Hace un par de años me humillaron de forma espantosa (a los que no tenían pensado leer esta columna pero han olido cómica denigración: ¡bienvenidos!). Yo había sido invitado a presentar una película en el festival de documental musical In-Edit. En mitad de mi escueta introducción a Rough Cut & Ready Dubbed, un filme que me encanta, dos crustis hijos de rata me interrumpieron gritándome que me callase, que ya estaba bien, hombre, que vaya chapa y que comenzara la proyección de una vez. ¿Qué hice yo ante aquella afrenta? Como se puede suponer, no hice lo que me pedía el cuerpo: saltar en un par de brincos las diez filas de butacas que nos separaban, reventarle la boca a uno a violentas patadas, romperle el cuello a la otra al estilo Ranx Xerox. Solo reí nerviosamente, agaché la cabeza, salí de la sala y dejé que diese inicio el film. Luego me encaminé por la Gran Via hacia mi casa, con un buñuelo de serrín atascado en la garganta y los ojos irritados (por el polen).
Veo cómo algunos de ustedes también se secan los ojos y realizan el ademán de llamar a mi mujer, para preguntar si todo va bien. En serio, no pasa nada. Soy escritor. La humillación es mi segundo nombre. He sido arrastrado por el lodazal tantas veces que pierdo la cuenta. En el día de Sant Jordi del 2016 fui a Sant Boi, a mi viejo instituto, a hablarles a los alumnos de 2º de Bachillerato. Era algo que, miren ustedes qué tontería, me hacía ilusión. A pesar de que no acudí a la cita con una prostituta, un amigo cadáver y un niño secuestrado (como en Desmontando a Harry), me colocaron en un rincón lúgubre del gimnasio -el teatro donde se escenificaron la mayoría de mis traumas juveniles-, al lado del plinton y de las colchonetas manchadas de sudor cular, mientras fuera se jugaba un ruidoso partido de baloncesto que tapó mis frases más inspiradas de un modo admirable. A mitad del discurso, la profesora de literatura me regañó delante de toda la clase porque mi texto hablaba de hacerme pajas y no de los “angry young men” (sus palabras). Digo “de toda la clase” pero, naturalmente, solo habían acudido siete empollones. Y obligados. Lo sé porque me lo dijo en un aparte, para infundirme ánimos, la misma profesora de literatura. Carlos Zanón, a quien yo había invitado para que fuese testigo de los honores que se me brindaban en mi pueblo natal, estuvo tanto rato cabizbajo y mirándose fijamente los zapatos que por un instante pensé que había muerto.
Sí. Esa es mi cotidianidad. El patrón de mi vida artística se lee como: dolor, dolor, dolor, dolor, dolor, dolor, soledad, dolor, dolor, soledad, victoria pírrica e insustancial, dolor, dolor, dolor, PATETISMO INSOSTENIBLE, dolor, dolor, (etc.). De vez en cuando, es cierto, topo con un fugaz instante de solaz (un artículo que sale divertido, un libro redondo -yo prefiero llamarlos Obra Maestra Que Recibirá Innumerables Parabienes Post-Mortem-, la admiración de un igual), pero la norma es sentirme como Spinal Tap cuando llegan al festival aquel y los han puesto en el cartel por debajo de «Espectáculo de marionetas».
En este pasado San Jordi del 2019, porque no tenía novedad en el mercado o simplemente porque soy propenso a la afrenta y el menoscabo, me sucedieron tantas cosas degradantes que, con franqueza, voy a guardármelas para un artículo especial (que publicaré cuando la mayoría de protagonistas hayan fallecido). Pero a modo de aperitivo les citaré una plática con una periodista cultural que transcurrió así:
PC (Periodista Cultural): ¿No vas a la feria del libro de Buenos Aires?
YO [seco]: No.
PC [rictus aterrorizado de scream queen]: ¿No? Pero… ¿por qué?
YO: N-no sé. Porque no me han invitado, supongo.
PC [incapaz de dejarlo estar]: Ah, ¿no te han invitado? Yo creía que sí.
YO [con la boca pequeña]: Pues no.
PC [imposiblemente interesada en el tema]: ¿De verdad? Me parece muy raro.
YO [encogiéndome de hombros de un modo muy poco natural]: …
PC [entrecierra los ojos, mira a un lado como si alguien hubiese depositado una patata frita en su hombro]: Joder, qué raro. No te han invitado, ¿eh? [vuelve a mirarme, frunce el ceño] Pero si incluso han invitado a … [empieza a enumerar, con prolijidad de contable, todos y cada uno de los autores barceloneses que han sido invitados a la feria del libro de Buenos Aires. No se deja a nadie. Es un listado exhaustivo]. Es que van todos, vaya. ¿Estás seguro de que no te han invitado?
YO [ya sumido en un silencio que quizás dure hasta el sepelio]: …
La periodista de cultura percibe que el tema de mi ausencia en la 45ava Feria del Libro de Buenos Aires se ha agotado y se vuelve momentáneamente hacia mi editor de toda la vida, que estaba allí al lado mordisqueando un melancólico pinchito moruno.
PC: Bueno, va, tú, venga, dame un scoop, no te hagas de rogar. Necesito una exclusiva.
MI EDITOR DE TODA LA VIDA [dejando a un lado el palillo del pinchito, limpiándose los dedos en una servilleta]: ¿Un scoop? ¿De verdad quieres un scoop?
PC [rictus de ilusión expectante, saca el bloc de notas y el bolígrafo] ¡Claro! ¡Claro que sí! ¡Venga ese scoop!
MI EDITOR DE TODA LA VIDA [impávido]: Apunta: Kiko Amat tiene nueva novela.
PC [con un espasmo facial de decepción indignada que no se veía desde que los nazis entraron en París]: ¿Cómo? ¿Eso es un scoop? [mirando ora a él, ora a mí, como si la hubiésemos timado al trile] ¡PUES VAYA MIERDA DE SCOOP!
Yo [una lágrima se desliza silenciosa por mi pómulo derecho, mi sonrisa se torna amargas cenizas en mi boca]: …
PC [dirigiéndose solo al editor, baja un poco la voz]: Ahora en serio. Tienes que darme un scoop de verdad.
Y de las críticas mejor no hablamos. Recuerdo que, por mentar a uno de tantos hashishin que hincaron emponzoñada daga reseñística en mi chepa, alguien tituló, hace más de una década, una crítica sobre Cosas que hacen BUM… ¿Lo adivinan? “Cosas que Hacen pif”. Sí, aquel periodista lo tituló así (han leído bien), en cuerpo 22 y en negrita, por si algún Rompetechos era incapaz de leerse el cuerpo del artículo, que no se fuese de allí con las manos vacías. El cuerpo del artículo, ahora que lo mencionamos, era una diatriba fratricida cimentada en la más pura antipatía personal (personal, not business) que listaba con profusión las razones por las que mi segunda novela -cuatro largos años de trabajo, completamente solo en una habitación, seis nuevos trastornos mentales- era una colosal pila de estiércol. No lo era, todo lo contrario; pero dolió igual. Siempre duele.
Todas esas trompadas. Son parte del trabajo, lo sé bien. Siempre que estoy al borde de la depresión, por culpa de alguna de ellas, saco mi estuche de autoánimo e intento sanarme con un milagroso apotegma del catálogo: “Never explain, never complain”; haz lo tuyo y nunca te quejes; Si No Has Sido humillado, Lo Que Haces No Importa; para un escritor, la vanidad es el enemigo; la rabia, tiene razón John Lydon, es una energía; todos tus escritores favoritos, Kiko, hijo mío, murieron ultrajados o en el más absoluto anonimato (o ambas cosas a la vez, una dicotomía más difícil de alcanzar de lo que parece), ¿qué leches esperas que te suceda a ti?
Pero al final, si les soy sincero, lo único que funciona es trabajar. Pon el culo en la silla y escribe. Escribe, nada más. Y que el premio a escribir no sea otra cosa que la obra. La obra es la recompensa; no hay otra. El logro es hallar una palabra que me encanta, pensar una trama vivaz y violenta, topar con aquella hipérbole o aquel understatement que me hace reír, solo, en mi cubil. Vivo para ello (me da igual cómo suene esto). Nada más importa. Rozar el éxtasis de la precisión, cuando logro contar algo de la manera exacta en que pretendía contarlo, y corto aquí y corto allá, y de repente ese instante, esa pequeña revelación, tiene un olor, es un olor metálico y fresco, un olor de verdad, huele (se lo juro) como un puto recuerdo de juventud, y se me levantan las aletas de la nariz y se me tensan las quijadas y allí está lo que he escrito; compacto, preciso, puro. Algo que es mucho, mucho mejor que la persona que lo creó. Algo que es entero, y está lleno, y es de verdad. Algo que, como dijo Nelson Algren, nadie puede ni podrá deshacer.
Kiko Amat
(esta es la versión completa y actualizada de una columnita que escribí en catalán hace dos o tres años para el periódico Ara. La he reescrito y publicado porque me apetecía, y porque me he acordado de repente de este último Sant Jordi)