Hey. Nunca he empezado una columna con hey. He empezado enseñando la titola o faltándole al respeto a alguien, pero jamás así. Asimismo, el otro día leí una columna de mi amigo Carlos Zanón donde se presentaba con un campechano “hola, soy yo”, y me invadió la envidia copiona. Así que: hey. Aquí estoy. En mi primera columna para el ARA. Según dicen tengo a Antonio Baños y a Bibiana Ballbé delante y detrás, tipo sandwich. Auch.
En todo caso no voy a hablar de ellos, benditos sean. Quiero hablarles de un amigo mío que es operario de una fábrica de rejas. Cuando digo “fábrica de rejas” no me refiero a un brunch fifí-irónico de la calle Parlament, sino a una fábrica de rejas de verdad: Mecatramex: una nave industrial que manufactura “entramado metálico a su medida” en un polígono de Viladecans. Malla cuadrada, doble encastado o tipo persiana: el cliente manda. ¿Esa reja soñada para la mazmorra de los niños, o para su gruta de tortura BDSM? La fabrican en Mecatramex.
Cuando dije “amigo” tampoco me refería a un pintor conceptual a quien saludé con un vaivén de barbilla en un copetín literario. Me refería a un amigo de verdad: el Carilla. Amigo desde 1987, desde aquel día en que le vi en la cuesta de la iglesia de Sant Boi, envuelto en una bomber marca blanca y dándole gas a la Torrot. Amigo de infancia, casi, amigo forever.
Pues bien: hace tres años, el dueño de Mecatramex decidió cerrar la empresa. Y mi amigo, que no tiene títulos ni padrinos, agarró a otros dos empleados de Mecatramex y juntos se endeudaron hasta las trancas, pero se quedaron con la fábrica. Y comenzaron a autogestionarla, aprendiendo de cero contabilidad, gestión de stocks, papeleo, distribución. Una faena titánica con inmensos visos de suicidio comercial.
Y el Carilla sufrió tanto al levantar aquello, pencando catorce horas al día (sábados inclusive), que perdió todo el pelo y parecía una mezcla del Profesor Xavier y el prepucio de alguien. Pero al final se salió con la suya, y ahora cinco o seis familias, mínimo, viven de Mecatramex. Viven bien.
Y yo les admiré. La gente usa la palabra “admirar” a lo loco. Hace unos años un colega periodista me comentó que “admiraba” a un reconocido crítico de cine, y a mí casi se me escapa una carcajada. La gente a quien yo admiro no hace crítica de cine. La gente que yo admiro escala montañas, o rescata a gente de incendios, o pega tiros en contiendas bélicas o autogestiona fábricas de rejas. La gente que yo admiro es valiente. La valentía se suele utilizar como excusa para soltar frases vacías en novelas, pero en realidad es una cosa tangible: lo opuesto de la cobardía: arriesgar tu vida, tu subsistencia, por algo. Y no sé yo si soy valiente (todo apunta a que no), pero sé reconocer la valentía cuando topo con ella. Mi amigo es valiente. ¿Ese coraje? Puedo admirarlo sin reservas.
Kiko Amat
(Esta pieza es la primera columna que realizo para el nuevo suplemento Play del Ara. Esta es la versión extendida (solo un poco) en castellano. La columna final en catalán puede leerse en este link providencial)