La familia que asesina unida permanece unida: un podcast mansonita

Pueden escucharlo aquí. El periodista valenciano Javier Cavanilles y yo mismo, Kiko Amat, esq., le damos a la sin hueso durante 45 minutos del ala. El tema, naturalmente, son los asesinatos Manson, que vuelven a la proverbial palestra gracias a la reedición de Helter Skelter de Vincent Bugliosi & Curt Gentry (con prólogo de su vecino y amigo Kiko Amat) y Once upon a time in Hollywood, el nuevo filme de Quentin Tarantino.

Una charla prolija, rebosante de trivia friqui y análisis coyuntural, así como de un buen número de lúdicas paridas y comparaciones audaces. Lo pasé muy bien realizándola.

FLAKO: “En este país no hay mayor ladrón que un banquero”

El mítico butronero madrileño, apodado “el Robin Hood de Vallecas”, publica sus memorias Esa maldita pared (libros del K.O) y sube al podio de la crónica negra nacional.

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Flako atracaba bancos que era un primor. Nació en Vallecas, y aprendió el oficio de butronero (acceso por cloacas + boquete en tapia) de su padre, artista del gremio. Aquel hombre le mostró no solo la parte técnica del tema, sino el indispensable decálogo deontológico y ético que debe acompañar a toda carrera delictiva que se precie (como Dexter, para entendernos, pero sin convertir a nadie en albóndigas). Siguiendo sus especificaciones, y añadiendo algún avance de cuño propio, Flako consiguió butronear un número asombroso de sucursales bancarias. Inevitablemente, al final le pillaron (ante las cámaras de televisión). Lo acusaron de siete atracos, cumplió condena por dos y actualmente disfruta de tercer grado penitenciario. En Soto del Real empezó una relación epistolar con el cineasta Elías León Siminiani, y de esa amistad nacería el documental Apuntes para una película de atracos. El propio Elías le instó a escribir su historia en primera persona. El resultado, Esa maldita pared, es una autobiografía criminal llena de violencia, humor y familia, que recuerda tanto a Edward Bunker o Rififí como al “Corre corre corre que te van a echar el guante”

Te llamaban “el Robin Hood de Vallecas”, pero la parte de dar a los pobres se te olvidaba un poco…

La verdad es que sí. Eso sucedió en el robo de la calle Alcalá 74, el banco de Santander, por el que estoy cumpliendo condena. En un momento del atraco la gente se empezó a poner nerviosa, y yo también me puse nervioso, y esa fue mi forma de calmar a la gente, haciendo una broma. También fue en parte homenaje a mi padre, que tras sus atracos sí ayudó muchísimo a la gente y a sus amigos. Fue algo simbólico. Yo he ganado dinero y he ayudado a mi familia y a los míos. No daba para más.

Los criminales, y algunos escritores, tenemos un “estrecho círculo de empatía”. Podías compaginar el afecto extremo hacia tu familia y amigos con el desprecio puntual hacia víctimas o testigos.

Atracar un banco es un oficio que requiere violencia. No es lo mismo atracar que robar (cuando entras por la noche, coges el dinero y te vas). Atracar requiere intimidación física. A la hora de empuñar un arma real estás desprendiendo violencia, aunque no la utilices. Yo he pedido perdón a las víctimas, que no tenían la culpa de que a mí se me cruzaran los cables por la mañana y decidiese que me tocaba atracar un banco y arrasar con lo que se me pusiese por delante. Esta disculpa es sincera: las víctimas de mis atracos no tenían culpa de mi locura. A la vez, dentro de lo que cabe, siempre he intentado utilizar el mínimo posible de violencia, y ser el máximo de educado posible, a la hora de realizar un atraco. Parece contradictorio, pero es así. En mí último atraco, el Bankia de la calle Pilarica nº23, donde me detuvieron, en el sumario se especifica que uno de los atracadores, de complexión gruesa, que se declara líder de la banda, da las gracias a los allí presentes por su colaboración y les pide perdón por las molestias ocasionadas. Pero a la vez no vas a atracar un banco con una barra de pan. Entras con una pistola y cagándote en Dios y amenazando con matar al que no se ponga firmes. Pero es más teatro y paripé que otra cosa. Igual que en las películas.

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Bertoldt Brecht dijo que “el robo de un banco no era nada comparado con fundar uno”, y tú dices que “atracar bancos es un oficio honrado”. Solo dañaste a corporaciones.

Totalmente. Que les den por el culo. En el atraco del Bankia retuvimos a empleados del banco y a algunos clientes, y a nadie le desapareció nada. Todos llevaban carteras, collares, y salieron de allí como habían entrado. En el atraco del Bankia había sobre el mostrador una bandolera tipo hippy que contenía unos 2000 euros en billetes y paquetes de monedas, y como era de una clienta no nos lo llevamos. Una empleada nos ofreció su cartera y la rechazamos. Solo queríamos lo de Bankia. Íbamos a por las preferentes, y así se lo dijimos. Yo nunca he robado un coche ni una moto, nunca he tenido una televisión robada, no he comprado móviles robados. Mi única forma de delinquir ha sido el atraco de bancos. En este país no hay mayor ladrón que un banquero o un político. Cristina Cifuentes solo llegó a robar unas cremas, porque la pobre no daba para más. Yo robaba bancos.

¿Percibes que la gente, sea en la cárcel o en la calle, te quiere más por haber sido atracador de bancos, en lugar de caco callejero o ladrón de pisos?

En la calle sí. Sobre todo cuando los vecinos se enteran gracias al documental o el libro. Un vecino mío da la casualidad de que había sido director de sucursal bancaria, y el tío me dijo que había hecho bien. En la presentación del libro una anciana me dijo también que muy bien hecho. La gente mayor, especialmente los de izquierda, o los que han sido engañados por los bancos, me felicitan. Pero en la cárcel es distinto: hay mucha envidia, y mucha comparación entre delitos: si alguien lleva más tiempo en prisión por un delito que considera menor al tuyo, te cogen ojeriza. Los funcionarios de prisión no: ellos me decían que tendría que haber robado más bancos.

Tu libro es una memoria delictiva, pero también una carta de amor a tu padre, “El Peque”. Le dedicas muchos elogios, pero debía ser angustiante para un niño vivir con un criminal de personalidad volátil.

Mi padre era muy bajito y campechano, pero tenía un pronto que asustaba. A veces era proporcionado, pero a veces dejaba ir una violencia extrema. A mi padre le gustaba mucho ir a ver al Rayo, y una vez en que estaba en una plazoleta con sus amigos, que eran gente mayor, unos del Sevilla se metieron con él por la bufanda del Rayo que llevaba. En la trifulca que siguió, mi padre le rajó la cara a uno con un botellín, lio un cipote de la hostia. Pero en el día a día no era así. Su arranque jodido era ocasional. Yo, como ya le conocía, siempre le intentaba tranquilizar. Mi padre tenía muchos más cojones que yo.

Los niños se amoldan muy rápido a la excepcionalidad o la rareza. Para ti debía ser normal que tu padre apareciese con dos ladrillos de coca…

Todo fue sucediendo de una manera muy llevadera. Yo de niño había escuchado la palabra “butrón”, y mi madre me había insinuado a que se dedicaba mi padre. Pero como vestía muy bien, siempre iba con zapatos Martinelli, sus vaqueritos y chaqueta de cuero, a mí me costaba creerlo. No le veía abajo en las cloacas lleno de mierda. Me chocaba. Pero luego, con el tiempo, lo fui aceptando. Lo de la coca, al principio, fue un poco por casualidad. Unos amigos suyos cayeron presos en la época del famoso intento de asesinato del abogado Rodríguez Menéndez aquel. Mi padre empezó a mover su producto para echarles una mano mientras estaban dentro. Cuando hubo vendido lo que tenían dijo que ya no seguía. Yo era muy pequeño cuando sucedió aquello. Luego, ya de adolescente, lo volví a ver en la época del bar Driver, que llevaba mi padre, y ya me pareció normal. Me pareció tan normal que me puse yo mismo a hacerlo.

A los dieciséis estás hasta el cuello de atracos, farlopa y malandrismo. No sé si esa euforia, que tan bien comunica tu libro, pierde sentido cuando la contrastas con los momentos trágicos (tu detención, el ingreso en la cárcel cuando tu mujer está embarazada…)

Yo me arrepiento de cosas que no he hecho, pero no de lo que ya hice. A lo hecho pecho, y ya está. Pero igual debería haber sido más precavido. Supongo que por lo que pasé yo merece la pena si sales después de cuatro años y estás forrado y ya no te hace falta trabajar, tienes cuatro pisos entre Vallecas y Moratalaz, un coche majo, dos negocios, cuatro plazas de garaje y a vivir… Pero para seguir trabajando… [ríe] Yo soy mileurista. Mira lo que habré sacado con mis atracos que sigo currando.

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Me da la impresión de que los criminales son como los pescadores, tienen cierta tendencia a magnificar sus gestas. Pero lo tuyo se antoja sincero.

Sí. La gente suele aumentar botines y delitos. Yo si no quiero contar algo no lo cuento, pero no digo mentiras. La gente que conoce mi historia la leería y vería que no estoy diciendo la verdad. Yo más que exagerar mis hazañas he tenido que esconder cosas. Y otras veces me he quedado corto. Cuando escribía en el libro sobre lo de trapichear con drogas, hablaba de una cantidad mucho menor que la vendíamos realmente. Un día mi primo Chispi, hablando de ello, me dijo la cantidad real, y me quedé de piedra. Otras anécdotas que parecían exageraciones quedaron fuera del libro. Cuando aún teníamos el cuartel general de la droga en casa de mi primo, salíamos con un cuarto de kilo de cocaína cada uno de su casa, tres veces por semana: él lo llevaba en unos libros, que dejaba en la guantera del coche, a la vista, y yo los metía en los bolsillos de un chándal que llevaba en una percha, no puesto. Alguna gente diría que eso es muy peliculero, pero fue así.

¿Cómo llevaban vuestras madres, abuelas y tías todo ese ir y venir de cocaína y actividades sospechosas?

Mi madre, hacia el final de mi carrera, ya se imaginaba lo que estaba haciendo. Por la gente con quien me juntaba, por lo que salía en televisión. Cuando veía que cuatro encapuchados habían entrado por las cloacas a un banco del barrio de Salamanca, se olía que tenía que ver conmigo. Mi abuela paterna también. Se imaginaban cosas pero no el alcance. Mi abuela me veía con mucho dinero y de viaje, pero no sospechaba que atracaba bancos. Me decía: “ten cuidado de que no salga nuestro nombre por ahí, que con tu padre ya la tuvimos”.

Me sorprende que con tanto despiporre no te engancharas a la cocaína, en plan Lobo de Wall Street.

La droga nunca entró en mi día a día. Lo utilizaba para ir de fiesta de tanto en cuando, con los colegas, pero yo tenía un trabajo fijo que no quería perder, me duchaba, hacía la comida… Nunca llevé ese tipo de vida. Para mí era un aperitivo, lo que me ponían con las copas. Pero si no tomo copas, no me meto rayas. No va con mi carácter. Además, ahora no podría ni aunque quisiera, porque estoy con la condicional.

Edward Bunker dice en todos sus libros, con diferentes frases, que “la culpa era de la sociedad”. La sociedad le trató con una violencia terrible, y le obligó a dejar de ser un niño.

Bueno, Bunker estuvo enganchado a la heroína inyectada. En aquella época no era tan fácil encontrar hipodérmicas, lo hacían con una aguja y un cuentagotas. Era otra época, y su familia estaba más desestructurada que la mía. Salvando la separación de mis padres, y lo de que mi padre fuese atracador de bancos, crecí en una infancia que quizás podría haber sido mejor, pero que no fue infeliz. Podría haber recibido una mejor educación, eso sí, podría haber estudiado… Pero no creo que a mí me hiciese así la sociedad. A mí me hizo así mi padre. Pagar con cárcel, estar separado de mi hijo, me ha hecho recapacitar bastante.  Si no tuviese un hijo quizás hubiese salido de la cárcel rebelde y con ganas de más guerra.

Una pregunta de neófito: con la de atracos que perpetraste, ¿por qué en el libro solo aparece el primero (abortado) y el último (cuando te trincaron)? ¿Es una decisión consciente, lo de omitir las victorias?

[ríe] Hombre, no. Es que yo estoy cumpliendo condena por esos dos. La policía me imputó siete. Pero solo puedo hablar de aquellos por los que fui condenado. De lo que no fui condenado, como no he sido, no puedo hablar. Se parecen mucho a los atracos que yo he cometido, eso sí. Pero los testimonios de los testigos no encajan con mi fisonomía, y los atracadores iban encapuchados, según se ve, así que tampoco pudieron identificarme en ninguno de los siete.

Resultat d'imatges de flako paredCuando yo era niño, en los años setenta, todo el día veía atracos por la televisión. Parecía el deporte nacional. No sé qué sucede, pero ya no se ven tanto.

Yo también lo recuerdo así. En Barcelona, sobre todo, había muchos atracos a bancos. También a furgones blindados, a joyerías… Yo te lo explico. En los años setenta, mi padre iba a tomar un café al bar, y de vez en cuando se encontraba a un amigo suyo  que le decía: “me voy a atracar un banco”. Y él tío iba, saltaba el mostrador, se llevaba siete millones de pesetas, y luego se iba a casa. O se iba al centro de Madrid, se hacía un banco y se llevaba catorce millones. Esto ahora es imposible. La seguridad ha aumentado. Antes el dinero estaba en los cajones, y las cajas fuertes iban con llave. Cogías al director o al interventor, le hacías abrir la caja, te llevabas el dinero y te ibas. Lo que antes se conocía como “un metesaca”. Pero entonces empezaron a colocar cámaras de seguridad y retardos en las cajas fuertes. Un retardo de una caja fuerte podía ser de unos diez minutos, en que tal vez tienes que retener a gente. Eso incrementa los riesgos y la exposición a un peligro, que es que te detengan. Siguieron habiendo metesacas, pero ya había menos dinero en los cajones. Cada vez hay menos dinero a disposición del cliente. Incluso existen códigos que tienen que mandar desde la central para validar operaciones como sacar 3000 euros. Todos esos impedimentos han conseguido que sea casi imposible atracar un banco. Es una razón técnica. Los retardos han aumentado hasta la media hora. ¿Tú sabes lo que es media hora encerrado en un banco reteniendo a gente? Una eternidad. La vez en que me detuvieron, en el Bankia de Pilarica 23, estuve casi 40 minutos encerrado allí dentro, con rehenes, registrando a los clientes. La gente que necesita dinero rápido ahora va a un salón de juegos o una gasolinera, pueden hacer 5000 o 6000 euros rápidos, pero nunca a un banco. Es un suicidio.

Un comisario os llamó “profesionales” y tú siempre has afirmado que robar bancos es un talento. ¿Qué le dirías al señor ese de Gandía de 62 años que hace poco ha atracado un banco a punta de pistola y se ha llevado 900 euros?

Al pobre hombre ese le diría que cómo se le ocurre ir a por dinero a un banco. Allí no hay dinero, ya lo he dicho antes. Se ha jugado de 4 a 6 años en prisión, por 900 euros. ¡A mí me metieron 4 años por un atraco en que recuperaron el dinero!

Otros criminales han dictado sus historias a otros para que las escribiesen. Pero tú, como Edward Bunker o Malcolm Braly, la has escrito tú mismo. Debes sentirte orgulloso.

Pues sí. Mi editor, Emilio Sánchez, una gran persona y amigo, me dice que tengo que seguir leyendo y seguir escribiendo como escribo. Sin mucha técnica, pero como me salen las palabras. Porque eso el lector lo valora muchísimo, me dice. Yo fui mejorando según iba escribiendo el manuscrito, gracias a los libros que me pasaban Emilio y Elías León Siminiani. Tomé estructuras de algunos libros que me pasaron ellos, pero contando mi historia. Aprendí a contar las cosas con más fuerza. Ahora estoy escribiendo una novela que va sobre el último atraco de mi padre, el que no llegó a hacer. Lo que no lo puedo hacer físicamente, me lo invento. Imaginación a tope.

Kiko Amat

(La versión abreviada y editada de esta entrevista se publicó originalmente en El periódico de Catalunya. Esta es la versión sin cortes. Copyright de Kiko Amat, compartan a placer, citen citando la fuente, etc.)

5 de true crime para Babelia

Un top 5 despampanante de crónica negra para Babelia de El País, que he escrito yo mismo con estas manitas.

Sant Jordi se acerca, y nada mejor que unos cuantos libros sobre CRÍMENES ESPELUZNANTES y ABERRACIONES SIN NOMBRE para celebrar la festividad.

Pidan auxilio inútilmente aquí.

Kiko Amat entrevista al FLAKO

También conocido como el «Robin Hood de Vallecas», ex butronero de pro y autor de la fabulosa memoria delincuente Esa maldita pared (nuevo favorito de true crime nacional).

Lean mi entrevista para El Periódico aquí, si gustan. Difúndanla luego, y todo eso que se suele hacer.

Helter Skelter is coming (con un prólogo de Kiko Amat)

Antes de que acaben de contar «1,2,3,4,5,6,7, all good children go to heaven» ya habrá salido a la venta la esperadísima traducción española de Helter Skelter, de Vincent Bugliosi. Mejor libro de true crime anglosajón que he leido (y releído: cinco veces) en mi vida, descatalogado en España desde… 1976.

Esta obra maestra de la crónica negra escalofriante, best seller mundial inapelable, lleva, para colmo de la maravilla, en su nueva edición de Contra Editorial, un prólogo que ha escrito you-know-who.

Yo, hombre. Quiero decir yo. Quién va a ser. El prologuista enloquecido.

Tamaña genialidad estará en las librerías el 10 de abril. Comprénselo, y prepárense para dormir con una lucecita infantil encendida en su habitación de adultos hasta que pase el verano, lo menos.

True crime pt.1: Se ha escrito un crimen (verdadero)

El true crime literario es, según afirman los expertos, el género que está creciendo más rápidamente desde el inicio del nuevo siglo. Un género que agarra el “basado en una historia real” y le extirpa el “basado en”, y todo el mundo se arrea codazos para mirar, como harían ante el cordón policial de un crimen de verdad. Cultura/S se asoma a las alcantarillas de la crónica negra para ver qué rayos es tan interesante allá abajo, entre las ratas.

El true crime (o crónica negra) es un género de no-ficción que examina un crimen real y detalla acciones de gente real. El sobreuso de la palabra “real” en la frase no es fortuito, me temo. Todo en el true crime se basa en ese “true”. A la gente le encanta la fantasía desde que el primer sapiens inventó una parida improvisada sobre dioses genocidas, es cierto, pero también pierden el culo por lo veraz: lo posible y verificable y, a poder ser, que haya pasado cerca de su casa (pero no demasiado cerca, ya me entienden, sobre todo si se trata de crímenes horrendos). ¿Por qué mis hijos pueden ver un orco descuartizado, supurando humeante baba verdosa por las cuencas de los ojos, mientras mastican una madalena, sin pestañear siquiera, pero atisban la sombra difusa de un asesino de filme y duermen en mi cama, hincándome los pies en los testículos, una semana entera? Porque intuyen que lo segundo es real. Que ese matarife de repetición podría existir. Existió, vamos. Y ni siquiera tienes la excusa de lo fantástico. En el true crime no hallarás consuelo para tus pesadillas.

Revistas baratas americanas de los años 40 como True Detective -o su equivalente español setentero, el célebre semanario El Caso– despachaban miles y miles de ejemplares porque, después de todo, vendían segmentos de pura verdad (más o menos exagerada). Y a la gente le chifla la verdad. Solo echen un vistazo al listado de series actuales de Netflix o HBO basadas en casos reales: Mindhunter, Manhunt, American Crime Story… El true crime parece triunfar por las mismas razones que el porno Gonzo (cámara con párkinson, actrices con estrías, posturas de lumbago sobre un futón IKEA): porque nos muestra una cierta realidad sin miriñaques ni raptos líricos. En crudo. Lo “auténtico”, en contraposición a lo “inventado”.

Por supuesto, la “autenticidad” por sí sola es insuficiente. Quitando a los lectores de Karl Ove Knausgaard, nadie desea leer el auténtico periplo al auténtico Bonpreu de un auténtico padre de familia. La popularidad de la crónica negra se explica por una serie de argumentos adicionales, por definición delictivos, mejor aún si son sangrientos, que aderezan o ensucian lo cotidiano. Añadámosles el puro morbo fisgón (el true crime alimenta nuestra vena voyeurística, y leer una buena crónica negra es como aminorar la marcha al pasar junto a un siniestro de carretera); la obsesión que nuestra raza padece por la violencia y los factores que la desencadenan; y el puzle suspensero que suele acompañar a la resolución de un crimen (o como mínimo la antesala a este), cuanto más inusual mejor; y tendremos la receta de su éxito. Sin desdeñar el hecho que, históricamente, el true crime funcionaba en paralelo como cajón de sastre mayoritario, de quiosco, donde poder contar todas las historias marginales, todas las perversiones y subculturas, que por su propia naturaleza estaban vetadas en el mainstream. Colocar en portada a un Fu-Man-Chú drogado, puñal en mano y expresión de orate, te permitía hablar, ya en las páginas interiores, de casas baratas, madres solteras, prostitución y drogas y pandillas de pachucos.

El buen true crime es, así, como una pastilla de alimento astronáutico; una dieta completa: contiene clase de historia, placer lector novelístico, investigación detectivesca y proceso judicial y, de rebote, no poco chismorreo (“¿qué dices que hizo el hijo de la Eufrasia con la cabra? ¿Cómo, después de matarla?”). Por no decir que, en muchas ocasiones, la crónica negra es la única forma decente de leer sobre un hecho: algunos crímenes son, por factura y perfil, no-ficcionalizables. Conviene no pasar por alto este detalle, en mi opinión determinante a la hora de convencer al lector o juzgar un artefacto. La mayoría de crímenes que generan crónica negra exitosa (artística o comercialmente) suelen ser tan delirantes, o enrevesados, o repelentes, que desactivan la versión narrativa. ¿Para qué querría alguien perder el tiempo con una traducción fílmica o novelesca de los asesinatos Manson? No puedes exagerar la Family; para aumentar la realidad tendrías que meter a Charlie en un musical navideño de Andrew Lloyd Webber. Cantando “The age of Aquarius” mientras apuñala a Papá Noel. Ed Sanders, autor de The Family, afirmaba que el caso “lo tenía todo: rock and roll, el atractivo del Salvaje Oeste, la esencia de los 60 con su liberación sexual, su amor por el aire libre, su ferocidad y sus drogas psicodélicas. Tenía el hambre por el estrellato y el renombre; tenía religiones de todo tipo, conflicto armado y carnicería de producción local; todo mezclado en una tumultuosa historia de sexo, drogas y transgresión violenta”. Esa es la razón por la que numerosas versiones fílmicas de casos reales apestan como tumbas abiertas, y nunca mejor dicho. Empeoran una historia redonda. Si no me creen échenles un vistazo a Ted Bundy (2002) o The deliberate stranger (con Mark Harmon –wtf– en el papel del psychokiller).

Por supuesto, la naturaleza del caso o lo complejo de la investigación tampoco lo son todo: como siempre ha dicho Richard Price, hasta que no aplicas talento, la documentación “solo es una mesa llena de post-its”. Muchos libros de crónica negra son, digámoslo claro, un pedo. La mayoría parecen escritos por Danielle Steel tras una visita a la casa del terror del Tibidabo, todo frases adverbiosas y monstruos papel maché. Un notable porcentaje del true crime, solo hace falta echar un vistazo a la estantería homónima de los aeropuertos ingleses, es carnaza de encargo que un gran grupo editorial publica apresuradamente para capitalizar algún crimen espantoso y tener algo que arrojar a las fauces de los cotillas y/o pervertidos. Memorias de gángsters iletrados, esputos de celebrities en paro (alguien pensó que Ross Kemp, por su papel de malo en Eastenders, poseía suficiente currículum para incorporarse al género). Pulp con pretensiones realistas, escrito de forma bochornosa por gacetilleros iletrados cuya única visita a una comisaría fue cuando se sacaron el DNI.

Otros son, sencillamente, una memez. Como prueba presento cualquiera de los innumerables churros de subtítulo altisonante (¡CASE CLOSED! ¡MISTERY SOLVED!) que, año tras año, garantizan haber resuelto los crímenes de, por ejemplo, Jack the Ripper. Caso del risible Lewis Carroll: Light-hearted friend, donde Richard Wallace, tras balbucear una serie de trolas inconexas que desmontaría hasta una profa suplente de preescolar, anuncia que Jack El destripador era en realidad (¿sí?) el escritor de Alicia en el país de las maravillas (oh).

Es una maldita pena. Pues algunos libros de true crime podrían ser buenos (tienen la materia prima, el caso alucinante, la figura criminal perfectamente perversa), si no fuera porque están contados con una voz narcisista o narcoléptica (Norman Mailer y su elefantíaco, casi ilegible, La canción del verdugo), o se centran en la persona menos fascinante del elenco (como por ejemplo Mindhunter, equivalente periodístico de poner a hervir un chuletón de ternera gallega).

Cuando termina la criba, si quieren que les sea del todo sincero, no quedan tantos libros excelentes de crónica negra, al menos si los consideramos frente al alud de inmundicia que ofrece el género cada año. Eso sí, los brillantes son muy brillantes. Un poco más abajo les hablo de los mejores.

Una selección portátil de true crime

Helter Skelter, Vincent Bugliosi: Uno de los mejores libros de true crime. Lo escribió el fiscal del caso Manson, y por eso en ocasiones se entronca un poco en cansino puntillismo legalista (y el resultado es como ver Perry Mason en el Día de la Marmota). Pero por lo demás, una auténtica maravilla (y best-seller). Contra Editorial lo publicará en el año 2019, coincidiendo con la anunciada película de Quentin Tarantino. Imprescindible.

The Family, Ed Sanders: Su autor fue una reputada figura de la contracultura sixties (miembro de The Fugs), y la obra se centra más en los aspectos friquis y culturales de la Family que la versión “seria” de Bugliosi. Si consiguen pasar por alto algunos exabruptos de jerga caduca (te sientes teletransportado a una página de El Víbora, 1979), es el perfecto complemento para Helter Skelter. Yo lo leí de vacaciones en la Costa Brava y pasé una semana durmiendo con un cuchillo bajo el cojín (historia real).

Tor; tretze cases i un mort, Carles Porta (La Campana / Anagrama): Uno de los dos mejores libros de crónica negra autóctona. Se lee como una muy buena novela. Poca gente ha plasmado con tanto acierto la ferocidad rural y las inquinas centenarias entre familias, la envidia y la pequeñez hereditaria de los villorrios remotos. Si encima son ustedes habituales del monte pirenaico no cesarán de soltar “eh, yo pasé por allí el invierno pasado”. Ni de santiguarse, claro.

Des de la tenebra; un descens al cas Alcàsser, Joan M. Oleaque (Empúries / Diagonal): Aunque no reeditado, la historia de los crímenes de Alcàsser de este periodista valenciano es la cima del true crime nacional. No solo el crimen está muy bien narrado, sino que ahonda con sensibilidad y conocimiento de causa (Oleaque era paisano de Anglés) en la miseria y barbarie de una comunidad. Des de la tenebra es tanto tratado antropológico y novela de realismo social como crónica negra. Su tratamiento de la locura mediática que gestó la telebasura actual es también magistral. Una obra inigualable.

A sangre fría, Truman Capote (Anagrama): Clasicazo, rito de pasaje juvenil para los lectores españoles de los 70 y 80 (gracias, Compactos) y conocidísimo, pero todo el mundo debería leerlo. La narración del brutal asesinato de los cuatro miembros de una familia de Kansas es aún uno de los mejores ejemplos de true crime norteamericano (aunque lo de que Capote no tomara notas puede obligarnos a levantar la ceja).

El adversario, Emmanuel Carrère (Anagrama): Más raro que lo real. Carrère utilizó la crónica negra porque no había otra forma de explicar la historia de Jean-Claude Romand, aquel señor francés que en 1993 mató a su mujer, hijos y padres, para evitar que descubriesen que llevaba mintiendo desde los dieciocho años: ni era médico, ni trabajaba en la ONU, ni siquiera había terminado la carrera. Conciso, sobrio, duro y compasivo; un libro perfecto.

Más lecturas: One of Your Own: The Life and Death of Myra Hindley (Carol Ann Lee), Cries Unheard: Why Children Kill: The Story of Mary Bell (Gitta Sereny), So Brilliantly Clever: Parker, Hulme & the Murder That Shocked the World (Peter Graham), Jack The Ripper: The Final Solution (Stephen Knight), The Stranger Beside Me (Ann Rule).

Kiko Amat

(Esta pieza se publicó previamente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 20 de enero del 2018)