muy escuálida y vergonzosa. Yo también duré solo dos semanas en Twitter, es curioso.
¿Recuerdas Deconstruyendo a Harry, cuando Woody Allen desciende los círculos del infierno y va topando con toda la gente detestable del mundo? Creo que en el último piso están los comentadores anónimos de internet.
Eso es lo peor del universo, ¿verdad? Además: es inútil. Nunca cambiarás la mentalidad de alguien, y mucho menos así. Nunca jamás alguien ha entrado en un debate online y ha dicho: “Caramba, tienes toda la razón. Yo creía otra cosa pero me has convencido, colega. Gracias por tu perspicacia” [sonríe]. No va de eso. Va de pelearse, o admirar las peleas de otros mientras comes palomitas. Es indigno.
nosaltresdavidnichollsVolvamos a Douglas. Él es un tío normal, en el sentido más extenso de la palabra. Su completa normalidad se antoja horripilante en algunas ocasiones. Me recordó un poco a Reginald Perrin, el oficinista abúlico por excelencia.
Crecí leyendo a Jonathan Coe, David Nobbs, David Lodge… Y todos ellos suelen escribir sobre tipos normales y asalariados. Supongo que él es así, pero decidí escribirlo en primera persona para que el lector fuese consciente de que hay algo más en Douglas, que tiene más profundidad de la que aparenta. Si solo te enfrentases a su comportamiento y a las cosas que dice te resultaría insoportable, pero como tienes acceso a su mente… Esa es la mayor ventaja de escribirlo en novela y no en guión, porque tienes acceso a su vida interior y puedes ver la pasión, la preocupación y el cariño. Esa tradición inglesa de tío normal desquiciándose un poco está bien presente en Nosotros. Y también la tradición americana de El graduado, o las historias cortas de Cheever, o Mad Men, o Breaking Bad. Oficinistas, individuos normales, que llegan a un punto de ruptura y se desmoronan. Vi Breaking Bad mientras escribía Nosotros, y pensaba continuamente en ese tipo de hombre que tanto quiere a su familia, y sin embargo lo expresa de esa forma grotesca.
Has conseguido crear a alguien aún más normal que Reginald Perrin. Porque Reggie parecía un tipo convencional, pero en realidad estaba medio tarumba. Douglas es más estable.
Perrin tenía, en efecto, todas aquellas visiones y aquel mundo interior de fantasía. Y cuando sufre su depresión no es una sorpresa, porque todo en la novela nos encaminaba hacia esa ruptura. Pero Douglas no quiere cambiar. El cambio, la ruptura, son para él actos forzados, imposiciones del entorno.
No me gusta mucho la palabra square, pero Douglas es el perfecto square. Un tío cuadriculado.
Creo que esa es la razón por la que quise que Claire estuviese involucrada en arte y danza y música y todo eso. En Un día había una banda sonora que ambos protagonistas compartían, con las canciones favoritas de ambos, etc. La música era un paisaje más de la novela. En el caso de Douglas, él no necesita música. Le gusta Mozart, pero no lo registra. Quería hablar de un hombre apasionado que sin embargo no cree en la cultura. Que no entiende todo eso del arte. Desde luego no es un tipo cool. En gustos, en su cultura, en su ropa… No encaja y ya está. También me parecía gracioso lo de escribir narrativa sobre un señor a quien no le gusta la narrativa, y que a su manera consigue contar una historia de manera amena.
El lector se sorprende vitoreando su obsolescencia. Su actitud es un gran “A la mierda” a los enrollados del mundo.
[carcajada] Quizás me estoy haciendo viejo, pero siento lo mismo que Douglas, y la sensación va en aumento. Me siento un poco fuera de lugar. Antes no había un solo sitio en Londres donde me sintiese intimidado, no había un restaurante que fuese demasiado moderno o demasiado juvenil para mí. Pero hoy en día me veo obligado a aceptar que en algunos sitios no soy bienvenido [ríe]. O quizás se trate de mi crisis de los cuarenta, vete a saber.
En algún punto de nuestras vidas muchos descubrimos que el gusto era irrelevante. Que no había una relación directa entre los tíos más hilarantes o buenos que conocíamos y los discos que escuchaban o los libros que leían. Quizás por eso nos gusta Douglas.
El propio Douglas admite que cuando conoció a Connie todas sus conversaciones giraban en torno a películas favoritas, libros favoritos, discos favoritos… Es un periodo donde se presupone que la apreciación artística es una expresión de quién eres. Eso es muy importante cuando ellos se conocen. Y además hay intercambio cultural, porque él le habla de ciencia y ella le enseña cosas de arte a él. Pero con los años todo eso se vuelve insignificante, deja de tener importancia. No sé. Desde luego, como rasero para juzgar a la gente el gusto es completamente irrelevante. Pero a la vez, opino que ese participar en el visionado de los mismos filmes, y discutirlos luego, e ir a galerías de arte o museos, y hablar de ello después, se convierte en un catalizador de otras cosas. Por eso tantas parejas lo hacen. Es una conversación.
Una excusa para hablar del mundo y de ellos mismos.
Sí. Me gusta cuando mi mujer me lleva a una exposición y me habla de ella, porque sabe más que yo de estas cosas y es una provocación. Me obliga a pensar en otras cosas, fuera de mi zona de confort. Pero lo de llegar a casa de alguien y husmear en su colección de discos… Se me antoja irrelevante, en efecto.
Es un posicionamiento muy pasado de moda. Suena a Oscar Wilde diciendo alguna de esas memeces ofensivas como: “si quieres saber cómo es alguien, mírale los zapatos”.
Debería ser: “Si quieres ejercitar todos tus prejuicios y ser un fanático cerrado de mente, mira los zapatos” [ríe].
Mi punto de máxima irritación respecto a Connie llegó con su confesión de adulterio. O sea: ¿por qué la gente siente la compulsión de soltar toda esa “sinceridad estúpida”, como dicen en Peep Show?
Cierto. Ese adulterio es algo interesante de todos modos, porque el lector vería la misma tensión creciente entre ellos incluso si jamás hubiese tenido lugar. Supongo que lo dejé porque es una pista sobre la infelicidad que ella siente. Una infelicidad que siempre estuvo allí, desde el principio de todo, aunque en el fondo tuviesen un buen matrimonio. Ella siempre sentirá esa necesidad de novedad, de cosas frescas, de excitación. Creo que es más o menos adecuado que ella confiese. Desde la óptica del novelista, más aún, porque el lector necesita saber lo que sucedió [sonríe]. Creo que la reacción de él también es muy significativa: su desaprobación y pesadumbre por lo que ha sucedido no tienen tanto peso como su deseo de conservarla. Creo que eso no es una muestra de debilidad. Su rabia queda ahogada por su ansia de que todo vuelva a estar bien. Y le sale mal, porque ella al final se va, pero incluso así… Tienes razón en lo de Connie, pero sigue sorprendiéndome la cantidad de gente que no la soporta. Porque yo la quiero [sonríe]. Creo que es buena persona, que se casa pese a tener sus dudas, que comete varios errores a lo largo del periplo pero que en el fondo es bienintencionada. Si tuviese que reescribir la novela quizás la haría algo más considerada y cálida [ríe]. Pero a la vez me gustan su desapego y serenidad. Me gusta que sea algo cínica, que esté hastiada, que no sea melindrosa, que sea cariñosa pero no blanda.
Bueno: a cualquiera que haya abandonado su inclinación creativa innata para criar una familia o conservar un matrimonio podemos perdonarle un poco de amargura, ¿no? Connie aparca toda su ambición pictórica por su marido e hijo, no lo olvidemos.
Sin duda. Y a la vez, él es un tipo decente, pero exasperante. Muy exasperante. Y se frustra más según se va haciendo mayor. Cuando se conocen, ella cree que puede cambiarlo, y hasta cierto punto lo consigue. Pero la madurez le hace más controlador, y más estrecho de miras. Hasta que, por supuesto, tiene que replanteárselo todo tras la partida de ella.
Exasperante es la palabra. ¿Crees que esa incapacidad de Douglas para expresar sus sentimientos es inglesa por definición?
Quizás sí. La otra cara de eso es que, a pesar de que Douglas es muy convencional y algo estirado, se lo toma bastante a risa y es consciente de sí mismo y de su circunstancia. Quiero creer que si la incapacidad de expresar sentimientos es una característica británica, también lo es la ironía que por lo general la acompaña. Y el pitorreo hacia uno mismo, y la capacidad de autorridiculizarse. La ironía está en la diferencia entre lo que siente y en cómo decide expresarlo. Eso es británico. La manera en que sus sentimientos siempre se expresan discretamente, y con un cierto bochorno. Asimismo, como te decía, muchas de las influencias eran americanas, no inglesas, así que tampoco quería exagerar esos rasgos a lo Colin Firth que tiene el protagonista; a pesar de que esa es la voz que suene en tu cabeza cuando lo lees. Y por otro lado, si pienso en mis amigos ingleses de hoy en día, creo que todos son bastante abiertos, y cariñosos.
Quizás es un rasgo nacional que (por desgracia o por suerte) se ha ido perdiendo con el paso del tiempo, como un determinado acento local o un oficio obsoleto.
Tal vez. Douglas es un poco mayor que nosotros, pero tampoco tanto. Es también un tema de clase social. Él viene de una clase media almidonada, nada artística, de no resaltar… El término “clase media” en el Reino Unido puede significar un montón de cosas. Puede implicar un cierto tipo de bohemia respetable, o puede ser señal de ultraconservadurismo. Y Douglas es más del lado conservador. En estos momentos estoy trabajando en la adaptación de las novelas de Edward St. Aubyn sobre la clase alta inglesa, y me he dado cuenta de que a la nobleza no le quedó otro remedio que adaptarse a los nuevos tiempos. Porque en ellas nadie, nunca jamás, dice lo que piensa. No hay un solo momento de sinceridad, de franqueza, en ninguna de las cinco novelas de St. Aubyn. Nadie verbaliza cómo se siente en ningún momento. Y es una faena. Porque al realizar un guión solo puedes escribir lo que la gente dice, y ellos nunca dicen nada sobre ellos. Por eso decía que Douglas queda más simpático, porque lo que dice (que a menudo es terrible) queda atemperado por lo que piensa, que es mucho más profundo o sensible.
El tomarse a mofa a uno mismo quizás sea mi rasgo favorito del “carácter” inglés. Lo de no temer ridiculizarse, y quitarse solemnidad mediante la befa. Douglas lo hace continuamente.
Eso cambió mucho de la primera versión de la novela a la segunda. En el primer borrador, Douglas no pillaba por qué la gente se reía de él, no era capaz de racionalizar por qué era absurdo lo de sellar con cola instantánea el Lego de su hijo… Pero según progresó el borrador, se volvió más consciente de su circunstancia, y precisamente por ello mismo, más capaz de cambiar. Y también se convierte en alguien más divertido, por descontado.
Dice mucho del género femenino que a la hora de explicar por qué están con un hombre, la respuesta a menudo sea: “porque me hace reír”. Connie lo dice de Douglas. Eso le llena a uno de esperanza.
El libro se está leyendo ahora en clubes de lectura por toda la Gran Bretaña, y eso aparece a menudo. A pesar de que Connie es quien desea ser libre, y escapar, y empezar una nueva vida, muchas de las lectoras son del Equipo Douglas [ríe]. Se ponen de su lado porque es divertido, y cariñoso, atento y gentil y decente. Aunque uno se pregunta si en la vida real no se volverían locas al intentar compartir su vida con alguien como él. Muchas lectoras también me dicen: “Yo me casé con un Douglas”. Alguien que nunca dice lo que piensa, es controlador, siempre se preocupa por algo y es incapaz de relajarse. Parece que existen muchos Douglas sueltos.
En tu libro aparecen muchas obras de arte. Por lo común, las descripciones de cuadros o esculturas en las novelas me hace sentir ganas de escapar a las colinas, pero nunca sentí algo parecido con Nosotros. Quizás sea la voz no-pomposa e inexperta de Douglas.
Me daría mucho miedo escribir como un experto de arte, pero me siento perfectamente cómodo utilizando esa voz. La de alguien que se siente excluido del arte, que se pregunta “no sé si lo pillo, no sé si debería emocionarme, cuánto rato se supone que debo estar admirando esto”. No hay pavoneo alguno en este tipo de escritura sobre arte. Pero a la vez no quería que fuese anti-arte moderno, porque eso es un cliché terrible, “esto lo podría haber pintado un niño”, y tal.
“No sé mucho de arte, pero sé lo que me gusta”.
Exacto. Él nunca diría algo así. Solo siente que es un lenguaje que no controla. No lo desaprueba ni cree que es ridículo, pero tampoco sabe cómo descifrarlo. Es un lengua que no habla.
Eso también es una admisión muy humana. A mí me sucede con el teatro.
Y a mí con el ballet. Y en cierto modo lo que siento ahora por el ballet y la danza se parece mucho a lo que sentía por el arte. No empecé a ir a galerías de arte hasta bien entrada la veintena. Como el lenguaje no jugaba parte alguna, mis observaciones sobre las obras eran increíblemente banales. No sabía que decir ni que hacer, y era el que recorría el museo más rápido que los demás [ríe]. “No puedo pasar tres horas yendo de sala en sala”, me decía. ¿Tú vas a exposiciones de arte?
A veces. Si mi mujer me obliga. Pero por desgracia siempre me acuerdo de aquella frase lapidaria de Julie Burchill: “No conozco a nadie cuya vida haya cambiado tras mirar un cuadro”.
Ya. Lo mío siempre han sido los libros, las películas y la televisión. Ahora que entiendo lo suficiente de arte, entiendo que no es para mí [sonríe]. Y te lo diré susurrando: creo que me pasa lo mismo que a ti con el teatro. No soy un amante del teatro. Siempre encuentro las actuaciones demasiado afectadas, y las obras demasiado largas.
Es una pena, ¿verdad? Porque escritas están la mar de bien. Pero cuando veo a todos esos tipos afectados pegando berridos con mis frases favoritas…
Si. “¿Podéis hablar un poco más bajo, por favor?”. Y lo peor es cuando detecto que los propios actores se están aburriendo. Eso es algo que jamás sucede en el cine. Actores adentrándose en la rutina. Pero en el teatro se ve muy claro cuando empiezan a actuar de forma mecánica, sin ninguna pasión. Quizás soy capaz de detectarlo porque de joven actué bastante. Y soy capaz de percibir cuando los actores están pensando en el pub de después [ríe].

Kiko Amat

(Entrevista publicada previamente en formato breve en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 21 de marzo del 2015. esta es la versión extralarga, sin cortes, en exclusiva para Bendito Atraso)

¡Vitoria, allá voy!

Aparteu les criatures, que se dice aquí. Las mujeres y los escritores tarados primero. El día 25 de marzo, miércoles, a las 19h, podrán ver, escuchar, palpar (si es estrictamente necesario) pero no escupir ni macear a su escritor de cercanías favorito, el magullado-pero-risueño Kiko Amat.

Será en la biblioteca del centro cívico de Lakua (Sansomendi), en Vitoria-Gasteiz, y nos presentará un viejo (perdón) compinche, Igu Allnighter. Aquí tienen más información de la que yo podría darles nunca.

Diré tonterías, sí, pero diré muchas, con lo que la sensación de haber amortizado la tarde será ineludible. Espero que vengan con pancartas (no faltosas) y pendones, y así animamos el asunto. Y de paso a mí.

Tras la charla se procederá a beber espumosos y espirituosos de todo calibre y ponzoñosidad. Donde me lleven, eso sí que ya no puedo avanzárselo.

El vermut de Kiko Amat #11: DANIEL AUSENTE

Daniel Ausente: un sabio ex-nerd y ex-garajero (nunca se es ex-garajero; esto es para siempre), rey de los márgenes y lo subterráneo, especialista en cine de terror, serie B, C y Z, cómics, monarca de la subcultura y santo patrón de la Cultura No-Seria. Y autor del sensacional Mentiré si es necesario (El Butano Popular, 2014), libro predilectísimo del año pasado en esta casa. Un caballero admirable, y encima curtido en lo que él llama «Gótico Llobregat» (y que lo digas, Ausente).

Pues eso, que le entrevistamos para el #11 Vermut con Kiko Amat, en Gent Normal. Charlazo épico con pez frito. Mucha familia, barrio, extrarradio, punk, ochenteo, cine raro, bagaje y estupefacción droguil en el bar La Plata.

Que la disfruten.

Kiko y Coe

ENTREVISTA-JONATHAN-COEYa está disponible mi entrevista con Jonathan Coe, más larga que un día sin pan (pero harto más amena que eso). La hallarán en el #10 de la revista Jot Down (edición impresa), ya en sus kioscos de confianza.

En la charla -tuvo lugar en el foyer del hotel Condes de Barcelona un congelado día de febrero- Jonathan Coe y yo hablamos durante más de una hora sobre estar en el medio exacto de la clase media, de rock progresivo, de la gloria de Monty Python y Spike Milligan, de los años cincuenta ingleses, de las novelas de esa época que envejecen mal, de los pijos que llevan el gobierno británico en la actualidad y de la infección del posmodernismo.

Y también tratamos su última novela Expo 58, una gran comedia que es medio spoof sobre la guerra fría y medio sainete Ealing, con algo del suspense del Hitchcock británico de Los 39 escalones.

Vayan, apoquinen, lean.

Kiko Amat entrevista a AUGUSTO CRUZ (Londres después de medianoche)

Londres-después-de-medianocheLondres después de medianoche, de Augusto Cruz (México, 1971), fue una de las novelas más apasionantes, audaces y documentadas del 2014. Era una road movie, era un Indiana Jones con película ignota en lugar de arca perdida, era El corazón de las tinieblas y El mundo perdido. En ella aparecían ex-agentes del FBI con pasado ominoso, übervillanos al modo Bond (Martínez, basado en el misterioso millonario David Martínez), un coleccionista de cornucopia terrorífica (Forrest Ackerman, as himself), incluso Edward James, el icono surrealista inglés. Y, en el centro de todo, quizás la más buscada de las películas desaparecidas del cine mudo: Londres después de medianoche, de Tod Browning.
Augusto Cruz me abre los ataúdes de su debut en una charla que es casi tesis magistral. Antes de despedirnos, me graba con tinta roja un sello en mi copia de la novela. “Es una reproducción exacta del anillo que llevaba Bela Lugosi en Drácula”, me cuenta, dejándome ojiplático.

Kurt Vonnegut dijo: “Haz que todo personaje desee algo, aunque solo sea un vaso de agua”. Tu novela ya viene con búsqueda: el santo grial de las películas mudas.
Es lo que los estudiosos llaman “necesidad dramática”. Incluso en el cine surrealista el personaje tiene que buscar algo. Es una búsqueda externa e interna. ¿Qué es lo que busca Rocky en Rocky? Rocky no busca ganar el campeonato del mundo; sabe que eso es imposible, porque lucha contra el mejor boxeador del mundo. Él solo quiere mantenerse quince rounds, para demostrar que puede ser un hombre y no el rompenudillos de un gatillero de cuarta. Como decía Joseph Campbell, lo que encuentras te transfigura o incluso a veces llega a no ser tan importante como lo que te sucedió por el camino.
En un montón de películas, al final el héroe acaba tirando a la basura lo que tanto anhelaba hallar.
O sucede como en las de Indiana Jones. Ya tienes en las manos el Santo Grial, pero se te escapa porque decides que es mejor salvar a una persona. Por una acción más noble que la posesión de un objeto.
Háblame de Londres después de medianoche. El filme. ¿Qué tenía para que haya generado todo ese culto a su alrededor, incluyendo tu libro?
Esta novela nació de dos pasiones: el cine y la literatura policíaca. Por alguna razón extraña, encontré al mismo tiempo a Forrest Ackerman, el famoso coleccionista, y la película Londres después de medianoche. Es la primera película norteamericana que trata el tema de los vampiros. Nosferatu se había estrenado en 1922, y existe otra rara película húngara llamada Drácula halála de 1921. Y existe una aún más misteriosa llamada Drácula, en ruso, de la que no se sabe absolutamente nada. Londres… juntó a Tod Browning y a Lon Chaney, el número uno del terror. Era muy famoso, aunque también muy reservado. Se decía “entre película y película, no existe Lon Chaney”. Se alejaba, no iba a fiestas, era muy misterioso. Cuando falleció, un par de años después de la película, todas las salas se detuvieron un momento para homenajearlo. Su amigo Wallace Beery incluso pasó con avión por encima del velorio. Chaney era el hombre de las mil caras, en sus estuches vivían todos los hombres. Prefería los personajes lastimeros, tullidos, con deformaciones. Sus padres eran sordomudos, así que tuvo que aprender a hablar con ellos mediante la mímica, y eso le enseñó su arte. Cuando Chaney muere, su lápida no tiene inscripción; solo es un bloque cuadrado. Su hijo Lon Chaney Jr (que salía en El hombre lobo, y en Of mice and men) tuvo problemas de alcoholismo, y si buscas su tumba, en el certificado te dice “cuerpo donado a la ciencia”. Londres… aterroriza. Nunca olvidas la cara de Chaney, con los dientes, el sombrero de copa y las ojeras. Chaney se ponía alambres en los ojos, o clara de huevo para que quedasen acuosos, llegaba a cualquier extremo.
El misterio añadido es el rumor de que en la película participaron verdaderos vampiros, ¿no?
Sí. Creo que el rumor empezó con Forrest Ackerman, un coleccionista de 92 años que tenía la capa de Bela Lugosi, el anillo de Drácula, toda la parafernalia que juntó a lo largo de más de 70 años. Él vio la película a los 11 años, y a través de su mítica revista Famous Monsters of Filmland la empezó a popularizar en los años 50. Él hizo de ella el santo grial del cine de terror. Nadie la había visto desde el 27. Había sido una película exitosa, pero sin muy buenas críticas. El ABC español en el 1929 la reseñó, de hecho (en España la tradujeron como La casa del terror). Y de las actrices nunca más se supo. Edna Tichenor, que hacía de chica vampiro, hizo un par de películas y desapareció. Nadie sabe cuándo murió. Tod Browning no volvió a tener el éxito de antes. Hizo Drácula, es cierto, que es muy emblemático pero triste, prácticamente una película muda. El cine de entonces tenía ese halo misterioso: podías pensar que Chaney era un vampiro de veras, o el Fantasma de la Ópera, o creer que Douglas Fairbanks era El Ladrón de Bagdad y saltaba de barco en barco. El cine era un pasatiempo. Solo fotos que se movían.
Augusto CruzNadie lo consideraba un arte que iba a perdurar.
No. Era un trabajo como cualquier otro. Las personas trabajaban durante diez años en el cine mudo y luego se iban a sus pueblos. No sabían que estaban asistiendo al nacimiento del arte más joven que conocemos. Estas personas estuvieron allí. A los diez años de que naciera el nuevo arte ya habían dominado el lenguaje y creado obras maestras. Meliés, Griffith, Eisenstein… Y sin saberlo nos convirtieron en la generación visual. O sea que la película tenía un halo de misterio que ya era inherente en el cine como disciplina. Era una novedad. Algunos exhibidores se quejaron cuando la cámara dejó de ser teatral y empezó a moverse y hacer primeros planos. Decían: “¡la gente no viene a ver cuerpos mutilados! ¡No viene a ver un actor sin pies, o una cabeza del tamaño de la pantalla!” [sonríe]
El último clavo de fascinación lo pone el carácter elusivo de Londres… Su atributo de película desaparecida. Por eso se convierte en el santo grial.
Por ser película de referencia, y ser algo de lo que solo existen rumores. Hablo mucho de la pérdida, del valor de los objetos… Pero, ¿cuándo está perdido un objeto? Cuando desaparece físicamente, o cuando las personas que han estado en contacto con él mueren o lo olvidan. Ackerman vio de veras la película a los 11 años. En el libro decide contratar a un ex-agente del FBI para que le ayude a localizar una copia. Pues sabe que cuando sus recuerdos se desvanezcan, el filme se perderá para siempre. Eso sucedió con el 80% o 90% del cine mudo. Se perdió o se tiró a la basura, se usó para rellenar agujeros, se quemó como escenografía para otras películas… Es trágico, una pérdida increíble. Imagina que se hubiesen perdido un 80% de las novelas del siglo XVIII. El mundo se habría quedado sin un inmenso legado cultural.
Este hecho nos insta a replantearnos la historia. Es decir, que lo que para nosotros eran los artistas más populares del cine mudo, en realidad eran solo los que aparecían en las películas que no se quemaron.
Ajá. De muchos de ellos no queda ni el recuerdo. La inmortalidad que daba el cine se perdió en un instante. Sarah Bernhard, la gran actriz de teatro, jamás quiso estar en el cine, pero tuvo que saber que todo su arte se desvanecería cuando muriese ella y también sus espectadores. Hizo un par de pruebas cinematográficas, pero no le gustaron y luego quemó todas sus apariciones. Bernhard y otros como ella creían que nunca se llega a vivir lo suficiente para disfrutar de la inmortalidad. Londres… causó una impresión especial porque el American Film Institute dijo que era de las diez películas perdidas más buscadas, y eso habla del valor de los actores y del valor icónico de la obra. A gente más joven que nosotros les pregunto: “Te gusta La guerra de las galaxias? Pues imagina que de las 6 películas de Star Wars solo nos quedaran tres minutos. Y solo conoces a un caballero negro robotizado que le corta la mano a un muchacho, le dice “Soy tu padre” y el muchacho salta al vacío. No tienes nada más, solo alguna reseña y alguna foto por ahí perdida. ¿No sería eso una pérdida impresionante para ti? De ese tamaño es la pérdida del cine mudo para nosotros”. Mi novela no es solo un homenaje al personaje de Ackerman, sino también una especie de mensaje en una botella para todos los espectadores: “Esto es lo que se perdió. Busca en el sótano de tu abuelo o en el ático de tu tío”. Hace unas semanas se halló en la Cinémathèque Française la única copia del Sherlock Holmes de 1916 con William Gilette (el primer actor que lo interpretó), que todo el mundo consideraba perdida. Esta novela quiere ser un aliciente para esos hallazgos.
He aquí una novela detectivesca que ha sido ensamblada con un parejo trabajo de investigación. Hay dos detectives: el Chandleriano que protagoniza el libro, y tú mismo, el novelista que ató todos los cabos.
Yo recibí un curso de detective privado por correspondencia que no puede terminar, de joven. Me gustaba lo policíaco porque me encantaba Sherlock Holmes. En mi pueblo solo había una librería, y todo lo que tenía del género era americano, excepto dos libros que me marcaron mucho: La soledad del mánager, de Vazquez Montalbán, y Prótesis, de Andreu Martín, que leí cuando tenía 13 años. En la novela me propuse juntar mis dos pasiones: el cine y la literatura policíaca. Desde los 12 años veía cine soviético, leía sobre teoría de Eisenstein, y como me era difícil acceder a esas películas (no existía internet, ni siquiera videoclubs) compraba los guiones. Estaban escritos como poemas, no como guiones convencionales. Yo, antes de ver la película, hacía lo siguiente (que no es muy recomendable): leía el libro, leía el guión (si hay cuatro o cinco versiones las leía todas) y al final veía la película. Esto me quitaba la emoción del espectador común, pero fue muy importante a la hora de entender el lenguaje.
Antes, el lapso de tiempo existente entre que te enterabas de la existencia de un filme y el momento en que finalmente lo conseguías podía ser muy largo. Ese proceso de fantasear entre guerras tenía su riqueza. A mí me sucedía con música pop. Construías mitos antes de haber escuchado de veras a un grupo, a partir de las fotos y los títulos.
Internet fue fundamental para esta novela, porque me permitió acceder a mucha información que de otro modo habría sido imposible. Luego tenía que verificar que lo que encontraba en internet fuese real, y buscar en dos o tres fuentes escritas en papel. El papel tiene mayor rigor que internet. Pero está el lado desfavorable de la adquisición instantánea, como dices. También nos hace que perdamos el valor de la memoria. Tú y yo nos acordamos de algo y lo rememoramos hablando. En una conversación de jóvenes lo googlean y ya está. ¿Qué sentido tiene que almacenemos todos estos recuerdos para las charlas si en 15 segundo alguien te lo va a googlear y lanzar a la cara? Esta modernidad también impide que apreciemos el valor de los objetos. Nadie siente nostalgia por un móvil, de la manera en que un peine nos recordaría al abuelo, o una navaja al padre…
Los objetos actuales tienen muy corta vida. Real y emocional.
Sí, y eso nos lleva a la corta vida que tuvieron todos estos filmes. Pocos se reestrenaron. Era muy caro almacenarlas, así que acabaron tirándolas a la basura. No pensaron que fuese a trascender, ni que fuese un arte. Cada película que hallamos es como encontrar un pedazo de pirámide: nos cuenta una historia de cómo pensaba la gente y cómo vivió. Vivimos en un mundo muy rápido, pocas cosas persisten en la memoria.
Como decías, esa fue la última vez en la historia moderna en que algo fue automáticamente desechado como no-arte. Lo hemos conservado todo desde entonces. Algunas porquerías también.
Claro. Piensa en el cisma terrible que representó la legada del cine sonoro. Y no solo para las actrices con voces chillonas. Piensa en Billy Wilder, que tuvo que aprender a escribir en inglés a los treinta años. Ese cambio lo retrata muy bien el propio Wilder en Sunset Boulevard, cuando Norma Desmond dice: “Palabras, palabras, palabras. ¡No necesitábamos hablar, teníamos caras!”. Ella es un personaje en peligro de extinción. Cuando le dicen que ella había sido grande, responde: “Aún soy grande, ¿las películas se han hecho pequeñas!”. Y se refiere a los talkies. El director fue perdiendo control. Antes el actor no estudiaba el guión, le iban diciendo donde colocarse y qué expresión poner. El director les hablaba durante el rodaje, algo que el sonido mató. La paradoja es que toda esa gente como Mary Philbin, la actriz que aparece en El fantasma de la ópera, dejó de trabajar cuando llegó el sonido; pero luego, décadas después, cuando se descubrió que aún vivía, todo el mundo quería escucharla hablar. Fue un doble cisma: la llegada del sonido, y el fin de los reestrenos de cine mudo. Fue un cisma tan grande que cuando apareció el Drácula de Tod Browning, que es hablada, se hizo una versión con subtítulos para la gente que no estaba acostumbrada al cambio.

Forrest con algunas de sus piezas en Mint condition

Forrest con algunas de sus piezas en Mint condition

Hay muchos personajes reales en tu novela, y llegaste a conocer a algunos de ellos. El gran Forrest Ackerman, sin ir más lejos.
Los conocí a él y a la película casi a la vez, por referencias de internet. Pero me daba miedo buscar referencias sobre él porque pensaba que ya habría muerto. De repente me armé de valor y le dije a un amigo de Los Ángeles que me buscara a Ackerman en la guía telefónica. Y estaba. Debía tener 92 años, por aquel entonces. Ackerman vivía entre dos mundos: entre la gente que tiraba los objetos de cine a la basura, y los que pagaban millones de dólares por poseerlos. Él hizo que todos aquellos objetos sobreviviesen para nosotros, rebuscando en la basura, escribiendo cartas a directores para que le consiguieran escenografía. Escribió 100 cartas a Carl Laemle, presidente de Universal Studios, hasta que este dijo: “Denle a este muchacho lo que quiera”. Él se hizo con muchas de esas cosas. Tenía una casa de 18 habitaciones que llenó de objetos de cine. Esa casa la tuvo que vender por un problema legal y de deshizo de gran parte de su colección en un mercadillo casero, quedándose solo con los icónicos. Cuando logré recuperar mediante internet algunos de los objetos que había vendido, se los devolví por correo.
¿Había sido una venta desventajosa, pues?
Sí. Fue como esos dientes de león, que soplas y se desperdigan por el mundo. Algunos decían que eran los buitres abalanzándose sobre su colección, pero él lo veía como si la colección regresase a los fans. Yo le devolví algunos objetos, y a él le pareció intrigante. Como si la vida fuese un búmeran, que viaja de ida y vuelta. Finalmente le llamé por teléfono. Se puso su asistenta, con un tremendo acento filipino y peor inglés que el mío [sonríe], y traté de explicarle que buscaba conocer a Forrest Ackerman, que me desplazaría a L.A., que estaba escribiendo un libro… Ella me dijo: “Ackerman está indispuesto” (claro, con 92 años siempre va a estar indispuesto) [ríe]. “Llámele mañana”. Le llamé a la mañana siguiente, y tras un largo silencio se puso él. Escuché esa voz cavernosa, y yo (con mi inglés rudimentario) intenté decirle todo lo que representaba él para el cine de terror, que quisiera ir a visitarle a Los Ángeles, y de repente, ¡pum! Se cortó la línea. Vuelvo a llamarle, y vuelve a ser la enfermera, que me dice que Ackerman solo recibe a gente los sábados de 9 a 12h en su bungalow, su pequeño museo, pero que por ser yo de México me iba a recibir otro día. Volé hacia allí, hubo una tormenta terrible, la dirección que me dio la enfermera fue capaz de despistar a un GPS [ríe], al final llego allí y me traen a un hombre en silla de ruedas. Temí que no estuviese en condiciones para explicarme todo lo que quería yo. Y de golpe la enfermera me dice que se va al cajero automático, y se larga, dejándome solo con Forrest Ackerman, sin su bombona de oxígeno, y con todas sus piezas al alcance de la mano. Pude haber cogido cualquiera de ellas y salir corriendo.
¿Estaban aún allí los más míticos?
¡Sí! Me hice fotos con los dientes de Lon Chaney, la capa de Bela Lugosi… Ackerman me trajo un libro del que podrían haber salido murciélagos [sonríe], y era la primera versión de Drácula editada en Norteamérica, firmada por Bram Stoker y todos los actores célebres de terror de la época: Lugosi, Karloff, los Carradine, Carol Borland, que también sale en otra versión de Londres después de medianoche llamada La marca del vampiro, incluso Paul Naschy, que era muy amigo de Ackerman. Me ayudó mucho conocerle. Ackerman no pudo ver la novela terminada, murió antes, pero tuve el privilegio de decirle la primera frase de la novela: “Forrest Ackerman vivió para los monstruos, y algunos monstruos, los más legendarios, se mantenían en vida gracias a él”. A él le debió parecer curioso que un joven mexicano recorriera tantos kilómetros pare soltarle una frase (en mal inglés) que trataba de condensar toda su vida. Y esa es la idea del libro: condensar su vida. Un tipo que mediante su revista condicionó la carrera de Steven Spielberg, de John landis, de George Lucas, de Guillermo del Toro, de Joe Dante, de Stephen King… Stephen King, de hecho, escribió un cuento malísimo para su revista que él nunca publicó. Un día estaba King, ya muy famoso, firmando libros, y sobre la mesa apareció el cuento original que él escribió a los 16 años, escrito con la máquina viejísima que él tenía entonces. No podía ser otro que Ackerman: “Sr. King, ¿me dedica su cuento, por favor?”. Eso te dice lo emblemático que fue Ackerman para un sector de gente del cine, aunque la mayoría no le conozca. Él lo hacía por amor. Nunca cobró un dólar para que nadie accediese a su museo. Siempre decía: “¿Para qué tener un tesoro si nadie lo puede ver?”. Eso le costó más de un robo en su casa. Se llevaban escenografías enormes, que había que pasar por encima de rejas, de forma imposible. Su esposa le decía, cada mañana al abrir el museo: “Forry, ¿qué nos van a robar hoy?”. Y él contestaba: “Con 300.000 personas que han pasado por aquí, algo tenemos que perder”.
Me encanta tu detective principal, con su pasado ominoso y el misterio de la desaparición de su familia.
Investigando yo había descubierto que una compañía, Blackhawk Films, se había dedicado a vender películas raras sin permiso de los dueños de los derechos. Las vendían por suscripción. En el listado aparecía Londres después de medianoche por 43 dólares. El gobierno incautó la compañía, juntó todas las películas y las quemó. Mi idea para la novela fue: ¿Qué tal si alguna copia de Londres fue a parar a algún lugar fuera de Estados Unidos? ¿Y qué tal si contrataban a un detective para ir en su busca? Mi detective había sido secretario de Edgard Hoover, lo habría visto todo, así que me pregunté: ¿Qué le habría puesto en desventaja? Pues llegar a un México violento, a un estado con guerra caótica entre cárteles, donde puedes encontrarte un pueblo sitiado, con un Jaguar último modelo ametrallado y vuelto al revés. Trato siempre de poner a mis personajes en la mayor desventaja psicológica y física posible. Y todo eso independientemente del lugar fantástico y surrealista de Edward James, el poeta inglés. Quise sacarle de su zona de confort, y enfrentarle a personajes peligrosos de verdad…
Como Martínez. Esa especie de über-villano Bond…
Lo bueno es que ese es un personaje que existe. Es un millonario mexicano, un misterioso hombre de negocios del que no se sabe nada, que rescata países en deuda, que usa el metro, que tiene un departamento en el edificio Warner de NY con paredes de plata, que compra obras de Jackson Pollock por cientos de millones de dólares y luego va por ahí sin escolta…
Ahora estoy leyendo The age of the moguls, el libro sobre los grandes magnates americanos de principios del XX, y por supuesto aparece William Randolph Hearst, que inspiró al Ciudadano Kane y también en cierto modo tu Martínez.
Sí, Martínez en parte está basado en los Carnegies, los Hearst y todos los demás millonarios extraños y reclusivos. Leí ayer que la capacidad de sentir dolor o lástima en los millonarios es menor que el de las personas normales. Necesitan ese porcentaje menor para escalar hacia la cima. Ese tipo de millonario desearía que el teorema de Fermat nunca se hubiese descubierto; hubiese pagado para que no se publicase. Martínez cree que el hombre necesita misterios para seguir avanzando. Aquellos territorios en blanco que había en los mapas antiguos eran fascinantes. Cuando el mundo se empezó a llenar de ríos, de montañas, de geografía, ganamos en certeza pero perdimos en imaginación. Martínez busca mantenerlos, porque son los que nos hacen mover a buscar vacunas o territorios inexplorados. El mundo debería tener misterios reservados para que podamos seguir viviendo.
Me alegró mucho ver el parecido entre tu novela y El mundo perdido de Conan Doyle. También hay algo de Apocalypse Now. Ese adentrarse en un lugar hostil que funciona con leyes extrañas.
Claro. Y más aún para un ex-agente del FBI. Si creemos la idea aceptada de que el presidente de los Estados Unidos es el personaje más poderoso del mundo, siete de esos presidentes no pudieron despedir a Hoover. Eso nos lleva al axioma de que Hoover fue el hombre más poderoso del mundo durante siete mandatos presidenciales. La novela es una suerte de triángulo entre Ackerman, que colecciona objetos para el bien de todos, Hoover, que colecciona objetos e información para uso personal y venganza, y el Sr. Martínez, que busca que los objetos no aparezcan. Mi detective, McKenzie, acarrea también el misterio de qué sucedió con su familia o la muerte de su padre, y ambas van motivando la búsqueda por esas tierras inhóspitas. Los ex-agentes y los detectives tienen vidas complicadas, pues qué podría ser más complicado que buscar algo tan abstracto como la verdad. Por 25 dólares al día más los gastos, parafraseando al Marlowe de Chandler [sonríe]. Kiko Amat

(Esta entrevista se publicó originalmente en el suplemento Babelia de El País del 20 de febrero del 2014. La versión oficial puede encontrarse online aquí, y la que les presento aquí es el corte del director, con tan solo algunas ediciones menores. La foto de Cruz luciendo una copia del anillo de Bela Lugosi es de Gianluca Battista)