El true crime literario es, según afirman los expertos, el género que está creciendo más rápidamente desde el inicio del nuevo siglo. Un género que agarra el “basado en una historia real” y le extirpa el “basado en”, y todo el mundo se arrea codazos para mirar, como harían ante el cordón policial de un crimen de verdad. Cultura/S se asoma a las alcantarillas de la crónica negra para ver qué rayos es tan interesante allá abajo, entre las ratas.
El true crime (o crónica negra) es un género de no-ficción que examina un crimen real y detalla acciones de gente real. El sobreuso de la palabra “real” en la frase no es fortuito, me temo. Todo en el true crime se basa en ese “true”. A la gente le encanta la fantasía desde que el primer sapiens inventó una parida improvisada sobre dioses genocidas, es cierto, pero también pierden el culo por lo veraz: lo posible y verificable y, a poder ser, que haya pasado cerca de su casa (pero no demasiado cerca, ya me entienden, sobre todo si se trata de crímenes horrendos). ¿Por qué mis hijos pueden ver un orco descuartizado, supurando humeante baba verdosa por las cuencas de los ojos, mientras mastican una madalena, sin pestañear siquiera, pero atisban la sombra difusa de un asesino de filme y duermen en mi cama, hincándome los pies en los testículos, una semana entera? Porque intuyen que lo segundo es real. Que ese matarife de repetición podría existir. Existió, vamos. Y ni siquiera tienes la excusa de lo fantástico. En el true crime no hallarás consuelo para tus pesadillas.
Revistas baratas americanas de los años 40 como True Detective -o su equivalente español setentero, el célebre semanario El Caso– despachaban miles y miles de ejemplares porque, después de todo, vendían segmentos de pura verdad (más o menos exagerada). Y a la gente le chifla la verdad. Solo echen un vistazo al listado de series actuales de Netflix o HBO basadas en casos reales: Mindhunter, Manhunt, American Crime Story… El true crime parece triunfar por las mismas razones que el porno Gonzo (cámara con párkinson, actrices con estrías, posturas de lumbago sobre un futón IKEA): porque nos muestra una cierta realidad sin miriñaques ni raptos líricos. En crudo. Lo “auténtico”, en contraposición a lo “inventado”.
Por supuesto, la “autenticidad” por sí sola es insuficiente. Quitando a los lectores de Karl Ove Knausgaard, nadie desea leer el auténtico periplo al auténtico Bonpreu de un auténtico padre de familia. La popularidad de la crónica negra se explica por una serie de argumentos adicionales, por definición delictivos, mejor aún si son sangrientos, que aderezan o ensucian lo cotidiano. Añadámosles el puro morbo fisgón (el true crime alimenta nuestra vena voyeurística, y leer una buena crónica negra es como aminorar la marcha al pasar junto a un siniestro de carretera); la obsesión que nuestra raza padece por la violencia y los factores que la desencadenan; y el puzle suspensero que suele acompañar a la resolución de un crimen (o como mínimo la antesala a este), cuanto más inusual mejor; y tendremos la receta de su éxito. Sin desdeñar el hecho que, históricamente, el true crime funcionaba en paralelo como cajón de sastre mayoritario, de quiosco, donde poder contar todas las historias marginales, todas las perversiones y subculturas, que por su propia naturaleza estaban vetadas en el mainstream. Colocar en portada a un Fu-Man-Chú drogado, puñal en mano y expresión de orate, te permitía hablar, ya en las páginas interiores, de casas baratas, madres solteras, prostitución y drogas y pandillas de pachucos.
El buen true crime es, así, como una pastilla de alimento astronáutico; una dieta completa: contiene clase de historia, placer lector novelístico, investigación detectivesca y proceso judicial y, de rebote, no poco chismorreo (“¿qué dices que hizo el hijo de la Eufrasia con la cabra? ¿Cómo, después de matarla?”). Por no decir que, en muchas ocasiones, la crónica negra es la única forma decente de leer sobre un hecho: algunos crímenes son, por factura y perfil, no-ficcionalizables. Conviene no pasar por alto este detalle, en mi opinión determinante a la hora de convencer al lector o juzgar un artefacto. La mayoría de crímenes que generan crónica negra exitosa (artística o comercialmente) suelen ser tan delirantes, o enrevesados, o repelentes, que desactivan la versión narrativa. ¿Para qué querría alguien perder el tiempo con una traducción fílmica o novelesca de los asesinatos Manson? No puedes exagerar la Family; para aumentar la realidad tendrías que meter a Charlie en un musical navideño de Andrew Lloyd Webber. Cantando “The age of Aquarius” mientras apuñala a Papá Noel. Ed Sanders, autor de The Family, afirmaba que el caso “lo tenía todo: rock and roll, el atractivo del Salvaje Oeste, la esencia de los 60 con su liberación sexual, su amor por el aire libre, su ferocidad y sus drogas psicodélicas. Tenía el hambre por el estrellato y el renombre; tenía religiones de todo tipo, conflicto armado y carnicería de producción local; todo mezclado en una tumultuosa historia de sexo, drogas y transgresión violenta”. Esa es la razón por la que numerosas versiones fílmicas de casos reales apestan como tumbas abiertas, y nunca mejor dicho. Empeoran una historia redonda. Si no me creen échenles un vistazo a Ted Bundy (2002) o The deliberate stranger (con Mark Harmon –wtf– en el papel del psychokiller).
Por supuesto, la naturaleza del caso o lo complejo de la investigación tampoco lo son todo: como siempre ha dicho Richard Price, hasta que no aplicas talento, la documentación “solo es una mesa llena de post-its”. Muchos libros de crónica negra son, digámoslo claro, un pedo. La mayoría parecen escritos por Danielle Steel tras una visita a la casa del terror del Tibidabo, todo frases adverbiosas y monstruos papel maché. Un notable porcentaje del true crime, solo hace falta echar un vistazo a la estantería homónima de los aeropuertos ingleses, es carnaza de encargo que un gran grupo editorial publica apresuradamente para capitalizar algún crimen espantoso y tener algo que arrojar a las fauces de los cotillas y/o pervertidos. Memorias de gángsters iletrados, esputos de celebrities en paro (alguien pensó que Ross Kemp, por su papel de malo en Eastenders, poseía suficiente currículum para incorporarse al género). Pulp con pretensiones realistas, escrito de forma bochornosa por gacetilleros iletrados cuya única visita a una comisaría fue cuando se sacaron el DNI.
Otros son, sencillamente, una memez. Como prueba presento cualquiera de los innumerables churros de subtítulo altisonante (¡CASE CLOSED! ¡MISTERY SOLVED!) que, año tras año, garantizan haber resuelto los crímenes de, por ejemplo, Jack the Ripper. Caso del risible Lewis Carroll: Light-hearted friend, donde Richard Wallace, tras balbucear una serie de trolas inconexas que desmontaría hasta una profa suplente de preescolar, anuncia que Jack El destripador era en realidad (¿sí?) el escritor de Alicia en el país de las maravillas (oh).
Es una maldita pena. Pues algunos libros de true crime podrían ser buenos (tienen la materia prima, el caso alucinante, la figura criminal perfectamente perversa), si no fuera porque están contados con una voz narcisista o narcoléptica (Norman Mailer y su elefantíaco, casi ilegible, La canción del verdugo), o se centran en la persona menos fascinante del elenco (como por ejemplo Mindhunter, equivalente periodístico de poner a hervir un chuletón de ternera gallega).
Cuando termina la criba, si quieren que les sea del todo sincero, no quedan tantos libros excelentes de crónica negra, al menos si los consideramos frente al alud de inmundicia que ofrece el género cada año. Eso sí, los brillantes son muy brillantes. Un poco más abajo les hablo de los mejores.
Una selección portátil de true crime
Helter Skelter, Vincent Bugliosi: Uno de los mejores libros de true crime. Lo escribió el fiscal del caso Manson, y por eso en ocasiones se entronca un poco en cansino puntillismo legalista (y el resultado es como ver Perry Mason en el Día de la Marmota). Pero por lo demás, una auténtica maravilla (y best-seller). Contra Editorial lo publicará en el año 2019, coincidiendo con la anunciada película de Quentin Tarantino. Imprescindible.
The Family, Ed Sanders: Su autor fue una reputada figura de la contracultura sixties (miembro de The Fugs), y la obra se centra más en los aspectos friquis y culturales de la Family que la versión “seria” de Bugliosi. Si consiguen pasar por alto algunos exabruptos de jerga caduca (te sientes teletransportado a una página de El Víbora, 1979), es el perfecto complemento para Helter Skelter. Yo lo leí de vacaciones en la Costa Brava y pasé una semana durmiendo con un cuchillo bajo el cojín (historia real).
Tor; tretze cases i un mort, Carles Porta (La Campana / Anagrama): Uno de los dos mejores libros de crónica negra autóctona. Se lee como una muy buena novela. Poca gente ha plasmado con tanto acierto la ferocidad rural y las inquinas centenarias entre familias, la envidia y la pequeñez hereditaria de los villorrios remotos. Si encima son ustedes habituales del monte pirenaico no cesarán de soltar “eh, yo pasé por allí el invierno pasado”. Ni de santiguarse, claro.
Des de la tenebra; un descens al cas Alcàsser, Joan M. Oleaque (Empúries / Diagonal): Aunque no reeditado, la historia de los crímenes de Alcàsser de este periodista valenciano es la cima del true crime nacional. No solo el crimen está muy bien narrado, sino que ahonda con sensibilidad y conocimiento de causa (Oleaque era paisano de Anglés) en la miseria y barbarie de una comunidad. Des de la tenebra es tanto tratado antropológico y novela de realismo social como crónica negra. Su tratamiento de la locura mediática que gestó la telebasura actual es también magistral. Una obra inigualable.
A sangre fría, Truman Capote (Anagrama): Clasicazo, rito de pasaje juvenil para los lectores españoles de los 70 y 80 (gracias, Compactos) y conocidísimo, pero todo el mundo debería leerlo. La narración del brutal asesinato de los cuatro miembros de una familia de Kansas es aún uno de los mejores ejemplos de true crime norteamericano (aunque lo de que Capote no tomara notas puede obligarnos a levantar la ceja).
El adversario, Emmanuel Carrère (Anagrama): Más raro que lo real. Carrère utilizó la crónica negra porque no había otra forma de explicar la historia de Jean-Claude Romand, aquel señor francés que en 1993 mató a su mujer, hijos y padres, para evitar que descubriesen que llevaba mintiendo desde los dieciocho años: ni era médico, ni trabajaba en la ONU, ni siquiera había terminado la carrera. Conciso, sobrio, duro y compasivo; un libro perfecto.
Más lecturas: One of Your Own: The Life and Death of Myra Hindley (Carol Ann Lee), Cries Unheard: Why Children Kill: The Story of Mary Bell (Gitta Sereny), So Brilliantly Clever: Parker, Hulme & the Murder That Shocked the World (Peter Graham), Jack The Ripper: The Final Solution (Stephen Knight), The Stranger Beside Me (Ann Rule).
Kiko Amat
(Esta pieza se publicó previamente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 20 de enero del 2018)