“Not so grim as my aunt Agatha, perhaps, for that could hardly be expected, but certainly well up in the class of Jael the wife of Heber and the Madame Whoever-it-was who used to sit and knit at the foot of the guillotine during the French Revolution. She had a beaky nose, tight thin lips, and her eye could have been used for splitting logs in the teak forests of Borneo.”
“Über allen Gipfeln ist Ruh, in allen Wipfelm spürest du kaum einen Hauch. Die Vögelein schweigen im Walde, warte nur, balde, ruhest du auch… Beautiful, isn’t it?
Yeah. Yeah. Great. Nice sound, But it’s a bit off-putting that I don’t understand what it means.
1. Hace unas semanas estaba yo sentado en una terraza de la calle Provença, bebiendo cerveza con unos amigos, cuando un turismo frenó, quemando rueda, a unos metros de nuestra mesa. Del vehículo, que quedó medio atravesado en el chaflán, salieron dos hombres que, por su idéntico corte de pelo, disfraz antisistema y expresión enfurruñada, identificamos como policías de paisano. Los dos salieron trotando, ceños fruncidos hasta la fractura frontal, hacia la boca del metro Verdaguer.
A los pocos minutos el eco de las sirenas rebotaba por las calles, y dos nuevos coches de Mossos, ocupados por dos agentes cada uno (esta vez de uniforme), descendían por el passeig Sant Joan. Los cuatro efectivos emergieron de los coches celulares y se encaminaron zumbando al metro. Antes de que pudiesen descender por las escaleras se les sumaron, desde diversos puntos cardinales, en una coreografía espontánea pero de tremenda belleza plástica (un poco como los minis de The italian job), tres nuevos vehículos policiales, todos con sus mostrencos de azul. Los seis flamantes Mossos se disponían a emprender la loca carrera cuando (se lo prometo) dos furgonas de la Brimo se materializaron en la zona, y un puñado de antidisturbios se unían a lo que a estas alturas ya parecían las inmediaciones de las torres gemelas tras el impacto del primer avión. Más o menos en este punto la gente de las terrazas empezó a carcajearse con el salutífero salero, y natural descreimiento ante la ley, que caracterizan a nuestra raza.
Por si estos dos primeros párrafos les han confundido, realizaré yo mismo la suma: ocho coches policiales, dos de ellos carros de combate de la Brimo, y un número de agentes que podríamos situar en la veintena, fueron convocados en la boca del metro de Verdaguer para combatir… ¿ataque de ántrax? ¿secta pedófila? ¿explosivo de Isis? ¿aparición de la bestia del Apocalipsis de San Juan?
No ha acertado nadie. Este número descabellado de policías, que un ojo inexperto podría haber confundido con las primeras tropas que pisaron playa Omaha cuando el desembarco de Normandía, ocuparon el espacio público y sembraron el pánico infantil para lo que uno de los agentes de uniforme, regresando a su vehículo, definió como “nada” (y ustedes y yo sabemos que era un mantero).
Esta historia no tiene absolutamente nada que ver con lo que me dispongo a contarles, pero quiero que la recuerden la siguiente vez que escuchen a alguien de la Generalitat, o del Gobierno Central, declarando que no hay dinero para Sanidad.
2. Mi historia de verdad empieza un lunes de julio cuando, más o menos como ahora, me disponía a traspasar mis egregios pensamientos al papel. Aquel día una cierta congoja premonitoria hacia temblar mis manos, pues solo dos días antes, el sábado por la tarde, mi esposa había sufrido un accidente doméstico en el instante en que las yemas de mis dedos empezaban a desplazarse genialmente por el teclado.
Les sitúo en el flashback: aquel sábado, mi mujer se levantó de la siesta, resbaló en uno de esos suelos encerados bizantinamente que uno encuentra en algunos pisos opulentos de Barcelona, y se abrió la cabeza. Un grito lovecraftiano, surgido de su tráquea, interrumpió mis meditaciones y me “heló la sangre”, como dice el cliché. En aquel momento yo me hallaba en el despacho, como les dije, escribiendo no sé qué mierda. O masturbándome (es broma; no estaba masturbándome).
Cuando llegué al lugar de los hechos, respondiendo al aullido primigenio, mi mujer ya estaba en la ducha, y tan solo un charquito de sangre permanecía en el lugar donde había caído. Parecía escapado de las páginas de Agatha Christie.
Mi mujer continuaba chillando, asustada, en la ducha, echándose agua sobre la herida sangrante, y bajo el chorro repetía que no escuchaba, que se había quedado medio sorda. Examiné su lesión. Era un tajo notable. La piel alrededor del corte tenía la apariencia magullada de una nectarina madura tras caer al suelo. El agua a sus pies se teñía de un color asalmonado. Decidí llamar a una ambulancia.
Pese a la gravedad potencial de los hechos, y el disgusto y dolor de mi mujer, todo mejoró a partir de allí, o cuanto menos fue gestionado, paso a paso, por gente capaz. Unos ambulanceros jóvenes y emprendeduriales nos trasladaron, tras una espera de solo veinte minutos, a un hospital que fue todo eficiencia y cordialidad. Al poco de llegar allí hicieron pasar a mi mujer a un box, le cosieron la herida (seis puntos), le realizaron un tac que salió positivo (ningún traumatismo craneal, ningún daño visible al oído, etc.) y nos dieron el alta. Aquella misma noche volvíamos a estar en el piso de los suelos traicioneros, comiendo burritos, yo levantando la voz para que mi mujer me escuchase (seguía medio sorda).
Hasta ahí el flashback. Cómo carajo llegaron a sucedernos las cosas que nos sucederían dos días después en el mismo hospital es algo que aún pugno por comprender.
3. Saltemos al lunes. Estaba yo a primera hora de la mañana, como les dije, volviendo a colocar las primeras frases de una nueva obra maestra que estremecería al mundo, a la vez que reponiéndome del maldito susto del sábado, cuando otro alarido gutural llegó a mí desde el dormitorio, haciéndome brincar de la silla. No pensé que aquello se estaba convirtiendo en una costumbre, ni que mi carrera literaria había terminado. Tumbé la silla al levantarme, corrí de nuevo al dormitorio.
Esta vez no se distinguían charcos de sangre en ninguna parte, gracias al cielo, pero en la cama había una mujer extremadamente mareada, con rostro céreo de estatua romana, exclamando que todo le daba vueltas. Mis preguntas sobre la intensidad del ataque, y la gravedad potencial del mareo, fueron respondidos con nuevas exclamaciones y algún insulto. Parecía grave. Desde que la conocía, mi mujer temía una cosa por encima de las demás, y era que regresaran los vértigos que padecía de niña. Y las arañas. Pero concentrémonos en lo primero: parecía que los malditos vértigos habían hecho lo mismo que Richard Gere en el fétido remake de El regreso de Martin Guerre: un día estaban muertos en el frente y al día siguiente se plantaban en la puerta de la choza familiar. Con hambre.
Mi mujer empezó a vomitar. Decidí llamar a la ambulancia sin más demora. A partir de aquí todo se transformó en un reflejo grotesco de lo que había sucedido el sábado, como la esperpéntica parodia ochentera de un drama con final feliz: de Shane a Sillas de montar calientes.
4. La ambulancia tardó dos horas. De acuerdo que les habíamos comunicado que se trataba de vértigos y náuseas, pero Barcelona en 2021 no era Sarajevo en 1994: podrían haber tardado menos. Cuando abrí la puerta, un escalofrío premonitorio relampagueó por mi espina dorsal. Aquellos dos ambulanceros no eran los jóvenes eficientes que nos habían auxiliado en el percance previo. Eran otros dos, españoles, uno de ellos cercano a la jubilación, calvo y corto de vista, el otro imberbe y con expresión de sufrir un caso extremo de PESPOLA (Persona Superada Por Los Acontecimientos).
Lo primero que manifestaron al adentrarse en el piso era si “por casualidad” teníamos alguna bolsa para los vómitos (recordemos que la causa de nuestra llamada eran, exclusivamente, vértigos y náuseas). Dos palabras parpadearon en mi cerebro: Mortadelo y Filemón. Mis sospechas se confirmaron cuando bajamos a la calle, con mi mujer ya en la camilla, y los dos me comunicaron que debíamos esperar a que llegase otra ambulancia, pues la que habían utilizado para responder a nuestra llamada se había averiado. ¡Nuestros ambulanceros habían gripado el vehículo de emergencias!
Llegó la otra ambulancia. Quince minutos más tarde. Tras un breve reparto de quejas y maldiciones entre trabajadores del gremio, Pepe Gotera y Otilio (he decidido que funcionan mejor como símil) trataron de introducir a mi mujer, y la camilla que la sostenía, dentro de la nueva ambulancia. Mi mujer no se resistió, pero su soporte elemental sí. La camilla no se plegaba. En lugar de aplicarle algo de aceite de motor a las juntas, o cuchichearles cosas a las ruedas, al estilo El hombre que susurraba a los caballos, los dos chapuceros se aplicaron a arrearle tremendos empujones a la camilla, que (por si lo han olvidado) acarreaba a una mujer mareadísima encima. Mi esposa volvió a vomitar, por fortuna dentro de la bolsa (nuestra bolsa). Finalmente las patas de la camilla cedieron, plegándose, y mi mujer fue colocada en el interior de la ambulancia. Nos pusimos en marcha.
A lo largo del trayecto hacia el hospital un joven y novato Otilio trataba de explicarse por el móvil y comunicar identidad y posición, sin éxito. Los códigos de las ambulancias eran distintos (recordemos que nuestros ambulanceros habían cambiado de monturas a medio periplo, igual que tuaregs en una travesía por el desierto), y desde la central no comprendían quién eran ni qué deseaban aquellos dos desconocidos. Seguramente les tomaron por locos que habían secuestrado una ambulancia y ahora deambulaban, sin control alguno, por la ciudad, recogiendo pacientes, o gente completamente sana, al tuntún.
Pepe Gotera le arrebató el móvil a Otilio de un manotazo, y empezó a berrear por él. Quiero decir: gritos. Yo diría que entre los atributos de un ambulancero de urgencias debería estar incluido el mantener la calma y comunicar serenidad. A nosotros nos había tocado el único ambulancero con propensión a los ataques de ira de toda la flota. Empecé a marearme también. Me pregunté si sería aceptable vomitar a la vez que mi mujer en el mismo contenedor, como el que hace coros en un grupo ye-yé.
Al final llegamos al ambulatorio. Pepe Gotera nos dejó en Admisiones, y luego continuó gritándole al caballero de la centralita (“¡Gómez! ¡Esto no puede ser, Gómez!”), justo al lado del cartel que indicaba SILENCIO. No sé dónde estaba Otilio. Posiblemente haciéndose un bocadillo de hipopótamo en otra viñeta.
5. En Admisiones nos comunicaron que los ordenadores habían “petado”, y que aquel día las entradas se realizaban de manera manuscrita. La enfermera le tomó los datos a mi mujer, esforzándose en hacer caligrafía legible tras años de experiencia digital, y nos hicieron pasar a Triatge, mientras nos informaban de que a los pacientes se les visitaba por “orden de gravedad”.
Tardé poco en comprobar que tras esa superficial apariencia de “orden” se gestaba el más puro caos, igual que en la Alemania de 1939: tras mi mujer fue admitida una señora de sesenta años “con el tobillo torcido”, una calificación poco espectacular que nos hizo asumir que pasaría después de nosotros. Por añadidura, la señora no paraba de pasearse pasillo arriba y abajo, había salido a la sala de espera en varias ocasiones para hablar con el marido, y por un momento parecía que tenía posibilidades de ganar un concurso de limbo, si se llega a organizar uno.
La señora, como sospechan, pasó antes que nosotros.
Al cuarto de hora fue admitido un Mosso con insolación, o bajada de tensión, o posesión demoníaca, y a él también le pasaron. Un somero análisis estadístico que conduje durante la siguiente media hora me confirmó que colar a cualquier modalidad de anciano formaba parte también de la idea de orden del hospital. Todos aquellos venerables vejestorios, algunos de ellos gozando de una salud envidiable pese a su bíblica edad, pasaron delante de una mujer con fuertes vómitos y mareos que se había pegado un duro golpe en la cabeza solo dos días antes.
Cuando habían pasado todos los seniors, y también el policía (era posesión demoníaca, al final) llegó nuestra hora. Nos condujeron al box. Un señor con bata blanca y estetoscopio le pegó a mi mujer el vistazo más breve de la historia y masculló que en breve aparecería “un médico”. ¿Un médico? ¿Quién leches eres tú, entonces?, decidí no preguntar. Nuevos escalofríos en mi espina dorsal.
Empezaron a pasar los minutos. Tic-toc, tic-toc. Biiiiiip. Biiiiiip. ¿Bip? Al cabo de un buen rato percibí que lo que me estaba marcando el paso del tiempo no era la cadencia de un carillón gótico sino el monitor de signos vitales, que había quedado encendido tras el último paciente (iba a escribir cadáver). Lo desenchufé yo mismo. Una enfermera gruñona con pañuelo hippy en la cabeza, sin duda exalumna del Instituto Mengele, me riñó como no me reñían desde la EGB, y no por desconectar el monitor, precisamente, sino porque había cometido la imperdonable imprudencia de preguntar, en un hospital de urgencias, cuándo aparecería el doctor.
Decidí seguir esperando. Por desgracia, no había traído nada para leer, así que me resigné a pasar el rato examinando un cartel de Sondaje Urinario que había colgado en la pared del box. Aquello no daba para mucho. Digamos que a partir de “lavado de genitales” la trama se volvía previsible.
6. Por fortuna, cuando empezaba la sexta relectura de Sondaje urinario apareció el doctor. Uno distinto. La cara del segundo doctor (quizás primer doctor de verdad) me resultaba familiar. El acento le delataba como mexicano, aunque las maneras marciales con las que examinó a mi esposa y el modo autoritario con el que enunció su diagnóstico me hizo pensar en un oficial prusiano pasando revista en los barracones del segundo de Ulanos. “¿Listo?”, exclamaba tras cada una de de sus aseveraciones, de un modo que sonaba a duda sobre mi coeficiente intelectual (aunque sin duda se trataba de una muletilla regional).
El doctor, tras un breve examen, le anunció a berridos a mi mujer (quien, a todo esto, seguía vomitando y con el rostro color resina) que tenía una otitis, y que la tratarían con antibióticos y antivomitivos y no recuerdo qué más.
De repente recordé dónde le había visto antes. Era Manny, de Modern family. Su nuca, especialmente (parecía como si llevara una butterfly pillow de carne). La revelación fue a la vez tranquilizadora y alarmante: tranquilizadora porque el personaje de Manny es, en la serie, un control freak superdotado, y por tanto sería capaz de tomar las riendas de aquella situación. Alarmante porque Modern family es una serie (duh), y a Manny lo interpreta un actor llamado Rico Rodríguez que no distinguiría una otitis de una piorrea.
Manny se fue. Yo me creí lo de la otitis, porque todo el mundo se cree lo que dice alguien en bata blanca y una identificación (tal vez robada). Salí del box y observé como se alejaba. Aún no sentía animosidad directa hacia aquel tipo, pero es cierto que sus modos no habían sido los más amables del gremio médico. De hecho se parecían más a los de los seguratas de cierta sala barcelonesa, de la época en que yo iba a lugares como aquellos, que te echaban a patadas por respirar fuerte en su presencia. Decidí pasarlo por alto. Al fin y al cabo, lo importante aquí era la eficacia diagnóstica, no si el médico lo decía con flores y en forma de soneto.
Antes de meterme de nuevo en el box, examiné el pasillo. Dios santo, al contrario que la famosa novela de Cormac McCarthy, este sí era lugar para viejos. En el box contiguo respiraba (con suma dificultad) alguien (le llamaremos “Camilo”), a quien Matusalén habría tratado de usted. La piel facial de Camilo, de textura inconfundiblemente escrotal, parecía comprimida y arrugada por la mera acción de la atmosfera terrestre. La única actividad que parecía capaz de realizar este compañero de armas de Nabucodonosor era amasar ruidosamente en su boca monstruosos buñuelos de flema y moco, que cada cierto tiempo iba escupiendo (o mejor, vertiendo) en una jofaina.
Según pude atestiguar (fisgando), muchos de aquellos octogenarios estaban allí por haberse caído por la calle y roto/torcido algo. Pensé que alguien debería inventar algún tipo de escudo hinchable íntegro de apariencia michelinesca, patentarlo y convertirlo en obligatorio para los over-80’s. Las salas de urgencias estarían vacías, se lo garantizo.
Estoy dispuesto a escuchar ofertas.
7. El turno de día se transformó en turno de noche. A mi mujer, que llevaba vomitando desde las nueve de la mañana (doce horas antes), no le habían hecho el menor efecto las imaginativas prescripciones de Manny. Las pocas veces en que este se dejaba caer por la sala, y yo le interrogaba al respecto, el formidable actor infantil me invitaba a, como se dice en mi pueblo, ir a meterle pedos a una lata (él no lo expresaba así). En cuanto al resto de enfermeras, solo respondían a mis esporádicas preguntas con a) displicencia, b) exasperación, o c) expresiones de completa inopia. La única buena gente de aquel infierno fueron los camilleros. Y Ágata.
Ágata apareció al inicio del turno de noche. Esta enfermera con nombre de cabaretera, o centerfold de revista erótica, era la primera persona servicial y de maneras cariñosas con la que topábamos en nuestra particular saison en enfer. Ágata, tras anunciar que su nombre era, efectivamente, Ágata, “para lo que queráis”, procedió a entubar, inyectar, comentar, ajetrearse con esto y aquello, llamar a mi mujer “cariñito” y, sobre todo, preguntar. Preguntar, para empezar, qué sucedía en aquel box.
Yo, que crecí viendo religiosamente A cor obert, asumía que a cada enfermera que entraba en un nuevo turno se le hacía entrega de un informe de las dolencias del paciente, como los que aparecen, espléndidamente entablillados, al pie de la cama de hospital en las series norteamericanas. Pues no. Las enfermeras de urgencias españolas se materializan en boxes rodeados de un misterio impenetrable, como concursantes de ¡Sorpresa sorpresa!. Gana la enfermera que puede deducir, en diez minutos, a través de penetrante observación clínica y certeras preguntas al enfermo y allegados, de qué enfermedad se trata. Ágata, por tanto, solo sabía lo que le estábamos contando, pues “hace una hora estaba en mi casa” (repitió esto varias veces, quizás anhelando regresar allí).
Pese a su ignorancia diagnóstica (cosa que, para ser justos, no entraría en sus atribuciones laborales), Ágata nos tranquilizó lo mejor que pudo, repitió varios “cariñito”, y nos recordó unas cuantas veces más que ella era Ágata, para lo que quisiéramos. Lo que queríamos, le dije yo, era organizar el ajusticiamiento público del Conseller de Sanitat. Ágata sonrió, porque en realidad no dije eso. Solo manifesté, en un tono de lo más empático, el alarmante estado de la sanidad pública.
– Ya -contestó ella- Si fuese mi madre la que está en la camilla yo también me estaría cagando en todo.
Asentí con la cabeza.
Detuve mi asentimiento.
Fruncí el ceño, arqueé una ceja. ¿Ha dicho…? Me dije que debía haberlo escuchado mal. Ágata continuó hablando, y faenando, y al cabo de un momento realizó dos nuevos comentarios sobre mi madre. Por qué la que hasta aquel momento era mi enfermera favorita insistía en traer a colación a una señora que falleció hace doce años se habría quedado en enigma irresoluble, si no fuese porque al finalizar todas sus tareas Ágata se volvió hacia mí y me dijo, aplicando boli a tablilla:
– Así, eres el hijo, ¿no?
Jesucristo, apiádate de nosotros. Mi fe en Ágata se derrumbó de un plumazo, como la línea Maginot en la batalla de Francia. No hay palabras que definan de cuán alto cayó esta profesional clínica en mi estimación, y lo terrible de mi desencanto. De golpe la teoría de que era una cupletera recién salida de El Molino cobró nueva fuerza. ¿Cómo explicarlo, si no? Habíamos depositado todas nuestras esperanzas en una mujer que pensaba que una paciente de cuarenta y seis años podía ser la madre de un hombre de cincuenta. ¡Maldita sea, Ágata, flor del Paralelo! ¿Dónde estudiaste medicina, en el guion de Terminator?
Si mi mujer no llega a tener la boca llena de potas en aquel preciso instante se habría carcajeado muy fuerte al escuchar aquello. Si yo no hubiese entrado en un paralizante estado de pánico abyecto lo habría hecho también.
8. Nos acercamos al desenlace de esta historia. No sufran, el final es razonablemente feliz y mi mujer sigue entre nosotros. Me hallaba yo durmiendo en el suelo del box, como un yogi enloquecido, hacia las tres de la mañana o así, cuando entró alguien a echarnos del box. Nos recolocaron en el pasillo, y de allí, tras dos nuevas horas disfrutando de una sinfonía variada de la tercera edad (pedos sin fuerza, sibilancias pulmonares, llamadas de alarma por cualquier picazón cular), nos movieron a una sala externa. En algún momento seríamos subidos a planta para que le trataran a mi mujer la otitis, añadieron.
La nueva sala también estaba llena de abuelos con un pie en la tumba, para no perder la costumbre, pero al menos disponía de cortinas que le daban a nuestra cama una ilusoria apariencia de intimidad. Y allí, en aquella nueva estancia, esperando a la muerte, yo convirtiéndome paso a paso en un gerontófobo irredimible, es donde nació la leyenda del médico a quien llamaremos Jesús (lo merece).
Yo recuerdo su entrada como la de un ser sobrenatural, rodeado de cegadora luz y flotando sobre las nubes, pero lo cierto es que Jesús entró a la sala andando como un mero mortal. Pues era humilde, Jesús. Se presentó a nosotros, dijo su nombre (tenía un meloso y relajante acento cubano), y acto seguido explicó que él era neurólogo, que no entendía por qué le habían mandado allí para una otitis, pero que igualmente iba a echar un vistazo.
¡Ja! (me río ahora). Llamar “vistazo” a lo que hizo Jesús es como llamar “mano de pintura” a los frescos de la Capilla Sixtina.
Jesús, aka “The Healer”, hizo incorporar a mi esposa, le examinó ambas orejas con el utensilio, le soltó un par de preguntas sencillas sobre su percance, la conminó a mirar fijamente uno de sus gráciles dedos mientras lo desplazaba en el aire, y en menos de dos minutos anunció, con una voz balsámica que mandaría a la piltra a una estampida de elefantes embravecidos:
– Esto no es otitis. No sé por qué os han dicho que lo era.
Yo tuve que refrenarme poderosamente para no delatar, allí y entonces, como un maldito acusica de parvulitos, a Manny y la cohorte de incompetentes que nos habían llevado hasta allí. Me mordí el labio superior. Jesús siguió hablando. Varios de los viejos en estado terminal que había en las camas cercanas entonaron un hosanna. Uno de ellos, el doble amputado de la 6, recuperó ambas piernas y se puso a bailar el kasatchok en el pasillo.
– Lo más probable es que esto sea algo llamado Vértigo Posicional Paroxístico Benigno -dijo, y me miró a mí- Ya verás, búscalo en Google.
Yo desvié los ojos para no mirarle directamente y quedarme ciego. Luego obedecí.
Ahí estaba. VPPB. El viejo VeePee. Con centenares de entradas en Google, libres de ser consultadas por todo el mundo (esto va por ti, Manny).
Jesús procedió a contarnos de qué se trataba (algo relacionado con “piedrecitas” y un “laberinto”), subrayó que, como su nombre indicaba, era un mal “benigno” (yo dije, entre dientes, que podrían haber puesto esa palabra al principio del término; Jesús me miró y sonrió, pese a que la Biblia diga que no lo hacía) y anunció que iba a realizar una serie de movimientos que mejorarían a mi esposa.
Aquí es cuando les conmino muy fuerte a creer lo que sigue. Porque lo del diabético danzante era broma, lo admito, pero lo que me dispongo a relatar no.
Jesús agarró con suma suavidad la cabeza de mi mujer, explicando, paciente, cada futuro movimiento, la dejó caer así y asá, la levantó daquí y dacó, la hizo rotar de aquí para allá, repitió los movimientos tres veces, y, finalmente, emplazó a mi mujer a incorporarse en la cama.
– ¿Te encuentras algo mejor? -fueron sus sencillas palabras.
Mi mujer afirmó, con los ojos muy abiertos, que sí.
– ¿Mucho mejor? -añadió, flipándose un poco con lo suyo, la verdad (y quién podría culparle).
Mi mujer respondió que aquello también era cierto, y que de hecho se le había quitado el mareo casi por completo. Jesús aceptó aquella información como la única consecución lógica de sus actos previos. Explicó que repetiríamos esos movimientos, dos series de tres, para acabar de estar seguros de que todo estaba en su sitio. Realizó los movimientos. A mi mujer se le quitaron el mareo y los vértigos y (llega el momento de jurar, llevo todo el texto aguantándome) su puta madre.
– Ya estás curada -dijo Jesús, en una frase que era 100% Nuevo Testamento. Solo le faltó añadir “levántate y anda”. No habría sonado fuera de lugar. Pues, en verdad os digo, aquello era lo más parecido a una imposición de manos sanadora que yo había presenciado en mi vida. Si un profeta hubiese hecho algo así en el 200 AC, pongamos, ahora sería venerado en varios pueblos de Italia y habría una sección de la Biblia con su nombre.
Jesús se despidió, dijo que nos haría el alta para esa misma mañana y luego se marchó, pues su tarea allí había terminado. Se alejó andando tan pancho, sin alardes, un poco como el Michael Landon de Autopista hacia el cielo. Haber realizado milagro en muller era el pan de cada día para él. No pidió dinero (yo se lo habría entregado) ni que difundiésemos la buena nueva (ahora estaría yo predicando en túnica por las calles). No pidió gratitud ni pleitesía por haberle ahorrado a una buena mujer meses (quizás años) de tratamientos erróneos y agonía general y vértigos paralizantes. Solo estaba haciendo su trabajo, como tantos otros médicos (esto no va por ti, Manny) de nuestro país.
La conclusión de esta pieza se antoja, así, redundante:
Más médicos y menos policía.
(este es un artículo inédito, exclusivo para Bendito Atraso y escrito por Kiko Amat. Difundan y compartan a placer, faltaba más, especificando que la autoría es de Kiko Amat)
Nota: Este artículo cómico, huelga decirlo, no pretende ser una crítica general a los profesionales de la medicina, sino la explicación esperpéntica de un caso concreto. Asimismo, sí puede leerse, y debería leerse, como crónica humorística -pero crónica al fin y al cabo- de lo que la gestión ultraliberal le está haciendo a la Salud Pública.
“Pero no debe tener miedo de mí, doctor Seligman, de verdad. Su asistente me dijo que es usted muy concienzudo y que esto podría llevar un tiempo, en particular las fotos, así que no quiero que se preocupe, porque sigo pensando que los motivos de mi despido se han tergiversado y que no es justo decir que yo tenga problemas para manejar la ira. Estaba enfadada ese día, desde luego -fue antes de empezar a hormonarme-, pero suspenderme así, cuando no tienen ni idea de cómo son las cosas para la gente como yo… Además, no creo que amenazar con graparle la oreja a la mesa a un compañero de trabajo mientras blandes una grapadora cuente realmente como violencia. Al menos no con esas grapadoras.”
“Como de costumbre, los pensamientos de Wilt eran negros y misteriosos, y la circunstancia de no entender por qué le acuciaban los hacía aún más negros y misteriosos. Tenían que ver con extrañas fantasías violentas que fluían en su interior, con insatisfacciones que solo en parte podían explicarse por su trabajo, su matrimonio con una dinamo humana o el desagrado que le producía la atmósfera de Willington Road, donde todos eran gente importante en física de alta energía o en conductividad a baja temperatura y ganaban más dinero que él. Y tras todos estos explicables motivos estaba el sentimiento de que su vida carecía en general de significado, y que más allá de lo personal había un universo caótico, aleatorio, dotado sin embargo de una coherencia sobrenatural que él nunca llegaría a comprender.”
Las tribulaciones de Wilt
TOM SHARPE
Anagrama, 2020 (publicado originalmente como The Wilt Alternative en 1979, esta versión española forma parte de la antología completa Todo Wilt publicado en la colección Compendium)
“Saqué una mano de debajo de las sábanas y toqué el timbre para llamar a Jeeves.
–Buenas tardes, Jeeves.
–Buenos días, señor.
Esto me sorprendió.
–¿Es por la mañana?
–Sí, señor.
–¿Está seguro? Parece muy oscuro fuera.
–Hay niebla, señor. Si recuerda, estamos en otoño, época de neblinas y dulce fertilidad.
–¿Época de qué?
–De neblinas, señor, y dulce fertilidad.
–¿Eh? Sí. Sí, ya entiendo. Bueno, sea lo que fuere, deme uno de sus estimulantes, por favor.
–Tengo uno a punto, señor, en la nevera.
Desapareció, y yo me incorporé en la cama con la desagradable sensación que a veces se tiene de que uno se va a morir a los cinco minutos. La noche anterior, había ofrecido una pequeña cena en Los Zánganos a Gussie Fink-Nottle como amistosa despedida antes de sus próximas nupcias con Madeline, la única hija de sir Watkyn Bassett, comendador de la Orden del Imperio Británico, y estas cosas tienen su precio. En realidad, antes de que Jeeves entrara estaba soñando que algún sinvergüenza me clavaba clavos en la cabeza; no clavos ordinarios, como los utilizados por Jael, la esposa de Heber, sino clavos al rojo vivo.
Jeeves regresó con el regenerador de tejidos. Me lo eché al coleto y, después de experimentar el malestar pasajero, inevitable cuando uno bebe los revitalizadores matinales de Jeeves, esa horrible sensación de que la parte superior del cráneo sale disparada hasta el techo y los ojos salen de sus órbitas y rebotan en la pared opuesta como pelotas de ráquetbol, me sentí mejor. Sería exagerado decir que en ese momento Bertram volvía a estar en sazón, pero al menos había llegado al estado de convaleciente y por fin tenía fuerzas para conversar.
–¡Ah! –exclamé, recogiendo los globos oculares y colocándolos en su lugar–. Bueno, Jeeves, ¿qué sucede en el gran mundo? ¿Es el periódico lo que tiene ahí?
–No, señor. Es un poco de literatura de la agencia de viajes. He creído que a lo mejor le gustaría echarle un vistazo.
–¿Eh? –dije–. Usted lo ha hecho, ¿verdad?
Y hubo un breve y –si ésta es la palabra que quiero– elocuente silencio.
Supongo que cuando dos hombres de acero viven en íntima asociación, tiene que haber choques de vez en cuando, y recientemente se había producido uno en casa de los Wooster. Jeeves intentaba convencerme de que efectuara un crucero alrededor del mundo, y yo no quería. Pero a pesar de mis firmes manifestaciones al respecto, apenas pasaba un día sin que me trajera un fajo o ramillete de esos folletos ilustrados que los aficionados a los espacios abiertos reparten con la esperanza de fomentar esa costumbre. La actitud de Jeeves recordaba irresistiblemente la de algún podenco diligente que insiste en llevar una rata muerta a la alfombra de la sala de estar, aunque repetidamente se le indique, con la palabra y el gesto, que el mercado para ello es flojo o incluso inexistente.
–Jeeves –dije–, este asunto tiene que cesar.
–Viajar es sumamente educativo, señor.
–No soporto más educación. Me llenaron de ella hace años. No, Jeeves, sé lo que le pasa. Esa vieja vena vikinga suya ha aparecido otra vez. Usted añora el sabor de las brisas saladas. Se ve a sí mismo caminando por la cubierta de un barco con gorra de capitán. Posiblemente alguien le ha hablado de las bailarinas de Bali. Lo comprendo. Pero no es para mí. Me niego a ser trasegado a un maldito transatlántico y arrastrado alrededor del mundo.
–Muy bien, señor.”
El código de los Wooster
PG WODEHOUSE
(Anagrama 2010, publicado en el primer volumen del Ómnibus Jeeves junto a ¡Gracias Jeeves! y El inimitable Jeeves. The Code of The Woosters se publicó por primera vez en Gran Bretaña en 1938)
402 págs.
Traducción de Carme Camps.
***** PG Wodehouse es uno de mis escritores favoritos. Suelo leerle una vez al mes, o cada doce o trece libros, independientemente de si tengo algún libro suyo no leído entre manos o no. Quizás sea el autor que más he releído en mi vida. Esto, naturalmente, es también una relectura (la cuarta, si quieren saberlo).
“One unique contribution Liverpool had made to the counterculture was a character I never encountered anywhere else, and that was the Hard Hippy. The Hard Hippy was somebody who had the same qualities of self-pity and narcissism as the normal hippy but was also capable of kicking your head in. During that long summer I sometimes used to hang around a ramshackle art gallery in the centre of Liverpool where a Hard hippy used to hold court. He had long blond hair and his muscular torso was only ever covered by faded denim dungarees as worn by US hillbilly farmers, except that in his case he wore them with the legs cut off high on his bulging hairy thighs. Dotted around the gallery were various house plants that ranged from fairly well through sickly to dead. One day the hard Hippy was discoursing to a group of us about how he was planning to name the child he was having with his chick Fluoride when a mild-mannered guy in glasses who had been wandering around looking at the terrible art on the wall inadvertently interrupted the Hard Hippy’s monologue.
‘Er… does anybody mind if I take a cutting from one of these plants?’
The whole room fell into a nervous silence as the muscular blond stopped talking and, sensing the change, the mild-mannered guy began to shift nervously from foot to foot realizing that he had made a bad mistake.
After an uncomfortable thirty seconds during which we all fidgeted anxiously the Hard Hippy finally said in a calm but icy voice, ‘I dunno, man. Why don’t you ask the plant?’
‘What?’ said the visitor.
‘I said, “Why don’t you like get on your knees and ask the plant if you can take a cutting?” After all, it’s like you’re taking one of its babies or something, man.’
‘Erm… OK, yes’, said the mild-mannered man, and bending down to the ill-looking spider plant he said to it, ‘Erm… hi. Erm, do you mind if I take a cutting from one of your shoots?’
Nothing happened.
‘What did it say?’ asked the Hard Hippy.
‘It doesn’t seem to mind’.
‘Well, go ahead, then’.
With trembling hands the visitor took a tiny spring of the plant and quickly left.
“And presently the cab would roll away down the long drive, and my work would begin, and with it the soul-discipline to which I alluded.
‘Taking duty’ makes certain definite calls upon a man. He has to answer questions; break up fights; stop big boys bullying small boys; prevent small boys bullying smaller boys; check stone-throwing, going-on-the-wet-grass, worrying-the-cook, teasing-the-dog, making-too-much-noise, and, in particular, discourage all forms of hara-kiri such as tree-climbing, waterspout-scaling, leaning-too-far-out-the-window, sliding-down-the-banisters, pencil-swallowing, and ink-drinking-because-somebody-dared-me-to.
At intervals throughout the day there are further feats to perform. Carving the joint, helping the pudding, playing football, reading prayers, teaching, herding stragglers in for meals, and going round the dormitories to see that the lights are out, are a few of them.
I wanted to oblige Cynthia, if I could, but there were moments during the first day or so when I wondered how on earth I was going to snatch the necessary time to combine kidnapping with my other duties. Of all the learned professions it seemed to me that that of the kidnapper most urgently demanded certain intervals for leisured thought, in which schemes and plots might be matured.
Schools vary. Sanstead house belonged to the more difficult class, Mr. Abney’s constant flittings did much to add to the burdens of his assistants, and his peculiar reverence for the aristocracy did even more. His endeavor to make Sanstead House a place where the delicately nurtured scions of the governing class might feel as little as possible the temporary loss of titled mothers led him into a benevolent tolerance which would have unsettled angels.
Success or failure for an assistant-master is, I consider, very much a matter of luck. My colleague, Glossop, had most of the qualities that make for success, but no luck. properly backed by Mr Abney, he might have kept order. As it was, his classroom was a beargarden, and, when he took duty, chaos reigns.
I, on the other hand, had luck. For some reason the boys agreed to accept me. Quite early in my sojourn I enjoyed that sweetest triumph of the assistant-master’s life. the spectacle of one boy smacking another boy’s head because the latter persisted in making a noise after I had told him to stop. I doubt if a man can experience so keenly in any other way that thrill which comes from the knowledge that the populace is his friend. political orators must have the same sort of feeling when the audience clamours for the ejection of a heckler, but it cannot be so keen. One is so helpless with boys, unless they decide that they like one.
It was a week from the beginning of the term before I made my acquaintance of the Little Nugget.»
The Little Nugget
P.G. WODEHOUSE
Penguin Books, 1959 (publicado por primera vez en Methuen, 1913)
Una aproximación burlesca al popular santo italiano del siglo XII, fundador de los Franciscanos y amante del averío.
1 San Francisco de Asís era el santo más venerado en mi casa. Cuando digo “más” lo que quiero decir es “único”, y cuando digo “venerado”, lo que quiero decir es que teníamos un tablón para llaves con su efigie en la puerta. Un bibelot de hierro con la figura del santo en incómoda pose oratoria, y la leyenda: “San Francesco proteggi la nostra casa”. No la protegió muchísimo, que digamos, pero eso ahora no viene al caso.
Tell it to the birds, Frankie
San Francisco de Asís había sido designado Guardián de las Llaves del Piso porque, cuatro generaciones atrás, alguien decidió que todos los primogénitos varones de la familia seríamos ungidos con su nombre y, es de suponer, arropados en su halo. Yo fui el cuarto, y en mi carnet de identidad aún puede leerse “Francesc d’Assís”. No quise laicizarlo; no sé muy bien por qué. Tal vez porque me iba bien ser asociado a un santo cuyos atributos y valores eran el perfecto opuesto de los míos (empezando por la humildad y terminando con el perdón; lo de la pobreza sí coincidía, muy a mi pesar). Tal vez porque San Francisco de Asís fue uno de los santos más friquis de todo el tinglado, y yo empezaba a transitar esa senda.
Ustedes dirán que todos los santos eran friquis, y tendrán parte de razón. Los había bizarros, volcánicos, sicalípticos, masoquistas (casi todos), homicidas, homoeróticos, incluso andaluces. Pero San Francisco de Asís era friqui de un modo muy particular. Una especie de nerd ultramotivado y asmático que nunca paraba quieto: un día entregaba sus ropas a un leproso, el otro te levantaba una iglesia, al tercero montaba una banda y al cuarto impartía doctrina a unos pajarracos. Hoy en día alguien así, por descontado, sería diagnosticado con Trastorno Bipolar. No se rían: los trastornos graves de personalidad eran un requisito laboral indispensable para los cristianos old school[1]. Cualquier definición estándar sobre sintomatología bipolar suena a currículum vitae de San Francisco: “excitación excesiva, percepción de grandeza, irritabilidad, falta de sueño, aumento notable de energía, pérdida de energía, verborrea, tristeza, ansiedad, llanto incontrolable, cambios en el apetito y pensamientos suicidas”. Pero en época de nuestro santo no sabían un carajo de psiquiatría elemental, así que le santificaron.
2 San Francisco de Asís no era un segundón. Era más tipo Rolling Stones que tipo Los Brincos. Algunos incluso lo definen como “el santo más popular del mundo cristiano”. Ya en su tiempo le conocía todo el mundo, y tenía más alias que un gánster siciliano: “el poverello”, “el hermano seráfico”, “Bird-Talking Frankie”[2]…
Nació en el siglo XII de familia noble, un hecho que en aquellos tiempos extendía considerablemente la esperanza de vida. Su madre, Domina Pica, le dio a luz en el año 1182, bautizándole con el nombre de Giovanni (Juan). Su padre era Pietro Bernardone -definido por los historiadores como “vendedor de telas”; una especie de Amancio Ortega avant la lettre– y estaba de viaje por Franconia (Francia) cuando nació el bebé. Lo primero que hizo Bernardone a su regreso fue cambiarle el nombre al niño, por sus patriarcales cojones. Le llamó Francisco, un nombre “hasta entonces inexistente”, como nos cuenta Santiago de la Vorágine en La Leyenda Dorada[3]. De la Vorágine procede, con su verborrea habitual, a citar las siete razones (inventadas) por las que su padre le llamó así, pero a nosotros solo nos interesa saber la verdadera: que era un afrancesado.
Francis en su etapa pija, saliendo del Up&Down con Piluca Ordóñez-Watterson
Los primeros años de vida de François se leen como un cuadro de costumbres del pijerío umbriense del momento. Francisco “vivió entregado a las vanidades del mundo” y, según Herman Hesse (quien escribió su biografía en el año 1904), “con tempestuoso afán se lanzó a la vida”. Lo que significa que no dejó lupanar sin arrasar, infiel sin ensartar ni lechón relleno sin vomitar. “Se ejercitó en el uso de armas y en el canto, gastaba mucho dinero y vivía en todo como un perfecto joven de la nobleza”. Según todas las fuentes consultadas, Francisco se pasaba el día bailando, folgando, escuchando el hit parade (“las dulces y poderosas canciones de los trovadores francófonos”) y practicando esgrima. No pegaba palo al agua. Parecía un borbón.
Las cosas se torcieron para François cuando, a los veinte años, “el Señor lo castigó con el azote de una enfermedad”. De la Vorágine es parco en prognosis médica, pero de la vaguedad de sus palabras, y conociendo la afición del muchacho por el asueto genital, solo podemos colegir que pilló la sífilis (adecuadamente conocido como “mal francés”). Un poco cabizbajo por el estado de sus colgajos, Francisco “empezó a notar que de una vida de permanente jolgorio no podía nacer ninguna satisfacción ni calma interior”. Así y todo, una vez curado, se marchó raudo a guerrear y prostibulear junto a un tal Walter de Brienne, conde, en defensa del Papa legal, y contra esos sinvergüenzas de Perugia. Los perusinos no tardaron en apresarles y arrojarles a todos, condes o no, de morros a la más inmunda mazmorra.
Allí topamos con el primer síntoma de inestabilidad mental del futuro santo: mientras sus compañeros de cautiverio lloraban y se quejaban de las penalidades del meko, él iba por allí cantando y danzando como un enajenado, tal vez creyendo que se hallaba en una suite del Trump Plaza repleta de camellos, raperos y furcias. Cuando los otros reos, tan preocupados por sus cabales como irritados por el hilo musical, le preguntaron qué narices canturreaba, Francisco, en un arrechucho prima donna digno de Freddie Mercury, les espetó (declamando, posiblemente en francés) que “seré santo, y como santo se me dará culto en el mundo entero, siglo tras siglo” (vaya con la “humildad” del amigo).
3 Tras un año de cautiverio, una vez liberado, Francisco escuchó la “voz de Dios”. No se conservan registros de la conversación, pero Dios le debió leer la cartilla de un modo temible, porque el chico llegó a casa febril, sin armadura (se la había regalado a un mendigo) y más deprimido que un makinero en martes.
Sus amigachos duelistas, que le habían montado un comité de recepción despampanante, le dijeron que se animara, leches, que de perdidos al río (“esperaban volver a llevar con él una vida regalada a costa de sus despilfarros”), incluso prepararon un festín en su honor. Dicho y hecho: allí “se empinó el codo con júbilo y estrépito”, y, cuando estaban todos “borrachos y locos de contentos”, según Hesse, se dispusieron a realizar el típico vía crucis beodo “por las callejuelas dormidas”, con posible linchamiento final de plebeyo, que tanto divertía a los señores feudales del momento.
Aquella misma noche, los amigotes de Francisco se dieron cuenta de que su colega y patrocinador se había quedado atrás, y se pusieron a buscarlo. Cuando lo hallaron, en pleno bajón, tirado de cualquier manera en una calleja, Francisco les soltó a sus amigos, con mirada melancólica, que estaba buscando novia. Los compadres estaban ya lanzando vivas y planeando el acopio de narcóticos para la despedida de soltero, cuando Francisco les dejó lívidos al añadir que su novia sería “la pobreza”, y que por la presente renunciaba a su vida anterior. Adiós Lobo de Wall Street, hola santurrón abstemio. Muchos se rieron y sacudieron la cabeza “como si se tratara de un loco”, que es exactamente lo que su amigo era, pero Francisco se “arrojó con renovado ardor amoroso al seno de Dios”. Quizás incluso exigió que le devolviesen la visa, y de malas maneras. The party was over.
Sí, son Closet. No, yo ya no los quiero, tío. Todos tuyos.
4 El modus operandi de San Francisco, la exuberante enajenación vital y espiritual que le haría famoso, empezó tras aquella fatídica noche de parranda abortada. Las secuelas del brote se hicieron visibles en la nueva triada de aficiones de nuestro hombre: morrear leprosos, comer con indigentes y canjear su ropa con mendigos. Naturalmente, se trataba de manía bipolar pura y dura. También regaló la mayoría de sus pertenencias, caballo incluido, al cura de una capilla ruinosa, la de San Damián, a quien no conocía ni de hola y adiós. Nuevas alucinaciones esquizoides se sucederían: el Cristo crucificado de dicha capilla estaba locuaz aquel día y de golpe le soltó: “Francisco, como ves, mi casa está a punto de desmoronarse; repárala” (en este punto es imposible no imaginar al párroco agachado bajo el altar, megáfono en boca). Como un acólito de la secta Moon, Francisco obedeció sin chistar al nazareno de madera y vendió el resto de su patrimonio, incluso echó mano (con bastante desfachatez) de parte del de su padre.
Don Bernardone, que ya era el hazmerreír de Asís por el comportamiento alelado de su hijo, cuando le vio aparecer por el pueblo sin un centavo ni un presupuesto de obras aceptable, y para colmo acompañado por una turba choteante (“llegó bajo el griterío y las burlas del pueblo”), montó en cólera. Según De la Vorágine “lo encerró en casa y lo sometió a vigilancia muy estrecha”; según Hesse “lo pegó y torturó y encerró en un oscuro rincón de su casa”. Creamos a quien creamos, es indudable que al mozallón se le cayó el pelo.
¿Qué pasa, papaíto? Estaba en la ducha.
No satisfecho con aquello, el padre, quien durante el embarazo de su señora tal vez había consultado el libro del Dr. Estivill, cogió y denunció al hijo ante un tribunal religioso. Nuestro Francisco, drama queen extraordinario, vio allí una oportunidad de oro para teatralizar todos sus delirios de una sola tacada: en mitad de la vista se puso en pelota picada y, entre grandes aspavientos, le devolvió toda la ropa a su padre[4]. Sin lavarla antes. Como imaginan, salió vivo de allí de milagro (ver el fresco de Giotto correspondiente). Luego “cubrió su desnudez con un saco que le servía al mismo tiempo de vestido y de cilicio” (a cada paso que daba, la basta arpillera debía ir raspando prepucio de un modo atroz) y se volvió a la capilla ruinosa para empezar a poner pladur y azulejos (en el biopic de Franco Zefirelli de 1972, Hermano sol, hermana luna, este era el momento en que empezaba a sonar de fondo la vomitiva canción homónima).
Para él ya era imposible volver atrás. Ese nuevo Francisco (ornitófilo, poeta místico, predicador internacional, mago, zahorí amateur) era el Peter Parker post-picadura araña: un nuevo ente. Mucho más perturbado, no hace falta decirlo. Adquirió superpoderes, se fabricó un nuevo traje, escogió el peinado más locatis del catálogo (roscón capilar de reyes con cúpula rasurada), abandonó el uso regular de calzado confortable y, quijotescamente, decidió ir por el mundo a deshacer entuertos y soltarles filípicas a las oscuras golondrinas (que presumiblemente habían vuelto de su balcón sus nidos a colgar).
5 Al igual que Manson con Death Valley, Francisco buscó y halló un refugio: la pequeña iglesia de la Porciúncula, a donde le siguió una docena de fans (su Family). A esos nuevos Commitments que acababa de reclutar, Francisco les llamó Joculatores Domini, que suena a obscenidad tipo Semen-Up pero que no significa nada más que Juglares de Dios. Junto a ellos trabajó la tierra, peregrinó por los alrededores ofreciendo “bondad y consuelo”, oración y “alegres canciones” (que yo imagino exactamente igual que las de Mocedades). Hesse nos apunta que de esas “andanzas”, la pandilla siempre regresaba a la Porciúncula para regocijarse “de todo corazón en su mutuo cariño y amistad”. Así es.
Y asimismo, a Francisco, pese a que tenía “mentalidad sencilla de niño” (Hesse no se atreve a decirlo más claro), no se le escapaba que, por mucho menos de lo que estaba montando él con sus doce magníficos en la Porciúncula, la Santa Sede había quemado a miles de personas, incluso a algún país entero. Para colmo, las malas lenguas empezaban a chasquear: lo tachaban de “seductor de la juventud” (la pedofilia era una entrañable costumbre eclesiástica, ya entonces) e “infamador del amor filial”.
Notando el tufo a chamusquina en su saco de arpillera, Francisco, acompañado de su Big Band, decidió ir a ver al Papa Inocencio III para que legalizara su partido. Corría el año 1210. Su viaje hasta Roma debió estar plagado de premoniciones ominosas y descomposición intestinal, pues Francisco sabía que a Inocencio III (“un violento luchador”) jamás le había temblado el pulso a la hora de saquear ciudades (Constantinopla, dos veces), sofocar movimientos herejes (los cátaros, a quien sometió en varias matanzas durante la Cruzada Albigense) y montarse su particular anschluss genocida (repetidas cruzadas en Tierra Santa y tierras hispanas).
No, no, es fascinante. Continúa, hijo mío.
Pero una vez allí, contra todo pronóstico, Inocencio III (quien, según Hesse, era “en casi cada cosa lo opuesto a Francisco”) decidió, tras mucho cavilar, no flamear a Francisco y sus alegres muchachos, y bendijo su quehacer. Mi teoría es que les venció por aburrimiento. El fresco de Giotto adyacente[5], aunque plasma otra visita Papal (la que le hizo a Honorio III), nos da una idea del efecto que debía tener la chispeante retórica de Francis en todos aquellos Papas y cardenales copiosamente almorzados.
De vuelta a Asís, la Family se instaló en una “choza” llamada Rivotorto y, según iba corriendo la voz de que su doctrina no era punible con hoguera, sus filas empezaron a aumentar. Cuando el Rivotorto ya parecía el festival de Woodstock en el día fuerte, Francisco decidió hacer ampliación de capital, y transformó los Joculatores Domini en una hermandad masiva, que bautizaría con el nombre de Orden de los Frailes Menores. Dejó de ser punk rock y fichó por multinacional, por decirlo en términos pop. Incluso estableció franquicias femeninas (las Clarisas, en 1212, bajo el mando de Clara de Asís) y, como U2, se embarcó en un tour mundial (a Tierra Santa, cómo no). A su regreso decidió también reducir aún más las dificultades que entrañaba la pertenencia a su orden y montó una versión edulcorada del tema, rebajando ayunos, celibato e incómodos latigazos, a la que llamó Terciarios. Por si todo esto no fuese suficientemente extenuante, en un raro momento de ocio decidió sacarse de la manga una flamante tradición cristiana, y montó un belén. De verdad; viviente, no metafórico.
Salvatore, en una escena descartada de El Nombre de la Rosa
6 En el periodo comprendido entre su arrebato exhibicionista y la fundación de los Terciarios, nuestro Francisco, no haría falta decirlo, realizó infinidad de milagros, como el Santo en ciernes que era. Algunos de ellos fueron obras prodigiosas, y la mano que los conjuró llega a nuestros ojos como una mezcla de Cocodrilo Dundee y Ángel Cristo[6]. Otros emitían un hedor inconfundiblemente low cost e improvisado (aunque no tanto como los de Don Bosco, alias “multiplicador de castañas” y “sanador de miopes”). Otros más eran solo majaradas inexplicables. Les cuento solo uno de esta índole: en una ocasión, el diablo probó suerte suscitando en él una “fuerte tentación carnal”. Francisco, al sentir “el aguijonazo de la concupiscencia”, se despojó de su túnica (lo del nudismo era realmente un tic cargante de este hombre), tomó en sus manos “una soga muy dura” y comenzó a azotarse, mientras berreaba: “¡Hala, hermano burro, esto es lo que necesitas: ramalazos y más ramalazos!”. Aquello solo sirvió para una cosa: provocar la risa en el lector moderno. El asta de Francisco seguía izada aquel día, y nuestro santo no vio otra solución que abalanzarse sobre la nieve y hacer la croqueta, a ver si así remitía el priapismo. Nada: su masculinidad seguía sacando la cabeza de entre la nieve por mucho que la enterrara, como un embarazoso periscopio cárnico. Finalmente, Francisco, entrando ya un momento decididamente Psicosis, construyó “siete grandes monigotes” de nieve y se puso a simular que eran su familia y criados, procurándoles ropa y comida. De la Vorágine nos relata que el diablo se marchó “confuso y avergonzado”, pero yo lo imagino más bien emitiendo sonoras carcajadas y dejándolo por imposible.
7 Hablemos de soledad. En mi opinión, la soledad es un bien maravilloso con el que Dios quiso premiar a los misántropos del mundo, pues suyo será el reino de los cielos. La soledad es la forma que tiene Dios de decirnos que aprueba lo de que mandemos a los pesados y los cursis a freir espárragos. Siguiendo ese razonamiento, debemos colegir que quizás Dios no veía con tan buenos ojos los “quehaceres” de Francisco. Tal vez incluso consideraba sus métodos “absurdos”, como decían en Apocalypse Now del Coronel Kurtz. Les contaré el porqué de mi hipótesis:
Estamos en el año 1224. San Francisco había llegado al fin a la misma conclusión que los hippys desencantados de los años sesenta: las comunas son una idea excelente sobre el papel. Nada más. Francisco, que se había convertido en “padre de miles”, empezaba a estar hasta las mismísimas gónadas de aquella muchedumbre piojosa que se le comía los yogures (incluso los que había marcado claramente con su nombre) y que trataba de acompañarle cada vez que se excusaba en busca de una mínima paz. “Su asediado corazón”, nos dice Hesse, “huía con más frecuencia e ímpetu que antes hacia el silencio y la soledad”.
¡Llamas a mí!
Como el Brian de La vida de Brian, Francisco decidiría al fin tomar las de villadiego, insistiendo en que, por el amor de lo más sagrado, dejasen de darle la vara todos ellos de una maldita vez. Los hombres le obedecieron, pero no así Dios. O Él no pilla las indirectas o, como sugería, buscaba darle un escarmiento. Francisco se internó en el bosque del monte Alverno y, justo cuando se acuclillaba tras un olmo y suspiraba de satisfacción al prever el primer movimiento intestinal privado del que había disfrutado en años[7], se le apareció “el Crucificado”[8]. Hooo-liiiii. San Francisco metió lo que estaba haciendo hacia dentro otra vez, pero el altísimo, no contento con haberle truncado el tránsito y casi provocarle un fatídico ataque al corazón, le confirió allí mismo “los sagrados estigmas”. Sí: las llagas de la crucifixión, desde entonces “permanentemente impresas en sus miembros”. Menuda bromita. La cosa le alegró tanto, a Francisco, que se quedó ciego “de tanto llorar”. Alguna gente le espetó (de forma bastante sensata) que si las lágrimas eran la causa directa de la ceguera tratase pues de reprimirlas, pero él les dijo que no y que no; que estaba sonando su canción.
Sus seguidores parecían no estar muy familiarizados con el significado de la palabra “no”. Seguían allí, plantados y “ayudando”. Viendo que el viejo empeoraba a ojos vista, y que incluso estaba empezando a componer poesía[9], decidieron llevarlo, a rastras si era necesario, a Monte Colombo y a Rieti. Se acerca una de mis historias favoritas de la biografía: en un pasaje que es mitad medioevo salvaje, mitad Miguel Strogoff, los médicos “no supieron hacer más que quemarle la frente con un hierro candente”. Muy civilizado. Francisco previó sus repugnantes intenciones cuando los vio entrar en la cabaña “con la espantosa herramienta”, pero no se arredró, porque se le acababa de ocurrir un plan infalible. Cuando notaba la cercanía del espadón al rojo vivo, soltó esto: “¡Oh, hermano fuego, bello eres entre todas las criaturas! Siempre te quise, así que sé misecordioso ahora tú conmigo”. El fuego aquel debía ser un poco duro de oído, pues “el terrible punzón” procedió de inmediato a carbonizarle la faz. Tanto Hesse como De la Vorágine eluden comentar sobre el resultado de la operación, pero podemos deducir la forma en que emergió del quirófano nuestro santo amigo al leer en el siguiente párrafo que Francisco “sentía cercana su muerte” y “se hizo llevar con gran suplicio hacia su ciudad natal de Asís”. Gracias, medicina moderna.
Ya en Asís, Francisco, hecho un Ecce Homo, con las cejas echando humo y comprensiblemente molesto con su médico de cabecera, pidió a sus acólitos que le tumbaran en el “desnudo suelo” y se dispuso a esperar la muerte. Cuando al fin la vio acercarse, incapaz de mantener la boca cerrada ni en esas acíagas circunstancias, abrió los brazos y soltó: “¡Oh, hermana muerte, bienvenida seas!” (Francisco usaba más “hermanos” al hablar que un miembro de los Black Panthers en 1969). El truquito, en todo caso, le funcionó igual de bien que con el Hermano Fuego y, según De la Vorágine, falleció allí mismo.
Hideputas, ni muerto me dejan en paz
8 Herman Hesse nos regala una escena post-créditos: cuenta que Francisco, antes de expirar, alcanzó a pedir un cambio de billete in extremis, esta vez de vuelta a la Porciúncula (“su lugar preferido”). Allí sí murió de una vez, el día 3 de octubre de 1226. Cubierto de “una gran bandada de alondras”, cómo no, lo cual le debía costar otra fortuna al ayuntamiento en costes de eliminación de excrementos. Se sucedió el habitual piromusical cristiano con la subida del santo al cielo: serafines alados, carros de fuego, truenos y relámpagos, rúas de drag queens, etc.
Su santificación llegaría mucho antes de lo habitual, en julio del 1228, solo dos años después de su muerte. Gregorio IX[10] entendió que, si no le santificaba de inmediato, San Francisco pasaría a la historia como un majara inofensivo-nudista o un babieca cenizo con discutibles hábitos higiénicos, y se apresuró a darle el título.
De la Vorágine, incapaz de dejar las cosas como están, nos dedica en La leyenda dorada dos páginas más de milagrería post-mortem. Un listado de todos los prodigios que realizaron de un lado al otro del globo la inexplicable cantidad de reliquias que se sacaron del santo, así como agua bendecida por él, medallones y estatuillas. No deja testimonio en ningún lado de los posibles atributos milagreros del tablón de llaves de la vieja casa de mis padres. Como sospechábamos.
Kiko Amat
[1] Pablo de Tarso, Romanos 7:15: “Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago”: brote sicótico de manual.
[3] Famosa selección de relatos hagiográficos reunida por el dominico Santiago (o Jacobo) de la Vorágine, arzobispo de Génova, a mediados del XIII. Aparecen 180 santos y mártires. El libro fue un best-seller de la Edad Media (aunque no era una época de alfabetización universal, precisamente).
[4] Yo en esta escena, en mi biopic mental, visualizo a Roberto Benigni en el papel de Francisco.
[5] En la mencionada película de Zefirelli, un Alec Guinness con pinta de Saruman en pleno viaje de LSD representa el papel del Papa bendecidor.
[10] Otro criminal de guerra, aunque no tanto como su predecesor Inocencio III. Este era más de la escuela Milosevich que de la escuela Hitler, por decirlo de algún modo.
(Este artículo se publicó previamente en papel en la revista El Mon d’Ahir).
Para esta primavera. Todo novedades. Lo publiqué en un artículo para Babelia de El País, que lo tituló «La sonrisa horizontal», hace unos días. Me gusta esa pieza, no solo la selección sino también el par de párrafos introductorios, con los que me reí un buen rato. Conmigo mismo, sí.
Pueden leerla aquí, compartirla en rrss, hacerse un vistoso sombrero de papel, utilizarla para absorber los meados de su erizo doméstico, etc.