Un pequeño asesinato
ALAN MOORE & ÓSCAR ZÁRATE
Planeta Cómic, 2018 (publicado originalmente como A small killing en 1991)
112 págs.
Wytches
JEFF SNYDER / JOCK / MATT HOLLINGSWORTH
ECC Ediciones, 2015
192 págs.
«Y que no haya lugar a dudas: Rose Wilder Lane podía ser una chiflada de mucho cuidado. Por turnos podía convertirse en una fabuladora, una melodramática y una conspiranoica vergonzosamente tendente a la hipérbole. Todo este comportamiento extremo podría deberse directamente al hecho de que sufría un claro caso de lo que hoy en día se denomina desorden bipolar, aunque en sus tiempos tal condición recibiera toda suerte de eufemismos siempre cambiantes, incluyendo –si quien lo padecía resultaba ser una mujer– el de “histeria” (aunque la propia Lane no descartara el desequilibrio hormonal como responsable de sus congojas). Ello también contribuiría a una vida entera de tendencias suicidas (y al menos un intento serio de matarse) junto a multitud de dolencias físicas imposibles de diagnosticar por entonces.
Sin embargo, Lane era dolorosamente consciente de su condición, y desde edad temprana se mostró decidida a tratarla. (Una vez llegó a escribir lo mucho que despreciaba a las mujeres con inclinación a los desvanecimientos y ataques de llanto incontrolado, ¡y por tanto le mortificaba la certeza de saber que ella misma era una de esas mujeres!). Tras varios intentos iniciales de automedicarse con alcohol y específicos, en su lugar desarrolló una vida de hábitos fijos que la ayudaban, o al menos contribuían a mantenerla productiva: hábitos que básicamente se reducían a concentrarse en trabajar en su obra personal cuando se sentía animada y confiada en su talento, y corregir o alquilarse como negra literaria cuando estaba deprimida perdida y convencida de que era la peor escritora del mundo. Pese a lo prolífico de su labor, todo en torno a su vida y obra consistía en una lucha continua… empezando por su lucha por entenderse a sí misma, cosa que la llevó a su vez a una lucha filosófica interminable por entender el mundo a su alrededor.»
(Del postfacio «Por qué Lane» de Peter Bagge)
Credo: Rose Wilder Lane, la feminista libertaria
PETER BAGGE
La Cúpula, 2020 (publicado originalmente por Drawn & Quarterly Books como Credo: The Rose Wilder Lane Story, 2019)
112 págs.
Traducción de Hernán Migoya
«Hubo un tiempo, cuando yo tenía veinte años, en que tres cosas explicaban mi posición en la sociedad: el hardcore punk, el filme ‘Clerks’ y el cómic ‘Odio’, de Peter Bagge. Las tres cosas compartían rencor: airado en el primer caso, estupefacto en el segundo, hilarante en el tercero. El odio adolescente es tan patético que resulta cómico, y poca gente lo ha explicado mejor que este autor de cómics neoyorquino. Buddy Bradley, su personaje más querido, es la imagen del resentimiento juvenil. Al leer ‘Odio’ o ‘Mundo Idiota’ uno se sentía acompañado en el ansia de desquite universal. Tu trabajo, familia, pareja, ciudad, país, y también década (los 90), seguían apestando, pero ya no sufrías solo. Los friquis alienados del planeta le debemos un templo a Bagge, pero mientras no empiezan las obras de construcción charlaremos con él un rato».
Así empieza mi entrevista con PETER BAGGE, autor de Odio y Mundo Idiota, dos de mis cómics books favoritos de todos los tiempos.
Pueden leer el resto odiando mucho este link. Y luego haciendo click sobre él, porque echándole miradas torvas no van a conseguir nada más que una bizquera (se lo digo por experiencia).
Es el título inquietante e invitante de un artículo de lo más entretenido, sí, sobre LOS PITUFOS, que he escrito para El Periódico de Catalunya.
En él realizo la proeza de soltar la palabra «kibbutz» y mencionar El progreso del peregrino (1678) de John Bunyan en mitad de un artículo de enanos azules semidespelotados. Y viniendo a cuento. Si eso no es artesanía, ya me dirán ustedes qué es.
Pueden ustedes clickar en el pitufo o pitufar en el enlace, como les pida el cuerpo.
Tras veinte años de enrevesadas disputas legales se reedita en tres volúmenes el aún increíble Miracleman, de Alan Moore, el cómic que en 1982 puso del revés el género superheroico. Una alucinante antesala a Watchmen (que también era de Moore, por supuesto)
Dicen que Alan Moore revitalizó el género de los superhéroes, pero yo creo que más bien le pegó el tiro de gracia. Lo que el tipo hizo en Miracleman fue tan extremo y tan definitivo que, una vez hubo terminado con ello, no hubo manera de volverlo a utilizar; como cuando de joven prestabas una Private y te la devolvían pringosa. Lo raro es que, pese a que Moore había dado con la fórmula TOTAL para situar la figura del superhéroe en un entorno realista, la mayoría del mundo del cómic decidió no aplicar sus hallazgos. La postura de la industria frente a Miracleman fue igual que si, enfrentados a la electricidad, los sabios del XIX hubiesen dicho: “uy quita; nos quedamos con las lámparas de aceite”. Pero lo comprendo: Alan Moore se había pasado, como se dice en lengua vernácula, tres pueblos.
Cuando Alan Moore lo cogió por banda en 1982, Miracleman era aún Marvelman, y se trataba de una copia pastel, anglificada, del Capitán Marvel americano. Lo había creado Mick Anglo, y era el típico fulano con capa que deshacía entuertos inocuos mediante superpoderes (de energía atómica); que por descontado derrochaba de la forma más pueril; como si descubriésemos la vacuna del sida y la usáramos de agua oxigenada, o algo así. Su yo humano era Michael Moran y su palabra mágica “¡kimota!” (atomic al revés). Hasta ahí el típico superpavo con mentalidad de Dora La Exploradora y enemigos medio gilipollas, que bajó a gatos de árboles desde 1954 hasta 1963.
Alan Moore no era famoso cuando recibió el encargo, aunque empezaba a hacerse un nombre. Trabajaba para las revistas Warrior y 2000AD, así como Marvel UK, y había creado ya un par de burradas cambia-género en DR & Quinch, The Ballad of Halo Jones y el nuevo Captain Britain. Pero en Miracleman aplicó el realismo a los superhéroes sin ninguna mesura y de forma terminal. Aplicó el máximo realismo, vaya. Por supuesto, tenías que aceptar un par de supuestos fantásticos, como que un hombre normal pudiese transformarse en ente superior. Pero una vez firmado ese pacto, lo que sucedía era lo lógico. Y así como el Dr. Manhattan de Watchmen cobraba superpoderes y empezaba a pasar olímpicamente de los hombres (los átomos eran más interesantes), Miracleman tomaba el camino natural para alguien de su recién adquirida talla.
Moore lo explicó así: Michael Moran y Miracleman son cuerpos distintos. El gobierno inglés ha descubierto la forma de intercambiar seres (adaptando la tecnología de un alien estrellado en los años 50), y que uno de ellos sea una súper-arma viviente y volante (era la Guerra Fría). El superhéroe naíf de la época dorada (es decir, el babieca de Miracleman pre-Moore) es la parida que dicho gobierno introduce en la mente de sus superhéroes para darles una identidad y que no entren en shock. De ahí el pasado más bien chorra de Miracleman.
A partir de allí, todo lo que sucede desde que Michael Moran recupera a su otro-yo (en estado durmiente hasta 1982) es lo que sucedería si algo así tuviese lugar ahora: el armagedón más malparido. El götterdämerung, el p*** crepúsculo de los dioses. Cuando el malo, Kid Miracleman, llega a Londres, no acontece una peleíta tipo Godzilla en una ciudad deshabitada de papel maché: todo el jodido mundo muere, porque esos dos son Dioses invulnerables dándose superleches en mitad de un amasijo de frágiles huesos y carne triturable. “¡Devoraré a todo ser vivo y me cagaré en sus calaveras!” es la intención manifiesta de dicho villano, que (por primera vez en los cómics) es malo de verdad: el hijo de zorra que acaba con todos nosotros. No como Thanos o Galactus, o el pringado de Lex Luthor, que mucha labia pero luego nada.
Otra de las ideas de Moore sigue pasmando hoy. Una vez aplastada aquella forma particular de mal, y con la Tierra en estado de súper-trauma y la mitad de la población criando malvas, Miracleman hace lo que haría cualquier Dios en sus zapatos: se pone a ordenar a la raza humana, pero de veras, y sin pedir permiso. ¿Toda la faena que el gandulazo de Superman jamás realizaba, esgrimiendo excusas de mi-perro-se-ha-comido-los-deberes? Miracleman lo solventa, y por la fuerza. La desigualdad, el capitalismo, las guerras, el hambre… Mi página favorita es la que muestra a Miracleman reunido con el gobierno Thatcher para explicar su plan de reconstrucción post-apocalipsis, y la primera ministra le suelta “Esto es absurdo (…) Jamás podremos permitir este tipo de injerencias en el libre mercado”, a lo que Miracleman, lleno de curiosidad zoológica y algo de perfidia, solo le espeta: “¿Permitir?”. Pues para él aquello es el equivalente de que a nosotros un piojo de la cabeza de nuestros hijos nos suelte: “¡No permitiré que me eches Filvit, tío!”.
Después de décadas de batallas legales por los derechos (un gran hombre, Neil Gaiman, contra un miserable, Todd McFarlane) Miracleman volvió a Marvel en el año 2009, y desde el 2014 hasta hoy se han ido reeditando todos los números, incluyendo la etapa The Golden Age que retomó Neil Gaiman. Aún deben quedar disputas por saldar, por cierto, pues el nombre de Alan Moore, su único creador, aparece sustituido aquí por “El Guionista Original”.
Miracleman fue un camino sin retorno. Lo leí en 1990, a los diecinueve años, y me arrancó de chorradas para párvulos como sus contemporáneos Secret Wars o Crisis en tierras infinitas. Solo la negrura y la ultraviolencia y la confusión y la demencia pudieron, desde aquel punto, ilustrar el género superheroico para mí, y para muchos otros lectores. Kiko Amat
Miracleman
Vol.1: El sueño de volar
Vol.2: El síndrome del rey rojo
Vol.3: Olimpo
Guión: Alan Moore
Dibujos de: Garry Leach, Alan Davis, Rick Veitch, Chuck Austen y John Totleben.
Panini Comics / Marvel
(Esta pieza se publicó originalmente y a toda página el domingo 25 de septiembre del 2016 en Mas Periódico, de El Periódico)
En cuatro cómics distintos, cuatro miradas dispares: una joven batallando humorísticamente contra la depresión clínica, una leyenda de capitanes y sirenas, viñetas de pop vs. cultura clásica y una saga familiar en el marco del sectarismo serbio. ¡Tutti-frutti comiquero!
No sé si ustedes han estado deprimidos alguna vez. No les hablo de amohinados, melancólicos o flébiles. O simplemente pajarillos. Les hablo de (La Gran) DEPRESIÓN, la que se atrinchera en tu cama y desconecta tus músculos y borra el futuro y te deja en aquel estado –asaz anti-ducha y pro-Telemaratón- de inacción paralítica. Personalmente no tengo el gusto, aunque sí conozco a gente que la ha sufrido, y créanme que la cosa no sonaba jolgoriosa cual charlestón. Pues bien, Allie Brosh es una artista californiana de 29 años que ha narrado la depresión como nadie. Y no solo eso: lo ha hecho de forma divertida. Bueno, “divertida” tal vez no sea la palabra adecuada. Me refería a que existe una intencionalidad cómica en su cómic Hipérbole y media (Principal de los Libros) aunque tal comicidad sea más del tipo Joseph Heller en Algo ha pasado, que Vonnegut definió como “el libro más infeliz jamás escrito”.
Hipérbole y media es una colección de “aventuras” sobre la depresión de Brosh, y también recopila varias espeluznantes anécdotas de conducta borderline infantil de la autora. La mayoría de reseñas se han centrado en lo “hilarante” de esas historias, pero ahora en serio, gente: exijo moderación al adjetivar. Hoy en día la crítica va directa al superlativo dislate sin pensar en las repercusiones. “Hilarante”, según la RAE, es “adj. Que inspira alegría o mueve a risa”. Déjenme decirles que nada en Hipérbole y media inspira “alegría” de ningún tipo. Es un cómic turbador que solo deja mal cuerpo y espanto, como si un garabato de tu hijo menor le mostrara en la ducha con un entrenador barbudo. En Hipérbole y media incluso el dibujo es incómodo: el avatar de Allie es una especie de pérfido rodaballo de rictus psicópata, trazado primitivamente con Paintbrush, que resulta más Munch que Mouse (Mickey). Hipérbole… empezó en el año 2009 como el tipo de blog que al cabo de dos segundos ya tiene 150 millones de page loads y 300.000 likes en Facebook (cifras reales, aunque parezca que me las acabo de inventar), y catapultó a Brosh a la fama digital. Brosh, en resumen, ha pintado aquí de forma tan veraz como conmovedora su relación con el Déficit de Atención, la depresión y la sinestesia, y su Hipérbole y media es una audaz confesión de su pelea contra la enfermedad.
Tom Gauld sí es divertido, aunque tampoco es exactamente “hilarante”. Su Todo el mundo tiene envidia de mi mochila voladora (Salamandra Graphic) recopila muchas de las tiras cómicas que Gauld ha ido publicando estos últimos años en The Guardian. Gauld y su primo estilístico Stephen Collins (¡googleen a este tipo!) siempre han sido mis humoristas gráficos favoritos del periódico inglés. Gauld tiene una mente que se va por la tangente, un poco como nuestros Miguel Noguera o Raúl Cimas. A menudo su schtick, o rúbrica temática particular, es la mofa sobre géneros, argumentos y personajes de la alta cultura contrapuestos a hábitos, usos o cachivaches modernos. El profundo conocimiento que Gauld tiene de cultura pop, rock’n’roll y cine provoca, asimismo, que a menudo sus chistes sean 100% indescifrables para el profano. “La calle donde se crió Tom Waits” o “Controles de Rhett Butler: el videojuego” (ambos muy graciosos, si bien al modo “ceja arqueada” inglés) son tiras encriptadas cuya broma solo chuta si uno ha visto un número enloquecido de veces Lo que el viento se llevó o conoce a fondo el personaje de Waits. Y no crean que eso me importa. Sus historietas son guiños culturales realizados con chispa y salero, y por añadidura tienden a hacer befa de la solemnidad clásica (o sea: que Gauld es de los nuestros). La tira que titula al libro, sin ir más lejos, ilustra esto con una imagen de la ciencia ficción (un cosmonauta elevándose hacia las estrellas) contrapuesta a la “literatura formal” (un puñado de amargados con pipa chasqueando la lengua con desaprobación). Mis dos favoritas son “Escenas descartadas de Quadrophenia” (Jimmy en el lejano oeste, en la luna…), y “Clásicos borrachos” (varias novelas clásicas con los protagonistas mamados). Brillante, y muy original.
Dos más: Capitán Twain (Principal de los Libros), de Mark Siegel, es un cómic monumental pero ágil que tira de mitos: sirenas, marineros, leyendas subacuáticas y todo el percal. Guiña el ojillo a clásicos loables (Melville, Twain, Conrad…), está dibujado al carboncillo (que no es mi técnica predilecta, lamento decir) y es harto “erótico” (aparecen algunas escenas de folleteo y bastantes tetas oceánicas). Patria, de Nina Bunjevac (Turner Libros), está llamado a ser el Persépolis o Maus del año. Es una saga familiar que también es una historia de la Yugoslavia de Tito, la IIª Guerra Mundial en los Balcanes, la historia del nacionalismo serbio y más. A Patria, de hecho, se le achaca que haya pretendido contar todo ese embrollo en un número tan escaso de páginas (con solo dos o tres viñetas por página) pero lo cierto es que Bunjevac acierta a entrelazar domesticidad (la fanatización creciente de su padre, la huída de su madre) con historia universal, y el lector emerge de allí con la lección aprendida. O, cuanto menos, con una espléndida introducción a esa lección. Kiko Amat
(Artículo publicado previamente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 27 de junio del 2015)
Hipérbole y media
Allie Brosh
Principal de los Libros
371 págs.
Trad. de Joan Eloi Roca
Todo el mundo tiene envidia de mi mochila voladora
Tom Gauld
Salamandra Graphic
Trad. de Esther Cruz
Capitán Twain
Mark Siegel
Principal de los Libros
399 págs
Trad. de Joan Eloi Roca
Patria
Nina Bunjevac
Turner Libros
Trad. de Marta Alcaraz
Daniel Ausente: un sabio ex-nerd y ex-garajero (nunca se es ex-garajero; esto es para siempre), rey de los márgenes y lo subterráneo, especialista en cine de terror, serie B, C y Z, cómics, monarca de la subcultura y santo patrón de la Cultura No-Seria. Y autor del sensacional Mentiré si es necesario (El Butano Popular, 2014), libro predilectísimo del año pasado en esta casa. Un caballero admirable, y encima curtido en lo que él llama «Gótico Llobregat» (y que lo digas, Ausente).
Pues eso, que le entrevistamos para el #11 Vermut con Kiko Amat, en Gent Normal. Charlazo épico con pez frito. Mucha familia, barrio, extrarradio, punk, ochenteo, cine raro, bagaje y estupefacción droguil en el bar La Plata.
Que la disfruten.