“¿Qué era lo que confería un carácter tan peculiar a esa ridícula ralea? Sus inherentes defectos físicos. En las descripciones de mediados del siglo XIX, los habitantes de los médanos y los comearcillas, demacrados y envueltos en harapos, eran sujetos dignos de atención clínica, rodeados de hijos deformes y prematuramente envejecidos a los que el hambre distendía la panza. Quienes les observaban con ánimo diagnóstico trataban de leer más allá de sus rostros mugrientos y resaltaban la espectral tonalidad blancoamarillenta de la piel de los blancos pobres (color al que daban el nombre de “sebáceo”). Con sus cabellos de un blanco algodonoso y su piel de cera, estos extraños seres, en los que a duras penas se reconocía la condición de miembros del género humano, acabaron metidos en el mismo saco que los albinos. Claros productos de la endogamia, estos desdichados terminaban de echarse a perder por su doble adicción al alcohol y la miseria (…). La escoria blanca del sur quedó así clasificada como “raza” y se resaltó la circunstancia de que sus ejemplares podían transmitir horrendos rasgos a su descendencia, lo que eliminaba toda posibilidad de progreso o movilidad social.”
White trash; los ignorados 400 años de historia de las clases sociales estadounidenses
La historiadora estadounidense deshace en su libro White Trash (Capitán Swing) todos los mitos de clase de los Estados Unidos y traza una tradición proto-Trump que se remonta al nacimiento del país.
Donald Trump entró en la política norteamericana como proverbial elefante en cacharrería. Un elefante tardo, bravucón, pésimo negociante y (peor aún) millonario. El shock de aquella delirante entrada provocó que algunos tildaran su “política” de “novedosa”. Lo cierto es que, como demuestra White Trash; los ignorados 400 años de historia de las clases sociales estadounidenses el fenómeno Trump es tan viejo como el país. Siempre han existido políticos populistas, mendaces, bocazas y con retórica redneck. White Trash, un libro que no se escribió con Trump en mente pero logra mapear su existencia al milímetro, habla también de esclavismo, linaje, elitismo y oligarquía, y sobre todo de cómo un país obsesionado con la clase social ha creado el mito de ser un país “sin clases”.
Desde el principio, las colonias fueron consideradas por la clase dirigente “el retrete por donde excretar” la escoria del mundo.
Es difícil contar esto sin eufemismos [ríe]. Si algo me gusta del periodo isabelino es que no habían inventado la demagogia. Son muy directos, no tratan de disfrazar sus sentimientos, como harían a partir del siglo XVIII y la Ilustración, suavizando el tono. Jefferson siguió considerando que los pobres eran “basura” [ríe], pero lo decía con la boca pequeña. Me parece interesante la asociación que realizaban entre gente residual (waste people) y erial (wasteland), o tierra sin cultivar. Las metáforas basadas en la tierra eran muy importantes para definir identidad cívica, por eso los primeros votantes eran terratenientes. Eso todavía moldea la política estadounidense actual: la medida del éxito moderna sigue siendo poseer tu propia casa. Un ciudadano útil y productivo tiene que poseer tierras.
Los pobres eran “excremento humano” que solo servía para fertilizar dicha tierra, como dijo Thoreau (quien se las daba de progresista).
Exacto. Eran gente sacrificable. Hay gente que aún lo ve así. En los 90’s una escritora conservadora dijo aquello de que “pueden pasar un poco de hambre”.
El Nuevo Mundo era, esencialmente, un gran campo de trabajo.
Jamestown estaba a punto de fracasar, por las guerras indias y el hambre constante, hasta que lo transformaron en una colonia-prisión. En aquella época no temían usar el término, ni tampoco el de workhouse (hospicio de trabajo forzado). Los Estados Unidos eran lo mismo que Australia. Una prisión inmensa para gente que era una carga para la Gran Bretaña.
La diferencia entre Australia y Estados Unidos es que los segundos son unos maestros en la creación de mitos. Los australianos no tenían Disney.
A los norteamericanos nos chifla el mito. Por eso inventamos el de los Padres Peregrinos y los Puritanos, para fingir que la gente llegó aquí en busca de libertad religiosa. Pero los religiosos eran una minoría. Los factores que impulsaron la emigración a América eran económicos. Los creadores de mitos del XIX afinaron aún más la fábula, al añadir el concepto del Pionero que necesita moverse hacia el Oeste. Cuando la gente utiliza la palabra “pionero” o “colono” están borrando las connotaciones negativas que se asociaban a la gente que “supuraba” (como se decía entonces) hacia el Oeste. No eran colonos, eran pobres. Incluso la gente que es sensible contribuye a borrar la historia real. Rediseñan el pasado para sentirse mejor.
Por mucho que los padres de la patria se llenaran la boca con la Declaración de Derechos del Hombre, lo cierto es que la sociedad norteamericana siempre fue aristocrática y “semi-feudal” en su concepción. Igual que Gran Bretaña.
Sí, especialmente en el sistema de plantaciones del sur agrario. Jefferson defendía la expansión al Oeste, pero no prometía ascenso social, solo movilidad horizontal. Jefferson quería deshacerse de la Cámara de los Lores y de los títulos de propiedad, pero al final lo que hizo fue recrear una aristocracia de la riqueza. Los norteamericanos se niegan a aceptar que tenemos un sistema de clases. Jefferson quería creer que habíamos creado una nueva sociedad, pero en realidad había replicado la inglesa, con otros nombres. Cogimos sus leyes y cultura; no inventamos un país de la nada, como finge todo el mundo.
El mito es tan potente que a uno le entran ganas de creérselo: heroísmo, libertad, “derecho a la felicidad”…
Jefferson mantuvo una conversación con una familia pobre, cuyos niños iban semidesnudos, sin zapatos, el padre de familia llevaba la camisa abierta… Eran “basura blanca”. Pero aquel descamisado le habló a Jefferson con orgullo, porque poseía un pedazo de tierra, y eso se consideraba libertad. Nuestros políticos aprenden muy rápido a hablar el lenguaje de los pobres y a utilizarlo cuando les conviene, pero cuando salen elegidos lo olvidan muy rápido. Excepto en el caso del New Deal, que es el momento más progresivo de la historia de los EUA.
Benjamin Franklin tampoco era el achuchable caballero con ratón parlante de la película de Disney.
Franklin no venía de la élite, y fue ascendiendo a través de las clases, por lo que solía ser un poco más honesto que los demás al hablar de clase social. Subrayaba que los americanos defendían la esclavitud, que a su vez se apoyaba en la explotación infantil, porque así perpetuaban la condición de la madre. Era como crear un pedigrí distinto. Cuando Franklin dijo que las colonias norteñas eran mejor que las sureñas era porque el norte podía reproducir una población vasta de familias numerosas, y así el hombre sobreviviría explotando a su mujer e hijos. Franklin siempre afirmó que la explotación familiar era esencial para la idea de moverse al Oeste y ascender socialmente. Por supuesto, no había ninguna garantía de que eso prosperara. En sociedades agrarias hay mucha menos movilidad social que en sociedades comerciales. En 1776, la época de la Revolución Americana, Gran Bretaña tenía mucha más movilidad social que las colonias. Es la gran paradoja [ríe].
El nuevo país desarrolló una obsesión con la pureza de la sangre, el “buen linaje” y la nobleza hereditaria que, de hecho, rivalizaba con la inglesa (y con los nazis).
La atención al pedigrí influencia al pensamiento racial y se hereda de la idea de clase. El sistema legal inglés está basado por entero en las ideas de herencia y estirpe. La aristocracia, es bien sabido, funciona por línea sanguínea y genealogía. El concepto de “buen linaje” proviene de comunidades agrarias, donde los humanos convivían con animales. Daniel Huntley, uno de mis “favoritos”, era un confederado que consideraba la élite sureña como “raza de jinetes” y siempre los equiparaba a los sementales [ríe], mientras que los pobres blancos eran jamelgos de sangre degenerada que pastaban en los páramos. Esto no eran solo metáforas. Su mundo no hacía tantas diferencias entre humanos y animales. Franklin pasó la vida estudiando hormigas y palomas; para él los impulsos biológicos eran más reveladores que las estructuras sociales a la hora de moldear comportamientos humanos.
Todas las guerras son guerras de clases. Los pobres blancos sureños no tenían esclavos, ni ningunas ganas de guerrear por las élites terratenientes del sur.
Algunos estados esclavistas del sur se unieron a la unión, como Virginia Occidental, y esclavistas sureños se afiliaron al ejército del “norte”. Las rebeliones internas eran incesantes (cosa que me encanta). En mitad del Mississippi, el estado natal de Jefferson Davies, surgió lo que llamaron Jones Free State, una sociedad libre independiente que creó su propio estado antiesclavista en medio de la Confederación. Algo así indica que los blancos pobres y los negros tenían redes subterráneas, y más contacto entre ellos que el que tenían las clases medias blancas con los blancos pobres. Ese es el problema con la sociedad actual: la gente ve esas manifestaciones pro-Trump y asume que son todo basura Blanca y que la cosa va de supremacía racial. Pero no es tan sencillo. En el sur, y en todos los Estados Unidos, clase y raza van siempre unidos. Los progresistas no ayudan, en ese sentido. Han perdido el foco de clase que existía en la política de los años sesenta, por ejemplo.
La vieja displicencia del Norte respecto al Sur explica eventos futuros, como la derrota de Hillary Clinton.
El género también tuvo que ver. Mira a Donald Trump. Está obsesionado con su fuerza y masculinidad. Vemos el liderazgo en términos de género. Pero es cierto que el partido demócrata solía ser el partido de la clase obrera y los sindicatos y apelaba a la clase “no-experta”. Joe Biden le critica a Hillary Clinton que ponga tanto énfasis en las “élites con pedigrí”. Yo estoy a favor de los expertos (no quiero vivir en un mundo donde un presidente idiota no presta atención a los hechos y nunca aprende), pero tienes que ampliar ese paraguas para no apelar solo a una sensibilidad de clase media. El problema con mi país es que la gente pobre no vota, y la mayoría de ellos estarían a favor de la política demócrata. Los mayores fans de Trump no son de clase obrera, sino gente que se ha movido a la clase media, adquiriendo valores conservadores y anti-estado, a la vez que conservan un resentimiento atávico por haber sido ignorados durante siglos. Por eso les gusta Trump. Él ha creado un espacio para ellos. Los medios de comunicación no han tenido más remedio que empezar a hablar en términos de clase social, cosa que odian. Aquí los periodistas son especialistas en hablar de raza, y a veces de género, pero nunca mezclados. Una periodista me dijo: “si hablamos de clase, ¿eso quiere decir que tenemos que dejar de hablar de raza?”. Como si solo pudieses hablar de una cosa a la vez [ríe].
Existe una tradición de proto-Trumps que se han paseado por la historia de tu país. Andrew Jackson, Davy Crockett, James K. Vardaman… Debo decir que caen mejor que Trump.
Esa es la razón del éxito de Trump. Está basándose en tradiciones que son parte de la cultura norteamericana. Es cierto que Davy Crockett cae más simpático, e hizo algunas cosas buenas: a) se rebeló contra Jackson, b) defendía los derechos de los squatters, u ocupantes ilegales de tierras, y c) también defendía los derechos de los nativos americanos. Hizo política, creó leyes, existía en el mundo real. Trump no presta atención a las condiciones materiales, para él todo es teatro y electoralismo. No tiene creencias. Cuando era la hora de codearse con demócratas era demócrata. Ahora se ha vuelto más viejo, más cascarrabias y más loco, la paranoia se le ha subido a la cabeza, así que encaja en el partido Republicano actual. Cuya idea es atacar y atacar, y buscar cabezas de turco.
Puedo entender cómo alguien de clase obrera vota por un paria que ha “triunfado” en el mundo, como Vardaman o Lincoln, aunque sus políticas le sean perjudiciales. Pero Trump nació millonario.
En Luisiana, donde yo vivo, la gente que votó por Trump le consideraba un buen hombre de negocios, porque los medios de comunicación no expusieron sus bancarrotas y sus fracasos. Primer error. El segundo error es que le votan por cómo se expresa. Es un billonario que habla como si estuviese en un chaflán de Queens. Esa gente rechazó a los otros candidatos republicanos, así como a Hillary Clinton, porque no querían un político con experiencia. La moda actual es antipolíticos, y por eso los candidatos tienen que vestir informal y hablar como la gente. La forma de hablar de Trump les resulta refrescante, y lo confunden con autenticidad. Que mienta o diga lo primero que se le pasa por la cabeza quiere decir que no está leyendo un guion. Y eso refuerza su atractivo.
La tendencia no es solo antipolíticos expertos, sino también anti-intelectual, ¿no?
En el 2016, solo un 32% de los estadounidenses tenían títulos universitarios. Los demócratas no pueden seguir utilizando la retórica meritocrática: educarse, superarse… Porque eso solo es aplicable a un tercio de la población. El resto de la gente tiene trayectorias profesionales completamente distintas. Los republicanos destruyeron los sindicatos, y los demócratas no hicieron nada para oponerse a las legislaciones del “derecho a trabajar” y todo eso. Por último, la clase obrera de hoy ya no son tipos blancos con cascos de construcción, como muestran los noticiarios. Es más diversa en raza y género. Pero Trump está atrapado en esa retórica, que le viene de Steve Bannon, un tío de origen humilde que se hizo superrico y super-corrupto, y se llenaba la boca con el Rust Belt y el declive industrial que él contribuyó a crear.
James K. Vardaman, senador demócrata de Mississippi, se apropió, como Trump, de la retórica white trash. Se definía a sí mismo como el “redneck original”.
Sí, es parecido a lo de Trump con el wrestling. Todo es exagerado y camp, es su simulación de millonario matón. La gente que va a los campeonatos de wrestling es de clase obrera, y saben que aquello es camp y falso y teatral, pero su sensibilidad sobre qué es divertido es distinta a la de la clase media. Quieren ver a gente con sus mismos gustos en el poder. Trump comprende y conecta con eso.
No esperaba empatizar con Lyndon B. Johnson. Le tenía demonizado por Vietnam, pero tu libro arroja una luz favorable sobre él.
La guerra del Vietnam es la crítica más habitual que se le suele hacer. Pero Johnson era un tipo honesto y un político de verdad: conseguía que se aprobaran leyes en el congreso (algo que hoy resulta imposible). Además, comprendía perfectamente los problemas de los pobres, porque él era un producto del New Deal: un profesor de escuela que había trabajado en proyectos del New deal y enseñado a niños pobres. Mucha gente piensa en su programa de la Great Society y solo recuerda los fondos destinados a los guetos negros urbanos, pero ignoran los fondos que se destinaron a los pobres blancos rurales de los Apalaches, por ejemplo. Para él, esas dos clases estaban sufriendo y necesitaban el mismo tipo de ayuda. Los demócratas actuales solo se fijan en raza y en entornos urbanos, dándoles una excusa a los críticos de las ayudas gubernamentales. Convertimos a los blancos pobres rurales en invisibles, y luego nos sorprendemos de que los conservadores logren incitar el odio racial.
En España sucede algo similar.
Los estados sureños proveen menos asistencia que los norteños, pero consiguen más ayudas. Luisiana tiene cargas fiscales regresivas, e impuestos a la propiedad bajísimos. El problema es que los pobres asumen que los políticos son corruptos, porque en el pasado lo han sido, y no esperan nada de ellos. Yo crecí en New jersey, donde la gente se queja. En el sur, la gente pobre acepta lo que le dan. Eso se convierte en un juego de suma cero que los republicanos explotan: el pobre blanco asume que no va a recibir ayudas, y no quiere que otros las consigan. Los terratenientes sureños no van a favor de la clase obrera blanca del sur. Es igual que en la Confederación. Los pobres blancos del sur ondean la confederada, la bandera de una gente que les odiaba y les aplastó [ríe].
La tentación de realizar otra comparación con España es casi irresistible.
Los terratenientes sureños intentaron quitarles el voto. Imagina. Temían que les sedujera Lincoln y empezara un levantamiento de clase. Pero la confederación ha sido tan romantizada tras los sesenta que es imposible discutir la realidad. La clase obrera sureña defiende los monumentos de Jefferson Davies o Robert E. Lee, oligarcas que les consideraban carne de cañón. Esas estatuas las construyó la nueva élite blanca sureña, no son en honor del pueblo.
Los ataques a Lyndon B. o Sarah Palin, dos políticos completamente distintos, se parecían en su naturaleza clasista.
Se centraban en que eran paletos sin educación, gañanes sin modales. Cuando la gente asciende en la escala social, empieza a desdeñar a los que se quedan abajo. La idea de que los que vienen de bagajes pobres van a ser automáticamente liberales o progresistas es falsa. Bernie Sanders habla siempre del 1% que tiene el poder, pero el sistema de clases se transmite por todas las clases. Infecta la relación que la clase obrera tiene con la clase pobre. La mayoría de gente trabajadora tiene miedo de empeorar económicamente. Las estadísticas muestran que la clase obrera no asciende: tiende a caer, luego tal vez vuelve a su estado anterior, pero raramente se muda a la media. Lo de que “solo hay un camino y es hacia arriba” es una patraña: la gente trabajadora desciende. El triunfo de algunas políticas (y de Trump) están basadas en la explotación del resentimiento: de las clases medias hacia las clases obreras y pobres, o de la clase obrera intentando conservar su identidad y distinguiéndose del lumpen. El redneck se define en contraposición a la basura blanca. Los llamados rednecks se ven a sí mismos como gente que trabaja duro y bebe duro, pero que tiene un empleo, mientras que la basura blanca vive de las ayudas y no aporta nada a la sociedad.
Repasas los estereotipos clasistas de la televisión norteamericana y el show business.
El propósito de una serie como The Beverly Hillbillies era hacer que la clase media odiase al banquero a la vez que sentía resentimiento por una familia de basura blanca que no merecía el regalo. La gente mira una serie como Here comes Honey Boo Boo porque es como un desfile de freaks. Te sentirás superior a ellos, porque son patéticos y puedes reírte de su estupidez. La clase media es profundamente insegura: solo se define a sí misma por quien tiene encima y debajo.
El esclavismo funcionaba por eso. Porque los pobres blancos temían descender al nivel del esclavo.
Sí. La confederación utilizaba esa idea para competir con el encanto de Lincoln. Los republicanos norteños querían pasar el Homestead Act, que pretendía entregar tierras a los pobres. Un cambio en las leyes de propiedad era algo muy peligroso para la élite sureña. Así que les dijeron a los pobres que el Norte les iba a hacer descender al nivel de esclavos negros. En realidad, los potentados sureños consideraban a la basura blanca por debajo de los esclavos, porque según ellos los esclavos eran productivos. Eso es revelador. Respetaban a sus esclavos porque les hacían ganar dinero, mientras que la basura blanca eran ladrones, usurpadores de tierras e inútiles. Solo querían librarse de ellos.
Reexaminas una de las imágenes más famosas del racismo blanco, que es Hazel Bryan increpando a la primera estudiante negra de Little Rock, Arkansas.
Es interesante reexaminar lo sucedido, porque Hazel Bryan ya no era basura blanca cuando se tomó esa imagen. Su familia se había mudado a la ciudad no hacía mucho, y de repente vivía en una casa con lavabos. A todos los efectos, había ascendido socialmente, y adoptado el temor a descender de la clase media. En segundo lugar: en Little Rock había tres institutos: el de la élite, que no era integrado; el afroamericano; y Central High, que era el de la clase obrera. Cuando empezaron a integrar, lo hicieron con el de clase obrera. Era un experimento social, que además no iba a salpicar a la élite, que continuaba teniendo un instituto solo para blancos. La explosión racista de Little Rock tenía mucho de ira de clase, y eso jamás se comenta. El caso de Hazel Bryan es interesante, porque descendió socialmente, y acabó viviendo en una caravana, como tanta otra gente de su generación. Sus padres, que eran hijos del New Deal, ascendieron; ella cayó.
Bill Clinton fue “el primer presidente negro”. Explícanos la teoría.
Sus experiencias con la pobreza eran similares a los de un afroamericano. Comprendía los aprietos de la comunidad negra porque venía de una clase similar. Los republicanos lo leyeron de otro modo: le llamaron el primer presidente white trash. Le odiaban como nunca odiaron a Obama. Cuando sucedió el escándalo Monica Lewinsky lo atribuyeron a su talante de basura blanca. Los republicanos creían que Reagan era un Rey: el dignatario perfecto, elegante, señorial… La señora Reagan miraba por encima del hombro a los Carter, que venían de la clase trabajadora, y una vez en el poder hizo fumigar la Casa Blanca. Reagan les hizo vivir de nuevo el sueño aristocrático americano. Pero Clinton… Era un insulto viviente a aquello. Los llamaban el príncipe y el mendigo. Insultaban a su madre, que había sido pobre y adicta a las drogas. El pedigrí era clave para analizarle. Con Sarah Palin hicieron lo mismo. Se ensañaron con que su hija se había quedado embarazada antes del matrimonio, como si aquello fuese un atributo lumpen. Twitter e internet difundieron el bulo de que el hijo disminuido de Palin era en realidad hijo de su hija. Cuando tratan de meterle alguna puya a Hillary Clinton (y las mujeres acarrean un mayor estigma de clase que los hombres) siempre es por algún defecto de clase: mala dentadura, por fumar, por no engendrar suficiente descendencia. Por ser una mala madre que alimenta a sus hijos con arcilla, como se decía antes.
Danos tu apuesta para estas elecciones.
Trump ha quemado la mayoría de sus puentes. Su rabia y fealdad no son solo clasistas y racistas sino también machistas, y creo que casi nadie le soporta. Los republicanos del Lincoln Project, que son desertores anti-Trump, afirman que el partido republicano actual está dividido, y es por razones de clase. Los republicanos con cierta educación tienen Fatiga Trump, y se han dado cuenta de que Biden no es el anticristo [ríe]. Creo que ese tipo de republicanos va a cambiar su voto. Y todo empezará en Pensilvania, el estado de Biden. Está hablando de clase en su programa: señala a Trump como un snob que mira por encima del hombro a los pobres, el tipo que prohíbe el ingreso del trabajador corriente al club de campo. El sur sigue siendo un caso perdido, pero va a notarse un incremento de votantes negros y mujeres negras (que siempre han apoyado a Hillary). Resumiendo: la gente está harta de Trump. Lo que quieren ahora es un presidente aburrido. Pero aún van a votarle muchos, no nos engañemos. Las dos cosas que me preocupan post-elecciones son: a) las milicias (van a crear violencia, seguro) y b) la división absoluta de los republicanos, que, incapaces de rehacer el partido desde los cimientos, tal vez se vean obligados a buscar a alguien peor que Trump. Pues alguien como él ya ganó una vez. ¿Por qué no repetir?
Kiko Amat
(Hace un par de meses entrevisté a Nancy Isenberg para El Periódico, en la que todo apunta que fue la última entrevista que voy a realizar en un tiempo. Por razones de tiempo. Esta es la fabulosa charla sin cortes de aquella entrevista. Todos los derechos de Kiko Amat. Citen la fuente, si me hacen el favor)
Fue una larga conversación. Turbadora también. Pueden leer la versión editada para Más Periódico justo aquí, donde se las arregla para soltar unas cuantas afirmaciones punibles por la ley, y otras tantas que simplemente son malintencionadas, y otras que dicen mucho más de su retorcida mente que del tema en cuestión.
Goad es un temible ejemplar de extremista listo (de derechas, por mucho que lo niegue), con mucho tiempo en sus manos y un ojo particularmente perverso para la estadística fría (a veces manoseada, a veces descontextualizada), la «libertad de expresión» y el «sentido común». Hablar con él durante una hora es como visitar un país árido y ventoso, con orografía interesante pero nada bonita. Una experiencia turística que tal vez coagulará en anécdota fascinante, pero que en el momento de vivirla no fue más que pulgas, humedad y comida pasada de fecha.
Jim Goad es, sin duda, un tipo peligroso. No es el primero que conozco, pero sí el primero con tanta retentiva factual y talento para la manipulación histórica.
Su libro, Manifiesto redneck (Dirty Works) tocaba varios puntos validísimos. Por desgracia, esos puntos son exactamente aquellos sobre los que Goad ha cambiado de idea. Para mal, como leerán en la pieza.