Kiko Amat entrevista a JULIEN TEMPLE

julien-temple-2014Habla con un acento asaz pijo, suelta tacos a porrillo, viste de un modo dandiesco con trazas sixties, y al gesticular se agita en su muñeca izquierda un brazalete africano que parece un hula-hop. Oh: y aparenta diez años menos. Es Julien Temple (1952), autor del primer filme sobre los Sex Pistols (El gran timo del rock and roll) y del mejor filme sobre los Sex Pistols, The filth & the fury. Temple también ha filmado la saga de Dr. Feelgood (Oil city confidential), y ha regresado a ellos para concentrarse en su guitarrista (The ecstasy of Wilko Johnson, Mejor Documental Internacional en In-Edit Beefeater 2015). Incrustando la grabadora en su cara, hablamos con él de éxitos, patinazos, Patsy Kensit, The Clash y de aquel baile privado que le ofreció Michael Jackson.

Pregunta colosal: ¿Cómo fue tu infancia y juventud?

Tuve una infancia muy rara, en el sentido de que no vi películas ni televisión hasta que fui bastante mayor. Mi padre era un radical de izquierda, del Partido Comunista inglés de los años cincuenta, y también un hombre muy culto. Había estado en Oxford y, como tantos otros de su generación, se había radicalizado a raíz de la Guerra Civil Española y de la IIª Guerra Mundial. Aunque era un hombre de clase alta, estaba obsesionado con criar a sus chicos en casas baratas de subvención oficial, para gente de clase trabajadora. Nos llevó a Primrose Hill, un barrio pudiente hoy, pero que entonces era muy distinto.

Feudo de los Kinks.

Muy cerca de donde vivían los Kinks, sí. Era un poco raro: yo venía de un mundo distinto al de la gente que me rodeaba en aquel barrio. Pero por otro lado aquella mudanza me obligó a vivir y comprender cómo vivía un chico de clase obrera. A la vez que seguía sabiendo lo que era crecer como un niño pijo. Se mezclaron muchas cosas. Yo quería ir a la universidad, pero mi padre me dijo que ni hablar, que debería ir a la fábrica Ford de Dagenham y poner puertas a coches durante horas, y así sabría cómo se siente la gente de verdad. Yo le mandé a la mierda, claro. “Tú fuiste a Oxford, yo iré a Cambridge”, le dije. Así que me convertí un rebelde de cara a esa extraña noción que tenía él sobre mi futuro. Tomé tantas drogas como me fue posible y me convertí en alguien muy distinto a él. Asimismo, nunca perdí la perspectiva que me había dado el crecer junto a chicos que no tenían las oportunidades de futuro y educación que yo tenía. Eso define mi formación creativa: mi niñez dual. En aquella época la detestaba. Mi padre ponía Beethoven a todo volumen a las ocho de la mañana, en mitad de aquel barrio, y no tardaba en llegarnos mierda de perro por el buzón.

Es que tu padre iba provocando…

Sí. En aquella época la gente quería escuchar a Elvis, o lo que fuese. En todo caso nunca vi películas, ni series de televisión. No tuvimos televisor hasta mis 16, de hecho. Vi alguna cosa en casas de amigos, pero nada más. Casi nunca íbamos al cine. Conseguí ver A hard day’s night y El Cid.

Que no El Sid.

[Sonríe] No. El otro. Curiosamente, intenté terminar The filth & The fury con la imagen final de El Cid, cuando lo de “¡El Cid está muerto, larga vida al Cid!”, pero Hollywood pedía demasiado dinero. Habría sido un gran final. Porque el Cid/Sid se aleja cabalgando, aunque en realidad ya está muerto.

Así que tus padres ni siquiera eran fans de la nouvelle vague, ni nada.

Nada. Cuando fui a la universidad empecé a ver filmes. No tenía ni idea de cuál era la gramática del cine. Cuando estaba en el instituto había un cine en el centro de Cambridge, y mis amigos querían ver Le Mépris, una película muy famosa de Godard. Fui con cinco de ellos, y no entendí nada. Bueno, entendí a Brigitte Bardot desnuda. Fue un bochorno no entender nada más [ríe]. Luego regresé en secreto cuatro o cinco veces más hasta que al final entendí de qué coño iba todo aquello. Aquella película fue importante para mí, porque fue la primera vez que descifré el lenguaje. Hasta entonces no entendía el cine como medio social. Me gustaba la pintura y estaba estudiando arquitectura. Me iba la historia de arte, pero aquello fue un shock. Estaba en el lugar perfecto para aprender más sobre cine, porque empezaba a aburrirme de la arquitectura. Yo quería ser un arquitecto visionario, como los constructivistas rusos y tal, pero me di cuenta de que aquello era imposible, a no ser que algún millonario homosexual me financiara los proyectos [sonríe]. En Cambridge había veinticinco colegios, y cada uno de ellos tenía una sociedad fílmica. Menos el mío. Alquilaban tres películas en 15 mm semanalmente: setenta y cinco copias de filmes en una universidad, que iban pasando de colegio en colegio. Podías ver setenta y cinco películas cada semana, si te ponías a ello. Y yo me puse.

Binge watching.

Sí. Ahora se le llamaría así. Solo que en lugar de mirar Breaking bad lo hacíamos con Ingmar Bergman. También nos metíamos mucho ácido, lo que representó otra parte crucial de mi educación.

022-janette-beckman-theredlistTus filmes siempre están plagados de fragmentos de películas inglesas de los años 40 y 50 que me encantan, cosas de Ealing, Powell & Pressburger… ¿De dónde viene ese amor?

De mi época en la sociedad fílmica. Pasé de vivir en una ausencia de filmes casi completa a que aquello fuese todo lo que hacía. Ver filmes cada día, durante dos años. Eso se quedó grabado en mi cabeza: toda la narrativa y las posibilidades de lo que podía hacer el cine. Mi educación fue fantásticamente ecléctica, porque yo nunca pude escoger esos filmes. Cada escuela escogía los suyos, así que llegaban a mí todo tipo de cosas. Era completo azar: mucho Hollywood, cosas inglesas antiguas, nueva ola francesa, Bergman, películas arty, Rossellini y neorrealismo, Bresson.. Pero para mí el mejor era Jean Vigo, quizás porque veíamos sus películas en verano, en el tejado, sobre una sábana. Yo tenía unos 17 o 18 años. Como en el tejado no había demasiado espacio nos veíamos obligados a colocar el proyector justo en el extremo, con el consiguiente peligro de que aquello se desplomara y cayese al vacío. Un día estábamos tan absortos en la película que no vimos que la cinta no estaba en el soporte, sino que había ido cayendo desde el tejado, directa al río. Todo el rollo de 16 mm. El asunto tuvo unas resonancias poéticas y apropiadas, porque en L’Atalante dicen todo aquello de ver la cara de tu verdadero amor bajo la superficie del río y tal. En todo caso tuvimos que rescatarlo de allí. Y cuando un rollo se moja, las imágenes quedan extrañas, distorsionadas, como en un viaje de ácido. Así que lo secamos fotograma a fotograma con un secador de pelo, y lo insertamos de nuevo en el rollo. Como ves, analicé el filme imagen a imagen. Fue un contacto muy íntimo.

¿Cómo pasas de allí, de aquel tejado en Cambridge, a relacionarte con los pájaros del naciente punk rock? ¿Fue a través de Malcolm McLaren?

Fue puro azar. Cambié de Arquitectura a Historia, a la vez que me metía de lleno en lo de las películas. Realicé mi primer corto, y fui admitido en la Escuela Nacional de Cine. Para mí era un misterio cómo accedí a ella, porque no tenía referencias ni experiencia y jamás había estudiado cine. Allí había un chico negro y dos o tres chicas, pero básicamente se trataba de un entorno de hombres blancos de clase media. Resultaba que me habían tomado por gay, porque yo iba con un look David Bowie, cejas depiladas y eso, glam. Y para sus archivos yo era el perfecto gay simbólico. En todo caso me mudé a Londres, empecé a estudiar en la Escuela de Cine. Tengo un recuerdo muy bonito de aquella época, cuando cerraban los muelles. Los muelles habían representado una parte gigante de Londres, psicológica, económica y culturalmente durante miles de años. Y de repente los cerraban. Era una atmosfera hermosa, muy extraterrestre. Todos aquellos muelles deshabitados con las grúas oxidadas. Ni un sonido, completamente estático. Yo aún recordaba de niño el jaleo de los muelles, la gente trabajando, el ritmo febril… Y de golpe, nada. Así que el verano del ‘75 siempre merodeábamos por allí. Un día, paseando, escuché de lejos una canción de los Small Faces. Fue como una revelación: el viento, papeles de periódico volando por todas partes, y yo como en Alicia en el país de las maravillas: siguiendo el sonido. En aquel tiempo planeaba realizar algún tipo de documental sobre mi niñez en los 60’s, y sobre lo que sentía hacia aquella música. Sobre todos aquellos grupos, y como conectaba con ellos. Ya nadie escuchaba aquellas bandas. Y de repente [canta] “I want you to know that I love you baby…”.

“What’cha gonna do about it”. Pero Lydon cambiaba la letra, ¿no?

Sí. Yo iba escuchando esa melodía mientras subía las escaleras, y oía: “I want you to know that I HATE you baby…”. Se estaban cargando la canción. No sabía que esperar. Al final, entré en uno de esos lofts gigantes que había en los almacenes de la zona, a los que accedías descendiendo por unas escaleras en la parte superior, y tuve una perspectiva de toda la sala desde arriba. Y allí, silueteados contra la luz de la ventana, había un grupo que no se parecía en nada a lo que en aquel momento existía en Inglaterra. Piernas flacuchas que desembocaban en pies enormes y blanduchos, pechos anchos en jerséis de moaré a rayas. Todo el mundo llevaba campanas, pero ellos llevaban pitillos elásticos, el pelo punzante…

Debió ser un poco como transportarte a las imágenes de los primeros mods. Estrechez, anfetas, pelo corto, ruido…

Cierto, cierto. Y encima tocaban Small Faces, otra de los Kinks, “I’m not like everybody else”, y el “Substitute” de los Who. Esa conexión con lo que a mi me gustaba me excitó. Entendí que acababa de presenciar algo muy especial. En aquel momento supe que había algo distinto en ellos. Les contemplé ensayar un rato. Aquel día Johnny Rotten no estaba allí. Mi reacción fue al ver a los otros tres. Les pregunté si querrían tocar aquella canción de los Small Faces para mi película y me mandaron a la mierda. Los tres. Glen Matlock incluido. Lo que sí dijeron es que iban a dar su primer concierto, en un mes; aún no habían tocado nunca en directo. No sabían ni dónde iba a realizarse. En fin: yo regresé al oeste de Londres, donde vivía con amigos okupas cerca de Portobello, y les conté que acababa de ver a un grupo increíble. Me preguntaron cómo se llamaban, para ir a verlos, y de golpe me dije: “¡mierda! No se lo he preguntado”. A lo largo de las semanas siguientes fuimos agarrando el Melody Maker y buscando un concierto de alguien, cualquiera, con nombre inusual. Al principio: nada. Hasta el punto en que empecé a pensar que lo había soñado todo. Que había sido un flashback de ácido. O quizás no existían de verdad. Después de seis o siete semanas topé con un anuncio de los Sex Pistols. Era ya su segundo concierto, nos habíamos perdido el primero. Tenían que ser ellos. Era en la Central School of Art, en el centro de Londres. Allí ya estaba Siouxsie, el Bromley Contingent… La audiencia era tan importante y excitante como la banda, y eso que solo eran diez. Los demás eran jipis que les lanzaban vasos de cerveza. Era como una cosa sacada del Teatro de la Crueldad de Artaud.

https://i0.wp.com/cdn3.volusion.com/bxqxk.xvupj/v/vspfiles/photos/BRITISHQUAD106-2.jpgCon el tiempo darías dos visiones muy distintas de los Sex Pistols en tus filmes. Una que podríamos definir como la visión de Malcolm McLaren, y otra que era la versión corregida, más afín al grupo.

La pija y la proletaria. Es broma [sonríe]. No creo que fuese la versión corregida, sin embargo. Simplemente la visión de Malcolm era muy distinta a la de Paul Cook, por decir alguien, o Matlock o Sid. Cada uno lo veía de un modo. Yo di dos versiones de la historia, pero existen muchas más, dependiendo de a quien le preguntes. Para mí son como dos caras de la misma moneda, ¿sabes?

Cada uno de los testigos lo cuenta de una manera. No existe una verdad inapelable. No hay santos ni villanos, en el punk rock.

Cada uno cree que su versión es la verdad, porque es su verdad. Cuando los Pistols se separaron, Malcolm difundió su versión de la banda como una pieza de arte situacionista que él había moldeado. Steve Jones, por otra parte, estaba en una banda de rock’n’roll para hacer pasta y follarse a chicas. Pero no habrían funcionado por separado. Steve necesitaba a Malcolm, y al revés. Malcolm estaba acojonado por el lado rock’n’roll de la banda, se le iba de las manos. Le daban miedo incluso físicamente, le aterrorizaba estar solo con los cuatro. Cuando sucedió lo del show televisivo de Bill Grundy, su percepción era que la habían cagado, que se habían cargado todo el trabajo de promoción que él había estado haciendo. A la mañana le enseñaron las portadas de los doce periódicos nacionales y cambió de idea. The great rock’n’roll swindle quería que los fans de los Pistols se cabrearan, mezclaba realidad y ficción, lo que hicieron y no hicieron… Estaba inspirada parcialmente en Orson Wells, el juego entre lo que es cierto y lo que no.

Yo me inclino por la versión final de Lydon. Con sospechas.

Pero ojo, que Swindle era una invención deliberada. Hicimos que pareciese que Malcolm lo había ideado todo al milímetro, que era un plan maestro. Pero todos sabemos que no había plan, que de hecho le acojonaba todo lo relacionado con los Pistols. Yo también acostumbro a creer a Lydon, pero el Lydon de entonces y el de ahora son dos tipos muy distintos. En aquel momento él desprendía una rabia incandescente, y también una sabiduría muy peculiar. Estaba en llamas, ardiendo al modo Blakeano. Eso es innegable. La colaboración de Malcolm es importante, pero sin el fuego de Lydon nunca habría sucedido nada. Y Sid, y Steve… Todos eran necesarios. Mi opinión es que Steve fue clave: era un rufián de verdad, un tío callejero, delincuente, duro… Ni John ni Sid podían soñar en llevar el tipo de vida que Steve llevaba, durmiendo en coches y tal. Eran solo chavales de escuela de arte.

The filth & the fury recalcaba ese elemento de comedia negra que Lydon siempre ha afirmado que los Pistols poseían. Más cerca de Max Bygraves, Tommy Cooper o Ken Dodd que de Guy Debord.

Sí. Recuerda que incluso teníamos una canción de Max Bygraves en Swindle [ríe]. De hecho, creo que Bygraves era un situacionista. “You need hands” es un himno situacionista [ríe]. Los Kinks fueron los primeros que empezaron a incorporar ese elemento de music hall inglesa de toda la vida en lo que hacían. Y los Pistols, a su modo, también lo hicieron.

Muchos amigos míos reaccionaron de forma irónica y despectiva a las “lágrimas de cocodrilo” de John Lydon en The filth & the fury, pero a mí me parecieron harto sinceras.

A mí también. Lydon me dijo que me mataría si dejaba ese fragmento en el filme. Estaba avergonzado, creo que lo de llorar se le escapó. Tuvo un ataque de llanto imprevisto, y al final se vio obligado a dejar la sala. Un estudiante californiano que yo tenía de cámara entonces se puso a llorar también, afectado por la intensidad de lo que había visto. Y dejó el micrófono conectado sin querer cuando John dejó la habitación, así que le escuchamos llorar en el lavabo durante un buen rato. Luego lo vio en la película y no dijo nada. Pero creo que había sido verídico. Lo puedes comprobar alterando la luz, para que se distingan los rasgos de su silueta. Allí se ve que llora de verdad.

Joe Strummer es otro protagonista de tu carrera de un modo muy distinto a Lydon. Es fascinante por otras razones. Para empezar, su bagaje es más parecido al tuyo. Aunque él pretendiese ser proletario, cosa que tú nunca hiciste.

A John Lydon no le caía nada bien Joe. Decía que era un fraude. John Lydon es clase obrera de irlandeses inmigrantes, que a la vez es distinto de ser clase obrera inglesa a secas, al menos en el Londres de entonces. Estaba marginado por partida doble. Steve igual. Paul Cook era clase obrera inglesa. Dicho esto, en cuanto a banda estaban fuera de una escala de clase. Desde su perspectiva, los Clash eran pura clase media; tirando a pijos, vaya. Joe lo era, sin duda, pero los demás no, aunque hubiesen recibido una educación decente. Joe venía de ese mundo, de haber leído y querer ser radical. Realmente era okupa, vivía cerca de donde vivíamos nosotros (aunque no nos conocíamos). Habíamos ido a ver a su banda, The 101’ers, varias veces. Él era el más hippy del barrio. Cuando llegaron Roxy Music y Bowie yo me corté el pelo de inmediato, pero “Woody” (como se hacía llamar entonces) siguió con sus melenas durante bastantes años. Lo gracioso del caso es que su casa okupa todavía debía ser una casa familiar, o algo así, porque en mitad de aquel bosque de casas okupadas, la suya era la única que recibía leche cada mañana. Por tanto, si volvías de madrugada, a menudo pasabas por su puerta a ver si podías birlar alguna botella. Nos teníamos un poco de ojeriza por el tema de la leche; un día la pillaba yo, otra él [ríe]. Pero los 101’ers eran el grupo insignia de los okupas. Fue raro lo de empezar con los Pistols, y ver a Joe de repente con su nuevo look a la puerta del 100 Club. Parecía Marlon Brando como Julio César, con el pelo oxigenado. Se había pasado con el tinte. Pensé que no iba a colar lo suyo con el punk, porque él había sido super-hippy. Pero coló, y empezó a hablar de la radio, del IRA… Fue fantástico y muy extraño a la vez.

https://i0.wp.com/www.lucamajer.com/files/cache/800_d32d0640-2c8f-4261-814c-06b0d09613a8$$Clashpix.jpgLo de Strummer debió ser una iluminación al modo “Camino a Damasco”, como Pablo de Tarso. Convertirte al punk, deshacerte de tus viejas vestiduras, empezar a predicar el nuevo catecismo…

Sí. Aunque él ya había sido iluminado por los Rolling Stones, años atrás. Igual que yo. Él era algo mayor que el resto de punks. Como yo. Un par de años era un montón de tiempo, a aquella edad. Como si viniésemos de una era distinta. Habíamos crecido con los Stones y Jimi Hendrix. Los demás punks solo vieron el final de los sesenta, pero nosotros vivimos el cénit.

Lo de los Pistols se antoja más natural que todo el “Hate and war”, las fotos con tanques en el Ulster… Como si Joe Strummer estuviese forzándolo todo un poco para parecer súper-radical y extremista.

Completamente de acuerdo. En aquella época yo estaba filmando a ambas bandas, y fueron los Clash los que me exigieron que debía decidir entre una de las dos. A los Pistols les importaba un bledo. Por supuesto, decidí que iba a filmar a los Pistols. Eran más divertidos, para empezar, y en segundo lugar sin los Pistols ni existirían los Clash. Eso es todo, y lo digo como super-fan de Joe Strummer y los Clash. Pero ahí acabó todo: estuve 25 años sin poder filmar a los Clash, por esa prohibición. Creo que a Paul Simonon no le caigo demasiado bien, incluso después de todos estos años. Pero no fue una decisión mía; ellos, su manager (Bernie Rhodes), me forzaron a escoger. Pensé: OK: que os jodan.

Su dialéctica era un poco forzada.

Yo crecí con toda la retórica marxista que ellos metían en las canciones, y era muy frustrante ver que tampoco creían en ello a pies juntillas. Les daba un poco de miedo decir que de verdad estaban por todo lo que cantaban. Mira: o crees en esto o no. No deberías ir cantando sobre revolución comunista si en realidad te da igual.

Como mínimo asegúrate que has deletreado correctamente Brigate Rosse antes de lucirlo en una camiseta.

Ya. Lo de Sid con la esvástica era: no creo en esto, pero me lo pongo para joder a los viejos. La posibilidad de que creyera en el nazismo era inexistente. Con los Clash era distinto. Era a medias. “Sí que creemos, pero si vamos a vender discos no podemos decir que creemos. Nos va a fichar CBS, así que no puedo declarar que estoy a favor de Baader-Meinhof”. Y eso sí es un poco raro. Los Pistols no eran nada así. Era algo mucho más espontáneo, cantaban sobre sus vidas… Joe era un tipo complejo, de clase media, leído, fan de Woody Guthrie y Bob Dylan y todas esas tradiciones de música oposicional. Le interesaba la política de izquierdas. Y eran de izquierdas, sin duda, pero luego…

Déjame que te diga algo que posiblemente hace mucho que nadie te dice: tu filme Principiantes quizás fue un fracaso, pero un fracaso valiente. ¿Adaptar la novela como musical? Vaya pelotas.

Una obra maestra defenestrada [sonríe]. Gracias. Sí, fue otro “que os jodan”. Ahora empiezan a revisitarla, y algunos ya dicen “cada fotograma es una obra de arte”. Lo que, por supuesto, no la convierte en una gran película. Preferiría haber realizado un gran filme, que no una obra de arte en cada fotograma. Pero aun creo que tiene grandes cosas, y una gran actitud, y unos actores espantosos [carcajada].

https://c2.staticflickr.com/6/5625/20360536933_6a0bbc2678_b.jpg¿El protagonista, o Ray Davies?

Pensaba más en David Bowie [ríe]. Pero todos eran bastante malos. De hecho, Ray Davies, que no es actor, lo hacía bastante mejor que muchos de los demás. Me lavo las manos con Patsy Kensit, porque fue una imposición de la productora [sonríe]. Voy a realizar en breve un corte del director de esa película, pues nunca llegué a editarla. Nos despidieron antes de terminarla. Impusieron tres editores, uno para el inicio, uno para la mitad y otro para el final; y ninguno de ellos hablaba con los otros dos. No comprendieron nada. Y al final nos pidieron que regresáramos, durante tres semanas, en Navidad, para ver si podíamos devolverle algún sentido a todo aquello. La mayoría del tiempo lo pasamos intentando encontrar los fragmentos perdidos de la toma seguida inicial, pues yo había hecho una toma larguísima, y los muy idiotas la habían cortado. Y habían prohibido hacer copias, así que no podías re-imprimir la toma. Tuvimos que trabajar de forma austera. Estuvimos literalmente arrastrándonos por el suelo para encontrar esos trozos de cinta perdidos, para recuperar el espíritu inicial. El resto del tiempo estuvimos conectando aquellas tres ediciones distintas en un todo unitario. No lo conseguimos, claro.

Cuidasteis mucho los sets, la atmósfera del Soho de 1958, los cafés, los clubs de jazz…

Era un tiempo mítico para gente como yo, que casi no lo vivimos. Los 60’s empezaron en los 50’s, en el Soho. Ahí ya estaba el patrón. Y la gente que lo creó venía de los 40’s, como mi padre y madre. Todos aquellos primeros bohemios del Soho. Esa era una parte de mi conexión. Todas las leyendas sobre Dylan Thomas en aquel pub, Bacon…

Lucien Freud…

Sí, mis padres conocían a Lucien Freud, también. Iban siempre a pubs como The Coach & Horses, el Colony Rooms… Francis Bacon iba a ser el pintor del asfalto de la secuencia inicial del filme, llegó a prometerme que lo haría pero al final se echó atrás. Ni acudió. No me abochorna Absolute Beginners, solo creo que nos autolesionamos una y otra vez. Tuvimos que crear tal hype para poder terminarlo… Era imposible que los vejetes responsables de la industria en 1986 permitiesen que se filmara una película sobre cultura juvenil en la Inglaterra de 1958, a no ser que les mostráramos una tonelada de revistas influyentes diciendo que sería lo más. The Face diciendo que Colin MacIness era increíble, Julie Burchill escribió una crítica increíble sin haberla visto, el NME… Si aquellos tipos con dinero veían que a mucha gente joven le interesaba el asunto, nos permitirían hacerla. Así que tuvimos que crear una moda. Pero aquella moda se convirtió en un tsunami que nos ahogó a todos. A mí el primero.

Fue mal momento. Quizás hoy, después del brip pop, sería considerada un clásico. MacInnes fue recuperado y hoy se le tiene en enorme…

No sé. Creo que enterramos su cadáver. Aquella película fue un fiasco tan grande que tuve que abandonar Inglaterra. Nadie me contrataba. Decían que la película había hundido la industria cinematográfica inglesa. Cuando ya estaba el L.A., un día sonó el teléfono. [afecta voz aflautada] “Hola, Julien, soy Michael”. ¿Michael, qué Michael?. “Michael Jackson”. Venga, tío, menos cachondeo, a la mierda, seas quién seas. “No, en serio. Soy Michael Jackson. Tenemos una copia de tu película, y Janet y no nos sabemos todos los bailes. Querríamos enseñártelos”.

Oh, Dios del cielo.

Sí. Así que fui a la casa familiar de los Jackson, y tenían un enorme cine privado. Y en efecto: Janet y Michael bailaron para mí.

Esto es oro puro, Julien, oro puro.

No: los pomos de las puertas sí que eran oro puro. Y la tapa del váter también.

Otro documental emocionante, y capital para mí, fue el que dedicaste a Ray Davies. Imaginary man.

Los Kinks eran de mi barrio. Bebían en un pub cerca de mi colegio, The Flask. Eran como los héroes locales, porque nosotros teníamos 10 y 11 años cuando ellos comenzaban. Era fantástico. Había un pupitre de la clase que quedaba oculto por una columna, y si te colocabas allí podías escapar por la ventana sin que te viese el profesor. Nosotros nos escapábamos por allí, e íbamos a un sitio desde donde se veía el pub donde bebían los Kinks. Que te tocara aquel pupitre era una cosa importante, porque no solo te saltabas tres clases, sino que encima veías a los Kinks. Uf. Aprendí más con aquello que con todo lo que estudié después. Hacía poco que había escuchado “You really got me”, en la cama, cubierto con la sábana y sintonizando el transistor. Aquello era como dormir con un perro rabioso que te podía saltar a la yugular en cualquier momento, echando espumarajos por la boca. Aquel sonido de guitarra. Era chamánico. Pillaron la esencia del blues, mucho antes que los Stones, y la convirtieron en algo inglés. El sonido era alucinante. Todo el rock de los 60’s viene de allí.

La carrera entera de los Who viene de ese riff.

Los Who son los Kinks en machote. Los macho men. Cogieron al mismo productor, copiaron los acordes… “I can’t explain” es una canción de los Who. Su bajista, The Ox, copiaba a Pete Quaife.

La precocidad de Ray Davies es alarmante. Escribía como alguien de cuarenta cuando aún tenía 17.

Eso es fascinante, sí.  Escribía canciones para sus padres. Hablan de una generación anterior. Son canciones llenas de experiencia escritas por un veinteañero. Mira “Sunny afternoon”. Una habilidad alucinante para reunir toda la cultura de su alrededor y condensarla en una canción. Y esa cultura era la de clase obrera de sus padres y tíos, la gente que había pasado por la Depresión y las guerras, vidas muy duras. Mi padre era muy severo, me decía que yo parecía Carlos II, con las greñas esas que llevaba. Yo le decía que debería escuchar a los Kinks, que hablaban de una Inglaterra que iba a interesarle. El padre de los Davies era como el mío, un radical de izquierdas. Ahora entiendo muchas cosas. Entiendo que muchas de las cosas que me parecían excitantes de esas canciones eran las políticas. Política humana, pero también de clase. De un modo en que no lo hacían los Stones o los Beatles. Con los años vi que no hablaban solo de ellos mismos, sino de los lugares de donde habíamos salido todos nosotros. Siento una gran admiración hacia los Kinks. Tenían estilo y humor. Aunque en un día malo, Ray Davies puede ser una puta pesadilla. Y yo también.

Kiko Amat

(Esta entrevista se publicó originalmente en formato reducidísimo en la revista ICON, el febrero del 2016. Esta es la versión extendida del director. Yo, quiero decir, no el director de cine. Una charla que mantuvimos en el marco del festival In-Edit Beefeater 2015, con su ayuda y beneplácito. Termina justo cuando Temple y yo íbamos a empezar a hablar de Wilko Johnson, maldita sea)

 

 

 

Pablo Rivero: la magia de los hijos de puta

https://i0.wp.com/www.anagrama-ed.es/img/autores/1416.jpgPablo Rivero, uno de nuestros mejores autores patrios, se une al catálogo de Anagrama. Un acto de justicia mezclado con feliz azar ha causado, por añadidura, que su tercera novela Érase una vez el fin aparezca a continuación del reeditado El día del Watusi de Francisco Casavella. Pero evitemos la comparación fácil. Demasiados mindundis afirman haber recogido la antorcha del Jefe como para reducir a Rivero a posición tan servil. Rivero, para empezar, no necesita universos ajenos: ya posee uno la mar de poderoso, duro y terrible, que ha plasmado en novelas indómitas como La balada del pitbull o Últimos ejemplares.

Pablo Rivero no es un escritor amable. No acudan aquí si acaban de leer a Albert Espinosa. El título original de esta obra, sin ir más lejos, era La magia de los hijos de puta. Habla de sordidez y hastío, de precariedad y violencia demente, de pringoso auto-odio, de asco antisocial, de una temible rabia de clase que la mayoría de escritores ni siente, ni entiende, ni intuye. Su argumento, un alcoholizado pianista de bar que huye de sus acreedores y se desmorona a ojos vista en un Gijón desolado, es la espita por donde gotean numerosos demonios del pasado, de amor manchado, de culpa, vergüenza y sumisión proletarias. Debacle y traición: ese es el mundo que habita nuestro gijonés.

Érase una vez el fin es también una intestinal carta de desprecio excretada sobre la “era digital”, la “desoladora frivolidad” de los nuevos ricos y la estupidez incurable, orgullosa en su barbarie, de nuestro pueblo. Clase obrera incluida. “Fue así, consintiendo las calumnias ajenas”, escribe, “como se transformó mi alma, casi incorrupta hasta entonces, en un auténtico saco de mierda, en un vertedero de frustraciones como el alma de los demás. De esta manera tan poco sofisticada comencé yo también a hacer magia, magia ruin y vulgar al alcance de todos, la magia de predicar lo contrario de lo que sientes (…). La misma magia de los políticos, la magia de los patios de colegio. Magia de la calle, magia de España, magia de hijo de puta”.

Hay mucha rabia en Rivero, ya lo ven, pero no es del tipo Manolo Kabezabolo. Así como la intensidad musical se mide por pasión, no por volumen, Rivero transmite su alienación escribiendo como los ángeles. “Tiniebla y miseria, zafiedad y mentira”: en tales mugres se sumerge Rivero, e incluso de esas simas es capaz de emerger con fuego y éxtasis, humor y belleza. Sin moralina ni melindres, ni condescendencia hacia “parias” y “calzonazos” (sus sospechosos habituales).

No hallarán mucha redención, bondad inmaculada o esperanza de vida en Érase una vez el fin, eso es cierto. Rivero hace que Hubert Selby Jr. parezca Enid Blyton. Lo que sí hallarán es verdad y fuerza como pocas veces han leído, escupidas en 134 aceleradas páginas que se le cuelan a uno por el costalar y allí se quedan, en el corazón (tiznado, abatido, apuñalado) para siempre. Kiko Amat

 

Érase una vez el fin

Pablo Rivero

Anagrama

134 págs.

(Crítica aparecida previamente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 12 de marzo del 2016).

Una entrevista (del menda) para Psychonauts

Como dijo el bueno de Weller en algún punto de los 80’s, «la gente debería recordar que la mayoría de vecs solo digo paridas». Eso podría aplicarse a quien les habla, con alguna loable excepción por década.

Como esta: he aquí una entrevista que me han hecho hace poco los caballeros de Psychonauts, vía Skype pijamesco (literalmente) donde suelto alguna cosa razonable o meritoria.

Léanla. O no. El mundo seguirá rodando, se lo garantizo.

Kiko Amat entrevista a JR MOEHRINGER (la charla completa para Jot Down)

Ahttps://i0.wp.com/images.ara.cat/2015/10/14/cultura/que-Agassi-del-JR-Moehringer_1448865102_3593666_1001x1500.jpgquí me tienen. En el vermut que ha organizado Duomo en honor de JR Moehringer (New York, 1964), biógrafo de Andre Agassi –recuerden el celebrado Open– y autor de El bar de las grandes esperanzas, un libro que cronológicamente antecede al del tenista, aunque acabe de publicarse aquí. Se trata de las memorias del autor: la historia de un niño sin padre adoptado por un bar entero. Un bar y los hombres que lo poblaban como educación completa.

Moehringer, por cierto, es premio Pulitzer y reportero estrella de The New York Times, así que imagino que es lógico que la expectación que despierta su entrada al bar barcelonés sea harto parecida a la de algún rey mesopotámico en una ciudadela conquistada. El escritor aparece por la puerta envuelto en un aura noble, bromeando con todos, seguro de ser el centro de la devoción seglar. A su paso se abren los mares y de repente la muchedumbre empujadora le planta delante de mí, un poco como al Hitler de Indiana Jones y la última cruzada, cuando se da de morros con Indy en pleno Núremberg. Al instante le arrancan de mi vera, a Moehringer (no a Hitler), pero no me importa. Voy a tenerle para mí solo una hora entera esa misma tarde.
Soy rico, sí (en moneda puramente intelectual).

Ya en el hotel, cuando lo tengo ante mis narices –él con su pinta de diplomático yanqui bien alimentado, sonrisa cegadora y modales exquisitos- y buscando romper el hielo, le comento que mi pueblo natal, Sant Boi, debe ser un poco como su Manhasset, famoso por “el lacrosse y el alcohol”. El mío, le digo, lo era por el alcohol y el rugby. Ah: y el hospital psiquiátrico. Moehringer levanta las cejas, periodista nato, y me acribilla a preguntas sobre el centro. Cuando le suelto que mi madre trabajaba allí, veo a Moehringer tomando notas mentales, como el impenitente cazador de buenas historias que es. Y entonces, hablamos. De bares (y pasar mucho rato en ellos) y deportes, de mito y realidad, de masculinidad y traumas, del poderoso sentimiento de pertenencia a algo, de padres ausentes e hijos geniales, de llorar en público, Jimmy Connors y el 11-S. Y de Andre Agassi.
O qué se creían.

Pasaste una buena parte de tu vida en un bar [el Dickens] acompañado de otros tipejos. Resulta sorprendente la cantidad de hombres dignos y decentes con los que te topaste. Me preguntaba si decidiste esconder un poco sus partes menos atractivas a la hora de escribir sobre ellos.
¿Si los había idealizado? Claro. Yo no diría “esconder”, pero tienes razón. Decidí mostrar a estos hombres de la forma idealizada en que los vi desde yo que tenía siete años. Esa mirada solo se altera moderadamente a lo largo de los años, así que quería que el lector entendiese cómo me sentí cuando Smelly, un tipo del bar, me agarró por el cuello a los veinticuatro. Fue como si hubiese ido de visita a Disneylandia y Mickey Mouse me hubiese intentado estrangular. Así que te estoy ofreciendo mi punto de vista, desde los cero a los 25 años, para que también puedas sentir mi shock. Asimismo, nunca tuve que esconder mucho, porque tampoco me enteraba de mucho. Había muchas cosas que no se contaban en aquel bar, y de las que me enteré décadas después, cuando entrevisté a todos aquellos hombres. Me quedé horrorizado. Suerte que de niño no me contaron todo esto.
¿Eran temas de abuso familiar, por ejemplo? ¿Es eso?
No tanto de violencia. Más bien temas como el problema de mi tío con el juego. O lo de la bebida en general. No quise camuflarlos, porque ni siquiera entraban a formar parte de mi conciencia de entonces, cuando estaba en el bar. Tuve siempre presente que no estaba escribiendo el libro desde mi punto de vista de hoy, sino el de entonces. En todo caso, como escritor y periodista de un gran periódico no tuve la opción de inventar nada. Más bien lo contrario: tuve que contratar a un verificador de información pagado de mi bolsillo, entrevisté a todos los personajes… Casi sufro un ataque de nervios. Estaba aterrado por si alguien decía que Manhasset no estaba a 17 millas de NY, sino a 19. Usé frases de entrevistas donde la gente recordaba esto y aquello, y tomé muchas notas en el bar, en la época. Lo que impresionaba a la gente cuando lo presenté era que no hubiese inventado nada del diálogo. Que reconstruye lo que de veras decía la gente. No es narrativa. Ojalá pudiese decirte que tengo esa capacidad de inventiva, que me inventé a alguien como Poli Bob o Cager. Pero no. De hecho, mucha gente me dice que se va de vacaciones a Manhasset a intentar encontrar a algunos de los personajes, y a menudo lo hacen [sonríe]. Y les invitan a copas, y es (de nuevo) como la Disneylandia del borracho, solo que en lugar de encontrar a Goofy… [ríe]. Muchos memoristas de tradición me han dicho que no hacía falta contrastar tanto los hechos, que las memorias son imperfectas por definición, pero yo no pude hacerlo de otro modo. Me enorgullece poder decir: esto pasó así, y aquel dijo esto, y estos hombres existieron. Y los vi de aquel modo.
Un niño admirará a sus mentores, por defectuosos que sean.
Sí. Cuando conoces a alguien en un bar, las dos personas están en la barra al mismo nivel. Estamos aquí por lo mismo. Todo el mundo está en un bar por una razón; a no ser que se les haya pinchado una rueda y hayan entrado a utilizar el teléfono. Pero digamos que lo escribo hoy, y decido utilizar lo que se viene a llamar “la mirada de los 30.000 pies”: quizás el libro sería más fiel a la verdad pero mi tono sería más sentencioso, y el lector se cansaría antes de todos aquellos tíos. Y del narrador.
EL_BAR_frontal_300dpiRompes el mito poco a poco. Cuando dices cosas como “los hombres del Dickens se caían muy a menudo”. Poco a poco pasan de dipsómanos heroicos a meros borrachos trastabillantes.
Son más oscuros de lo que esperas, sí. El bar mismo es más oscuro. Pero a la vez me salvó la vida. El bar estaba lleno de malos ejemplos, y necesitaba abandonarlo algún día, pero a la vez me salvó; es extraño decirlo así. Esto es algo que solo alguien cuya madre trabajaba en un hospital psiquiátrico podría entender [sonríe]. El bar era dicotómico. Podrías decir cualquier cosa de él, y todas serían verdad. Hay dos líneas [gesticula]: la línea de mi idealización del lugar, que va descendiendo, y luego está la idealización de mi madre, que es una línea recta. Nunca sube ni desciende. Y es el retrato fidedigno. Como digo en el libro, resulta irónico que todas las virtudes que yo asociaba a la masculinidad las ejemplificara mi madre, en realidad. La persistencia, la fiabilidad, la honestidad, la integridad, el coraje…
Supongo que uno de los mayores atributos de aquel bar era que te otorgó un indispensable sentimiento de pertenencia. Sentirte parte de algo, una comunidad o familia o panda.
Sí. Eso es cierto. Pero suceden dos cosas: por un lado estaba toda esa gente que me animaba y que quería lo mejor para mí, y que cuando conseguí mi primer trabajo o cuando accedí a la universidad lanzaron posavasos al aire. Y luego está, como decías, el sitio donde perteneces. En mi día a día veo muchos chavales que no pertenecen a ningún lugar. Los ves en plazas, en mitad de la ciudad, y no sienten que puedan dejar huella en nada. Pero tener un lugar donde, cuando entras, eres bienvenido, es algo distinto a tener gente que te adopta. Y yo tenía ambas cosas. Por otro lado, lo de aprender a estar solo suele costar una vida entera. Aquel sitio fue para mí como las rueditas de aprendizaje de la bici. Es una parte fundamental de la tarea de ser humano. Seguro que conoces a mucha gente que no puede estar sola, y es una situación jodida. Porque este mundo quiere que estés solo, y te hará sentir solo [sonríe]. Así que mejor que estés preparado.
Quizás todos aquellos mentores de nuestra adolescencia eran un desastre en ciernes, pero yo me alegro de haber topado con ellos. Aún hoy creo que escogí bien, que aquellos hombres me dieron algo valioso, un tesoro. ¿Opinas lo mismo?
Muy bien dicho. Pienso mucho en eso. De joven vas a escoger a alguien. Todos los chicos de diecisiete, como dices, escogen una opción. Y mientras escojas a alguien que es bueno contigo vas a salir ganando. Pero muchos chavales escogen a depredadores y explotadores. Hay muchas madres solteras que me preguntan: “¿Crees que tu experiencia es la mejor posible para un niño?”. ¡Claro que no! Lo mejor hubiese sido tener un padre que fuese buen tío, y estuviese en casa, y no mintiese. Pero si no tienes eso, vas a tener que buscar un sustituto. La naturaleza va a darte recursos para que, como niño, rellenes ese vacío. Porque un niño sin padre va a sentir un gran vacío. Lo vemos en los periódicos cada día: un joven que ha rellenado esa carencia con vete a saber qué. Aquellos tíos no eran ideales para mí, pero cualquier hombre adulto con algo más de experiencia que tú (o mucha, a poder ser), y que sea amable contigo, y te preste atención, va a ser mejor que nada. No importa dónde lo encuentres. Que te escuchen cuando hablas, y te tomen en serio, y te otorguen el beneficio de su experiencia, y te traten como un adulto, y crean que eres capaz de asumir una responsabilidad.
Los consejos que aquellos tipos te dieron en el Dickens eran un mapa para ir por el mundo con la cabeza bien alta: no te quejes por tonterías, aprende a caer, no culpes al mundo de tus errores, acepta la culpa, tómate lo malo con humor…
[ríe gozosamente] Sin duda. Aprende a andar a través de las llamas. Aprende a aguantar. Yo escuchaba a mi padre por la radio, y desarrollé una creciente apreciación por el rock’n’roll, pero también por las voces. Siempre aprendí cosas de esas voces. De niño, con la oreja pegada a la radio, yo era como un descifrador de códigos inglés en la IIª Guerra Mundial [sonríe]. Tenía esa máquina Enigma en mi cabeza, y aprendí a descifrar voces. Y sé a ciencia cierta que un joven tiene que aprender a hablar como los demás hombres. No ser condescendiente, no ser un llorica, no terminar las frases en pregunta… Es un arte. Y tienes razón: hay trucos. En mi adolescencia nunca puse en palabras todo lo que había aprendido en aquel bar, y cuando empecé a hacer una lista en mi oficina, de mayor, me quedé paralizado. Por otra parte, muchas veces pienso: ¿Y si en lugar de vivir al lado de aquel bar llego a vivir a 100 pasos del Proyecto Manhattan? ¿O de la mesa redonda del Algonquin? ¿Y si Hemingway llega a ser mi vecino? Mi cerebro era de plástico. Podría haber aprendido cualquier cosa. Idiomas, lo que fuese. Aprendí lo que aprendí, qué le vamos a hacer, pero jamás diría que aquello era la mejor opción posible [carcajada]. Nos apañamos con lo que tenemos a mano. Es así.
Hablas de los insultos que aprendiste, de cómo eran una herramienta multiusos: te hacían sentir adulto, te permitían liberar ira, asustar a tus enemigos, manifestar gozo, hacer reír a la gente…
Me has hecho pensar en un tío que conozco que no dice palabrotas. A ver: no hace falta que vayas a decirle a la reina “esa tiara es bonita de cojones”, pero si nunca puedes soltar tacos… Tío, no sé si puedo fiarme de ti [ríe]. Sé que está feo decirlo, pero soy un tío. Sé que esto se da también en las mujeres, pero hablaré solo desde el punto de vista de mi sexo: si tienes algún tipo de política sobre los tacos, si no te sientes cómodo diciéndolos, si no forman parte de cómo te expresas… Hay algo cuestionable en todo eso.
A no ser que seas el maestro de nuestros hijos. Entonces está bien. Sigue así.
[carcajada] ¡Claro! No quiero que alguien vaya a decirles a mis hijos que se aprendan el PUTO abecedario. Pero si acabas de aplastarte el dedo gordo del pie, y descubres que has perdido el pasaporte, y ni siquiera puedes decir “mierda”, no vamos a ser amigos. Lo siento.
Harry Crews decía que todas esas bromas compartidas e insultos y muletillas eran la forma que “un hombre tenía de recordarles a otros hombres quiénes eran”. O sea: todas aquellas chorradas eran también la forma de explicar una conciencia colectiva. Ese lenguaje procaz explica quién eres, quién es la gente de aquel bar en cuanto a grupo.
Sin duda. Es un lenguaje oral, pero nunca subestimes el poder del lenguaje corporal. Tengo amigos a quien me encanta visitar para ver cómo se mueven. Tienen una cierta elegancia para moverse por la vida: preparar un sándwich, hacer la maleta… Andre Agassi es un buen ejemplo. Es como una danza. Cuando se pone el reloj, cuando escribe en su bloc de notas… Yo estudio la forma en que lo hace. De muy niño nunca tuve la oportunidad de ver a un hombre andar por la calle, o rascarse las pelotas, o desperezarse tras una noche dura. No tenía un ejemplo de hombre adulto en casa. Pero todo eso forma parte del conocimiento. Y esas cosas, en efecto, les recuerdan a los hombres quiénes son. Estar en aquel coche con aquellos cuatro tíos del bar de mi tío (que para mí es un momento clave del libro), escuchándoles hablar de sus cosas por primera vez, fue como haber llegado al fin a mi propio planeta. Me dije: “así que esto es lo que soy…”. Había pasado toda la vida con mi madre, mi abuela, mis primas, y eran muy buena gente, pero desde otro punto de vista (algo limitado, si quieres), no eran del todo mi gente. Aquella era mi gente. Y su modo de hablar me impresionó mucho.
La clase obrera habla así. Guasa mezclada con paridas mezclada con batallitas mezcladas con pensamientos profundos y emotivos y de vuelta a la guasa…
Claro. La gente no suele hacer hincapié en lo que voy a decirte, pero los hombres del mundo entero se tocan los huevos los unos a los otros. En un bar, en un partido, donde sea. Ese criticarse en tono de befa es la forma en que los hombres hablan. Las mujeres no lo hacen. Ese rito no existe. Cuando se unen no empiezan a lanzarse insultos en cachondeo, y no hay un solo sociólogo que yo conozca que haya tratado de explicar este fenómeno [sonríe]. Es así en Barcelona y en Boston: unos cuantos fulanos se juntan donde sea, y lo primero que sueltan –haciendo el payaso- es algún comentario despectivo hacia el otro. Yo pasé mucho tiempo en este planeta hasta que vi que esto era así. No es que esté permitido, es que es obligatorio. Y demuestra afecto.
Existe una especie de telepatía masculina, que nace de adivinar lo que les sucede a tus compinches. Si a tu mejor amigo acaba de abandonarle la novia, ni él va a hablar de ello ni tú vas a preguntar. Hay otras maneras de capear la tragedia y demostrar cariño que no son decirle al tipo “Estás fatal, ¿no?”.
[carcajada] “¿Te ha llamado hoy o no?”. Asimismo, cuando los hombres deciden sortear esa reticencia y hablar, entonces es algo muy poderoso. Mi tío estaba abriendo el bar una mañana y se encontró a uno de los camareros, un chaval de trece o catorce años, durmiendo detrás de la barra. Mi tío le preguntó qué pasaba, y el chaval le enseñó un ojo a la funerala. Había sido el padre. Mi tío agarró al chico, lo llevó a casa en coche, llamó a la puerta, y cuando apareció el padre le dijo: “Hola, me llamo Charles, trabajo con (no soy el jefe de) su hijo, y me dice que le has puesto las manos encima. Así que le he traído a casa, y si vuelvo a verle en estas condiciones voy a venir con tres tíos que me doblan en tamaño, y vamos a repetir contigo esto que has hecho. Durante mucho tiempo”. Dijo todo esto muy poco a poco y enunciando cada palabra. Aquí no hubo telepatía, ni esperó que el hombre se diese por aludido.
Otra cosa de los tíos: siempre estamos “bien”.
[carcajada] William Boyd tiene un libro que te encantaría, Any human heart. En él se encuentra una de las mejores últimas frases que he leído jamás: “No hubo obituarios”. Porque el protagonista nunca se quejaba. Nadie accede jamás al corazón de un hombre, a sus penas y sufrimientos. Todos estamos “bien”.
Creo que la clave para averiguar de veras cómo está el otro reside en la pronunciación de ese “bien”.
Recuerdo cuando cubrí las secuelas del 11-S para mi periódico. Meses después de los ataques. Y estaba en un restaurante cenando, y en la zona del bar había un bombero sentado con una mujer, y mientras iba hablando las lágrimas le resbalaban por las mejillas [pausa]. Nada de esa imagen tiene sentido. ¿Un hombre adulto llorando en un bar? Ni siquiera era de madrugada, debían ser las ocho de la noche o así. ¿Un bombero? Es una muestra de lo extraordinaria que era la vida en NY en aquel periodo. Todas las normas se habían cancelado. Era el mundo al revés.
Yo nunca he visto a ninguno de mis amigos llorar. Estoy seguro que todos lo hacen, al igual que hago yo; solo que nunca en público.
Claro, claro. A Andre Agassi le encanta contar que me preguntó cuándo había llorado yo por última vez, y yo le dije: “1987” [ríe].
https://i0.wp.com/image.casadellibro.com/a/l/t0/82/9788415945482.jpgTu vida tuvo otro gran protagonista: el alcohol. Por supuesto, el alpiste puede ser una cosa maravillosa o terrible, depende de cómo lo utilice uno. Tú ya no bebes. ¿Cómo lo ves desde tu perspectiva presente?
El alcohol tiene muchos usos. Me encanta aún ir a bares y ver como bebe la gente, a Andre Agassi le encanta beber, y a mí me chifla observarle mientras se toma un Martini. Me relaja todo el proceso. Al tío se le derrite la piel de puro placer. Pero a la mañana siguiente, tras unos cuantos de esos, llamo a Andre y suena hecho mierda, mientras que yo estoy fresco como una rosa. Mira: me encanta la idea del alcohol, la cultura de los bares, y escribí mi último libro en una habitación que daba a una viña, y donde había una fábrica de vino. Me dije: “¿No sería magnífico poder vivir aquí, bebiendo vino bajo un árbol cada día?”. Pero eso es solo mi bagaje romántico. Por desgracia, me conozco muy bien, y sé que jamás me he podido desprender de la perspectiva juvenil del Todo o Nada. Es lamentable, pero no puedo hacer nada a medias. Me encantaría poder tomar un poco de vino de vez en cuando, pero sé bien que esa posibilidad me está negada. Jamás podré hacerlo. Mi relación con la bebida es muy rara: empecé muy temprano, lo dejé sin problemas (dejar de fumar fue mucho más problemático), nunca acudí a reuniones de AA… De hecho sí que fui alguna vez, pero solo para documentarme para un libro, y lo que vi allí no se me antojó una forma muy divertida de vivir. Recuerdo que uno de aquellos tíos dijo que era un borracho de pérdida de conocimiento. Que cada mañana se levantaba e iba a la cocina buscando manchas y pisadas de sangre, y cuando veía allí a su mujer haciendo café se decía: “gracias a Dios que no la maté ayer”.
¡Jesús!
Sí. La gente tiene relaciones distintas con el alcohol. Muchos ex-alcohólicos que conocen mi historia vienen a ofrecerme sus chapas de sobriedad, pero –aunque soy muy amable con todos ellos- esa no es mi experiencia. Yo nunca lo viví así. Dejar de beber no fue nada traumático. Yo quería ser un escritor, más que un borracho. Y me encantaba escribir por la mañana. Sin sentirme suicida. Entre emborracharme o leer un libro, prefiero leer un libro. Aprenderé más, y a la mañana siguiente me sentiré una persona mejor. Es muy simple. Pero no me engaño: sé que me estoy perdiendo muchos placeres. Cuando he estado con Andre en Las Vegas, él siempre toma su Martini, y yo café. Le encanta el ritual. Todo es un ritual para Andre.
Andre Agassi parece obsesivo hasta la locura, ¿no?
Sí y no. Con algunas cosas es muy puntilloso. Le encanta hablar de determinados filetes, de la forma en que los marinas y luego cocinas lentamente, y con qué vino van… Y eso está muy bien. Yo le escucharé con mi taza de Starbucks, y llegaremos al mismo sitio por senderos distintos.
No querría ser frívolo, pero el padre de Agassi era un cabrón, y obtuvo resultados. El tuyo se largó, y has terminado siendo un escritor de éxito. Si uno examina a los padres inmundos en la historia de las artes (los Jackson Five, el padre ausente de Lennon, etc) parece que su presencia o ausencia siempre produce hijos geniales. O psicópatas, claro.
Hay otra modalidad que deberías añadir a tu lista: grandes escritores con padres arruinados: Twain, Melville, Fitzgerald, Hemingway, Dickens… Y yo. A mí me tocó la gorda: mi padre lo perdió todo, y encima era un cabrón, y encima se largó. ¡Triple! Lo que sucede en estos casos –al menos con hijos varones- es que quieres demostrarte algo. Si a esa edad vulnerable no tienes una figura sólida en la que apoyarte se va a crear ese vacío del que hablábamos. Pero ese vacío es a menudo el germen de un artista.
Y ni siquiera hace falta que sea un completo bastardo. Puede tratarse de un padre que no demuestra afecto. O que no te quiere, aunque no te zurre. Y eso crea lo que tu llamas “rabia heredada”. Agassi la tenía. Tú también.
Es una rabia muy difícil de entender. Documentándome para mi nuevo libro he hablado con chicos en situaciones desesperadas, en Missouri, niños sin padres ni madres, y los trabajadores sociales que se ocupan de ellos utilizan el término “pérdida ambigua”. Es una pérdida que no se puede cuantificar ni especificar ni describir. Es una frase muy poética y obsesionante. Lo de Agassi es distinto, porque ahora se lleva de perlas con su padre. Es increíble.
agassi JRImagino que se ablandaría con la edad, de otro modo no lo entiendo. En Open se pinta al padre de Agassi como un auténtico gilipollas.
En todas las explicaciones de Agassi se veía que intentaba decir la verdad. Y la verdad es que nunca vio a su padre como a un monstruo. Quería el afecto de su padre. En cierto modo creo que si su padre llega a ser un monstruo de veras, a un nivel como el del padre de Michael Jackson, Agassi habría sido incluso mejor tenista. Y peor persona. Pero tienes razón: es un fenómeno común, el de los padres cabrones y los hijos con talento. Hace poco escribí una historia sobre el beisbolista Alex Rodriguez, que es una leyenda, y que está obviamente dañado por la ausencia de su padre. Me pregunto si puede ser así de simple. ¿El tío está así de motivado y lanza 700 home runs solo porque su padre era un mierda que le abandonó? El propio Rodriguez me contó que nunca conoció a su padre, así que su mujer propuso encontrarle. Cuando lo logró, e iban a reencontrarse padre e hijo, surgieron imprevistos (paparazzis y cosas así) y el padre tuvo que volar directamente al partido que Rodriguez estaba jugando en Minnesota con los Yankees. Rodriguez le regaló al hombre asientos de primera fila en los tres partidos de Minnesota. Y Rodriguez se volvió loco. Conseguía un home run con cada bateada. Llegó a tal punto que en Minnesota creyeron que tenía algún tipo de problema con ellos, que iba a machacarles porque les tenía ojeriza. Y era porque el padre estaba allí, trajeado, en primera fila. Ese deseo de amor y seguridad y aprobación solo puede originarlo un padre. Es una cosa muy básica, sí, pero para mí muy difícil de escribir.
Agassi recuerda hasta los detalles más infinitesimales. Imágenes que se quedan grabadas en tu memoria para siempre: Andre y Philly planchando los billetes de dólar. Su padre arrancándose los pelos de la nariz de un pellizco. Debe tener una memoria prodigiosa.
Es prodigiosa, sí, no fotográfica. Esa es otra modalidad. Lo fascinante es que los detalles que sugieres aparecieron muy tarde en el proceso. Porque si te sentabas allí con él y le pedías que te listara sus 10 mejores partidos, Agassi se bloqueaba. Su mente no funciona así, le era imposible recordar eso. Era una agonía, no se le ocurría nada. Si le preguntabas sobre el matrimonio con Brooke Shields, lo mismo. No se acordaba de nada, un desastre. Entonces me enfrenté a ello desde otro ángulo. Entrevisté primero a otra gente, Brooke Shields incluida, tracé un borrador, y entonces empecé a preguntarle cosas concretas. Cogíamos un suceso de su vida, y le preguntaba sobre olores, sobre el tiempo, el paisaje… Del Open francés recordaba vivamente el olor a puros en el ambiente. De golpe, cuando no tenía que preocuparse de estructura ni jerarquía, le venía todo de nuevo. Se quedaba clavado en el recuerdo, y era asombroso. Para mí fue una lección. Nuestro cerebro almacena los recuerdos en carpetas, y primero tenemos que acceder a las carpetas. Si no encuentras el nombre de la carpeta, si solo te haces preguntas generales o vagas, nunca accederás a los detalles. Agassi no encontró esos detalles hasta que tuvimos el libro trazado. Había días en que acabábamos empapados en sudor. Yo agarraba una escena, y le preguntaba absolutamente todo tipo de pormenores sobre ella. Le decía: voy a leerte un poco de esto, y dime si falta algo aquí. Agassi me decía: “Ah, vale, creía que ese trozo no era importante. Mira, lo que sucedió fue que…”. Y me lo contaba todo. Y te voy a contar algo a ti en exclusiva que no le he confesado a nadie: estábamos a pocos días de terminar el libro, y yo estaba muy contento. ¡Lo habíamos conseguido! De repente Agassi me dijo: “¿Cuándo vas a preguntarme sobre tenis?” [ríe]. Me quedé de piedra. “Sí, que cuando vamos a hablar de los detalles del tenis y todo eso”. ¿Cómo? Entonces escogió un partido, y empezó a describírmelo con inmenso detalle. Oh, no. Detalles fascinantes. ¿Me entiendes? Yo ya daba por terminado el libro. ¿De dónde salía todo aquello? “Nunca me lo preguntaste”, me dijo. ¿Cómo iba a preguntarte lo de que Becker apuntaba con la lengua hacia el lado opuesto del que iba a lanzar el saque? ¿Cómo iba a imaginar algo así? Pero Agassi necesita que les preguntes los detalles. Y entonces los detalles brotan a chorro.
Open está lleno de imágenes y metáforas estupendas. Asumo que esas imágenes sí son obra tuya. No está muy claro donde terminaba el trabajo de Agassi y empezaba el tuyo.
Depende. Algunas imágenes son suyas. Mucha gente, lectores y amigos míos, han tratado de averiguar cuáles de esas comparaciones son mías y cuáles suyas, y siempre se equivocan. Lo que sucede es que Agassi y yo terminamos siendo hermanos. Lo mejor que saqué de ese libro fue a Andre. Tenemos una relación muy estrecha, y el trabajo fue colaborativo. Al final es difícil etiquetar las frases, porque algunas son mías, otras de Steffi [Graf], otras de Agassi, pero la línea divisoria entre ellas es bastante difusa. Era una conversación, y no recuerdas cada intervención de una charla. Quién dice qué.
Agassi cae bien. Me pregunto si es porque era un tipo majo y humilde, o porque (de nuevo) tú te llevaste bien con él y decidiste pintarle positivamente. Quiero decir: ¿podrías haber hecho lo mismo con Jimmy Connors, o Sampras?
Connors seguro que no, porque es un famoso cabrón. Entiendo lo que dices, pero tu visión no es la universal. A mucha gente no le caía ni cae bien Agassi, incluso tras leer el libro. En los comentarios de Amazon, o Goodreads, mucha gente afirma que era orgulloso, egocéntrico, un notas, que se divorció… Para mucha gente hay un montón de factores negativos en la historia de Agassi. Para que él te caiga bien tienes que ser el tipo de persona que sabe perdonar, que no juzga a los demás duramente.
Hombre, de joven debió ser bastante chulín. Y algo bocas. Pero eso no es una ofensa capital.
¿Te acuerdas de aquel tío que le llamaba “garrulo” [“punk” en el original] en el libro? Pues le telefoneé. Porque a Agassi se le quedó clavado para siempre, y le jodía mucho cada vez que alguien se lo decía. Y aquel tipo me contó mil historias de Agassi, lo maravilloso que era, cómo esperaba que no estuviese ofendido por aquello… Yo le dije que de hecho seguía bastante ofendido, y que aún se acordaba del asunto. El fulano aquel se lo pensó un rato y, después de algunas alabanzas más, soltó: “¿Sabes qué? Que sí que era un garrulo”. [carcajada]. Así que me alegro de que te cayera bien, pero tampoco es una cosa tan común. Hay muchas cosas negativas en el libro, y cada uno toma una posición sobre ellas.
En la vida de Agassi suceden un par o tres de cosas que son casi imposibles de creer. Como lo de “Gracias, Margaret” que suelta siempre el padre de Agassi mirando al cielo, por una señora que le salvó la vida de niño.
Eso es increíble. Una gran imagen. Al principio de nuestro trabajo me había proporcionado otra historia así, y yo le dije: “Dame 30 más como esa y tenemos un librazo”. Imagina lo que ese número le hizo, a él, un deportista de competición. Se obsesionó con la cifra. Según iban pasando los años de su vida, Agassi seguía contando: “¿Por qué historia vamos ya?”. La de “Gracias Margaret” es una historia genial, a mí me encanta. Otra favorita es la de Brooke Shields y la foto que tenía colgada en la nevera para recordar qué eran unas piernas perfectas. Y las piernas eran las de Steffi Graf. Alucinante. No puedes inventar algo así.
De Open me pirra que sea un libro sobre un tenista, Andre Agassi, no sobre tenis. O sea, sobre un ser humano que resulta que juega muy bien a un deporte.
Creo que es un libro que habla de perfeccionismo, y de la búsqueda del amor y la felicidad. Es muy difícil hallar a alguien que sea feliz de verdad. Pero Andre es feliz. Pasó por mucha infelicidad a lo largo de su vida, pero lo ha conseguido. Se las arregló para terminar siendo feliz. Pasar de torturado a feliz es un viaje que no todo el mundo puede realizar. Y es algo que todo el mundo quiere. Si le preguntas a cualquier persona qué es lo que quiere sacar de esta vida, sea cual sea la respuesta lo que en realidad te está diciendo es: “Quiero ser feliz”. Y Open es una búsqueda de felicidad. Y de paz. Hay un momento del libro en que Agassi dice: “la única perfección es ayudar a los demás”. Creo que él halló esa verdad, y la hizo suya, y la vivió desde entonces. Todos los eventos que organizó en Las Vegas para recaudar dinero para la escuela que fundó fueron increíbles. La atmosfera era bonita: mucha gente donando dinero para mantener la escuela con vida. El discurso que daba cada año era conmovedor. Así que creo que tienes razón: no importa si Agassi es pianista o carpintero. Si escribes sinceramente sobre la búsqueda de la felicidad de alguien, la gente no podrá dejar de leer.

Kiko Amat

(Esta entrevista se publicó en la versión papel de Jot Down de noviembre. O diciembre. Imposible recordarlo)