Cosas Que Leo #194: ANTISOCIAL: LA EXTREMA DERECHA Y LA «LIBERTAD DE EXPRESIÓN EN INTERNET, Andrew Marantz

“¿Me estaban adoctrinando? Supongo que sí. También estaba siendo adoctrinado para creer que los perritos son bonitos, que la gravedad es una fuerza que causa que los objetos caigan a la Tierra y que interrumpir a la gente cuando está hablando es una grosería. Otra palabra para el adoctrinamiento es educación. Una sociedad no puede sobrevivir sin un relato; lo que pasa es que hay relatos mejores y peores.”

Antisocial: la extrema derecha y la “libertad de expresión” en internet

ANDREW MARANTZ

Capitán Swing, 2021

536 págs.

Traducción de Lucía Barahona

Racistas con pantalones de pinzas: una entrevista con MARK BRAY (Antifa)

El autor norteamericano Mark Bray publica Antifa, un manual antifascista que examina al enemigo (y sus nuevos ropajes) para luego desplegar opciones de combate.

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“Me opongo a lo que dices, pero defenderé a muerte tu derecho a decirlo”, dice una frase (erróneamente atribuida a Voltaire) que alguno ha soltado en Twitter como el que alivia una flatulencia. Nadie apunta que esa “defensa a muerte” debería estar contractualmente vinculada a que el otro no suelte salvajadas. No voy a expirar para que cuando te pasen el micrófono tu frase sea “exterminemos a los eslavos subhumanos”. A los neonazis les encanta aferrarse a la “libertad de expresión”, como en los años treinta les pirraba la jerga quirúrgica (“hay que extirpar el tumor del…”). Prestarles o no púlpito es uno de los debates del antifascismo. El didáctico Antifa repasa la ideología fascista desde sus orígenes, enumera las victorias del antifascismo mundial, y nos da claves para combatir a esos “racistas profesionales con pantalones de pinzas”.

“Una pieza satírica sobre los nazis en The Times está muy bien, pero bates de béisbol y ladrillos lo dejarían aún más claro”. Lo decía Woody Allen en Manhattan.

Los intelectuales de clase pudiente dicen que el “humor mordaz” y la crítica pueden dañar a la ultraderecha, lo que a la vez es una recuperación del viejo concepto de derrotar a los nazis “solo con ideas”. Por el otro lado están los exponentes de la fuerza física y la acción directa. Aunque creo que el antinazismo es mucho más que ladrillos y bates, y que hay que hacer hincapié en las ideas, creo también que puedes desgañitarte desacreditando ideas nazis en el foro público, y aun así ver cómo una minoría las disemina y convierte en influyentes y, por tanto, destructivas. El debate no funciona por sí solo, no puedes cambiar algunas mentalidades de un modo racional, porque precisamente tus oponentes abrazan sus ideas de un modo irracional y emocional.

El Tribunal Supremo español acaba de dictaminar que insultar a los nazis es “crimen racial”. Más que 1984, esto parece de Monty Python.

Los nazis llevan más de cien años utilizando la excusa de la “libertad de expresión”. Desde la IIª Guerra Mundial hemos visto cómo los nazis se infiltran en el discurso liberal, no solo alrededor de la libertad de expresión, sino también de la “diversidad”, “igualdad” y cualquier concepto que suene a progresista. En realidad, como es bien sabido, no creen en ninguna de esas ideas, y solo las utilizan para destruirlas por dentro y desproveerlas de significado. La gran trampa para el antifascismo es entrar en un combate de palabras con gente que no se toma en serio el significado de las palabras. Sartre decía que uno no puede entrar en un debate sensato con un antisemita, pues ellos son conscientes de que sus comentarios son frívolos y absurdos; solo los utilizan para desconcertar. Somos nosotros los que usamos las palabras responsablemente, y por eso caemos en su trampa una y otra vez; siempre jugamos a la defensiva. Hagamos lo que hagamos, los nazis se van a presentar como víctimas. Es lo que siempre hacen. En lugar de perder tiempo en debates políticos, el movimiento antifascista lo que hace es organizarse y acabar con ellos.

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Los nazis no estaban siempre en modo macho alfa. Pasaban mucho tiempo gimoteando y presentándose como víctimas (de los polacos, de los judíos, de los aliados…). El nazismo siempre ha tenido esa naturaleza contradictoria.

Todo en el nazismo y el fascismo es paradójico. Son ideologías en constante tira-y-afloja. El fascismo original usaba la tecnología moderna a la vez que clamaba contra la modernidad. El NSDAP pretendía ser a la vez anticomunista y anticapitalista, pero al final se alineó con la clase dirigente. Lo que hacían esos movimientos era expresarse del mismo modo en que se sentía mucha gente (victimizados, presa de fuerzas fuera de su control, a la merced de gobiernos irresponsables), aunque en realidad lo que deseaban era convertirse en matones, figuras dominantes. Los análisis sobre la naturaleza psicológica del fascismo afirman que esa dicotomía está en muchos de nosotros: nos sentimos abusados y asustados, pero nos han enseñado que hay que dominar. Los antifascistas defienden la confrontación física como forma de demostrar que esos sujetos dominantes no tienen tanta fuerza, y si se la quitas, no tienen nada más.

El fascismo no es siquiera una ideología, solo táctica pura. Mussolini decía que los fascistas no eran de izquierdas ni de derechas, que podían ser cualquier cosa dependiendo del momento histórico.

Otro error es creer que se puede debatir con fascistas, y que estos aceptarán los términos del debate, usando sus argumentos con racionalidad y consistencia para demostrar un punto político concreto. Pero nunca es así. De hecho, los primeros fascistas definían esta actitud dialogante como afeminada y judía, débil, y la tachaban (utilizando erróneamente términos nietzscheanos) de “mentalidad moral de esclavo”. Contraponían esta moral a la fuerza, las emociones, el vigor y la vitalidad. Robert Paxton dijo que la única cosa firme a la que los nazis se aferraban era “el éxito de los pueblos elegidos en una lucha darwiniana por la dominación”. Cualquier otra ideología podía ser tomada y luego desechada. La ultraderecha nos lanza el tema de la “libertad de expresión” para que la izquierda pase meses y meses debatiéndola, y luego simplemente se echan atrás y cambian de posición. Es absurdo morder el anzuelo.

El fascismo es como el fulano inquietante del instituto que te copiaba el peinado y los chistes. Y encima nadie se daba cuenta. Muchos de sus símbolos son calcos de la izquierda.

[ríe] Es natural. Piensa que los partidos tradicionales de derechas eran aristocráticos, y no les importaba lo que pensaba el vulgo. No querían “movilizarles”. La izquierda fue pionera de la política moderna al inventar las manifestaciones, los mítines, los periódicos socialistas, los sindicatos… La derecha se dio cuenta de lo bien que funcionaba aquello, y se puso a adaptarlo, con modificaciones: nacionalismo en lugar de internacionalismo, “colaboración de clase” en lugar de anticapitalismo, etc. El fascismo quiere estar en misa y repicando: te permite ser un revolucionario y un radical, y destruir el Estado, y hacerlo en defensa de todos los valores tradicionales: la Iglesia, la familia, el patriarcado, incluso el propio Estado. Antes de que se acuñaran términos como fascismo o nacionalsocialismo existían muchos “socialistas”, especialmente en Francia y Alemania, que empezaron a experimentar con formas de “socialismo nacionalista” y “socialismo militarizado”. Aquello no duró, porque se puso de manifiesto muy rápido que no puedes estar a favor de la clase dirigente y la clase obrera a la vez. Ese camuflaje y reapropiación fascista se ha vuelto a ver últimamente, con “ocupaciones” neonazis, acciones de entrega de alimentos, incluso la utilización ultra del término “Black Block”. Esto confunde a la gente, sin duda. Está hecho para confundir. Pero es solo táctica, no existe ninguna política real detrás.

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En propaganda, al menos, los nazis son bastante buenos.

Los nazis se dieron cuenta de que la política iba de emociones, sentimientos y estética, más que de ideas, al menos de un modo explícito. La mayoría de la izquierda alemana de los 30 estaba obsesionada con principios e ideas de una forma que podía considerarse… Aburrida. Y estática. Hitler adoptó elementos del márquetin, del cine mudo… También era muy bueno seleccionando un par de conceptos y machacándolos una y otra vez, en lugar de profundizar en un amplio abanico de propuestas. El partido nazi fue uno de los primeros partidos de la historia que tenía un programa político para cada sector de la sociedad. Lo que hicieron también fue rediseñar el viejo “sentido común” y presentarlo como algo radicalmente moderno. Si uno estaba de acuerdo con una estructura jerárquica del mundo (hombres sobre mujeres, blancos sobre negros, etc.) pero a la vez estaba molesto con la forma de organización política presente, el nazismo abría un camino para poder hacer ambas cosas: cambiarlo todo sin cambiar nada.

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Los fascistas casi siempre se han visto obligados a aplicar colorete sobre su programa putrefacto.

En la Alemania de los treinta los nazis escondían algunas cosas logísticas, pero una mayoría de conceptos se discutían libremente. Hitler no tenía ningún problema en anunciar su odio a los judíos. Asimismo, está comprobado que mucha gente estaba a favor del partido nazi por razones distintas al antisemitismo, y luchaban por ignorar esa faceta. Ese aspecto de la ultraderecha está siendo muy discutido en estos momentos en los Estados Unidos: la gente que votó a Trump ¿lo hizo por su racismo, o a pesar de él? Y la siguiente pregunta es: ¿realmente importa? [ríe]. Después de la IIªGM, cuando tanto fascismo como nazismo estaban completamente desacreditados, empezó una época de renovación de imagen, que culmina hoy en las actividades de Casa Pound, Hogar Social Madrid y otras mutaciones. El Front National francés empezó compuesto casi exclusivamente por hooligans nazis y se fue distanciando de ellos progresivamente, hasta el punto de que hoy en día ya no tiene nada que ver con ellos. Siguen siendo un partido de ultraderecha, y su pasado fascista juega un papel importante al definir lo que son, pero ya no son un partido fascista per se, y su atractivo se extiende mucho más allá del casual violento. El votante promedio del FN se ve a sí mismo como secular y racional y no racista, y se opone a la inmigración musulmana no por argumentos de raza, sino por “diferencias culturales” o amenazas a la seguridad nacional. Ahí vemos que la extrema derecha francesa utiliza la honorable tradición del secularismo y la justicia y la igualdad para crear un espacio donde la gente pueda airear sus tendencias islamofóbicas o ultranacionalistas.

Los intentos franceses de crear un cordón sanitario con el FN han salido rana. Todos aquellos ancianos (fachas) corrientes y molientes, rodeados por vociferantes mozalbetes antifa, quedaron como víctimas.

Desde luego es distinto entrar a romper un mitin si se trata de ultras violentos o de pensionistas. Un miembro de los Bukaneros de Vallecas me dijo que la única distinción era que si aparecía Hogar Social Madrid les atacarían, pero que si era Vox no, porque solo les hacías el juego. Esa es la gran crisis del antifascismo: cómo organizarse contra los nazis trajeados. Porque el antifascismo nació para combatir a pequeñas unidades de agitadores gángsters de ultraderecha, no está pensado para enfrentarse a manifestaciones pacíficas de gente convencional. Por eso el antifascismo tiene que ser más que disrupción física. En algunos sectores se fomenta exitosamente el enfrentamiento satírico o musical. Montar algo que les haga parecer absurdos y antipáticos. Pero eso también puede salir mal, porque mucha gente está buscando una alternativa política seria, y no ayuda que salgamos los izquierdistas a hacer el mico. El primer paso es comprender que la extrema derecha no es uniforme, y que hay que organizarse de un modo experimental y maleable, dependiendo del oponente.

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Como expresa muy bien Angela Nagle, uno de los grandes triunfos de la derecha alternativa es pintar su opción como algo punk rock y rebelde. Algo que cabreará a tus padres, como los peinados absurdos o la música ensordecedora de antaño.

Sí, eso les ha salido medianamente bien. A lo largo de los años sesenta y setenta se fue forjando una generación de melenudos que acabarían formando parte del establishment, y por ello la alt-right propugna la pulcritud, el anti-hippismo y el anti-friquismo. O sea, que ser punk es ser anti-punk, en cierto modo. Gavin McInnes y los Proud Boys combaten lo que definen como “cultura Políticamente Correcta”, feminista y antirracista. Si eres un chaval que viene de una familia conservadora y de repente vas a la universidad, donde los valores dominantes son progresistas, pro-gay, pro-trans, etc., es posible que sientas que tus valores están siendo amenazados. Por tanto, tu rebelión será a favor de los valores tradicionales. Y existe un extenso menú de la alt-right para esa rebelión: puedes rebelarte a través de la pulcritud, a través del fascismo punk rock… Es una rebelión revolucionaria sin política, como un balón que puedes chutar en cualquier dirección.

Otro problema del antifascismo es que celebra como victorias épicas (la “batalla” de Waterloo, por ejemplo) lo que, si hemos de ser francos, no fueron más que pequeñas escaramuzas en la puerta del pub.

Estoy de acuerdo. Por añadidura, no estoy seguro de que el “nosotros” de ese antifascismo concreto (Anti Fascist Action, por ejemplo, “vencedores” en la “batalla” de Waterloo) sea compartido por mucha gente. Es un tipo de antifascismo físico con un número limitado de simpatizantes (la batalla de Cable Street sería otro cantar, porque ahí sí que hablamos de cien mil personas). En todo caso, existe el riesgo de romantizar lo que solo fueron pequeñas trifulcas callejeras, con el riesgo adicional de ignorar las luchas políticas más importantes, y también de poner un énfasis macho en la confrontación y la fuerza física. Si va a haber una pelea callejera quiero que ganen los antifascistas, claro, pero siendo consciente de que eso es solo un aspecto menor del antifascismo como fuerza global.

Kiko Amat

(Entrevista publicada originalmente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 31 de agosto del 2019. Esta es la versión extendida)

Guerras culturales en internet

Dos libros, Muerte a los normies, de Angela Nagle, y La trampa de la diversidad, de Daniel Bernabé, analizan las guerras culturales que han llevado a Trump y a la alt-right al poder, así como las reivindicaciones identitarias que “atomizan” a la clase obrera y dividen a la izquierda

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Trump no es más que un trol a mayor escala, como los Clicks gigantes que hay en las puertas de las jugueterías, y su camino a la Casa Blanca fue allanado por otros trols. Los mismos que yo, con una vista que espero me conserve Dios, despreciaba aduciendo que eran MEP (Masturbadores En Pijama) y no representaban ninguna amenaza para el “mundo real”.

Se me olvidó, claro está, que tenían derecho a voto.

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Muerte a los normies, de Angela Nagle, relata cómo llegó Trump a la presidencia, tras una guerra digital que la izquierda tradicional no había visto venir. Nagle cartografía el combate: a un lado está esa “contrarrevolución sin líderes”, culturalmente trol, compuesta por gamers, chaneros (foreros de 4chan), antifeministas y la extrema derecha de internet, con su “cinismo nihilista”, “ironía reactiva”, schadenfreude y afición linchatoria. En el otro extremo se halla la izquierda Tumblr, “una cultura basada en acusar a la ligera de misoginia, racismo, (…) transfobia y demás” que “llegó a su más absurda apoteosis con una política centrada en poner el foco en las minucias (…) de las identidades”. Una izquierda de tablet, “autoflageladora y ultrasensible”, con su “cultura de la denuncia”, cry bullying y obsesión identitaria.

Nagle no pierde de vista a los malos (el bando que “vio como su candidato ocupaba el puesto de presidente”), pero tampoco olvida que fue el puritanismo mojigato de sus oponentes quien precipitó el desenlace: mientras los izquierdosos-con-Iphone fetichizaban “la red espontánea, sin líderes e internetcéntrica”, en el vacío de poder nacía un monstruo que había hecho suya “la estética de la contracultura, las transgresiones y el inconformismo”. La alt-right hizo que ser facha volviera a ser molón (para un montón de tarugos) jugando con la rebeldía anti-mainstream. Los izquierdosos nos hemos dado cuenta tarde de que “los primeros neocon empezaron como trotskistas”, se alimentaron de nuestras vanguardias y punkeríos, y regurgitaron lo aprendido en un arrasador movimiento de derecha. Hoy cualquier chaval frustrado puede caer en las garras de mostrencos como Gavin McInnes de Vice, el neonazi-gamer Andrew Auenrheimer (weev) o Mike Certovich, gran patán neomasculino. Su existencia, afirma Nagle, nos obliga a replantearnos la idea de contracultura, pues “el ascenso de Trump y la alt-right no es la evidencia del retorno del conservadurismo, sino de la total hegemonía de la cultura del inconformismo, la autoexpresión, la transgresión y la irreverencia gratuita”.

Resultat d'imatges de trampa de la diversidadLa trampa de la diversidad, de Daniel Bernabé, es otro ensayo clave para comprender las guerras culturales de nuestro tiempo, aunque, al contrario que el anterior, erra el tiro tantas veces como acierta. Las tesis del libro son que “la diversidad se ha convertido en un mercado competitivo al servicio del neoliberalismo”, y “deconstruir identidades hasta atomizarlas es dar anfetaminas neoliberales al posmodernismo”. Bernabé toma carrerilla: nos explica la modernidad y su reacción, el posmodernismo, que define como “la aceptación del mundo fragmentario e inasible de la modernidad, que lejos de enfrentarse, se celebra con una mueca de inteligente desencanto”. El autor analiza el fracaso del sueño hippie y el nacimiento de un nuevo egoísmo desclasado (“la New Age, el incienso y la psicodelia se fueron, pero quedó el gusto individualista”). De allí a la reacción neoliberal y las claudicaciones de Clinton, Blair e, inevitablemente, el PSOE.

Todo lo descrito son cimientos legítimos para llevarnos a las políticas de identidad. Pero ahí es donde el periodista madrileño empieza a perder pie. Al poner el debate identitario en el epicentro de los problemas de la izquierda, Bernabé hace como un médico que acertara a diagnosticarnos el origen de un prurito en la ingle pero ignorara la gangrena pestilente del brazo.

El autor empieza separando las aspiraciones «netamente humanas, como comer y vivir bajo un techo” de las que, en su opinión, son caprichos occidentales. Esa mirada admonitoria, de tono catequista, lastra el libro. Uno puede comprender que Bernabé esté enojado con una izquierda que considera más urgente la libertad de definirse como medio-elfo que el derecho universal a la vivienda. Lo que sucede es que Bernabé utiliza tan solo ejemplos extremos de reivindicación identitaria para convencernos de su puerilidad, y así sentenciar que “dar una respuesta a la troika es más importante que las políticas de diversidad”. Lo que viene a significar que, si sufres algún tipo de cuita identitaria, deberías poner esa llamada en espera, y concentrarte en aplastar el capitalismo. La propuesta de Bernabé no solo es insensible, sino también irrealizable, y recuerda a la vieja cerrazón de los comunistas de partido hacia todo lo que no encajaba en el materialismo histórico.

El segundo lastre de la obra es su talante nostálgico. Bernabé confiesa que sufre “aversión al presente”, un espíritu que no parece el más indicado a la hora de solucionar problemas actuales. Por añadidura, nos habla de un ayer imaginario, hecho épico mediante obras de ficción. Mitifica los tiempos de la lucha pre-internet, las vanguardias de los 30, los filmes neorrealistas, Mayo del 68, Neil Young e incluso la RDA. A ratos parece un veterano estalinista vociferando en la Plaza Roja, y como tal escoge su argumentario histórico de manera selectiva. En su Shangri-La proletaria no existen los comisarios políticos, los chotas o los militantes de rebaño. Los sindicatos están compuestos por gente “normal” que va en bicicleta a la fábrica y entona canciones irlandesas en el pub. Margaret Thatcher dijo en 1983 que deberíamos “regresar a los valores victorianos”, olvidando todos los que no procedían, de la sífilis al colonialismo, y Bernabé, de un modo parecido, realiza extenuantes contorsiones dialécticas para que su ucronía obrera no se salpique de pasado vergonzante.

La trampa de la diversidad, así, funciona como esencial elemento de discusión actual, así como crítica de la izquierda sobre-identitaria, pero falla al señalar enemigo y fracasa en numerosos frentes. No solo políticos, sino también humanos. Kiko Amat

Muerte a los normies; las guerras culturales en internet que han dado lugar al ascenso de Trump y la alt-right

Angela Nagle

Orciny Press

Trad. de Hugo Camacho

156 págs.

La trampa de la diversidad; cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora

Daniel Bernabé

Akal

249 págs.

(Este artículo se publicó previamente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 5 de enero del 2018)