«Aquel otoño me puse insoportablemente chulo. Chulo como el obrero que comparte cama con una condesa, como el delincuente de poca monta que acaba de ejecutar un golpe maestro. Mi primera novela tenía que aparecer en las librerías parisinas al cabo de un mes. Me había traído conmigo a Londres las galeradas.
Recorría las calles con ganas de escupir a la gente en la cara, de arrancar a los niños de sus cochecitos, de meter mano debajo de la falda a las más pudorosas señoras de edad. En una ocasión, saliendo borracho de una bodega de vinos en Sloane Square, a duras penas pude contenerme para no tirarle de la oreja a un policía. Diana me lo impidió. Solo me permití la ridícula satisfacción de señalar con el dedo el rubicundo careto del bobby, mientras me partía de risa. Era feliz, ¿cómo no iba a serlo? Había conseguido encandilarlos a todos, les había vendido la moto. «A todos» quiere decir a todo el mundo, a la sociedad —la society, esa palabra que en el oído ruso tintinea como «pandilla de mamones», «batallón de suckers»—. Tenía la sensación de haberles tomado el pelo a todos y la seguridad de no ser en justicia un escritor, sino un farsante.
Fue durante aquel subidón, a lomos de una hirviente ola de arrogancia, soberbia y delirios de grandeza, cuando me ligué a ese pedazo de actriz, Diana. ¡A una actriz, joder! Diana aparecía en el cine y también en la tele, en series y cosas por el estilo. La gente la reconocía por la calle… Para ser justos, lo lógico habría sido que me mandara rápidamente a paseo. Ella era famosa, y yo no pasaba de simple escritor primerizo. Sin embargo, la misma osadía que sirve para obnubilar y arrastrar a las masas, sirve también para engañar a una estrella de cine hasta conseguir que se nos abra de piernas.
No solo se fue a la cama conmigo, sino que me dejó vivir en su piso, en King’s Road, y me paseó en su coche por Londres y por toda Gran Bretaña. Debo puntualizar que aquella morena, una verdadera bomba de muslos voluminosos y nalgas orondas, que había encarnado a un buen puñado de histéricas en las adaptaciones televisivas de Maupassant, Dostoyevski y Henry James, no fue la única víctima de mis encantos. ¡Oh, no, estafé a un importante número de los habitantes de la Gran Bretaña que se cruzaron en mi camino!»
El hombre sin amor
EDUARD LIMÓNOV
Fulgencio Pimentel
282 págs.
Traducción y notas de Tania Mikhelson y Alfonso Martínez Galilea