He escrito otro prólogo. Vuelve a ser para un libro que me encanta, el Boy About Town de Tony Fletcher, que publica en España la editorial Chelsea en edición aumentada y a todo color.
Les muestro un fragmento de dicho texto (que, dicho de paso, me gusta mucho). Habla de (oh, sorpresa) adolescencia:
«2. Mi juventud propiamente dicha empezó una tarde de sábado, recién clausurado el verano de 1985, cuando, con catorce años, a punto de empezar BUP, fui a jugar a muñecos de Star Wars en casa de mi primo, como llevaba ocho años haciendo. Pero aquel día traería un desenlace inesperado. Mientras mi primo intentaba mostrarme las prestaciones de la nave de Boba Fett, recién incorporada al parque móvil, me di cuenta de que, en lugar de escucharle fascinado, no podía dejar de hojear (terribles ganas de mear; ojos fuera de las cuencas) la remarcable colección de Guido Crepax de su padre[1]. El resto ya lo imaginan. Baste decir que si aquel día acabamos tomando la Estrella de la Muerte no fue gracias a mis famosos movimientos envolventes de tropas. Resulta difícil culminar con éxito la batalla decisiva de la flota rebelde cuando su almirante está encerrado en el baño, realizando una introducción apresurada al cómic erótico de calidad.
Justine fue, a la sazón, el principio pueril de algo fundamental. En el espacio de unos meses pasé de tararear con creciente aprensión la canción de Kenny Rogers que sonaba en el Seat paterno, a sentir escalofríos con el estribillo del “Wild boys” de Duran Duran, a berrear “In the city” de The Jam en el balcón familiar, dando brincos y tratando de escandalizar a los vecinos (que se negaron a ser escandalizados). Un día me ponía la ropa de mercadillo que me compraba mi madre, al siguiente le indicaba qué ropa de mercadillo debía comprarme, al otro me negaba a ponerme esa ropa “trapera” y salía de casa pegando un portazo, al final conseguía, tras mucho implorar, que mi madre me acompañara a Flexor[2] a comprarme un polo Fred Perry (español).
Un día bebía leche con Nesquik, al otro probaba la cerveza (asco), al tercero decidía confeccionar un batido de frutas y licores demodé del armarito de mis viejos (causa plausible de los brincos antes mentados), al cuarto decidía darle una nueva oportunidad a la cerveza (mmm… No, asco), y el viernes ya me echaba al buche el contenido de numerosas Xibecas, moscateles y calimochos, en la fiesta casera de un amigo heavy, antes de arremeter a bailar frenopáticamente el “You really got me” (versión Van Halen) y, como inmediata consecuencia del centrifugado danzón, echar las tripas en la cama de la hermana pequeña.
Poco a poco, mi voz pasó de fiable castrati a impredecible Gallo Claudio. Las chicas eran de repente lo más fascinante del mundo (después de Brighton 64), y me preguntaba cómo había podido odiarlas hasta entonces. Y, ya puestos a preguntar, ¿era sano desear de aquel modo unos zapatos new wave? ¿Debería pintarme las patillas con rimel hasta que me creciesen las de pelo? (decididamente no[3]). ¿Qué me estaba sucediendo? ¿Dónde iba a terminar aquel proceso de mutación? ¿Compraría mi tío nuevos cómics de Guido Crepax? (empezaba a sabérmelos de memoria).
[1] Aún no entiendo qué hacían en la habitación de mi primo, junto a los Astérix. Prefiero no pensar en ello.
[2] Famosa tienda barcelonesa de Fred Perry de concesión española (Comercial Ebro), meca de los mods ochenteros.
[3] Un niu wey de mi instituto lo hizo, en un arrebato de desesperación imberbe, y aún nos reímos de él.»