Internet no es la respuesta #2: una entrevista a ANDREW KEEN

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El angloamericano Andrew Keen es uno de los grandes críticos de la llamada “revolución digital”. Ha escrito cuatro libros: The Cult of the Amateur, Digital Vertigo, Internet no es la respuesta (Catedral, 2016) y el recién publicado How To Fix The Future. Keen no es un ludita con taparrabos -actualmente es director ejecutivo del salón de innovación de Silicon Valley FutureCast- ni vive en un yurt en medio de las montañas: de hecho oficia a menudo como orador público y presentador de Keen On, un popular programa de chat en TechCrunch (web de noticias sobre tecnología y startups). Quizás sea el tipo mejor dispuesto para hablar de los peores aspectos de internet.

Cuando intento conectar con él mediante Skype mi versión ha caducado (o algo similar) así que finalmente no me queda otro remedio que llamarle a Nueva York por el viejo método de la telefonía tradicional. Un inicio auspicioso, y muy ad hoc, para la charla que tiene lugar a continuación.

Supongo que una de las primeras mentiras a las que deberíamos enfrentarnos es al hecho de que internet sea “democrático”.

Quizás lo sea en el sentido de que puedes entrar y salir de él cuando desees, por ejemplo, y que todo el mundo pueda hacerlo, pero en términos de propiedad, “el ganador se lo lleva todo”, como dicen en los casinos. En internet hallas un chocante monopolio de poder, dinero e influencia. Incluso en redes sociales como Twitter hay un ganador claro. En internet, dos o tres empresas se llevan el pato al agua y concentran toda la atención, mientras la vasta mayoría de la gente es ignorada. La contradicción es que la naturaleza vanguardista de la arquitectura digital aloja potencialmente una democracia mayor, pero esa misma naturaleza provoca enormes desigualdades en poder, influencia y dinero.

Los humanos a lo largo de la historia nos hemos tragado una cantidad colosal de mentiras capitalistas, pero en términos de popularidad transversal esta se lleva la palma. La izquierda, los anarquistas… Todo el mundo ha sido hipnotizado por internet.

No creo que todo el mundo se lo haya tragado. Yo no me lo tragué. Pero sí creo que el secreto de su éxito es lo seductivo de su propuesta. Mi segundo libro originalmente se titulaba La gran seducción. Hay algo tentador, y también peligroso, en cualquier tipo de nueva tecnología. Al final lo terminé llamando Digital vértigo, por la película de Hitchcock en que un hombre se enamora de alguien inventado. Ese tipo de vértigo obsesivo es un tema recurrente en la historia de la humanidad. Si Vértigo es considerada una de las mejores películas de la historia es porque resuena en nosotros: solemos enamorarnos de falacias, e internet es un ejemplo perfecto de ello. Es un ente que parece perfecto, puro, sin efectos secundarios negativos, abierto a todo el mundo, todo el mundo puede innovar, empodera y ennoblece… Históricamente, cuando tienen lugar seducciones de esta índole aparecen problemas. En mi libro menciono de forma recurrente el Utopía de Thomas More, que por supuesto era un libro distópico, una crítica de un mundo perfecto que no es posible.

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Muchos de los defensores de internet venían de la contracultura. Viejos hippies sobreexcitados como John Perry Barlow, que había formado parte de Grateful Dead, o Kevin Kelly y su “tecnocháchara”.

Eso es muy interesante. En los sesenta hubo un cisma entre la izquierda más politizada y la izquierda comunal y contracultural. Sucedió en Europa también, pero el fenómeno sobre todo se dio en la Costa Oeste de los Estados Unidos. Unos se involucraron más en política y vida civil de forma más activa, mientras que los otros se replegaron a un mundo de fantasía y drogas. Lo que sucedió con internet fue que la “revolución digital” se convirtió en un proyecto de la contracultura, de aquellos que habían rechazado la política convencional. Cuando lees a Barlow te das cuenta de que rechazan la importancia de la política en la vida. A la vez creo que hay un trasfondo religioso en todo ello. No es una coincidencia que Kevin Kelly, una figura icónica y típica de la contracultura (fue a la India, a Asia, meditó, se “redescubrió” a sí mismo) se convirtiese al evangelismo en uno de sus viajes. No digo que todos los hippies sean evangelistas, pero sí que hay una progresión lógica. La descentralización de la arquitectura digital es un reflejo de los valores de esa generación. Alguna gente dice que la tecnología no nace con “valores”, pero eso es una óptica muy simplista. Al crear una tecnología, esta refleja los valores de sus creadores. Así que la organización “anárquica” de internet tiene mucho que ver con esa cultura. Steve Jobs también fue a la India, por cierto.

Las propiedades mágicamente “liberadoras” que se le atribuyen al ciberespacio me recuerdan al “pilla la onda y desconecta” de Timothy Leary con el LSD. La zona libre psiquedélica y apolítica que predicaban aquellos se parece bastante a la web.

Sí, y eso explica por qué la mayoría de experimentos políticos de la red han resultado ser fracasos. Movimientos generados en internet como Occupy Wall Street o la primavera árabe carecían de una comprensión profunda de lo que es la involucración política, que finalmente no tiene que ver con “desconectar” o replegarse, ni siquiera con el “derecho a escoger”. Esto no es una comuna. Por eso redes sociales como Facebook resultan tan problemáticas: dejando de lado toda la corrupción económica que acompaña a Facebook, uno de sus mayores defectos es que te permite escoger a dedo a tu comunidad. El mundo no es así. No puedes decir: “oh, mi comunidad no me gusta, voy a construirme una a mi medida”. La implicación política es sinónima de relacionarte con gente que no es como tú, y hallar puntos en común. Eso no quiere decir que no suceda nada bueno en internet. Simplemente, Occupy Wall Street simboliza los problemas filosóficos inherentes en los movimientos políticos online: es una involucración sin cuerpos donde la gente cree que puede hacer lo que quiera y decir lo que quiera, donde no hay leyes… Pero cualquiera que haya estado metido en movimientos políticos sabe que tienen, y deben tener, tantas leyes como las del sistema al que se oponen. Never Again MSD, los movimientos antiarmas, OWS, #MeToo, deben aprender de estos fracasos. No digo que no tengan potencial.

Por no decir que las grandes corporaciones son las que sacan mayor tajada de esos movimientos. No puedes empezar un movimiento revolucionario que haga millonarios a Google o Amazon.

Lo que resulta increíble es que esas corporaciones hayan pretendido actuar por el bien común, y les hayamos creído. El mundo ha cambiado dramáticamente desde que escribí mi libro. Entonces los defensores corporativos de internet afirmaban estar en esto para “conectar a la gente” y “liberar la información” por primera vez en la historia, y la gente se lo creía. Ahora esto ya no sucede. Todo el mundo sabe que internet es un gran fraude. Aquella basura de “redefinir las leyes del capitalismo” solo significaba que iban a modificar su forma de enriquecerse. La naturaleza del capitalismo no cambió  en absoluto, y la mayoría de sus precursores se convirtieron en multimillonarios. Jeff Bezos, el propietario de Amazon, es el hombre más rico del mundo. Vale 100 billones de dólares. Podría comprar España.

Hablando de “conectar a la gente”, creo que una de las consecuencias inmediatas nefastas de internet es la desaparición del concepto de intimidad o privacidad.

Sí, pero el concepto es muy viejo. La idea viene de Jeremy Bentham, un filósofo utilitarista de finales del siglo XVIII. Él inventó el Panóptico, un modelo arquitectónico que permitía mantener vigilados permanentemente a sus residentes, y así conseguir que se “portaran bien”. Hay una conexión intelectual clara entre Bentham y Zuckerberg. La idea predominante en Silicon Valley no es el anarquismo contracultural ni el utilitarismo, sino una mezcla de las dos. El utilitarismo cree que puede contabilizarlo todo, y la naturaleza de la revolución de los ordenadores es la cuantificación. Así que la idea no es nueva, solo se ha modernizado para hacerla menos agresiva y antipática que en el Panóptico, o los modos de vigilancia exhaustiva de ciudadanos de la Rusia soviética o la RDA. La más preocupante de sus ramificaciones, naturalmente, es la técnica de reconocimiento facial, que está siendo estudiada en la China, y que emerge como modelo para reconocer y suprimir desobediencia o disrupciones civiles en el siglo XXI. La tecnología avanza con el propósito de que haya un momento en que resulte imposible tener secretos, incluso si no has hecho ninguna de las estupideces habituales, como escribir un post borracho. El problema es que nos hemos convertido en el producto de plataformas como Google. Nos estamos vendiendo a nosotros mismos, a nuestros secretos. La era digital ha creado esta nueva forma de “capitalismo de vigilancia”.

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Pero el Panóptico solo se utilizó como edificio carcelario, mientras que la gente entra a internet por su propio pie.

El mundo en el que vivimos es una prisión de lujo. El concepto existe desde hace mucho tiempo. La diferencia es que se le ha dado la vuelta a esa prisión para que lo ocupe todo.

Zuckerberg opina que “tener dos identidades, la social y la virtual, es una señal de falta de integridad”. Es la forma de pensar de un sociópata.

Más que de un sociópata, yo diría que es la mentalidad de un niño. La raíz de ese pensamiento es una noción completamente simplista, infantil, de lo que son los seres humanos. A veces escuchas cosas como “a mi no me importa que la gente lo sepa todo sobre mí, no tengo secretos”. Pero si no tienes secretos no eres humano. Así de sencillo. Si crees que tu vida es un libro abierto, y no tienes ningún problema con que la gente sepa lo que haces o piensas a cada momento, entonces toda tu existencia es una gran mentira, y estás malgastando espacio en la Tierra. Nuestra especie es interesante precisamente por nuestra capacidad de tener secretos, no por nuestra transparencia. Y lo que hacemos como escritores, cineastas, poetas, es desvelar o confesar algunos de esos secretos. Lo alarmante es el desarrollo de tecnologías que permitan acceder a tus pensamientos. Se habla de ello en la ciencia ficción, pero no creo que se trate de ficción. En quince años pueden haber tecnologías que se conecten a nuestros cerebros y puedan averiguar si estamos excitados, o enfadados, o felices. Y las técnicas de reconocimiento facial son de lo más inquietantes. Se anhela descubrir la sexualidad de la gente basándose en sus rasgos y aspecto exterior. Eso implica que nuestros derechos individuales serán violados de forma sistemática. Por eso te decía lo de los sociópatas: estaría más tranquilo si todo esto se estuviese poniendo en marcha por sociópatas. Pero los que están al mando son niños sin concepción alguna de qué sentimientos rigen el mundo.

Afirmas que Zuckerberg es un “geek con cero empatía”. La ausencia de empatía es un rasgo fundamental de los sociópatas (y psicópatas).

Sí. Lo que puede darnos motivos para el optimismo es el hecho de que Zuckerberg es básicamente una máquina: piensa como un ordenador. Pero el valor de los humanos en un mundo de Inteligencia Artificial reside en todas las cosas que hacemos que los ordenadores no pueden replicar. Así que gente de mentalidad robótica como Zuckerberg será completamente redundante en la era de la I.A. Lo valioso estará en esa zona gris que se halla entre los algoritmos y la carne.

Otra consecuencia deplorable de internet es el “culto al amateur”. El mundo ha sido tomado por gente sin formación ni experiencia, del “periodismo” de Twitter a los “taxistas” de Uber. Dejando de lado que esto solo beneficia al 1% que posee las empresas, está lo de dejar nuestro destino en manos de gente que no tiene ni idea de lo que está haciendo.

Es preocupante. Si sumas el culto al amateur con la anonimidad online, lo que obtienes son los trolls de Putin. Gente que cobra por mentir. Gente que simula ser amateur para socavar nuestra democracia. Lo hemos visto en el Brexit, en el triunfo de Trump y seguro que lo has visto en España: el culto al amateur sirve para socavar la democracia. Escribí El culto al amateur en el 2007, y desde entonces se ha demostrado que el concepto del amateur al poder es una completa catástrofe. En los últimos años los periódicos se han dado cuenta de que la única solución a todo esto es cobrar por contenido. Los profesionales deberíamos ser más arrogantes: deberíamos recordarle a la gente que nuestro oficio tiene valor. La burguesía liberal de izquierdas parece tener un problema con el concepto de profesionalismo, siempre parece estar pidiendo perdón por la especialización. Pero nuestro deber es recordarle al público que ser periodista es muy duro. Que escribir una novela es muy duro. Que las cosas requieren paciencia, y tiempo. Vivimos tiempos de un populismo increíblemente corrosivo. En política gente como Trump o Putin diseminan una idea anti-elitista que me parece muy preocupante. Es irónico que gente de izquierdas como tú o como yo tengamos que salir a defender la idea de la élite, mientras que la derecha propaga ese erosionante populismo anti-elitista. Pero creo que la izquierda debe reexaminar a fondo su relación con la idea del experto, y de la élite profesional. La izquierda debe redescubrir el valor que tiene una determinada élite en una sociedad meritocrática. Muchos artistas y profesionales no nacieron con privilegios, lo consiguieron a base de esfuerzo y compromiso, y por eso se convirtieron en la élite de sus respectivos campos. Necesitamos expertos.

Resultat d'imatges de how to fix the futureTus detractores suelen llamarte “elitista”, de hecho.

Hace poco volvieron a llamarme eso, medio en serio medio en broma, en un talk show populista de la televisión americana. Yo respondí que sí, que no veía cuál era el problema. El anti-elitismo está siendo utilizado por las élites de toda la vida, gente como Donald Trump, para simular que está “del lado de la gente común”. Cuando la derecha quiere salirse con la suya siempre acusa al adversario de ser una élite. Hay una conexión directa, como decía, entre este culto al amateur y la deriva populista de la derecha contemporánea. Fox News también disemina esa basura anti-elite, pese a ser quienes todos sabemos que son. En unos cien años, cuando toda la niebla se haya disipado, creo que seremos capaces de analizar internet y ver que su éxito tiene que ver con un levantamiento populista monitorizado por las corporaciones. Se ha creado un mundo en que todo vale, todo el mundo escribe sobre cualquier cosa, nadie sabe qué es qué. En el futuro la tecnología podrá manipular imágenes, y videos, de modo que todo parecerá perpetuamente creíble. Estamos en los primeros días de una gravísima crisis de la verdad. Casi todo el discurso en los Estados Unidos está basado en teorías conspirativas: 9-11 no sucedió, Kennedy sigue vivo, Elvis también… Quizás esto también sea una consecuencia de lo que hablamos antes, del triunfo de unos determinados valores de la contracultura, en lo que concierne a la realidad, a la idea de que nada es tangible, que todo es interpretable… Pero si escapas de la realidad, al final inevitablemente escapas de la verdad, de los caminos empíricos para interpretar el mundo.

Alguien podría decirte que has decidido fijarte solo en lo malo de internet: en los trolls, y las realidades paralelas de Instagram, y  Google y Amazon, el 1%… ¿No hay nada bueno?

Suelo ser muy crítico con Wikipedia, pero tiene un gran potencial. Es una gran herramienta, y yo suelo utilizarla. De hecho, no podría haber escrito mis libros sin Wikipedia. Internet tiene cosas buenas, pero ¿sabes lo que sucede? Que nadie habla de las malas. La interpretación eufórica por defecto de internet se ha convertido en el único discurso. El mundo no necesita otro libro que diga que Wikipedia es una buena herramienta. Si queremos mejorar, lo que hacen falta son libros que estudien los fallos de Wikipedia, sus carencias de base, y la forma de solucionarlas. En los últimos cinco años, nuestra perspectiva como internet-escépticos ha pasado de ser una minoría a ser la mayoría. Cada vez más gente normal está aceptando que, por ejemplo, Facebook no equivale a una vida social, o que Amazon es una corporación perversa. Los grandes teóricos de internet se han escondido, porque estaban claramente equivocados, y eso les abochorna. Todo lo que nos dijeron del igualitarismo de internet era basura, completa basura. Y a la vez, yo soy una persona de internet. Utilizo internet continuamente. Pero eso es lo que hace que mi crítica tenga algún valor. Alguien puede criticar algo sin querer destruirlo por completo. Estoy a favor de la tecnología, creo en algunos de los emprendedores de Silicon Valley. Mi nuevo libro, How To Fix The Future, habla de ello: de las cosas buenas que pueden salir de esto.

Paul Simon dijo aquello de “me opongo a la red 2.0 del mismo modo en que me opongo a mi propia muerte”. ¿Crees que va a haber un cambio o, como Simon, crees que el paradigma digital está aquí para quedarse? ¿Hemos perdido la batalla?

La batalla no solo no se ha perdido, sino que acaba de empezar. Los que predecimos los problemas de internet, los que hablamos de la crisis actual, somos las voces aceptadas. Cada día más gente de Silicon Valley se une a mi campo. Capitalistas, empresarios, cada vez más gente cree que internet no es la respuesta. Tenemos que ser optimistas. Tenemos que reafirmar las cosas que son solo humanas, y que los ordenadores no podrán replicar. A lo largo de la historia los humanos hemos pensado en el futuro, y en cómo arreglarlo. Lo mismo sucede ahora. A finales del siglo XIX nadie pensaba que los niños de once años dejarían de trabajar en fábricas, o que se crearía una cosa llamada Seguridad Social, o que los sindicatos conseguirían muchas de sus metas. Cuando Marx escribió El manifiesto comunista en 1848 las cosas pintaban muy mal, y sin embargo hoy, pese a que tenemos calentamiento global y aún hay muchas injusticias que solucionar, hemos mejorado en muchos campos que parecían impensables. Lo mismo sucederá con el mundo digital. Hay razones para nuestro optimismo.

(Esta entrevista es una exclusiva de Kiko Amat para Bendito Atraso)

Internet no es la respuesta #1: una introducción

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1. La primera vez que me conecté a internet, en el año 1996, en casa de mi novia, tecleé en el buscador un nombre de grupo pop, JOSEF K, como el que manipula una tabla Ouija: cauto y temeroso ante fuerzas de tipo asgardiano que, una vez desencadenadas, quizás escaparían a mi control. Y a mi comprensión. Aquel día permanecí expectante ante la pantalla -pequeña, verdosa y cabezona, similar a un modelo R2 anticuado-, con las manos sobre los muslos, mientras una serie de pitidos galvánicos emergían de la torreta, en el suelo. Al cabo de unos minutos de cacofonía apareció, como por ensalmo, la biografía de la banda (por aquel entonces imposible de rastrear en fanzines ni, desde luego, revistas musicales especializadas). Mis labios formaron un Oh.

No recuerdo cuál fue mi reacción inmediata a aquel acto de magia, si me postré ante la pantalla o salí huyendo en busca de un párroco. Sí recuerdo que a los pocos minutos, y tras imprimir el primer resultado (por si se desvanecía de un modo tan sobrenatural como había aparecido), ya estaba tecleando el nombre del siguiente grupo: FIRE ENGINES. La segunda biografía no tardó en aparecer. Por un instante creí que tal vez aquel invento rellenaría en un periquete todos los huecos de mi educación, dejando obsoletos de un plumazo los años y años de aprendizaje por métodos certificados: arqueología fanzinera o bibliotecaria, intercambio postal con otros friquis, audiencias con sabios locales. Todo aquel… esfuerzo. Toda la dedicación. Una cultura entera perdida para siempre, aunque tal vez para bien.

No fue para bien. Mi ilusión duró poco, casi tan poco como la novedad de los teléfonos móviles, que empezaban a circular con cuentagotas aquel mismo año, y cuya primera modificación social fue hacer aceptable que la gente condujera a gritos sus asuntos más íntimos (y sicalípticos) en transportes públicos. Internet y la telefonía móvil me cayeron mal al unísono, igual que unos gemelos perversos que en el colegio colocasen chinchetas en mi silla, y aún más: me cayeron pésimo casi de inmediato, como suele sucederme con la gente que al final acaba cayéndome horrible de verdad, y para siempre jamás; es un sexto sentido, supongo, igual que el del trepamuros. Yo miraba a internet como miras a ese exnovio de tu mujer que de repente ha aparecido en vuestra vida conyugal con grandes muestras de alborozo y benignidad, palmeándote la espalda y contando anécdotas del viaje a la Toscana de ambos mientras se sienta entre vosotros en el sofá y agarra las palomitas a puñados. De tu cuenco. Miré a internet con ojos torvos, sí. Aguardando a que cometiese el primer error.

2. Cuando me abrí mi primera cuenta de correo, hacia el 1998, lo hice con cierto desánimo, consciente de que estaba haciendo algo por el peor de los motivos posibles: porque lo hacía el resto del mundo. Porque, como podría haber dicho mi madre, mi amigo se había tirado por un barranco, y yo me veía obligado a tirarme también. Puesto que no soy Nostradamus, no fui capaz de predecir que, lejos de ser un gimmick pasajero del que la gente se acabaría cansando, el correo digital reduciría a cenizas una de las actividades que más placer me proporcionaban hasta la fecha en ese buen mundo, que era el intercambio epistolar. Mis primeros mails, me di cuenta de inmediato, estaban impregnados de banalidad e improvisación indisoluble -sin rastro ya de la artesanía y amor (y dibujitos, y regalos) que solía aplicar a mis viejas cartas-, así como de una nueva y alarmante compulsión por pasarme por el trasero las normas más elementales de respeto social. En pocas palabras: el e-mail parecía transformarme en un capullo. O, si quieren, en un capullo mayor. Me empeoraba; era innegable. Mi paso fugaz por un grupo de correo español adolecía del mismo tic: una falta de rigor, una ansia de epatar, una escasa paciencia con la opinión ajena o el razonamiento contrario, una repugnante tendencia a… Hacerme el guay. A ponerme faltoso. A decir mentiras repugnantes. Y a hablar de cosas que no sabía.

Todo eso, lo sabemos hoy, es el comportamiento por defecto de las redes sociales en la era digital, pero en 1998 era una novedad. A la sazón me miraba yo las manos como el Dr. Jekyll en su primera transformación, asustado y fascinado por la aparición del monstruo en mi piel. Indudablemente lo de no tener que cruzar la ciudad con un disquete para entregar tus artículos a la revista musical de turno era una mejoría, pero lo cierto es que parecía ser la única. Todo lo demás me parecía pernicioso. Lo que internet destruía parecía mucho mayor que lo que daba a cambio.

3. Desde entonces he convivido con internet como buenamente he podido. A pesar de mirarlo con hostilidad directa, no he podido evitar ser tragado por algunos comportamientos hegemónicos y totalitarios del nuevo mundo. Después de todo vivo en él, maldita sea, en el mundo real, y nunca he creído en la evasión permanente de la contracultura hippie. Uno es de su era y tiempo y lugar, por mucho que le dé náuseas a uno. Rechazar nuevas tecnologías como Whatsapp, por decir una de las pocas de las que soy usuario, y de forma diaria, era cortar de forma implícita cualquier tipo de contacto con un mundo -el de mis seres queridos- que, me guste o no, ha hecho de ese tipo de mensajeo su vehículo logístico, y a menudo emocional, principal. Ya vivo suficientemente aislado para aislarme aún más.

Pero eso no quiere decir que me guste. Una vez en Vietnam haré lo posible para proteger a mis compañeros de batallón y que el enemigo no me pegue un tiro en el culo, como si dijéramos, pero eso no quiere decir que esté a favor de la guerra. Después de 22 años de vida-con-internet (y mensajería móvil), sigo siendo un firme detractor del medio y del mundo que ha erigido. Un mundo pobre, falso, tan mendaz y desigual como el anterior, solo que envuelto en ropajes relucientes. La única diferencia es que cuando empecé no tenía razones; solo intuiciones. Hoy en día las razones me sobran. Muchas de ellas las he aprendido de Andrew Keen, como leerán en el segundo segmento de esta pieza: la entrevista.

Kiko Amat

Del tripi ochentero a la «microdosis»

Esto es un despiece que escribí para El Periódico del 26 de mayo. Acompaña a un artículo central sobre el LSD, Abbie Hoffman y todo el sidral.

El mío, como leerán, surge de la más estricta y esperpéntica experiencia en primera persona con los ácidos y las fenetilaminas (y la bazofia semitóxica que engullíamos de adolescentes, que como pueden imaginar no pertenecía a ninguno de los grandes grupos lisérgicos).

Espero que les guste, y también que no prueben nada de eso en casa.

Vuelvo a Madrid (para la Feria del Libro 2018)

Ich bin ein Madrider. Mad Rider.

No, que digo que el viernes 25 de Mayo y también el sábado 26 de Mayo voy a estar en Madrid firmando ejemplares de mi nueva novela Antes del huracán, estrechando manos de votantes y ungiendo cabecitas de niños.

El confesionario donde podrán hallarme es ni más ni menos que la caseta de ANAGRAMA, num. 278.

Los horarios en que recibiré son: viernes 25 de 19h a 21h. Sábado 26 de 12h a 14h.

Me he puesto el setting anímico en Regocijante. No desperdicien esta fugaz ocasión extracubil (que he salido de mi enclaustramiento, vaya) para robarme un autógrafo, intercambiar anecdotario adolescente o celebrar nuestra común existencia en el cosmos.

Huracaneando, Pt.2

Y seguimos con más entrevistas y reseñas que han ido apareciendo sobre Antes del Huracán. Les incluyo solo algunas de mis preferidas, y entre las que cuelgan de la red. Iñaki Ezquerra nos hizo una espléndida reseña en El Correo Español, por ejemplo, pero por desgracia no está disponible online.

Esta es la doble pagina que nos dedicó Rafa Tapounet en El Periódico. En la versión online no se ve que era una doble página, naturalmente. Pero lo era, y de lo más fastuosa. Grandes preguntas, además.

Esta es la de Matías Néspolo en la sección de cultura de El Mundo, edición para toda España.

Esta es una buena entrevista que me hicieron para el Arainfo, el diario libre de Aragón, a mi paso por Zaragoza.

Esta es una de las mejores entrevistas que me han hecho recientemente. Muy íntima, muy bien transcrita. Nunca adivinarían donde salió, ni de que modo. Se lo diré: a página completa en el Sport. Posiblemente la entrevista sobre Antes del huracán que más leída ha sido en los bares del Baix.

Nunca hubiese creído que llegaría a pasarlo bien en un late show. Me visualizaba más como Harvey Pekar en modo cangrejo ermitaño (faltoso) cuando aparecía en el show de Letterman. Pero inopinadamente, y para sorpresa de mis allegados, heme aquí pasándolo pipa, desenvuelto como un pachá intoxicado y contando historias de pajas junto a David Broncano en La Resistencia.

Antes del huracán en la librería Cálamo (Zaragoza)

¿Tengo lectores zaragozanos y aragoneses? Santo cielo, espero que sí.

En todo caso lo voy a comprobar en mis magulladas carnes mañana mismo, jueves 17 de Mayo, cuando me presente en la librería Cálamo para hablar de Antes del huracán. En esta ocasión me presenta julio José Ordovás.

Los detalles de la cosa están en este pasquín tan elegante:

Librotea: las ocho lecturas que hicieron Antes del huracán

Los de Librotea acaban de publicar la lista de lecturas que, al margen de todo lo que ya residía en mi azotea, hicieron al Huracán. Pueden leer la selección final aquí, espléndidamente editada para el formato de la web (y con una foto mía del 2007, lo que siempre resulta más agradable de ver que el rostro actual).

Si desean cotejar y exegetizar el texto original, no tienen más que seguir leyendo. Pues esto es lo que les mandé (solo para completistas, cotillas, bibliómanos y locos de las listas):

1) El club de los mentirosos, Mary Karr

Las peripatéticas desventuras sureñas de dos hermanas, un padre noblote y una madre bohemia al borde del brote psicótico. Me ayudó a contar el desvarío materno y la angustia infantil de la sección de Antes del huracán que transcurre en 1982 sin histrionismos ni autocompasión ni cursiladas. Frase limpia. Ni juicio ni opinión del autor. Entiendes a la madre, incluso cuando está a punto de apuñalar a Mary. Leí este libro hace tiempo, justo después de terminar el Mientras escribo de Stephen King (quien decía que El club de los mentirosos era, poco más o menos, la mejor memoria jamás escrita). Hemos sido inseparables desde entonces, y la relectura de la reciente traducción española (en Errata Naturae / Periférica) no hizo más que confirmar lo que ya sabía.

2) The elements of style, William Strunk Jr. & E.B. White

Es un manual de estilo norteamericano de 1959. Vonnegut lo adoraba, siempre decía que contenía todo lo que había que saber sobre estilo, y es cierto. Me ayudó a recordar cosas como: “la escritura vigorosa es concisa”. “Omite palabras innecesarias”. “No sobre-escribas”. “Evita las palabras ornamentales”. “Sé claro”. “No opines”. “No expliques demasiado”. “Escribe con verbos y nombres, no con adjetivos y adverbios”. Y para mí el mandamiento decisivo, y que hace unos años cambió radicalmente mi modo de escribir: “Colócate al fondo” (o, dicho de otro modo: que tu temperamento y estado de ánimo -o gustos personales- no se inmiscuyan en la novela).

3) Elling. El baile de los pajaritos. Ingvar Ambjornsen

Es la segunda parte de una trilogía tragicómica sobre un enfermo mental, Elling. Su vida en la institución psiquiátrica y su relación con su amigote, el grandullón y simplón Kjell Barne, y la forma triste y dulce en que se explica, fueron una de las primeras inspiraciones de Antes del huracán. Luego cambió, cuando entró la idea de Plácido, el mayordomo, que naturalmente saqué de…

4) El código de los Wooster, P.G. Wodehouse

Y de toda la serie Jeeves-Bertram. Aunque en realidad Wodehouse también lo sacó de otra tradición, de origen quijotesco. El amo pirado y el sirviente capaz. Es un arquetipo universal. Y su relación de cariño, de apreciación mutua, que les lleva a través de sus cuitas y pesares. Antes del huracán quiso ser, al principio, un libro de humor leve al modo Wodehouse. Pero entonces apareció la infancia de Curro, y secuestró el 70% del libro, y lo volvió todo mucho más triste.

5) Pelo de zanahoria, Jules Renard

Con él aprendí a contar a una familia sin miedo a que sus integrantes resultaran poco simpáticos. Ni siquiera el protagonista, el pelirrojo que le da nombre a la novela, se salva. Son todos pequeños, mezquinos y rabiosos; juntos empeoran, como los zumos de frutas macrobióticos. Mirar a una madre y un padre con ese desapasionamiento descarnado, solo observando, sin que interfiera el buenismo o las ganas de romantizar o dejarles mejor de lo que son… Todo eso es Renard. Y una de las dos citas iniciales de Antes del huracán es de aquí, claro.

6) Vida de este chico, Tobias Wolff

Me ayudó de dos maneras. Por un lado, remachó una vez más en mi cabeza la idea de narrar la familia, y al niño, sin grandilocuencias ni victimismo: contándolo como es, sin opinar. En segundo lugar, ayudó a arrancarme de encima, de una vez por todas, todos los tics pop y las inercias literarias que arrastraba de mi juventud. Frase limpia, y el párrafo que siempre termina dos frases antes de lo que dictaría la lógica. Siempre abierto. Mucho espacio. Nada de pirotecnia.

7) La hermandad de la uva, John Fante

En mis novelas anteriores predominaba la influencia del Fante de la época Bandini: más exclamatorio y excesivo, más opinador, con esa primera persona entrometida, esa voz histérica, hilarante, de la que no escapas. En Antes del huracán, sin embargo, influyó el Fante tardío, calmado y comedido. La forma en que el protagonista mira al padre -con dureza, rabia, odio y amor simultáneos- configuró la mirada hacia el padre de mi novela.

8) Harry Crews

En general. No solo por la forma en que cuenta cosas tremendas y brutales con esa voz sencilla, cortante, apasionada y contenida a la vez, sino también por su coraje narrativo, y por cómo pinta la lucha de escribir. Cuando me fallaba el empuje siempre pensaba (y pienso) en Crews. Un hombre solo, escribiendo cada día, sin desfallecer ni cesar, involucrado en un combate demencial contra sí mismo, sin prestar atención a nada de lo que sucede allí fuera. Crews siempre me alienta a seguir, contra toda oposición. Es mi vacuna contra el desánimo.

MIKITA BROTTMAN: «La mayoría de los clásicos son terriblemente aburridos»

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Los lectores no son mejores personas. Los escritores menos aún. Leer puede ensanchar horizontes, pero también puede encerrarnos en una mazmorra mental. Los clásicos del canon suelen causar migraña. Se puede ser infeliz en una habitación llena de libros. Todo esto y más en Contra la lectura, de Mikita Brottman.

El pintor y escritor Wyndham Lewis justificaba la superioridad de su gusto artístico afirmando que coincidía con el de Dios. “Aquello venía a decir”, diría John Carey, “que sus preferencias culturales no eran meras preferencias, sino el equivalente a leyes cósmicas”. Lewis creía en la atemporalidad de los valores estéticos y la superioridad intrínseca de la “gran literatura”. Siguiendo ese razonamiento, negar la calidad de los clásicos o afirmar que son aburridos, o incomprensibles, o que “solo sirven para envolver pescado” (como se decía en Yo, Claudio) rozaría la herejía. La lectura de “buena” literatura es buena para ti, y punto.

Mikita Brottman desafía dicho mandato. Doctorada en Lengua y Literatura inglesa en Oxford, esta inglesa ha desmontado las supersticiones asociadas a la lectura en Contra la lectura (Blackie Books). En él afirma que los clásicos “suelen resultar poco satisfactorios, están sobrevalorados y es improbable que ofrezcan algo más que un dolor de cabeza”. Que “no hay libros que “debamos” leer”. Y que los Cuentos de Canterbury son “como un episodio de El show de Benny Hill de ambientación medieval”. Herejía pura y dura.

En tu libro afirmas que los libros te inculcaron “absurdas ideas sobre el romance”, aumentaron tu separación del mundo…

Creo que eso es algo que no le sucede a todo el mundo, y yo formo parte de una minoría, pues fui una lectora muy precoz. Estoy segura de que el analfabetismo es un problema mayor que los problemas derivados de la lectura. Lo que sucede es que de lo segundo nunca se habla. El énfasis siempre se pone en la lectura por sí misma, pero no se habla de qué libros lees. El acto de leer se fetichiza como si fuese bueno por defecto. Yo leí indiscriminadamente, todo el romance victoriano, Jane Austen… Estoy segura de que a muchos padres les encantaría que su hija leyese ese tipo de libros, pero a mí me dieron una imagen idealizada del mundo que no me preparó para la deprimente realidad social ordinaria en la que iba a crecer. Leí también muchos libros de terror, que pintaban un mundo mucho más excitante de lo que era realmente. La gente dice que los libros son buenos para “escapar”, pero creo que primero deberías vivir, y luego hallar algo de lo que “escapar”. No estoy segura de que un niño necesite “escapar”. Creo que lo más urgente para un niño es vivir experiencias.

Proponer un argumento “contra la lectura” es escandaloso, incluso en nuestros días. Algunas cosas aún parecen intocables.

Para mí es más fácil hacerlo, porque soy profesora de literatura. Tengo más margen para decir que odio ir a representaciones de Shakespeare, que nunca he terminado Finnegan’s Wake. Muchos profesores de literatura no se atreverían a confesar eso, porque son la gente que decide cuáles son los “clásicos”, y si la fetichización de Finnegan’s Wake viene de alguien es de ellos. Pero ¿cuánta gente es realmente capaz de disfrutar la lectura de Finnegan’s Wake? Quizás algún día seré capaz de apreciar el lenguaje y abarcar la intención de Joyce, pero quizás no. Quizás sea un esfuerzo inútil. Joyce no es para todo el mundo, y pretender lo contrario es una insensatez. La mayoría de clásicos no son solo difíciles en términos de lenguaje, sino increíblemente aburridos. Nunca sucede nada en ellos. Me cuesta entender por qué a tanta gente le gusta (o dice que les gusta) Don Quijote. A mí nunca me ha gustado lo más mínimo. Con los “clásicos” ha sucedido lo mismo que con el concepto de “familia”: se ha sacralizado. No puedes decir nada en contra de la familia. Es un pecado gravísimo. Creo que eso es una degeneración del liberalismo, de intentar construir una sociedad mejor, llena de gente más culta, que disfrute de la cultura y las artes. Pero si miras a los ejemplos de forma individual te das cuenta de que no son particularmente enriquecedores. A nadie le gustan de verdad, pero nadie se atreve a decirlo.

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Nick Hornby se queja de que se ha universalizado la idea de que los libros “difíciles” son mejores, y que a no ser que estés rompiéndote la cabeza no estás recibiendo conocimiento.

A mucha gente nunca le ha sucedido lo de estar absorto en un libro, y no ser capaz de dejarlo, y estar deseando leer qué sucederá en el siguiente capítulo, porque los únicos libros que han leído son los que les obligaron a leer en la escuela. Y por supuesto nunca los disfrutaron. Así que jamás han escogido un libro ellos mismos, jamás han accedido a la experiencia de amar un libro. Y eso es algo muy triste, porque al final se trata solo de eso: de que te gusten. Para eso sirven los libros: para disfrutar. Los libros tienen el potencial de proporcionarte más placer que cualquier otro tipo de medio, incluyendo el cine o la música. Se pone mucho énfasis en que la literatura posee innumerables cualidades positivas potenciales además de proporcionar placer. Como si dar placer no fuese suficiente. Se dice que una educación humanística ayuda a la gente a entrar en Silicon Valley, o en ingeniería, o lo que sea, en lugar de decir: hey, quizás esto solo va de placer y punto. A lo mejor no tiene aplicaciones externas. A lo mejor solo deberías estudiar literatura porque te lo pasas bien. ¿Todo tiene que retrasar el Alzheimer, o afectar las neuronas de tu cerebro, o ser “bueno” para ti?

“Los libros no te hacen mejor persona”, es algo que repites a menudo en el libro. Hitler leía mucho.

Los libros no son el autor. Muchos libros, por lo que dicen sus páginas, te dan ganas de conocer a quién los escribió, pero aprendes pronto a disociar ambos conceptos. En mi libro comento el caso de alguien que se encontró con Henry James en una librería londinense, y estuvo un rato charlando con él, y se aburrió tanto que solo deseaba volver a su casa a leer algún libro de Henry James [ríe]. Creo que hay dos tipos de autores: uno de ellos utiliza la escritura como sustituto de estar en el mundo; el otro la utiliza como una extensión de estar en el mundo. Para la mayoría de autores que son gente horrible, su obra sustituye el estar en el mundo. Quizás incluso empezaron a escribir porque eran introvertidos, o no tenían ningún éxito, o tenían problemas de comunicación, y escribir se convirtió en un sustituto de vivir. Donde yo vivo ahora hay un moda que consiste en ir a un bar y escribir. Sí, como lo oyes: ponerte elegante, juntarte con un grupo, relacionarte un rato, escribir otro rato, luego relacionarte un poco más. Me parece un sinsentido. Nunca lograrás escribir nada de ese modo. La escritura va de soledad e introspección. Es lo contrario de socializar, vamos.

Yo era un freak antes, lo admito, pero escribir novelas solo ha hecho que aumentar mi friquidad. Me ha metido hacia dentro, en lugar de hacia fuera.

Escribir es una actividad intelectual interna, antisocial, egoísta y egotista. Es difícil compaginarla con una vida familiar, o social. Debes conservar todo el rato una creencia absoluta en ti mismo y en tu trabajo, tienes que crear un universo propio… Es como ser un sicópata. Creas tu mundo y vives en el centro de ese mundo, y los demás no importan.

Lo de que deberías leer tal libro siempre suena a amenaza encubierta, como el “consejo” de una madre pasivo-agresiva.

“Deberías leer” es, en efecto, una orden. No mereces pertenecer a una sociedad culta hasta que leas esto o aquello. Pero eso no solo sucede con los clásicos. También se da en esos libros que se ponen de moda en un momento dado, como los de Karl Ove Knausgaard o Elena Ferrante. Tiene lugar una presión mediática y social para que todos leamos lo mismo. Pero yo no los leo. El hecho de que se hable tanto de ellos me causa rechazo. Quizás los lea en diez años, cuando ya no estén de moda. La presión social me desalienta.

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El canon de la alta cultura me parece clasista y elitista.

Sin duda. Pero nunca se verbaliza de ese modo. Siempre se disfraza de filantropía y justicia social. Lo peor es cuando se te dice que te “encantará” ese libro, pero tú sabes que no va a ser así. Te lo dicen porque a ellos les gusta, y ellos asumen que eres como ellos, o como mínimo deberías serlo, porque ellos son los cultos y sofisticados y sus gustos deberían ser los tuyos. Es algo que se te impone. Mucha gente se horroriza al escuchar que leo libros de terror, y biografías de celebridades, en lugar de alta literatura. Es absurdo. La gente debería leer lo que les proporciona placer. Tememos que nos pillen leyendo algo inapropiado para nuestro personaje, o imagen pública. Dejamos sobre la mesilla del salón los libros que queremos que los invitados vean que estamos leyendo. Es una forma muy anticuada de pensar.

Existe un problema añadido con los clásicos: no solo estás obligado a leerlos, sino que debes leerlos de la forma “correcta”.

Y en la edición adecuada. Y no te saltes las descripciones. Ni se te ocurra escucharlo en un audiolibro. O traducido. A menudo me preguntan si me gustó un libro concreto, y cuando digo que no, la conversación pasa a otro tema. Pero a mí me gustaría hablar largo y tendido sobre por qué no me gustó. Especialmente si no me gustó en absoluto. Me encanta ese tipo de conversación. Las razones por las que no nos gusta algo a menudo son más interesantes que las que esgrimimos cuando algo nos gusta. Pero alguna gente se toma ese desagrado como un fallo por tu parte: algo que no pudiste hacer. En realidad lo interesante es cuando encuentras algo que odiar en una obra de literatura, y no solo lo engulles sin más. Odiar positivamente es muy interesante.

A mí me enerva cuando escuchan las abundantes razones sobre por qué odias ese libro, pero al final te espetan que no puede ser. Que lo has leído “mal”.

Cuando te dicen eso suena como si hubiesen descubierto que tienes un fallo de carácter. Antes de descubrir que Guerra y paz te parecía un ladrillo pensaban que eras un tipo decente, pero ahora que has confesado… Se te ha visto la tara. Conozco a alguien que hace exactamente eso cuando le digo que no he leído algo. Desorbita los ojos y luego exclama: “¿Que no te has leído Guerra y paz?” O sea, horrorizado. Explotando de indignación, como si fuese la cosa más espantosa que han escuchado jamás, y que tienes que solucionar de inmediato.

Si yo fuese psiquiatra diría que eso es un complejo de inferioridad que sobrecompensa, por pura inseguridad cultural.

Tiene también un punto de dominación, de marcarte un punto. Pero desde luego es inseguridad cultural disfrazada, de eso no cabe duda.

¿Tus argumentos contra la lectura podrían aplicarse a cualquier actividad solitaria llevada a un extremo? Quizás leer doce horas al día sea malo para ti, pero también lo sería hacer pulsos.

Sí, pero la gente no se pasa el día diciendo que hacer pulsos es bueno para ti [sonríe]. O que hacer pulsos te hará crecer como persona. Las campañas contra la lectura me tocaron la fibra de una forma particular, porque hablaban de la actividad que yo practico de un modo que no reconocía. Pero tienes razón: todas las actividades llevadas a extremos, incluso las que teóricamente tienen que sentarte bien, como el yoga, o ir a la iglesia, o ayudar a ancianas, pueden aislarte del resto del mundo.

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Mucha gente utiliza la palabra “escapismo” de un modo derogatorio, como si escapar de este mundo a través de la fantasía fuese condenable. Pero John Carey dice que “el escapismo es una necesidad humana básica”.

Es cierto. Por añadidura, existen muchas formas perniciosas de escapismo, como el alcohol y las drogas. La lectura, por comparación, es mucho mejor. Es relativamente barata, no es adictiva… Es un vicio que puedes llevar demasiado lejos, como digo en mi libro, pero hay vicios mucho peores. La gente necesita escapar de la realidad. Llevé un club de lectura en cárceles de máxima seguridad, y te aseguro que escapar a través de la lectura era esencial para los presos. Para ellos los libros son una forma de escape imprescindible. Muchos de ellos no saben ni qué es internet. Ellos me enseñaron el valor de cualquier libro que te permita evadirte de tu realidad. Los libros de viajes, o de aventuras… Imagina el efecto que puede tener eso en una mente presa.

Tu libro establece un punto fundamental: que aquellos “clásicos” fueron escritos por y pensados para gente muy distinta a nosotros, en un mundo radicalmente distinto.

Me parece chocante que nunca se hable del contexto histórico, que es lo primero que tendría que considerarse antes de leer un clásico. Dickens era la cultura pop de su tiempo, y la mayoría de sus trabajos aparecían serializados en revistas: él era las series de Netflix de entonces. Tenía que extender artificialmente sus novelas porque le pagaban por palabra. Incluía personajes, y no paraba de adjudicarles nuevos rasgos, y de hacerlos aparecer y desaparecer, porque quería que duraran el máximo posible. Lo mismo con Joseph Conrad, que publicaba en revistas juveniles. Es difícil de imaginar, porque sus trabajos tienden a ser complicados y reflexivos, pero para empezar la gente tenía otro gusto, y además, como he dicho, estaban serializados. Solo leías una decena de páginas de golpe, y entonces esperabas al siguiente episodio. Nadie leía esos libros de 700 páginas de Dickens del tirón. Además, se asumía que los lectores, que eran de una clase social determinada, gozaban del tiempo libre suficiente para disfrutar de descripciones de paisajes o interiores de casas que duraban varias páginas. La gente leía así. Del mismo modo que un par de siglos antes la forma habitual de lectura era la obra de teatro en verso, y el público lector no esperaba leer en prosa. Nosotros, lectores modernos, deberíamos juzgar todos esos clásicos como artefactos históricos. No debería esperarse que se lean o disfruten como un libro de Stephen King. Son otra cosa.

Me gustaría comentarte una serie de clásicos canónicos que en mi opinión están sobrevalorados, o sacralizados, o son un latazo, para conocer tu opinión. Mi caballo ganador y candidato #1 es, cómo no, el Ulises de James Joyce.

Hace cinco años traté de leerlo por enésima vez. Me compré otra copia, para volverlo a intentar, porque las veces anteriores no había pasado de las primeras dos o tres páginas. Para mí era un galimatías, simple y llanamente. Pero a mi pareja le encanta, un amigo mío bautizó a su perro con el nombre de un personaje del libro… Así que decidí volver a probar. Duré veinte páginas. Era inútil: nada se me quedaba en la cabeza, el estilo me parecía forzado y farragoso, no había trama, la historia era inexistente y no me daba ningún placer. Ulises siempre se vota como la novela #1 de la humanidad, pero me encantaría saber a cuánta gente le encanta. ¿Quién está ahí fuera votándolo?

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En segundo lugar está Virginia Woolf. Es un problema personal y político, más que literario. Su personalidad (si exceptuamos lo feminista) me parece tan reprobable, y era tan clasista, y fue tan horrible con Arnold Bennett, y excomulgó a Daniel Defoe… Que me siento incapaz de disfrutar de sus libros.

Lo comprendo. A mí me caía fatal, siempre me ha caído fatal Virginia Woolf. Pero recientemente he regresado a sus novelas y he empezado a ver lo que hacía desde otra perspectiva. Estoy de acuerdo que su forma de ver el mundo es elitista, y muy distinta a la mía, pero supongo que he desarrollado otra sensibilidad. Quizás me he vuelto elitista [ríe]. La cosa es que ahora me interesa. En esta no estamos de acuerdo.

El #3 me encantaría que me gustara, porque es autor favorito de muchos de mis autores favoritos. Me refiero a William Faulkner, y muy especialmente El ruido y la furia. Sus raptos líricos me arrancan carcajadas en momentos serios.

Nunca he comprendido el atractivo de Faulkner. Sus lectores deben saber algo que no me están diciendo. Nunca he podido terminar un libro suyo. Escribe declamando. Se parece a Joyce en el sentido de que su prioridad es el juego con el lenguaje, y ese juego se entromete en la lectura todo el tiempo. Pero a mí no me interesa el juego con el lenguaje, en absoluto. Doble suspenso para Faulkner.

Mi #4 es problemático. Hemingway inventó una forma de escribir, lo que no es poca cosa. Pero, como sucede con la mayoría de inventos, los prototipos no volaban. Adiós a las armas es insustancial hasta un extremo exasperante. Carson McCullers dijo que Hemingway no tenía nada que decir, y creo que tenía razón.

[carcajada]  Lo peor es que en novelas donde en apariencia suceden tantas cosas (corridas de toros, guerras, pesca submarina…) en realidad no suceda nada. El paisaje es dramático y exagerado, pero la trama es plana, inerte, los personajes no dicen nunca nada de interés, las conversaciones amorosas son de risa, ni siquiera el estilo de la prosa está vivo. De acuerdo que quiso prescindir de los ornamentos, pero a ratos escribe como si estuviese bajo los efectos de un sedante. ¿Dónde está la acción? Hombres van a pescar atunes. Hombres van a corridas de toros. Hombres van a la guerra. Y entonces… Nada. Sus peores defectos son esos: solo aparecen hombres, y esos hombres no realizan ninguna actividad de interés.

Me parece una proeza lo de conseguir que sea soporífero, y monótono, un libro cuyo protagonista conduce ambulancias en plena Iª Guerra Mundial.

Es uno de los escritores que peor ha descrito la guerra, el alcoholismo y el ímpetu sexual. Y eran sus temas favoritos. Cualquier otro escritor supo aprovecharlos mejor. Hemingway nunca es explícito sobre nada. ¡Y las vivió! ¿Cómo puede alguien vivir experiencias como las de Hemingway y describirlas con tan poco interés?

Mi candidato #5 es una nacionalidad: los rusos. Me reí mucho con tus argumentos contra la novela rusa.

Oh, Dios. Todos esos rusos. Todos esos motes confusos. Y los campesinos…

Y médicos. Sus mujeres siempre miran mucho por la ventana. Y ese maldito… ¿Cómo se llama? Samovar.

[ríe] Solo me gustan las historias cortas de Chéjov. Pero cuando escribe novela larga, en el momento en que un personaje tiene más de un nombre, ahí empiezo a perderme. Y entonces aparecen los campesinos. Y el samovar ya no está solo dentro de la casa, sino que lo sacan al exterior, y beben té en los campos, y hablan de cultivos, y de Rusia. Siempre de Rusia. Es una pena, porque algunas partes de Tolstoi, y algunas partes de Dostoyevski, me encantan, pero no puedo con el todo. Y esos libros tan largos, con tantos personajes… Tolstoi debería haber tenido un editor severo. Son autores cuyas novelas hoy en día serían editadas a la mitad por cualquier editor solvente.

A veces sueño con un Moby Dick de 250 páginas, donde Ahab aparece todo el rato y no nos cuentan cómo se desuella una ballena, paso a paso.

Y hay demasiado mar. No me gusta que Melville hable tanto del mar. Quitemos todo lo relativo a la caza de la ballena, quitemos todas las ballenas que no son Moby Dick, quítale todo ese mar y las descripciones del agua y las olas, y casi todos los personajes, y quédate solo con Ahab y sus diálogos y dos o tres personajes principales, y mantiene la aventura, y sería un clásico moderno. Lo leería todo el mundo.

Y a pesar de todo lo que hemos dicho: los libros son lo mejor, ¿no?

[sonríe] Por supuesto. No hay nada mejor. Solo hay que ser honesto sobre ellos, y no convertirlos en fetiche o manía. Porque no hace falta. No hace falta otorgarles cualidades extra. Ya son magníficos. No pretendamos que encima tienen poderes mágicos. Kiko Amat

Contra la lectura

Mikita Brottman

Blackie Books

153 págs.

Trad. de Lucía Barahona

(Esta pieza se publicó originalmente en El Periódico del 5 de mayo del 2018. La que acaban de leer es la charla sin cortes. Pueden leer la versión editada acá).

Qué fue del siglo XX #4: Luís Martín (Los Ronaldos)

¿Pues no acabo yo de caer que había perdido un siglo XX? Sé que nunca me lo hubiesen perdonado, lectores.

Aquí está el traspapelado: Luís Martín, de Los Ronaldos. Aquí, quiero decir.

Qué fue del siglo XX #6: Juanma Del Olmo (Los Elegantes)

La quinta entrega de la serie, esta vez protagonizada por Juanma del Olmo, de Los Elegantes. Que me hagan el favor de disfrutarla. ¿Cómo? Comiendo de la seta, disminuyendo de tamaño y metiéndose por este agujero.

Me sigue encantando Ponte ya a bailar, aunque suene a lata y microondas. Yo diría que fue la tercera o cuarta cinta que tuve, en 1º de BUP. Sí, lo que he dicho: en 1º de BUP.

Presentación en Madrid de Antes del huracán

¡Madrileños!

Mañana, 03 de mayo, me planto en vuestra ciudad con el objetivo de presentar mi quinta novela, Antes del huracán.

Estos de aquí abajo son los detalles. Vengo con mi séquito en una caravana de dromedarios, envuelto en suntuosos ropajes.  Por favor acercaros a saludar.

Me presenta, ya lo habéis visto, mi peer, lector y colega de profesión Carlos Pardo.

KIKO AMAT

Antes del huracán

El autor conversará con Carlos Pardo

Jueves 3 de mayo a las 19.30 horas

en la librería Tipos Infames

(c/ San Joaquín, 3, Madrid)