Qué fue del siglo XX: Bernardo Vázquez (The Refrescos)

Y otra entrega de mi cuestionario Qué Fue del Siglo XX para El Periódico. Ya saben que la cosa va de contactar a músicos de pop españoles de los 80 y 90, y hacerles preguntas más o menos frescales (pero también serias).

El protagonista de esta segunda entrega es Bernardo Vázquez, de The Refrescos. Sí, los que razonaron sobre la completa ausencia de playa en la meseta madrileña. Lean el cuestionario, que es ligerito, aquí.

Clásicos latosos #2: Cándido

La segunda entrega de mi serie de Clásicos Latosos para Babelia de El País, en esta ocasión dedicada al viejo Cándido, de Voltaire.

Cuesta un poco más de encontrar que la última vez -nos ha desplazado de la primera plana el Holocausto, and fair enough– pero está ahí abajo a la izquierda. Sí, justo ahí, donde el tenor orondo.

También me encantó mucho escribirla. Espero que les guste y que la compartan con su panda si así lo desean.

 

La canción del viernes #36: BRADFORD Greed and peasant land

Pseudo-skinheads sensibles de pueblo, Blackburn 1989. Dexys y Housemartins, izquierda en Harringtons y bombachos, trompetas y melancolía. Morrissey dijo que eran los sucesores naturales de The Smiths (y luego versionó su «Skin storm»). Carrera minúscula: 1 álbum, cuatro singles, de 1988 a 1991. Stephen Street les produjo el elepé. Me recuerdan muchísimo a The Claim. Me encanta todo de ellos, como si hubiésemos sido amigos desde el primer día.

Oh, tenían incluso un video:

 

True crime Pt.2: Charles Manson o el anticristo de los sesenta

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Los asesinatos rituales de Charles Manson y su “Familia”, en agosto de 1969, son una de las historias más hiperbólicas y tenebrosas del siglo XX. Dos libros de crónica negra (Helter Skelter, de Vincent Bugliosi, y The Family, de Ed Sanders) los narraron de forma tan reveladora como inquietante. El fallecimiento de Manson, así como una futura película de Quentin Tarantino prevista para el 2019 (y la edición española de Helter Skelter prometida para el mismo año), los devuelven a la palestra.

El día 9 de agosto de 1969, la policía de Los Ángeles respondió a una llamada en el 10050 de Cielo Drive, una remota casa residencial de Hollywood, y halló allí los cuerpos sin vida de cinco personas: la actriz y modelo Sharon Tate (mujer de Roman Polanski, embarazada de ocho meses); Abigail Folger, rica heredera de un imperio cafetero; su pareja, Wojciech Frykowski, aspirante a guionista; el peluquero de las celebridades, Jay Sebring; y Steve Parent, un estudiante de dieciocho años. Los cuatro primeros (Tate residente, los demás de paso) habían sido asesinados con una ferocidad que pedía a voces la etiqueta “crimen ritual”: las cabezas de las víctimas cubiertas con fundas de almohadón; sogas atadas al cuello uniendo a dos de ellas; un mensaje garabateado con sangre en una puerta (“PIG”); heridas de arma blanca demasiado numerosas. Un solo día después el LAPD se enfrentaba a un crimen similar no muy lejos de allí, en el 3301 de Waverly Drive: el opulento matrimonio LaBianca, Leno y Rosemary, yacía bañado en sangre, apuñalado de forma despiadada (12 veces él, 41 veces ella), las cabezas cubiertas con fundas de almohadón e indicios de chocante liturgia en el m.o. (profusión de grafiti sanguinolento: «Rise» y «Death to pigs» en las paredes, «Healter [sic] Skelter» en la nevera, “WAR” en el abdomen de Leno LaBianca, de donde sobresalía un tenedor hincado).

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Usted, lector inteligente del suplemento más audaz, a estas alturas del texto ya habrá conectado ambos crímenes. Podría hacerse sin consultar otra cosa que el Manual de los Jóvenes Castores y medio Agatha Christie. Y sin embargo, los pies planos de Los Ángeles, en una metida de pata que pasaría a los anales de la ineptitud policial, tardaron cuatro meses en, primero, relacionar los dos homicidios, y, segundo, dirigir la acusación hacia un fulano llamado Charles Manson, especie de profeta chaparro y chuloputas de pies mugrientos que llevaba meses delinquiendo por la zona junto a una zarrapastrosa secta campestre llamada “The Family”. Correremos aquí un telón puntual ante la ineficiencia policial para centrarnos en lo que, aunque tarde y medio por casualidad, destaparon los superdetectives de Hollywood en los ranchos Barker y Spahn, remotos zulos de la Familia.

Juntos como hermanos, miembros de una secta

https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/0/00/Charles-mansonbookingphoto_%28enlarged%29_1971.jpgLa Family era un monstruo belicoso nacido de la razón hippy. El yang chungo de la Era de Acuario. Toda la superchería pseudo-zen, la majadería antipsiquiátrica, el barboteo infantil de los flower children de los 60 y su vulnerabilidad congénita, quizás generacional, se encontraban patas arriba en la familia Manson, como un reflejo maligno no solo del haz-lo-que-quieras de los sesenta, sino también de la sociedad del espectáculo y la molicie yanquis. “Solo soy un reflejo de vosotros”, anunció Manson en una de las vistas del juicio. Sus acólitas, como de costumbre, corearon un “amen”. Sí: los discípulos de la Family, en su mayoría prófugas adolescentes de hogares de clase media, más unos pocos cazurros reclutados entre lo más tirado de la escena motora local, parecían besar los antihigiénicos pinreles de aquel media cerilla manipulador y verborreico: Charles Manson, alias “Jesucristo” y “Dios” (como él mismo, en un momento de humildad, se bautizó al ser arrestado).

A los futuros miembros debió sonarles bien: una microsociedad basada en la paz, la fraternidad y el fornicio, alejada de la alienación y las guerras. Muy bien, vaya, si juzgamos por la cantidad de jóvenes que abandonaron a sus familias o maridos, arrastrando con ellos a niños (y algún padre, como Dean Moorehouse, el párroco de 47 años renacido en mansonita triposo) hacia aquel conciliábulo pagano donde todo era de todos, reinaba el sexo libre y el niño era considerado rey. No tardarían en descubrir que lo poco que había era más bien de Charlie, que el “sexo libre” eran orgías infamantes y que el niño Rey tenía un cierto parecido al Damien de La Profecía.

Because happiness is a warm gun, mama

Ustedes se preguntarán cómo pudo Manson, ratero de cuarta, swami de pacotilla y hippy enanito, erigirse en omnipotente Mesías de aquella patulea de extraviadas Janis Joplins y moldearlas en homicidas sin corazón. El error habitual empieza con tildar a Charlie de hippy, cuando en realidad era un delincuente común de mediana edad que había pasado entre rejas la mitad de su vida (perdiéndose los 60), y a quien liberaron en el apogeo del Verano del Amor. Charlie, cual coyote a dieta de colesterol que de repente dejan suelto en un gallinero, no tardó en coscarse de que podía aplicar la labia de proxeneta, los métodos de control mental (aprendidos en prisión), las veleidades artísticas (se las daba de cantautor) y la vena violenta para llevarse al huerto a una bandada de edípicas exmajorettes rebotadas de la cuna.

Sanders le describe al principio como “un mugriento hombrecillo con labia y una guitarra que sableaba a las chavalas mediante misticismo y cháchara de gurú”. Hasta ahí todo en orden; California estaba llena de pájaros así. Lo que diferenciaba a Manson del resto de charlatanes eran su sociopatía, su amoralidad, su esencia camaleónica (se llamaba a sí mismo “el hombre de las mil caras”; su discípula Ouisch le describió como “un cambiante”) y, por encima de todo, su “credo”, que sonaba más o menos así: “la raza negra se alzará un día y pasará a cuchillo a los CERDOS (la raza blanca); hay que empujar a los negros a que hagan eso, ¿vale, troncos?, porque la sociedad carroza está corrompida, kaput, y tal; cuando el Helter Skelter (o armagedón) llegue a su fin, una panda elegida (nosotros) emergerá del Agujero Sin Fondo (una jauja subterránea donde debemos multiplicarnos hasta ser 144.000 miembros, o sea que iros poniendo en fila, chatas) y subyugará a los negros, que son, emm, una raza inferior. ¿Cómo sé todo eso? Me lo han dicho los Beatles. No, en persona no. A través del White Album. Resulta que son los cuatro jinetes del Apocalipsis. Sí, Ringo también. Que sí, leches, que está todo en el disco: los “cerditos” van a morir en el “helter skelter”, a manos de un “pájaro negro”, cuando llegue la “revolución”. O algo así. ¿No? Bueno, hay que leer entre líneas, hermana. Abre tu mente. Y tus piernas”.

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De izquierda a derecha: Squeaky, Sandy Good, Ouisch y Cappy, de vigilia en la entrada del juzgado, 1970

La monserga mansonita, ya ven, mezclaba Beatlefilia con jeta, lascivia, locura, cienciología y enseñanzas pseudobíblicas, que su “Dios” tangible impartía mediante tácticas de desorientación realmente admirables (desde un punto de vista técnico). Como afirmó Bugliosi en Helter Skelter, Manson “tenía un talento especial para capitalizar los traumas y anhelos de la gente”. A las chicas nuevas las iniciaba con un infalible cóctel de guantazos, coitos degradantes, aislamiento forzoso y drogas por un tubo (repartía LSD como el que pasa el bol de Conguitos). Cuando las pobres chiquillas se hallaban ya en estado “sugestivo”, CM les impartía charlas de extensión fidelcastriana sobre “rendir su ego” y “dejar de existir”. Tras varias peroratas de ese jaez, las adolescentes no sabían dónde terminaban ellas y empezaba el tipo aquel. Si alguna expresaba dudas, el gurú reiniciaba el ciclo, salpimentándolo con alguna de sus tranquilizadoras máximas: “el sinsentido tiene sentido”, “la paranoia total es la lucidez total”, “la muerte es el mejor amor” y, hablando claro, “begep flagaggle vaggle veditch-waggle bagga” (sic).

¿Y que hacían las chicas de Charlie, una vez programadas? Más allá de ejercer de harén 24/7, su margen no era muy amplio: le tejían chaquetas, recolectaban basura comestible de supermercados, engendraban criaturas de nombres extravagantes (“Zezozose Zadfrack Glutz”), se sometían a sus jueguecitos jode-mentes o rondaban por las colinas asustando al vecindario (los famosos “creepy crawlies”). Y mataban, naturalmente. Los hasta cierto punto inofensivos creepy crawlies degenerarían en los asesinatos Tate y LaBianca, cuando Manson instó a sus discípulos a pasar a la acción y desencadenar el “Helter Skelter” (el nombre de, ejem, un tobogán inglés, aunque nadie osó corregirle). Es indudable que CM creía de veras en aquella mamarrachada, pero la selección de algunas víctimas se hizo por motivos más terrenales: Manson apuntó hacia Cielo Drive, por ejemplo, porque allí había residido Terry Melcher, el productor pop de los Beach Boys que se negó a convertirle en superestrella.

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Atkins, Krenwinkel y Van Houten, pasándolo de fábula

Los Beach Boys. Han leído bien. Su batería Dennis Wilson tuvo a La Familia de gorra en su mansión, de hecho (gastó con ellos 100.000 dólares, aparte de pagarles “la factura médica por gonorrea más alta de la historia”), y ofició de valedor de Manson ante la aristocracia del pop angelino. Es esa conexión pop-bizarra, tan friqui y sesentera, la que hace de la saga Manson algo incomparable: el papel de los Beatles (CM llegó a intentar llamarles por teléfono; no se sabe si dejó recado); el espíritu ario-paleto-biker de La Familia; su aberrante machismo (las mujeres “no tenían alma”, eran “esclavas super-conscientes” que servían a los machos); las prohibiciones estrambóticas (ni gafas, como en la Camboya de los jemeres rojos, ni libros); los ritos seudocristianos (Manson gustaba de representar las estaciones de la cruz cuando todo el mundo -menos él- iba de tripi); los tests de obediencia y los “milagros” (que CM siempre realizaba, menuda casualidad, tras distribuir cantidades generosas de LSD: “resucitó” a un motora a quien había ordenado “morir”, o “regeneró” su propio pene tras habérselo “cortado” con un machete). Y un extenso y pero-qué-me-estás-contando etcétera.

El anticristo de los 60

No necesitan que les recuerde cómo terminó el embrollo que pondría el clavo definitivo en el ataúd de los 60’s. La justicia condenó a cadena perpetua a los seis miembros de la Familia que habían participado de forma directa en las atrocidades de Cielo y Waverly Drive: por el lado femenino, la famosa tríada de Mansonettes cuyas imágenes de época, todo cánticos enajenados y sonrisas hebefrénicas, aún provocan escalofríos en la cerviz: Susan “Sadie Mae” Atkins (Chiflada #1 del cotarro), Patricia Krenwinkel y Leslie Van Houten. Y por el masculino, “Clem” Grogan, que tenía el coeficiente intelectual de un berberecho no muy sagaz, y el apolíneo “Tex” Watson. Linda Kasabian, la séptima participante, sin delitos de sangre en su haber (solo conducía el coche), gozaría de inmunidad tras identificar a los asesinos, y su apellido se convertiría con los años en sinónimo de apestoso rock inglés.

El célebre arresto en el Spahn Ranch, en agosto de 1969.

Las reverberaciones, tanto de los crímenes y juicios como de las actividades de la Familia no encarcelada, así como de las numerosas secuelas, precuelas y crímenes paralelos que se les irían atribuyendo durante la década de los 70, se extenderían hasta el siglo siguiente y más allá (culminando hace unas pocas semanas con la muerte de su lidercito), y son demasiado complejas para analizarlas aquí. Mencionemos solo que la pelirroja de armas tomar (y nunca mejor dicho) Lynette “Squeaky” Fromme trataría de pegarle un tiro al presidente Ford en 1975 (envuelta en una túnica roja y un gorro de… ¿elfo?) y jamás renunciaría a Manson. Y, sépanlo, campa libre aún por un pueblo del Estado de New York (aunque tiene 70 años; sería fácil reducirla). Lo demás está en esos dos maravillosos libros. Kiko Amat

(Artículo publicado previamente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia, 20 de enero del 2018)

True crime pt.1: Se ha escrito un crimen (verdadero)

El true crime literario es, según afirman los expertos, el género que está creciendo más rápidamente desde el inicio del nuevo siglo. Un género que agarra el “basado en una historia real” y le extirpa el “basado en”, y todo el mundo se arrea codazos para mirar, como harían ante el cordón policial de un crimen de verdad. Cultura/S se asoma a las alcantarillas de la crónica negra para ver qué rayos es tan interesante allá abajo, entre las ratas.

El true crime (o crónica negra) es un género de no-ficción que examina un crimen real y detalla acciones de gente real. El sobreuso de la palabra “real” en la frase no es fortuito, me temo. Todo en el true crime se basa en ese “true”. A la gente le encanta la fantasía desde que el primer sapiens inventó una parida improvisada sobre dioses genocidas, es cierto, pero también pierden el culo por lo veraz: lo posible y verificable y, a poder ser, que haya pasado cerca de su casa (pero no demasiado cerca, ya me entienden, sobre todo si se trata de crímenes horrendos). ¿Por qué mis hijos pueden ver un orco descuartizado, supurando humeante baba verdosa por las cuencas de los ojos, mientras mastican una madalena, sin pestañear siquiera, pero atisban la sombra difusa de un asesino de filme y duermen en mi cama, hincándome los pies en los testículos, una semana entera? Porque intuyen que lo segundo es real. Que ese matarife de repetición podría existir. Existió, vamos. Y ni siquiera tienes la excusa de lo fantástico. En el true crime no hallarás consuelo para tus pesadillas.

Revistas baratas americanas de los años 40 como True Detective -o su equivalente español setentero, el célebre semanario El Caso– despachaban miles y miles de ejemplares porque, después de todo, vendían segmentos de pura verdad (más o menos exagerada). Y a la gente le chifla la verdad. Solo echen un vistazo al listado de series actuales de Netflix o HBO basadas en casos reales: Mindhunter, Manhunt, American Crime Story… El true crime parece triunfar por las mismas razones que el porno Gonzo (cámara con párkinson, actrices con estrías, posturas de lumbago sobre un futón IKEA): porque nos muestra una cierta realidad sin miriñaques ni raptos líricos. En crudo. Lo “auténtico”, en contraposición a lo “inventado”.

Por supuesto, la “autenticidad” por sí sola es insuficiente. Quitando a los lectores de Karl Ove Knausgaard, nadie desea leer el auténtico periplo al auténtico Bonpreu de un auténtico padre de familia. La popularidad de la crónica negra se explica por una serie de argumentos adicionales, por definición delictivos, mejor aún si son sangrientos, que aderezan o ensucian lo cotidiano. Añadámosles el puro morbo fisgón (el true crime alimenta nuestra vena voyeurística, y leer una buena crónica negra es como aminorar la marcha al pasar junto a un siniestro de carretera); la obsesión que nuestra raza padece por la violencia y los factores que la desencadenan; y el puzle suspensero que suele acompañar a la resolución de un crimen (o como mínimo la antesala a este), cuanto más inusual mejor; y tendremos la receta de su éxito. Sin desdeñar el hecho que, históricamente, el true crime funcionaba en paralelo como cajón de sastre mayoritario, de quiosco, donde poder contar todas las historias marginales, todas las perversiones y subculturas, que por su propia naturaleza estaban vetadas en el mainstream. Colocar en portada a un Fu-Man-Chú drogado, puñal en mano y expresión de orate, te permitía hablar, ya en las páginas interiores, de casas baratas, madres solteras, prostitución y drogas y pandillas de pachucos.

El buen true crime es, así, como una pastilla de alimento astronáutico; una dieta completa: contiene clase de historia, placer lector novelístico, investigación detectivesca y proceso judicial y, de rebote, no poco chismorreo (“¿qué dices que hizo el hijo de la Eufrasia con la cabra? ¿Cómo, después de matarla?”). Por no decir que, en muchas ocasiones, la crónica negra es la única forma decente de leer sobre un hecho: algunos crímenes son, por factura y perfil, no-ficcionalizables. Conviene no pasar por alto este detalle, en mi opinión determinante a la hora de convencer al lector o juzgar un artefacto. La mayoría de crímenes que generan crónica negra exitosa (artística o comercialmente) suelen ser tan delirantes, o enrevesados, o repelentes, que desactivan la versión narrativa. ¿Para qué querría alguien perder el tiempo con una traducción fílmica o novelesca de los asesinatos Manson? No puedes exagerar la Family; para aumentar la realidad tendrías que meter a Charlie en un musical navideño de Andrew Lloyd Webber. Cantando “The age of Aquarius” mientras apuñala a Papá Noel. Ed Sanders, autor de The Family, afirmaba que el caso “lo tenía todo: rock and roll, el atractivo del Salvaje Oeste, la esencia de los 60 con su liberación sexual, su amor por el aire libre, su ferocidad y sus drogas psicodélicas. Tenía el hambre por el estrellato y el renombre; tenía religiones de todo tipo, conflicto armado y carnicería de producción local; todo mezclado en una tumultuosa historia de sexo, drogas y transgresión violenta”. Esa es la razón por la que numerosas versiones fílmicas de casos reales apestan como tumbas abiertas, y nunca mejor dicho. Empeoran una historia redonda. Si no me creen échenles un vistazo a Ted Bundy (2002) o The deliberate stranger (con Mark Harmon –wtf– en el papel del psychokiller).

Por supuesto, la naturaleza del caso o lo complejo de la investigación tampoco lo son todo: como siempre ha dicho Richard Price, hasta que no aplicas talento, la documentación “solo es una mesa llena de post-its”. Muchos libros de crónica negra son, digámoslo claro, un pedo. La mayoría parecen escritos por Danielle Steel tras una visita a la casa del terror del Tibidabo, todo frases adverbiosas y monstruos papel maché. Un notable porcentaje del true crime, solo hace falta echar un vistazo a la estantería homónima de los aeropuertos ingleses, es carnaza de encargo que un gran grupo editorial publica apresuradamente para capitalizar algún crimen espantoso y tener algo que arrojar a las fauces de los cotillas y/o pervertidos. Memorias de gángsters iletrados, esputos de celebrities en paro (alguien pensó que Ross Kemp, por su papel de malo en Eastenders, poseía suficiente currículum para incorporarse al género). Pulp con pretensiones realistas, escrito de forma bochornosa por gacetilleros iletrados cuya única visita a una comisaría fue cuando se sacaron el DNI.

Otros son, sencillamente, una memez. Como prueba presento cualquiera de los innumerables churros de subtítulo altisonante (¡CASE CLOSED! ¡MISTERY SOLVED!) que, año tras año, garantizan haber resuelto los crímenes de, por ejemplo, Jack the Ripper. Caso del risible Lewis Carroll: Light-hearted friend, donde Richard Wallace, tras balbucear una serie de trolas inconexas que desmontaría hasta una profa suplente de preescolar, anuncia que Jack El destripador era en realidad (¿sí?) el escritor de Alicia en el país de las maravillas (oh).

Es una maldita pena. Pues algunos libros de true crime podrían ser buenos (tienen la materia prima, el caso alucinante, la figura criminal perfectamente perversa), si no fuera porque están contados con una voz narcisista o narcoléptica (Norman Mailer y su elefantíaco, casi ilegible, La canción del verdugo), o se centran en la persona menos fascinante del elenco (como por ejemplo Mindhunter, equivalente periodístico de poner a hervir un chuletón de ternera gallega).

Cuando termina la criba, si quieren que les sea del todo sincero, no quedan tantos libros excelentes de crónica negra, al menos si los consideramos frente al alud de inmundicia que ofrece el género cada año. Eso sí, los brillantes son muy brillantes. Un poco más abajo les hablo de los mejores.

Una selección portátil de true crime

Helter Skelter, Vincent Bugliosi: Uno de los mejores libros de true crime. Lo escribió el fiscal del caso Manson, y por eso en ocasiones se entronca un poco en cansino puntillismo legalista (y el resultado es como ver Perry Mason en el Día de la Marmota). Pero por lo demás, una auténtica maravilla (y best-seller). Contra Editorial lo publicará en el año 2019, coincidiendo con la anunciada película de Quentin Tarantino. Imprescindible.

The Family, Ed Sanders: Su autor fue una reputada figura de la contracultura sixties (miembro de The Fugs), y la obra se centra más en los aspectos friquis y culturales de la Family que la versión “seria” de Bugliosi. Si consiguen pasar por alto algunos exabruptos de jerga caduca (te sientes teletransportado a una página de El Víbora, 1979), es el perfecto complemento para Helter Skelter. Yo lo leí de vacaciones en la Costa Brava y pasé una semana durmiendo con un cuchillo bajo el cojín (historia real).

Tor; tretze cases i un mort, Carles Porta (La Campana / Anagrama): Uno de los dos mejores libros de crónica negra autóctona. Se lee como una muy buena novela. Poca gente ha plasmado con tanto acierto la ferocidad rural y las inquinas centenarias entre familias, la envidia y la pequeñez hereditaria de los villorrios remotos. Si encima son ustedes habituales del monte pirenaico no cesarán de soltar “eh, yo pasé por allí el invierno pasado”. Ni de santiguarse, claro.

Des de la tenebra; un descens al cas Alcàsser, Joan M. Oleaque (Empúries / Diagonal): Aunque no reeditado, la historia de los crímenes de Alcàsser de este periodista valenciano es la cima del true crime nacional. No solo el crimen está muy bien narrado, sino que ahonda con sensibilidad y conocimiento de causa (Oleaque era paisano de Anglés) en la miseria y barbarie de una comunidad. Des de la tenebra es tanto tratado antropológico y novela de realismo social como crónica negra. Su tratamiento de la locura mediática que gestó la telebasura actual es también magistral. Una obra inigualable.

A sangre fría, Truman Capote (Anagrama): Clasicazo, rito de pasaje juvenil para los lectores españoles de los 70 y 80 (gracias, Compactos) y conocidísimo, pero todo el mundo debería leerlo. La narración del brutal asesinato de los cuatro miembros de una familia de Kansas es aún uno de los mejores ejemplos de true crime norteamericano (aunque lo de que Capote no tomara notas puede obligarnos a levantar la ceja).

El adversario, Emmanuel Carrère (Anagrama): Más raro que lo real. Carrère utilizó la crónica negra porque no había otra forma de explicar la historia de Jean-Claude Romand, aquel señor francés que en 1993 mató a su mujer, hijos y padres, para evitar que descubriesen que llevaba mintiendo desde los dieciocho años: ni era médico, ni trabajaba en la ONU, ni siquiera había terminado la carrera. Conciso, sobrio, duro y compasivo; un libro perfecto.

Más lecturas: One of Your Own: The Life and Death of Myra Hindley (Carol Ann Lee), Cries Unheard: Why Children Kill: The Story of Mary Bell (Gitta Sereny), So Brilliantly Clever: Parker, Hulme & the Murder That Shocked the World (Peter Graham), Jack The Ripper: The Final Solution (Stephen Knight), The Stranger Beside Me (Ann Rule).

Kiko Amat

(Esta pieza se publicó previamente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 20 de enero del 2018)

 

Kiko Amat entrevista a TIM O’BRIEN

Me gusta entrevistar a mis héroes y mis betters. Tim O’Brien es uno de mis escritores y bípedos vivos favoritos. Esta entrevista la hice hace nada con ocasión de la traducción española de Persiguiendo a Cacciato (Contra, 2017), otro de mis libros de cabecera. Vietnam (y lo que hacen los hombres en tiempo de guerra) es otra obsesión mía, así que todo encaja de perlas.

Pueden leerla en Babelia de El País. Escribir esto, y charlar con O’Brien, fue uno de los placeres del año 2017. Oh, claro: en este link.

Carlos Zanón: un taxi llamado exceso

Mi crítica larga de la nueva novela de CARLOS ZANÓN, Taxi (Salamandra, 2017). La escribí para la revista Barcelona Metròpolis, del ayuntamiento de mi ciudad. Todo lo que pienso de ese libro sobrao, excesivo, extraño, profundo y magnífico está ahí. Digo, aquí.

El canon clásico y la ralea autodidacta: un postfacio

https://quod.lib.umich.edu/m/mqrg/images/02206_10-ic.jpgAlgunos de ustedes, solícitos lectores, me han recriminado que, en la primera entrega de la serie Clásicos Latosos para el suplemento Babelia de El País, les instara a no leer Moby Dick. Por supuesto, no dije tal cosa. El malentendido que ha originado esta precipitada conclusión, así como el revuelo que la pieza en cuestión ha generado (me cuentan) en el circo romano de las redes, me obligan a romper uno de los dictados más valiosos de mi club (“Never explain, never complain”, como dijo Disraeli) para arrojar algo de luz entre tanta confusión.

Mi pieza cómica, parte de una serie pensada y diseñada por mí (no se trataba de un encargo, como anunciaba un espontáneo), no les invitaba a no leer un clásico como Moby Dick. Lo que les invitaba a hacer era leérselo, si era posible (pero solo si les daba la real gana), y extraer sus propias conclusiones, respetuosas o no, tal y como yo extraje las mías. Pero ojo: se trataría de extraer esas conclusiones sobre dicho clásico sin atribuir su origen y explicación a alguna omnipotente fuerza sobrenatural, como hacían los hombres prehistóricos con los relámpagos o los ciclos lunares. Que unos cuantos académicos de rancio abolengo y mentalidad dinástica decidieran hace tiempo que el canon de la alta cultura era intocable, y que los plebeyos no deberíamos ventosear en la galería de retratos familiares, no significa que debamos acatarlo.

Sucede que la belleza no es absoluta y universal, aunque hayan escuchado lo contrario en algunos suplementos culturales y libros de ensayo; Kant mintió interesadamente. Como dice el escritor John Carey, los juicios artísticos de la academia “apelan a una autoridad trascendente cuyo veredicto no puede ser cuestionado y cuya decisión anula automáticamente todas las opiniones subjetivas e individuales”. Ortega y Gasset lo soltaba sin rubor: el arte “verdadero” era excluyente, impopular y elitista, y solo podía ser comprendido por una “minoría”. Siguiendo ese razonamiento, a esa minoría -en concreto a la sección de críticos literarios con titulación y apellidos compuestos- le corresponde de forma exclusiva el explicarnos (como dice Carey) cómo nos sentimos ante tal o cual obra de arte, “cuando lo que en realidad están diciendo es cómo se sienten ellos”.

Esas opiniones, ya se habrán dado cuenta, acarrean un inconfundible tufo de clase, como un golpe de fusta al lacayo que habla fuera de lugar: los intelectuales burgueses opinan que la ralea autodidacta y el lector-por-placer deben aceptar las propiedades sobrenaturales del arte “superior”, porque una élite intelectual (ellos mismos) ha dejado atadas y bien atadas de forma unilateral sus características y valores eternos, no sujetos a nuestra percepción, juicio o disfrute. Pero no funciona así, al menos no para mí. Yo vengo del punk rock y la subcultura, corrientes inquisitivas, independientes e insumisas por definición. Mi cultura circunvaló al crítico oficial: dejamos de pedir permiso a la hora de postularnos sobre arte y su uso práctico. Los canales canónicos fueron desautorizados de un plumazo, en mi mundo. Ignoramos (sin saberlo siquiera, pues su existencia nos era desconocida) los mandamientos de la alta cultura sobre no solo qué debía gustarnos, sino cómo debía gustarnos. Lo que hacemos hoy -sea escribir libros, o grabar discos, o dibujar cómics, o mismamente poner en tela de juicio el canon clásico- sucede sin su permiso. Un patriarca de la iglesia ortodoxa no puede excomulgar a un blasfemo bautizado en el catolicismo. La intelectualidad oficial no tiene autoridad sobre mí. Su ley no es mi ley, ni debo obediencia alguna a sus preceptos.

El canon de la alta cultura, por tanto, no me parece intocable ni libre de crítica. Mi prerrogativa es juzgarlo como me apetezca, como haría con cualquier cosa, independientemente de los dictados de Marcuse, Hegel, o cualquiera de sus minions modernos. Tras documentarme, sin duda, pero negándome luego a aceptar mandatos o coacciones intelectuales que ciñan mi opinión a la forma “adecuada” de valorar un artefacto. Un libro no es Dios. Fue escrito por hombres falibles utilizando herramientas que pueden estar rotas o anticuadas o en mal estado (y cuya efectividad actual podemos, y debemos, valorar antes de saltarle el ojo a alguien). A los intelectuales de la alta cultura les ha encantado desde siempre que el arte fuese como los mandamientos que bajó el viejo Moisés del Sinaí: un códice grabado a fuego por el dedo de Yahvé (y por tanto indiscutible) en unas recias tablas de piedra (la piedra siempre impone), y que para más alborozo necesita traductor. Durante muchos años han sido esos traductores de casta quienes, utilizando una mezcla de “superstición y afirmaciones de escasa entidad” (Carey dixit), bien agitados con una sana dosis de elitismo, desprecio por lo subcultural o callejero, y clasismo autopreservador, han impuesto el tono y el significado de la mencionada traducción.

Uno no puede evitar sospechar que el jaleo alrededor de mi pieza -al menos el vocerío que surgió del establishment crítico y la vieja guardia- no se originaba tanto por lo que decía la pieza sobre Moby Dick, o Herman “barba trapezoidal” Melville, o la santa de su madre, sino por quién la decía y cuándo. La alegoría y el cachondeo y la irreverencia, para los intelectuales del régimen, son un poco como los movimientos revolucionarios de izquierdas: están muy bien, claro, pero solo si son de un país lejano y sucedieron hace trescientos años (y si están versificados en forma de poema épico por algún noble, mejor). Un crítico de la cultura oficial puede aceptar, incluso celebrar, que alguien como Mayakovski dijese que «la academia y Pushkin son más ininteligibles que los hieroglíficos», pero solo porque era un vanguardista ruso del 1912. Si un poeta español dijera aquí que La Regenta es un plomo lo crucificarían. La rebelión contra el canon solo es concebible en un pasado inofensivo. Los escritores o artistas de origen obrero o medio-bajo sin titulación le parecemos muy graciosos y pintorescos a la cultura burguesa siempre y cuando permanezcamos en nuestro sitio, hablando de nuestras cositas y nuestro rocanrol y nuestros barrios. Pero permitirse emitir juicios críticos (con pedorreta) sobre los campos en que la intelectualidad exige exclusividad absoluta, eso no está permitido. Es un faux pas social de primera clase, y nunca mejor dicho. Es, como decía antes, hablar cuando no te toca. Salirte de la fila.

Por desgracia para esos mismos intelectuales, a mí y a muchos otros como yo casi siempre nos apetece hablar más cuando no nos han dado permiso. La solemnidad, la gravedad y lo jerárquico (que me impartan órdenes, por decirlo así) siempre me inspiran a prorrumpir en tremendos eructos públicos. Y es que, miren por dónde qué extravagancia la mía, creo que el canon sacro de la cultura burguesa sí está sujeto a crítica. Entiendo que eso fastidie a la academia, que lleva siglos temiendo que si todos nosotros, amantes de la cultura sin credenciales académicas selladas y autorizadas, empezamos a tener opiniones firmes sobre arte clásico o literatura canónica la mismísima existencia del intelectual burgués se volverá redundante. Pero opino que precisamente nuestro deber como escritores o artistas autónomos y autodidactas (y de extrarradio, de barrio, criados en clase no pudiente) es someter los preceptos artísticos impuestos de la clase burguesa al más severo de los juicios. Que sea nuestro juicio positivo o negativo o neutral o completamente desinteresado, pero que no represente un sometimiento tácito a las leyes de una cadena de mando obsoleta, ajena, totalitaria.

En mi pieza, ya acabo, yo les invitaba por todo lo expuesto a estar en desacuerdo con el canon. Les invitaba a desoír la forma “correcta” de juzgar un artefacto artístico, y lo hacía por medio de la comicidad, que es uno de mis útiles. Les invitaba a comprender que el Ulises de James Joyce es intrínsecamente “mejor” que Trainspotting de Irvine Welsh (por decir un solo ejemplo) solo porque unos cuantos profesores universitarios de clase alta se pusieron de acuerdo sobre la supremacía artística universal y, válgame Dios, eterna, del primero hace lustros. Les invitaba, insisto, a reírse de los buenos modales de la mesa intelectual, y agarrar los metafóricos cubiertos tal y como les viniese en gana. Les invitaba, en suma, a leer y criticar libremente, incluso a terminar coreando, si así lo deseaban, lo mismo que Public Enemy cantaron en 1989: “Melville[1] was a hero to some / but he he never meant shit to me”. Kiko Amat

 

[1] De acuerdo, ellos decían “Elvis”. Pero es el mismo principio.

Qué fue del siglo XX: Diego Vasallo (Duncan Dhu)

Hey. Que he empezado una nueva sección bisemanal en El Periódico para hacer entrevistas frescales y desvergonzadotas a músicos pop de los 80 y 90. La sección se llama como pone ahí arriba, en homenaje a quien ustedes saben, y se inauguró hace nada con esta primera entrega. Espero que les guste.

Mark Richard: dureza y sensibilidad (sureña)

Mi crítica del excelentísimo y muy honorable libro de Mark Richard, Casa de oración Nº2 (Dirty Works). Se publicó en el suplemento Babelia de El País el último día de diciembre, al borde del nuevo año.

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