Toma anfetas (o no): historia de una juventud acelerada químicamente

 1-. Indicaciones

– “Estados depresivos, astenia matutina, surmenage, intoxicación por barbitúricos, curas de deshabituación en toxicómanos, narcolepsia, parkinsonismo post-encefálico, tumores diencefálicos, hipertiroidismo y…”, espera, esto está medio tapado por la foto de Sandie Shaw -acerco la cara a la pared, donde pegué un viejo prospecto de Centramina a modo decorativo, y leo, resiguiendo la línea con el dedo- “Obesidad”, creo que pone.

– Ahora me dirás que sufrías alguna de esas -suelta mi mujer, y ambos extremos de su boca se tuercen hacia arriba, como si le dieses la vuelta a un arco. Las pecas de sus comisuras se reagrupan en pequeños comandos de melanina.

– No, claro que no -le respondo, dejando de leer y volviéndome hacia ella, mis dos cejas fruncidas en una sola oruga central- Tenía diecinueve años y pesaba 45 kilos. La emoción dominante en mí a esa edad era la euforia ingobernable; con algún conato ocasional de tristeza en almíbar. No tenía tumores, ni párkinson, ni hipertiroidismo, que yo sepa. Me levantaba de la cama de un brinco, cantando canciones inglesas a grito pelado, como un joven cadete recién alistado. Y en cuanto a lo del “surmenage”, no sé lo que es.

– Enfermedad Sistémica de Intolerancia al Esfuerzo -contesta- Fatiga crónica, vamos.

– Decididamente no sufría de eso tampoco. De hecho, producía más energía de la que podía consumir. Tendrían que haberme conectado algún tipo de batería al trasero para luego recargar a otra gente con menos recursos.

– El gran enigma, entonces, sigue sin resolver: ¿por qué narices te metías tanta anfetamina?

Inclino la cabeza hacia un lado, los ojos en las esquinas de los párpados, como el que trata de escrutar por dentro un rincón de su cabeza.

– ¿Sabes qué? -le digo, volviendo a mirarla- Que no tengo ni idea.

2.1. Historial clínico-farmacéutico

Lo anterior no era verdad. Sí sé por qué me metía tanta anfetamina: yo estaba permanente estimulado, pero a la vez ambicionaba más estímulo; era así de sencillo. Y asimismo: ¿recuerdan el viejo axioma rocanrolero de “vive rápido, muere joven y deja un cadáver bien agraciado”? A mí me atraía el primer segmento del apotegma, por descontado, pero no me hacía la menor gracia lo de morir joven (y en cuanto a cómo quedara mi cadáver, me importaba un bledo). Yo era un drogadicto romántico, pero de segunda generación: los que vinimos a esto avisados, hermanos pequeños de los yonquis del pueblo, por decirlo de algún modo. Llegamos demasiado tarde para Lou Reed o Burroughs, Bowie o Richards, “Heroin”, los viajes tóxicos de los 70 y el resto de funestas imprudencias de la contracultura.

No: lo que hallamos al plantarnos en la puerta del baile fue más bien un mar de chándales: un elevado porcentaje de la generación superior lucía pinta de reciente exhumación, así como la necesidad urgente de un plan dental. Entramos en la fiesta cuando se apagaban las luces, cuando en ella solo permanecían los adictos demacrados, balbuceantes, patéticos, que se negaban a volver a casa. Además, aunque se hinchaban a opiáceos con intención recreativa, no parecían estarlo pasando demasiado bien (por añadidura, sufrían una insaciable ansia motriz que les obligaba a pedir dinero para “coger el tren” de forma compulsiva). Y las vomitonas no eran muy invitantes.

Mi generación, así, necesitaba un fármaco que potenciara las intensidades de serie de la adolescencia, y a poder ser que lo hiciese sin exterminarnos a todos en el proceso. Queríamos vivir el gran momento, la GRAN EMOCIÓN, sin despertar de ella con hepatitis C, o en el Proyecto Hombre, plantando patatas de sol a sol y bebiendo zumos tibios directamente del tetrabrik. Queríamos, ya puestos a exigir cosas, una droga limpia que permitiese compaginar el atunantamiento y el fin de semana saturnal con un tipo de vida ordenada solo en apariencia: queríamos ir a trabajar y cobrar un sueldo que nos permitiese vivir en habitaciones con muebles, comprar trapos absurdos y discos ruidosos, y bailar a su ritmo todo el tiempo. Queríamos ducharnos y afeitarnos, ponernos guapos, con una regularidad civilizada, a nivel europeo. Ser espías crapulosos: degenerados con disfraz, el enemigo interior. Drogarnos como dementes sin sufrir el estigma social que nos cortaría las alas, o el acceso a los bares. Queríamos, en suma, anfetaminas. E íbamos a conseguirlas.

2.2 Historial Clínico-farmacéutico (segunda parte)

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Fry después de 100 tazas de café (equivale al momento imperial de la ingesta de anfetas)

La primera vez que tomé anfetaminas no eran anfetaminas. Me las entregaron unos mods de Santander en 1988, en la puerta de la sala Metro de Zaragoza, tras recomendarme que las pulverizara y me las introdujera por vía nasal. Yo tenía diecisiete años: por mi fosa nasal solo había pasado mi dedo índice. Pero les creí, a aquellos mods, porque después de darme las indicaciones prácticas pusieron una cara muy seria, y parecían estar todos muy despiertos, allí con sus parkas verdes y cejas en alto, como centinelas en plena guardia.

Por desgracia, entendí mal lo de machacar la pastilla con una moneda de 25 pesetas, y en lugar de hacerlo con la moneda plana utilicé el canto, con lo que la preciada “anfeta” se partió en dos con un chasquido sordo y salió disparada en dos mitades hacia extremos opuestos del vestíbulo. Una espléndida carambola de billar farmacéutico.

Cuando al fin pude recuperar ambos cachos de pastilla, tras buscarlos durante media hora por el suelo como una yaya que ha extraviado las lentes, machaqué la cápsula y la aspiré por la nariz sirviéndome de un billete enrollado, tal como me habían indicado aquellos doctos mods norteños. Que no parasen de reírse por mi faux pas carambolesco debería haberme hecho sospechar (pues de anfetaminas no te ríes una pizca: solo masticas tu propia lengua), y al final resultó que, en efecto, aquello no era anfeta, ni siquiera un pariente lejano de la misma familia farmacológica. O tal vez sí lo era, pero entró en mi cabeza con intención de estimular y encontrándolo todo ya bien estimulado, como una señora de la limpieza que entra a la casa de un maníaco del orden y topa con que no hay nada que hacer allí.

La segunda vez que tomé anfetaminas sí eran anfetaminas, por fortuna. Yo ya conocía su efecto, porque había probado el speed unos meses antes, y este entregó todo lo que me había prometido el saber arcano de los ancianos de mi tribu: euforia, energía perpetua, estado de vigilia extensible -solo tenías que seguir echando la polvareda aquella dentro de tu nariz, como carbón en una locomotora de vapor-, una imparable ansia de bailar, moverte, actuar, teorizar y asegurarles a tus mejores amigos que eran, en efecto, tus mejores amigos (decías esto con los dientes muy apretados). La anfetamina es un “agente adrenérgico”, un potente estimulante artificial del sistema nervioso central. En el speed hallas ese estímulo, solo que metido en una bolsa insalubre que no quieres saber por qué manos o interiores de culos ha pasado, y para colmo suele venir cortado con cafeína, DDT, egagrópilas de cernícalo, padrastros, costras de leproso, ácido clorhídrico y, de forma particularmente perversa, aromatizante de manzana. No es la forma más pulcra, o segura, de consumir anfetaminas.

Lo que embutí en mi boca unos meses después, a principios de 1989, en la sala KGB y de manos de un mod valenciano, sí parecía seguro, si bien de un modo infantil: era una pizpireta cápsula de color rosa intenso, recién extirpada del contenedor plástico que la alojaba. La observé en la palma de mi mano. El valenciano me la presentó: Pink Panther. El nombre también sonaba preescolar, en claro contraste con sus efectos, que comprendí en toda su inmensidad cuando vi que bailando, bailando, había abandonado la sala y me encontraba en algún punto de la carretera de la Arrabassada. Con las suelas de los zapatos desintegradas. Contándole mi vida a un cactus.

Con el tiempo descubriría que el llamado Pink Panther era en realidad un medicamento comercializado con el nombre de Finedal. Composición: Clobenzorex, un análogo de la anfetamina, solo que 20 veces menos potente. Ningún problema: solucionamos aquella nimiedad con un astuto incremento de la dosis: en lugar de una cápsula, engullíamos veinte. Aquello parecía funcionar. Una vez dentro del organismo, el Finedal liberaba la dopamina y la serotonina como si alguien hubiese lanzado un obús contra una presa fluvial: los euforizantes manaban desbocados, creando un oleaje ingobernable de estímulos positivos, más o menos familiares pero muy exagerados y muy veloces. Y duraderos.

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Aquella noche pasó de un fogonazo. Mi cuerpo se tragaba los minutos como caramelos de peseta. No podía dejar de bailar y analizar la hondura y extensión potencial de mi amistad con fulanos que acababa de conocer en la pista, y a quien solo me unía un peinado similar, una pareja absurdidad zapatesca. Nunca me lo había pasado tan bien. O quizás “bien” no sea la palabra. Nunca lo había pasado tan intenso. De anfetaminas todo era crucial y épico, cada minuto era El Mejor Minuto de Tu Vida: parecía la droga ideal para alguien como yo, un idealista incurable que prefería lo heroico, lo fabulado, el mito, a la realidad. La anfetamina construía una “situación”; del todo ilusoria, naturalmente, pero a mi eso me traía al pairo. Era una situación muy GRANDE; eso era lo que me importaba. Su puto tamaño.

Tuve un pensamiento con visos de aparición mariana: si ser joven y militar en subcultura significaba algo, debía ser cercano a lo que experimenté aquella noche de 1989 en la pista de baile del KGB: la sensación de que estaba viviendo a conciencia. Que vivía deliberadamente, como diría Thoreau. Le estaba arrancando un propósito a mi existencia, a saber: percibir esa existencia a tiempo real, no retrospectivamente. Que durante esa existencia, ahora materializada ante mis ojos, llegase a acumular más frustraciones futuras que la clientela entera de una tienda de material de bellas artes es otro asunto.

A la mañana siguiente (mediodía) de aquel festín tóxico, mi cabeza retumbaba con fragor tectónico, mi estómago estaba retorcido sobre sí mismo y compactado como una bola de papel de plata estrujada en un puño, y yo sufría una melancolía más grande que la de Napoleón en Elba, cuando analizaba uno a uno todos sus fracasos como hombre y como estadista. Pero en ningún momento me dije “nunca más”. Lo que dije fue (ya se lo imaginan): “¿cómo leches podría yo echarle el guante a lo que vendían (a precios indecentes) aquellos estraperlistas valencianos?”

3. No consumir sin supervisión médica

Si la palabra llega a estar en boga podrían habernos llamado “emprendedores”. Porque emprendimos la búsqueda de anfetamina legal con tesón latifundista. La primera época de la intoxicación estimulante en España había terminado ya, llevándose con ella una serie de marcas de resonancias artúricas (Optalidón, Dexedrina Spansul, Bustaid…) pero una nueva ola de aceleradores químicos renacía en las farmacias: Delgamer, Centramina y Finedal. El quid residía en su adquisición: ninguna de dichas pastillas se vendía sin receta, y parecía poco probable que nuestros médicos de cabecera decidieran de sopetón que lo que les convenía a nuestros temblequeantes cuerpos de veinte años era una severa dosis diaria de sulfato.

Se imponía una resolución, así que una noche de 1989 aprobamos de forma unánime cruzar la línea de la legalidad. Al memo de la pandilla a quien le tocó dar el primer paso delictivo fue, ya se lo imaginan, a mí: pedí hora a mi dermatóloga (mi madre se había emperrado en curarme un brote de acné perfectamente tolerable) y acudí una mañana de primavera a su consulta. Tras haber observado mi dermis untuosa sin efectuar ninguna mueca de repugnancia discernible, la amable colegiada salió de la habitación –para consultar, tal vez, alguno de sus volúmenes médicos- y yo premié su confianza empezando a rebuscar en todos sus cajones como un perro salvaje enloquecido por la hidrofobia. Tras unos instantes dignos de Requiem por un sueño topé con su libreta de recetas y, mientras gruesas gotas de sudor resbalaban por mi frente (y granos), arranqué de cuajo una veintena y las estrujé en el bolsillo trasero de mis pantalones.

Aquella semana inauguramos nuestra cadena de montaje de putos colgados. Puro fordismo fenetilámico. Cada viernes agarrábamos un par de recetas –las habíamos fotocopiado, así que las existencias eran, al menos sobre el papel, infinitas- y hacíamos parada en casa de un réprobo que tenía caligrafía “de médico” (es decir: intrincada y del todo ilegible). Una vez nuestro amanuense criminal había replicado la firma de mi dermatóloga y especificado el producto deseado, nos marchábamos a hacer la ronda de farmacias. Primero, por Sant Boi, mi pueblo natal. Unos meses más tarde, cuando ya nos tenían fichados en todas -o habíamos terminado con las existencias-, por los pueblos colindantes: Cornellà, Gavà, Viladecans y Castelldefels. Lo gracioso es que durante todo aquel tiempo vivimos convencidos de que era un plan sin fisuras, puesto en práctica por unos magos del disimulo (incluso llevábamos con nosotros a un amigo gordo “para no levantar sospechas”), cuando en realidad cada uno de aquellos sufridos farmacéuticos se enfrentó a una panda inefable: tres rapados desarrapados (uno con sobrepeso), los tres muy tensos, la mirada tristona, los pantalones de tubo y las bombers de saldo, haciendo gala de una notoria falta de experiencia criminal y encima blandiendo una receta fotocopiada de una dermatóloga que exigía una cantidad irracional de estimulantes anoréxicos. Con una rúbrica muy poco convincente.

Si esto suena delirante, más delirante aún era la cantidad de ocasiones en que nos hacían entrega de la mercancía, y sin hacer pregunta alguna. En aquellas ocasiones, un júbilo volcánico tomaba al grupo. ¿Veinte cápsulas de Centramina (composición: 99% de sulfato de anfetamina) a 100 pesetas? ¡Tiembla, Cosmos! (en realidad ni siquiera necesitábamos veinte: una sola pastilla de Centramina alcanza para toda una noche. Es una inversión farmacéutica de lo más sensata).

También pedíamos Delgamer, una anfepramona (algo parecido a la adrenalina sintética), que venía en cajas de 30 comprimidos de 75mg. Unas pastillas blancas en forma de Bollycao aplastado, muy grandes y difíciles de tragar, que le hacían creer a tu sistema nervioso que acababas de lanzarte en pelotas y sin paracaídas de un helicóptero en plena ofensiva del Tet (pese a que solo estabas sentado, medio culo fuera, en la silla metálica de un bar extremeño): todo tu cuerpo era histeria, euforia, pavor, temblores e hiperventilación. Pegabas gritos bélicos, solo querías cantarlas todas, fuesen pasodobles o ska. Anunciabas a gente desconocida que mañana ibas a emprender un viaje en kayak a Groenlandia, que te apuntarías a un curso de euskera, que ibas a ser alguien (sin especificar en qué campo o disciplina).

Pasamos un lustro así. Buscando agentes adrenérgicos de inconcebible baratura, exhibiendo por el Baix Llobregat nuestra lividez cada vez más conspicua, con el objetivo inconcreto de pasar, qué sé yo, ¿muchas más noches despiertos? (ya ni bailábamos), solo hablando, hablando, hablando, relatándonos nuestras vidas recién cubiertas de un barniz indómito, hasta el amanecer, fin de semana tras fin de semana, bajo las farolas aún encendidas de un pueblo muerto, cuando el último tren a Barcelona había partido horas atrás sin nosotros, arreándonos violentos empujones los unos a los otros junto a la máquina de latas de la plaza del ayuntamiento, sin saber el cuándo ni el dónde ni qué carajo queríamos ya. Creo que no queríamos nada. Solo drogarnos, y que pasaran los minutos rápido, rápido, rápido hasta otra época mejor.

4. Posibles efectos adversos

Nadie te advierte de que si eres melancólico y muy nervioso deberías abstenerte de tomar anfetaminas. O tal vez te advierte todo el mundo, pero tú no les escuchas porque el sonido ensordecedor de tus carrillos al ser masticados por ti mismo ahoga su voz admonitoria. El estruendo de tu verborrea feroz acalla las advertencias de un modo implacable. A la vez, he leído artículos recientes de revistas hípster en que solo se realiza un ensalzamiento descabellado de los efectos positivos de la anfetamina, sin siquiera un mero apunte de sus peligros.

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Quizás no sea este el lugar para listarlos, pero creo que esta pieza no estaría completa, o haría gala de un sesgo reprensible, si yo no les confesara que por culpa de las anfetaminas he padecido algunas de las resacas más deprimentes de mi vida. Momentos en que quería morir, literalmente, retorcido sobre mí mismo como el Daredevil post-hecatombe de Born again. Igual que una alimaña agonizante.

Como la noche de 1990 en que, enchufado perdido, perdí por ahí dos bolsas enteras de discos, y a lo largo de la insomne mañana siguiente me dediqué a llamar por teléfono -con una pelota de clavos atascada en la nuez, de puro triste- a todos los teléfonos de mi agenda, por estricto orden alfabético y sin saltarme ni uno, por si alguien sabía donde estaban[1]. O la noche de junio de 1991 en el Aplec del Cargol de Lleida (no hace falta que les diga que, naturalmente, no probé bocado, ni caracoles ni ningún otro tipo de plato) cuando, enchufado perdido, decidí no pagar mi billete de tren de vuelta a casa y el revisor me hizo bajar, con la insostenible gravedad de una resaca termoquímica a cuestas, en un pueblo leridano en plena solana, en mitad de la nada, a cuatro horas del próximo tren (de vuelta a Lleida; dios del cielo, ¿por qué me haces esto?). En otra ocasión, para celebrar un cumpleaños, preparamos un mejunje bebible, una pócima kamikaze, cuyos ingredientes eran una descabellada combinación de licores, jarabes y, muy especialmente, una caja entera de 30 finedales. Hasta ahí bien. Por desgracia, mi hermana de doce años había acudido a la fiesta, y en un momento de despiste general se bebió tres vasos de cóctel (“Ayer me lo pasé tan bien que no pude dormir en toda la noche”, fueron sus escalofriantes palabras a la mañana siguiente[2]).

Tantos momentos terribles; tantos que casi ocultan lo bueno. Tantos que me hacen preguntar: ¿qué falta me hacía a mí todo aquello? ¿A mí, que ya llevaba de fábrica aquella burbujeante alegría de vivir? ¿por qué saboteé mi psique de aquel modo?

Lo sé, no hace falta que respondan: por el GRAN momento. Es solo que desde aquí, desde donde estoy ahora, ya no parece tan grande.

5. Puede producir nerviosismo

Terminaré con una nota de jovial patetismo. No quiero que me recuerden así, triste y malherido. Un día, debía ser en el año 1992, se terminaron las recetas o las posibilidades de continuar practicando el timo fotocopiador. O quizás solo tuvimos un acceso fugaz de sentido común. Por desgracia, aquella nueva sequía, en lugar de encarrilarnos hacia la sobriedad narcótica, nos catapultó a tomar medidas tan desesperadas como (lo descubriríamos en breve) ineficientes. Un día, en un salto de fe que nadie ha sido capaz de olvidar ni explicar, me presenté en el bar con una enciclopedia farmacéutica (lo juro) y les anuncié a todos:

– Vamos a consumir todos los medicamentos de aquí, de la A a la Z, que recomienden no mezclar con alcohol o que puedan “producir nerviosismo”. ¿Todos de acuerdo?

Puesto que nadie contestaba, les señalé el primero: Apsedon. “Toca éste”, añadí, porque ya me había vuelto completamente loco y no atendía a razones.

La noche siguiente tomamos todos nuestras cuatro cápsulas de Apsedon, y nos pusimos a esperar que cayera el chaparrón de nerviosismo. Y mientras aguardábamos, por hacer algo, me puse a leer los efectos secundarios:

– Al loro: dice que el abuso de este medicamento buede brovogar obsdrugción de las fosas dasales.

– ¿Gomo? –me preguntó el Ventura.

– Las fosas dasales –le dije, señalándome la narizota. Y todos venga a reír.

[1] Alguien lo sabía. Los recuperé. Fue un maldito milagro. Pero el susto y la depresión de aquel día no me los quita nadie.

[2] De acuerdo, esto aún me hace carcajear.

Kiko Amat

(Este artículo se publicó previamente en la revista Cáñamo de Julio del 2018)

Teenage! (en La Central)

Este miércoles 28 de noviembre, a las 19h, estaré en mi querida La Central (c/ Mallorca) apuntándome al jolgorio/presentación del libro Teenage; la invención de la juventud 1875-1945, de Jon Savage, que ahora traduce para el público español la editorial Desperta Ferro.

Es uno de mis libros favoritos sobre subcultura de todos los tiempos, sépanlo. Lo adoré cuando salió en el año 2007, y ahora, tras haberlo releído de pé a pá, sigo haciéndolo.

Me acompañarán en la presentación (o yo les acompañaré a ellos) el escritor Carlos Zanón y el ilustrador y diseñador Jordi Duró.

The Van Pelt: «La tristeza nos pilló por sorpresa»

Una fenomenal entrevista que le hice hace unos días a Chris Leo, de The Van Pelt, para El periódico de Catalunya.

Mucha chicha.

Se publica justo a tiempo para su actuación en Apolo, este sábado 16 de noviembre, junto con Hot Snakes, Flasher y White Magic en la fiesta de celebración del décimo aniversario del sello La Castanya.

Espero que les guste. Me saco de la manga una mención a Christopher Isherwood del todo extraordinaria. De mago, vamos.

Los Pitufos: ¿Diversión inocente o propaganda soviética?

Es el título inquietante e invitante de un artículo de lo más entretenido, sí, sobre LOS PITUFOS, que he escrito para El Periódico de Catalunya.

En él realizo la proeza de soltar la palabra «kibbutz» y mencionar El progreso del peregrino (1678) de John Bunyan en mitad de un artículo de enanos azules semidespelotados. Y viniendo a cuento. Si eso no es artesanía, ya me dirán ustedes qué es.

Pueden ustedes clickar en el pitufo o pitufar en el enlace, como les pida el cuerpo.

ROBERT FORSTER: «The Go-Betweens no se construyeron con música, sino con ideas”

Robert Forster, líder del grupo australiano de pop crucial The Go-Betweens, responde en exclusiva a una serie de preguntas sobre su banda, el documental Right here y su libro de memorias (aún no traducido en España) Grant & I.

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“Este grupo: ni un hit”. Lo afirma con vehemencia, y cierto pasmo, Robert Forster, fundador de The Go-Betweens (junto al fallecido Grant McLennan), en el documental Right here, a estrenarse en el festival In-Edit 2018. Su frase no era un ejercicio de jactancia underground: The Go-Betweens no colocaron un solo éxito en las listas a lo largo de toda su carrera, y no por falta de ganas. Right here intenta comprender por qué uno de los mejores grupos pop de los ochenta, y de la historia, quedó relegado a banda sublime para listillos del pop y paisanos gremiales. Robert Forster, dandi lacónico de genio y figura, nos ayuda a desentrañar el misterio.

Llámame naíf, pero a lo largo de todos estos años de fan nunca había caído en que erais una banda tan disfuncional. Casi un “experimento social”, como se afirma en el filme. Divorcios, personalidades opuestas, egos…

En aquel momento lo vivimos como algo más firme de lo que se afirma en el documental. Ahora, en el futuro, cuando Amanda [Brown] y Lindy [Morrison] hablan del pasado, sus palabras están teñidas por la infelicidad que les produjo la disolución de la banda, y eso influye en la idea que la gente se forma de nosotros. Lo que quiero decir es que cuando estuvimos en activo la banda era cohesiva, lo fue algo menos cuando rompimos, y ahora, cuando las cámaras enfocan, se realiza un nuevo relato centrado en la falta de cohesión. No olvidemos que cuando la gente realiza documentales, lo que les interesa es el conflicto. Creen que eso hace interesante un filme.

El documental da voz a todos los miembros de la banda. Pero algunos fans veíamos a The Go-Betweens como dos cantautores que componían juntos, acompañados de una serie de miembros secundarios.

Entiendo que lo veas así, pero Grant y yo nunca pensamos en el resto de la banda como mero acompañamiento. No buscábamos esa relación con la gente que tocaba con nosotros. Además, las bandas que nos gustaban, The Velvet Underground o The Byrds, Roxy Music o The Rolling Stones, eran grupos de verdad. Nos gustaban los grupos que eran carismáticos y reales, y que funcionaban como grupo. No éramos el tipo de gente que puede funcionar como dos cantautores y una banda de acompañamiento. Los grupos de rock nos encantaban. Aspirábamos a ser un grupo de rock.

En tu libro dices que Orange Juice “estaban consumidos por su propio mito”, algo que podría aplicarse a tu propia banda. La idea romántica que teníais sobre The Go-Betweens era tan importante como las canciones que componíais.

Sin duda. Cuando empezamos, queríamos ser un grupo tradicional, con cuatro o cinco miembros. Pero a la vez éramos una banda muy poco común. Yo le enseñé a mi mejor amigo a tocar un instrumento, lo que es una forma bien extraña de empezar una banda de rock’n’roll. Es una idea extravagante. En segundo lugar, Grant y yo no queríamos que el grupo estuviese basado solo en música, así que vertimos en él todas las cosas que nos interesaban: Grant puso sus películas favoritas, ambos éramos estudiantes de literatura en la universidad, nos encantaban algunos shows de televisión… Lo normal es que los grupos descarten todo eso, y se concentren en las canciones, tal vez con algo de imagen para acompañar. Pero en nosotros aquellos factores externos eran cruciales, quizás también porque eran todo lo que teníamos. Yo llevaba poco tiempo tocando, Grant incluso menos; en cualquier caso éramos músicos limitados. The Go-Betweens no se construyeron con música, sino con ideas. The Go-Betweens nacieron a partir de la idea de una banda de rock, o de pop. Aquello nos hizo distintos de los demás grupos de la ciudad, que estaban basados en música.

Resultat d'imatges de robert forster go-betweensErais muy poco tradicionales: una mujer a la batería, los guiños bibliotecarios de “Karen”, la dedicatoria “a nuestros padres” del Before Hollywood… Daba la impresión de que luchabais para sortear todo cliché.

Eso era muy importante. La perspectiva anti-rock’n’roll. La mayor influencia en todo eso era el postpunk. El otro día mi hija me preguntaba qué pensaba la gente de mi juventud, hacia 1978 o 1979, sobre Bob Dylan o The Beatles. Me hizo gracia. A la gente se le olvida que la idea fundamental del punk, y después del postpunk, era la del Año Cero. Era como la Revolución Francesa: “la historia empieza ahora”. Lo que la gente decía entonces, con mayor o menor sinceridad, era que los Beatles eran basura, que aquello había terminado, y que teníamos que volver a empezar. Fue una mentalidad que solo duró unos dos años, pero incluso así: impregnó del todo a The Go-Betweens, y se quedó con nosotros durante al menos una década.

Dicho esto, os encantaban The Velvet Underground y muchos grupos pop de los sesenta. Así que supongo que del postpunk tomaríais más la pasión que el rechazo a la tradición.

Lo que sucede es que la tradición que a nosotros nos gustaba de 1978 a 1990 era Creedence Clearwater Revival. Era The Lovin’ Spoonful. Y eso eran bandas que no eran nada populares por aquel entonces. No formaban parte del canon “serio”, y no estaba bien visto que te gustaran.

Como The Monkees, de quien también erais muy fans.

The Monkees son el ejemplo perfecto de lo que estamos hablando. Al significarnos como fans de The Monkees conseguimos cabrear muchísimo a dos grupos de personas casi opuestas [sonríe]. Cabreamos a los punks y postpunks, porque para ellos los Monkees eran mierda antigua de los sesenta, y cabreamos a los snobs del rock (los fans de Dylan, Television o los Velvets, Pink Floyd o Led Zeppelin), porque también creían que los Monkees eran basura. Aunque por otros motivos.

Resultat d'imatges de robert forster go-betweensTu relación con Grant impregna tu libro. Erais dos personalidades distintas que siempre dejaban cosas sin discutir… Os comunicabais de un modo extraño, por decirlo rápido.

Creo que eso sucede a menudo en las amistades entre hombres. Suena a cliché, pero probablemente sea cierto que los hombres no hablan de sus sentimientos con la misma naturalidad que las mujeres. Dos hombres que son amigos no discuten sobre su amistad, ni muchas otras cosas, con la misma intensidad que dos amigas mujeres. Quizás. Eso juega una parte significante. Pero a la vez Grant y yo teníamos muchas cosas en común. Para empezar éramos hijos mayores, cosa que considero importante. Nos las apañamos para no realizar las grandes expectativas que nuestras familias tenían de nosotros, y hacer lo opuesto de lo que deseaban. Fuimos a la universidad, lo que normalmente implicaría un muy buen trabajo al finalizar la carrera, pero tanto Grant, que sí consiguió terminarla, como yo, que abandoné, utilizamos las enseñanzas recibidas para formar un grupo de rock. Lo utilizamos para la vida. Y respecto a todas las cosas que se quedaban sin decir entre ambos, Grant y yo teníamos tantos discos y películas en común que podíamos trabajar juntos sin siquiera verbalizarlo. Ninguno de los dos trataba de dominar al otro. Muchos grupos o parejas creativas se separan porque uno de los dos trata de imponer sus ideas al otro, y quedarse con la atención del público. Nosotros nunca fuimos así. No éramos la combinación de dos personas distintas, una enfadada y dominante, y la otra amable y sumisa. Éramos gente centrada, poco amante del conflicto.

La admiración que os teníais mutuamente debe jugar una parte importante en lo que dices.

Exacto. Yo respetaba… No, de hecho yo siempre estuve impresionado por Grant. Era el joven de dieciocho años más extraordinario que uno podía esperar conocer. Era remarcable. Conocerle fue como conocer a un joven Alfred Hitchcock, o a un joven Einstein, o a un Picasso adolescente. Cuando le conocí me llevaba una delantera enorme en muchísimas cosas del mundo artístico. Sabía tantas cosas… Siempre iba con libros o discos bajo el brazo, el arte era toda su vida. Me enseñó muchísimo.

Eso explica por qué nunca sufristeis una separación agria al estilo Camus-Sartre. Nunca estuvisteis resentidos con el otro, pese a las veces en que habías competido, cuando el uno o el otro llevaban la delantera cualitativa.

Esa era la parte más difícil: poner las canciones de cada uno en los discos. Pero desde el principio establecimos un acuerdo mediante el cual cada uno aportaría un número igual de canciones a cada álbum. Cada uno ponía cinco, y eso evitaba mucha tensión. Existía una cierta competición, cierto, y a veces yo le veía a él por el espejo retrovisor, por decirlo de algún modo, y a veces él me veía a mí. La calidad de la composición de canciones, y qué canción daría inicio al disco, eran puntos de contención. Pero siempre lo solucionamos con sentido común. Creo que tiene que ver con lo que decías antes: la admiración mutua. Yo nunca creí ser mejor que Grant, o al revés. Nunca pensé que mis canciones debían tener todos los singles, o los emplazamientos privilegiados en elepés, y él tampoco. Me gustaban demasiado sus canciones para ser injusto con ellas. y además nuestro trabajo encajaba de un modo perfecto. Así que continuamos con ese sistema sin mayores obstáculos.

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La “maldición” de Grant, como afirmas en tus memorias, es que carecía de “ancla”, mientras que tu tenías a tu familia, hijos, domesticidad…

Creo que es así. Desde el momento en que nos conocimos podías distinguir una serie de señales. Cuando topamos el uno con el otro, yo era un chaval de los suburbios de Brisbane, mientras que él venía de muy lejos, y estaba de interno en la universidad. Yo regresaba cada día a casa de mis padres. Llevaba una vida de barrio residencial de una gran ciudad, mientras que Grant iba a su aire, ya entonces. Flotaba por ahí, sin raíces. Ese es un estado que funciona cuando tienes entre dieciocho y veintiocho años, pero cuando alcanzas los treinta y pico necesitas algún arraigo. Grant era incapaz de echar esas raíces. Tenía relaciones con distintas mujeres, y cuando murió a los cuarenta y ocho aún compartía casa con gente… Vivía igual que a los dieciocho.

Como un beatnik.

[ríe] Sí. Como un beatnik. Solo necesitaba sus libros y su guitarra. Grant era una persona muy romántica. Estaba enamorado de la idea del artista y su arte. Creía a pies juntillas en la vida del artista, y la inspiración que ello aportaba a su trabajo. Recibía toda su energía de los libros, el cine y la música. No necesitaba nada más. Solo creía en ello. Ignoraba las raíces, y en eso éramos muy distintos. Yo siempre necesité un lugar al que regresar: una mujer, hijos, un hogar.

De hecho, la forma en que se tomó su ruptura con Amanda fue del todo artística. Un corazón roto como el suyo uno solo suele verlo en películas y canciones. Su separación parecía una canción de Townes Van Zandt.

En efecto. Yo nunca he roto con alguien de ese modo. Se requiere un espíritu muy particular para tomárselo así. Admito que me sorprendió, incluso conociéndole. Me asombró la duración y profundidad de esa pena; parecía no tener fin. En la juventud la gente rompe relaciones continuamente, es lo normal. Así que yo me figuré que aquella ruptura sería terrible, pero que los efectos secundarios durarían lo acostumbrado en gente de veinte o treinta años: un mes o dos, máximo. Jamás podría haber imaginado que le afectaría de por vida. Y creo que a él también le sorprendió. Creo que él asumió que en un tiempo estaría bien, pero nunca lo superó. Fue una gran sorpresa, para él y para mí. Por eso el libro está dividido en dos partes: el puente es su separación.

A mí me sorprendieron los extremos a los que llevaste tus cambios estéticos a lo largo de los años. Yo los tenía como un progreso consistente, pero al verlos enlazados sufrí un par de infartos. Por ejemplo: la pinta que llevas en el video de “Head full of steam”. WTF.

[ríe] Creo que Londres tiene parte de culpa. Para empezar fui pobre allí, así que estaba muy delgado. En segundo lugar, todo el mundo en Londres lleva un look bastante extremo. Boy George era una de las popstars que reinaban en la época. La política de semanarios musicales como Melody Maker o New Musical Express era poner en portada al grupo o artista que llevara la pinta más rara aquella semana. Y en magacines pop como Smash Hits todo el mundo llevaba maquillaje y el pelo cardado. En Estados Unidos estaban Prince y Madonna, cambiando de imagen cada día. Y por añadidura recordabas lo de Bowie en los setenta, y vivías en su ciudad, Londres. Todo eso conspiró para que me convirtiese en quien viste en “Head full of steam”. Según avanzaba la década de los ochenta me fui volviendo más teatral, y justo a partir del cambio de década empecé a moderar un poco esa tendencia.  Fue un arco. Ser amigo de Nick Cave y The Bad Seeds tampoco ayudó. Cosas como esa tienen un efecto.

La forma de vida también influyó. Era la época en que, como dices en el libro, estuviste más lejos de lo que eras en realidad. Como si estuvieses representando un papel, el de rockstar bohemia y noctámbula.

Antes comentábamos lo de la familia y la vida doméstica. En la época de la que hablamos yo no tenía ninguna responsabilidad. Nunca veía a mi familia, no me topaba con tíos o primos, por descontado nunca veía a mis padres. Y aún no tenía hijos. Podía hacer lo que quería, levantarme a la hora que me apeteciese y salir hasta la hora que me diera la gana, beber o drogarme todo lo que quisiera y a nadie le importaba. Así que me ví metido en aquello. Todo formaba parte de aquella fantasía. Los libros que leía en aquel momento, el hecho de que mi grupo fuese más conocido, que estuviésemos de gira más tiempo, todo eso también influyó. Yo sabía que no iba a durar siempre. Cuando nos mudamos a Australia para hacer el 16 lovers lane las cosas empezaron a calmarse.

En el libro hablas de drogas y sus dolencias. Sorprende, porque jamás os vimos como una banda drogata. Supongo que lo llevabais de un modo íntimo. Que la recreación narcótica no formaba parte de vuestra identidad.

No, claro. Los fans no tenían por qué saberlo. Antes hablábamos de los clichés del rock. A mitades de los ochenta los grupos de rock’n’roll llevaban ya más de veinte años haciendo de la drogadicción su imagen. Era algo un poco pasado de moda. Algunas bandas seguían haciéndolo en los ochenta, pero a nosotros nunca nos gustó publicitarlo. Sabes cuando un grupo de rock es un grupo de drogas cuando empiezan a tomarlas de gira. Los ves en el escenario, empiezas a leer historias truculentas sobre ellos… Nosotros, por el contrario, nunca tomamos drogas de gira. Bebíamos y fumábamos cigarrillos, quizás de vez en cuando algo de hierba, nada más. Para mí las drogas duras eran algo que hacía cuando no estaba de gira, en las épocas de descanso. Si lo haces de gira, es agotador. Es duro. Porque solo pasas en cada ciudad unas pocas horas, y entonces agarras el autobús y te vas a la siguiente ciudad. Tomar drogas en el ínterin es una estupidez, y nada divertido.

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Las drogas tampoco se filtraron a tus letras, quizás porque muchas de ellas hablaban de tu infancia.

Es verdad. Grant me aconsejó una vez: “hurga en el pasado. Detente en los dieciocho”. Es una lección que aprendí directamente de su ejemplo: él escribió “Cattle and cane” en 1991. Hasta entonces todas mis canciones hablaban del presente. Hasta que le vi hacer lo de “Cattle and cane”, una canción que habla de su infancia, cuando era un niño que vivía en North Queensland. De golpe comprendí que existía una área enorme en la que indagar, y que no había tocado aún. Ir al pasado abría unas posibilidades inmensas, te daba una segunda era en la que hurgar, un nuevo plano que colocar, en primera fila o más escondido: el “entonces”. Me parece muy interesante tratar de explicar el pasado en el formato de una canción de rock, y tratar de no hacerlo de un modo obvio. Me gusta hacer eso.

No solo te gusta, sino que tienes facilidad para ello. Todo narrador o compositor tiene que ser capaz de conectar a placer con su pasado. Contar con detalle cómo se sentía en un punto determinado de sus dieciocho años, por ejemplo.

Exacto. En cierto modo, a los trece o a los veinte eres la misma persona que ahora, pero a la vez has cambiado. Eras distinto. Me resulta fascinante mirar hacia atrás y ver tu pasado con la perspectiva del presente. Yo puedo describir mi mundo de los trece años. No solo cómo era yo, sino también la casa en la que vivía, y las calles, y la música que escuchaba y la comida que me gustaba.

Y la gente. Siempre has tenido debilidad por los nombres y apellidos reales. Aparecen en muchas de tus canciones.

Mucha gente que cree que me invento esos nombres. Eso sería lo esperado. El otro día vi un documental en que Paul McCartney hablaba de cómo inventó a Eleanor Rigby. pero yo creo que los nombres reales y las situaciones reales son más interesantes y excitantes que la ficción. Me parece más excitante describir eso que un mundo imaginario. Frank Brunetti [teclista de Died Pretty, a quien se nombra en “Darlinghurst nights”] era un tipo más raro, y más salvaje, y más divertido de describir, que cualquier cosa que pueda inventar. Y me gusta que exista, que no sea ciencia ficción. Por eso lo puse en una canción.

Hablemos, por último, de diferencias entre tu libro y el documental. En el primero se da tu visión y tu opinión, mientras que en el documental has tenido que ver cómo mucha otra gente opinaba sobre The Go-Betweens.

No sé si eso me gustó, pero por otro lado no hay nada que pueda hacer al respecto. Muchos de los entrevistados dicen cosas que yo sé que son erróneas desde un punto de vista histórico. Algunos de los hechos que se exponen en el filme son incorrectos (pese a que yo les conté muchos de esos hechos). Un solo ejemplo entre muchos: uno de los entrevistados habla de que en nuestro concierto de debut íbamos con guitarras acústicas, pero yo, que al fin y al cabo era quien iba a tocarlas, puedo decirte que eso no es cierto. Jamás en la vida hubiésemos debutado en un concierto de rock’n’roll en plena época postpunk con guitarras acústicas. No éramos Simon & Garfunkel. Así que la persona que dice eso no estaba allí, o tiene mala memoria, o miente. No comparto muchas de las opiniones que se vierten en el filme, pero por otro lado intento no preocuparme por ello. No es algo que pueda controlar. Es solo una pequeña parte de lo que sucedió. No puedo cambiar la mentalidad de la gente. Si ellos quieren verlo, o lo vivieron, de ese modo, yo no puedo hacer nada.

Rompe el corazón cuando John Willsteed, el bajista borde de 16 lovers Lane, lamenta no haberse dado cuenta de lo importante que era estar en The Go-Betweens. Hay algo de justicia poética en eso.

Entiendo que el momento te sorprendiera, porque también me sorprendió a mí. Y lo más interesante, si recuerdas, es que fue una canción la que le hace emocionarse y decir lo que dice. “Dive into your memory”. Cuando le preguntan no recuerda ni los títulos, pero de golpe escucha aquello y toda la época loca que pasó en la banda, sus problemas con las drogas y el alcohol, el ego y la locura, y tocar 100 shows al año, etc., todo eso se desvanece, y solo quedan las canciones. Y eso le hace llorar. No es que eche de menos el estudio de grabación, o los conciertos, o el sueldo. Es solo “Dive for your memory”. Y puedo entender eso. De hecho, es maravilloso.

Harry Crews decía que estaba muy bien tener mentores, pero que era aún mejor superarles. ¿Crees que tras todos estos años de carrera has logrado superar a tus héroes musicales?

Para empezar, hay que recordar que muchos de mis héroes también hicieron malos álbumes. Pero a la vez no me veo compitiendo con mis héroes. No me veo a su nivel. Mucha gente viene a decirme que The Go-Betweens son su banda favorita del mundo entero, y puedo entenderlo, porque yoi me siento del mismo modo respecto a los Talking Heads, o el Marquee Moon de Television. Sé lo que es adorar algo de ese modo. Y me enorgullece y alegra que los Go-Betweens tengan ese efecto en mucha gente. Al mismo tiempo, no compito con los grupos que me encantan. Yo soy alguien que llegó después. Soy lo que vino después de ellos, así que no me veo superándoles. Si me hubiese propuesto superar a David Bowie o Jack Kerouac, o a Jane Austen, no habría llegado a ningún sitio. La altura me hubiese dado vértigo. Así que dejé eso a un lado, y me concentré en hacerlo lo mejor que podía. Kiko Amat

(Esta entrevista se publicó originalmente, en formato reducido, en El Periódico de Catalunya. La que aquí les ofrezco es la versión extensa, sin cortes, de la charla. Exclusiva de Kiko Amat para Bendito Atraso).

Kiko Amat entrevista a Donita Sparks (L7)

Sí, entrevisté a Donita Sparks, de L7, y lo publiqué en Babelia de El País.

No estoy seguro de que alguien haya leído esta charla, a decir verdad. ¿Seré el último fan de L7 que queda en este buen mundo?

Si quieren demostrarme lo contrario, plántense aquí.

Acné, paranoia y speed: pesadillas psicodélicas adolescentes 1966-1989 (una conferencia de Kiko Amat)

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Había olvidado citarles a esto. Pero ahora lo he recordado, y tengo que decírselo antes de que se me vuelva a olvidar:

Este lunes 05 de noviembre estaré en Madrid, en el Círculo de Bellas Artes, a las 19:30, en la sala Gómez de la Serna, hablando de psicodelia, a mi maner-a-a-a-a. La entrada es libre. Es una conferencia ligada a una exposición: Psicodelia en la cultura visual de la era beat 1962-1972. Yo daré una charla magistral sobre psicodelia tal y como la veo yo (que no es necesariamente la misma mirada que la de algunos historiadores del rock). También pondré algunas canciones.

La cosa irá por aquí:

«Existe una psicodelia que no habla de incienso, pipermint y flores. Que no se confeccionó en la Vieja Tienda de Té de la Señora Maples. Que tiene poca paz, y el único amor que conoce es obsesivo, despechado y vengativo (“I never loved her!”). Que no va de teatro performance, pasotes triposos de 15 minutos, caras pintadas ni elepés conceptuales. Que articula el odio universal como única “canción protesta”. Un Big Mod Hate Trip, como dirían Halo of Flies, que aparecían en una portada con pistolas y bates de béisbol, pillando el ángulo procedente.

Lo escribió Julian Cope en su célebre artículo de 1983 “Tales from the drug attic”: psicodelia es la primera vez que oyes hablar de sexo en el colegio (“el barco se hunde y con él toda tu cordura”). Un vómito tecnicolor. Porque existe otra psicodelia: la del mal rollo, la violencia y la confusión; la de los millares de niños con acné soñando con ser Jagger y masturbándose (y llorando) furiosamente con fotos de Jayne Mansfield en la tierra de los mil párkings, mientras la mitad de sus amigos mueren en Cam Lo (o llevan collares de orejas humanas y decapitan niños); la de los feos y obesos, impopulares y antipáticos, que maquinan venganza contra el guapo de la clase, montando grupos de R&B desvencijado, versionando a Them a toda hostia en los bailes del instituto; la psicodelia pop y showbiz de L.A. versus la psicodelia universitaria y tabarrera de San Francisco; la psicodelia inglesa de 45 revoluciones (mod, agresiva, popular) versus la psicodelia americana de 33rpm (intelectualoide, melindrosa y académica); y todas las reverberaciones futuras del asunto: el recopilatorio Nuggets, los Undertones versionando el “Let’s talk about girls”, Television enamorados de los 13th Floor Elevators, los grupos de psicodelia proletaria inglesa de los 80 (Biff Bang Pow!, The Dentists, The Stingrays), el revival psicodélico de 1985-1989, las bandas antipódicas de Flying Nun y allegados (pocas cosas hay más psicodélicas que el mal viaje homicida de “Pink Frost”, de The Chills) o las guitarras helicoidales del llamado Paisley Underground (Rain Parade, The Bangles y todos los demás). Una psicodelia paranoica, anfetamínica, potencialmente criminal y asqueada de nacimiento. Un manicomio lisérgico. Odio, erecciones y desorientación. La antítesis de lo hippie; el sonido anti-padres definitivo. Bienvenidos a mi psicodelia».

Si esto les ha maravillado, vengan a verme al Círculo de Bellas Artes.