Mi día de urgencias

Las Urgencias no están "para echar la tarde" ni para atender 'chorradas'

Kiko Amat

1. Hace unas semanas estaba yo sentado en una terraza de la calle Provença, bebiendo cerveza con unos amigos, cuando un turismo frenó, quemando rueda, a unos metros de nuestra mesa. Del vehículo, que quedó medio atravesado en el chaflán, salieron dos hombres que, por su idéntico corte de pelo, disfraz antisistema y expresión enfurruñada, identificamos como policías de paisano. Los dos salieron trotando, ceños fruncidos hasta la fractura frontal, hacia la boca del metro Verdaguer.

A los pocos minutos el eco de las sirenas rebotaba por las calles, y dos nuevos coches de Mossos, ocupados por dos agentes cada uno (esta vez de uniforme), descendían por el passeig Sant Joan. Los cuatro efectivos emergieron de los coches celulares y se encaminaron zumbando al metro. Antes de que pudiesen descender por las escaleras se les sumaron, desde diversos puntos cardinales, en una coreografía espontánea pero de tremenda belleza plástica (un poco como los minis de The italian job), tres nuevos vehículos policiales, todos con sus mostrencos de azul. Los seis flamantes Mossos se disponían a emprender la loca carrera cuando (se lo prometo) dos furgonas de la Brimo se materializaron en la zona, y un puñado de antidisturbios se unían a lo que a estas alturas ya parecían las inmediaciones de las torres gemelas tras el impacto del primer avión. Más o menos en este punto la gente de las terrazas empezó a carcajearse con el salutífero salero, y natural descreimiento ante la ley, que caracterizan a nuestra raza.

nova identificació policial mossos

Por si estos dos primeros párrafos les han confundido, realizaré yo mismo la suma: ocho coches policiales, dos de ellos carros de combate de la Brimo, y un número de agentes que podríamos situar en la veintena, fueron convocados en la boca del metro de Verdaguer para combatir… ¿ataque de ántrax? ¿secta pedófila? ¿explosivo de Isis? ¿aparición de la bestia del Apocalipsis de San Juan?

No ha acertado nadie. Este número descabellado de policías, que un ojo inexperto podría haber confundido con las primeras tropas que pisaron playa Omaha cuando el desembarco de Normandía, ocuparon el espacio público y sembraron el pánico infantil para lo que uno de los agentes de uniforme, regresando a su vehículo, definió como “nada” (y ustedes y yo sabemos que era un mantero).

Esta historia no tiene absolutamente nada que ver con lo que me dispongo a contarles, pero quiero que la recuerden la siguiente vez que escuchen a alguien de la Generalitat, o del Gobierno Central, declarando que no hay dinero para Sanidad.

2. Mi historia de verdad empieza un lunes de julio cuando, más o menos como ahora, me disponía a traspasar mis egregios pensamientos al papel. Aquel día una cierta congoja premonitoria hacia temblar mis manos, pues solo dos días antes, el sábado por la tarde, mi esposa había sufrido un accidente doméstico en el instante en que las yemas de mis dedos empezaban a desplazarse genialmente por el teclado.

Les sitúo en el flashback: aquel sábado, mi mujer se levantó de la siesta, resbaló en uno de esos suelos encerados bizantinamente que uno encuentra en algunos pisos opulentos de Barcelona, y se abrió la cabeza. Un grito lovecraftiano, surgido de su tráquea, interrumpió mis meditaciones y me “heló la sangre”, como dice el cliché. En aquel momento yo me hallaba en el despacho, como les dije, escribiendo no sé qué mierda. O masturbándome (es broma; no estaba masturbándome).

Cuando llegué al lugar de los hechos, respondiendo al aullido primigenio, mi mujer ya estaba en la ducha, y tan solo un charquito de sangre permanecía en el lugar donde había caído. Parecía escapado de las páginas de Agatha Christie.

Mi mujer continuaba chillando, asustada, en la ducha, echándose agua sobre la herida sangrante, y bajo el chorro repetía que no escuchaba, que se había quedado medio sorda. Examiné su lesión. Era un tajo notable. La piel alrededor del corte tenía la apariencia magullada de una nectarina madura tras caer al suelo. El agua a sus pies se teñía de un color asalmonado. Decidí llamar a una ambulancia.

Psicosis

Pese a la gravedad potencial de los hechos, y el disgusto y dolor de mi mujer, todo mejoró a partir de allí, o cuanto menos fue gestionado, paso a paso, por gente capaz. Unos ambulanceros jóvenes y emprendeduriales nos trasladaron, tras una espera de solo veinte minutos, a un hospital que fue todo eficiencia y cordialidad. Al poco de llegar allí hicieron pasar a mi mujer a un box, le cosieron la herida (seis puntos), le realizaron un tac que salió positivo (ningún traumatismo craneal, ningún daño visible al oído, etc.) y nos dieron el alta. Aquella misma noche volvíamos a estar en el piso de los suelos traicioneros, comiendo burritos, yo levantando la voz para que mi mujer me escuchase (seguía medio sorda).

Hasta ahí el flashback. Cómo carajo llegaron a sucedernos las cosas que nos sucederían dos días después en el mismo hospital es algo que aún pugno por comprender.

3. Saltemos al lunes. Estaba yo a primera hora de la mañana, como les dije, volviendo a colocar las primeras frases de una nueva obra maestra que estremecería al mundo, a la vez que reponiéndome del maldito susto del sábado, cuando otro alarido gutural llegó a mí desde el dormitorio, haciéndome brincar de la silla. No pensé que aquello se estaba convirtiendo en una costumbre, ni que mi carrera literaria había terminado. Tumbé la silla al levantarme, corrí de nuevo al dormitorio.

Esta vez no se distinguían charcos de sangre en ninguna parte, gracias al cielo, pero en la cama había una mujer extremadamente mareada, con rostro céreo de estatua romana, exclamando que todo le daba vueltas. Mis preguntas sobre la intensidad del ataque, y la gravedad potencial del mareo, fueron respondidos con nuevas exclamaciones y algún insulto. Parecía grave. Desde que la conocía, mi mujer temía una cosa por encima de las demás, y era que regresaran los vértigos que padecía de niña. Y las arañas. Pero concentrémonos en lo primero: parecía que los malditos vértigos habían hecho lo mismo que Richard Gere en el fétido remake de El regreso de Martin Guerre: un día estaban muertos en el frente y al día siguiente se plantaban en la puerta de la choza familiar. Con hambre.

Mi mujer empezó a vomitar. Decidí llamar a la ambulancia sin más demora. A partir de aquí todo se transformó en un reflejo grotesco de lo que había sucedido el sábado, como la esperpéntica parodia ochentera de un drama con final feliz: de Shane a Sillas de montar calientes.

4. La ambulancia tardó dos horas. De acuerdo que les habíamos comunicado que se trataba de vértigos y náuseas, pero Barcelona en 2021 no era Sarajevo en 1994: podrían haber tardado menos. Cuando abrí la puerta, un escalofrío premonitorio relampagueó por mi espina dorsal. Aquellos dos ambulanceros no eran los jóvenes eficientes que nos habían auxiliado en el percance previo. Eran otros dos, españoles, uno de ellos cercano a la jubilación, calvo y corto de vista, el otro imberbe y con expresión de sufrir un caso extremo de PESPOLA (Persona Superada Por Los Acontecimientos).

Lo primero que manifestaron al adentrarse en el piso era si “por casualidad” teníamos alguna bolsa para los vómitos (recordemos que la causa de nuestra llamada eran, exclusivamente, vértigos y náuseas). Dos palabras parpadearon en mi cerebro: Mortadelo y Filemón. Mis sospechas se confirmaron cuando bajamos a la calle, con mi mujer ya en la camilla, y los dos me comunicaron que debíamos esperar a que llegase otra ambulancia, pues la que habían utilizado para responder a nuestra llamada se había averiado. ¡Nuestros ambulanceros habían gripado el vehículo de emergencias!

Llegó la otra ambulancia. Quince minutos más tarde. Tras un breve reparto de quejas y maldiciones entre trabajadores del gremio, Pepe Gotera y Otilio (he decidido que funcionan mejor como símil) trataron de introducir a mi mujer, y la camilla que la sostenía, dentro de la nueva ambulancia. Mi mujer no se resistió, pero su soporte elemental sí. La camilla no se plegaba. En lugar de aplicarle algo de aceite de motor a las juntas, o cuchichearles cosas a las ruedas, al estilo El hombre que susurraba a los caballos, los dos chapuceros se aplicaron a arrearle tremendos empujones a la camilla, que (por si lo han olvidado) acarreaba a una mujer mareadísima encima. Mi esposa volvió a vomitar, por fortuna dentro de la bolsa (nuestra bolsa). Finalmente las patas de la camilla cedieron, plegándose, y mi mujer fue colocada en el interior de la ambulancia. Nos pusimos en marcha.

A lo largo del trayecto hacia el hospital un joven y novato Otilio trataba de explicarse por el móvil y comunicar identidad y posición, sin éxito. Los códigos de las ambulancias eran distintos (recordemos que nuestros ambulanceros habían cambiado de monturas a medio periplo, igual que tuaregs en una travesía por el desierto), y desde la central no comprendían quién eran ni qué deseaban aquellos dos desconocidos. Seguramente les tomaron por locos que habían secuestrado una ambulancia y ahora deambulaban, sin control alguno, por la ciudad, recogiendo pacientes, o gente completamente sana, al tuntún.

Pepe Gotera le arrebató el móvil a Otilio de un manotazo, y empezó a berrear por él. Quiero decir: gritos. Yo diría que entre los atributos de un ambulancero de urgencias debería estar incluido el mantener la calma y comunicar serenidad. A nosotros nos había tocado el único ambulancero con propensión a los ataques de ira de toda la flota. Empecé a marearme también. Me pregunté si sería aceptable vomitar a la vez que mi mujer en el mismo contenedor, como el que hace coros en un grupo ye-yé.

Al final llegamos al ambulatorio. Pepe Gotera nos dejó en Admisiones, y luego continuó gritándole al caballero de la centralita (“¡Gómez! ¡Esto no puede ser, Gómez!”), justo al lado del cartel que indicaba SILENCIO. No sé dónde estaba Otilio. Posiblemente haciéndose un bocadillo de hipopótamo en otra viñeta.

5. En Admisiones nos comunicaron que los ordenadores habían “petado”, y que aquel día las entradas se realizaban de manera manuscrita. La enfermera le tomó los datos a mi mujer, esforzándose en hacer caligrafía legible tras años de experiencia digital, y nos hicieron pasar a Triatge, mientras nos informaban de que a los pacientes se les visitaba por “orden de gravedad”.

Tardé poco en comprobar que tras esa superficial apariencia de “orden” se gestaba el más puro caos, igual que en la Alemania de 1939: tras mi mujer fue admitida una señora de sesenta años “con el tobillo torcido”, una calificación poco espectacular que nos hizo asumir que pasaría después de nosotros. Por añadidura, la señora no paraba de pasearse pasillo arriba y abajo, había salido a la sala de espera en varias ocasiones para hablar con el marido, y por un momento parecía que tenía posibilidades de ganar un concurso de limbo, si se llega a organizar uno.

La señora, como sospechan, pasó antes que nosotros.

Al cuarto de hora fue admitido un Mosso con insolación, o bajada de tensión, o posesión demoníaca, y a él también le pasaron. Un somero análisis estadístico que conduje durante la siguiente media hora me confirmó que colar a cualquier modalidad de anciano formaba parte también de la idea de orden del hospital. Todos aquellos venerables vejestorios, algunos de ellos gozando de una salud envidiable pese a su bíblica edad, pasaron delante de una mujer con fuertes vómitos y mareos que se había pegado un duro golpe en la cabeza solo dos días antes.

Cuando habían pasado todos los seniors, y también el policía (era posesión demoníaca, al final) llegó nuestra hora. Nos condujeron al box. Un señor con bata blanca y estetoscopio le pegó a mi mujer el vistazo más breve de la historia y masculló que en breve aparecería “un médico”. ¿Un médico? ¿Quién leches eres tú, entonces?, decidí no preguntar. Nuevos escalofríos en mi espina dorsal.

Empezaron a pasar los minutos. Tic-toc, tic-toc. Biiiiiip. Biiiiiip. ¿Bip? Al cabo de un buen rato percibí que lo que me estaba marcando el paso del tiempo no era la cadencia de un carillón gótico sino el monitor de signos vitales, que había quedado encendido tras el último paciente (iba a escribir cadáver). Lo desenchufé yo mismo. Una enfermera gruñona con pañuelo hippy en la cabeza, sin duda exalumna del Instituto Mengele, me riñó como no me reñían desde la EGB, y no por desconectar el monitor, precisamente, sino porque había cometido la imperdonable imprudencia de preguntar, en un hospital de urgencias, cuándo aparecería el doctor.

Decidí seguir esperando. Por desgracia, no había traído nada para leer, así que me resigné a pasar el rato examinando un cartel de Sondaje Urinario que había colgado en la pared del box. Aquello no daba para mucho. Digamos que a partir de “lavado de genitales” la trama se volvía previsible.

6. Por fortuna, cuando empezaba la sexta relectura de Sondaje urinario apareció el doctor. Uno distinto. La cara del segundo doctor (quizás primer doctor de verdad) me resultaba familiar. El acento le delataba como mexicano, aunque las maneras marciales con las que examinó a mi esposa y el modo autoritario con el que enunció su diagnóstico me hizo pensar en un oficial prusiano pasando revista en los barracones del segundo de Ulanos. “¿Listo?”, exclamaba tras cada una de de sus aseveraciones, de un modo que sonaba a duda sobre mi coeficiente intelectual (aunque sin duda se trataba de una muletilla regional).

El doctor, tras un breve examen, le anunció a berridos a mi mujer (quien, a todo esto, seguía vomitando y con el rostro color resina) que tenía una otitis, y que la tratarían con antibióticos y antivomitivos y no recuerdo qué más.

De repente recordé dónde le había visto antes. Era Manny, de Modern family. Su nuca, especialmente (parecía como si llevara una butterfly pillow de carne). La revelación fue a la vez tranquilizadora y alarmante: tranquilizadora porque el personaje de Manny es, en la serie, un control freak superdotado, y por tanto sería capaz de tomar las riendas de aquella situación. Alarmante porque Modern family es una serie (duh), y a Manny lo interpreta un actor llamado Rico Rodríguez que no distinguiría una otitis de una piorrea.


                            'Modern Family' season 11: Manny's adorable attempts to woo his ex-girlfriend back has fans rooting for him

Manny se fue. Yo me creí lo de la otitis, porque todo el mundo se cree lo que dice alguien en bata blanca y una identificación (tal vez robada). Salí del box y observé como se alejaba. Aún no sentía animosidad directa hacia aquel tipo, pero es cierto que sus modos no habían sido los más amables del gremio médico. De hecho se parecían más a los de los seguratas de cierta sala barcelonesa, de la época en que yo iba a lugares como aquellos, que te echaban a patadas por respirar fuerte en su presencia. Decidí pasarlo por alto. Al fin y al cabo, lo importante aquí era la eficacia diagnóstica, no si el médico lo decía con flores y en forma de soneto.

Antes de meterme de nuevo en el box, examiné el pasillo. Dios santo, al contrario que la famosa novela de Cormac McCarthy, este era lugar para viejos. En el box contiguo respiraba (con suma dificultad) alguien (le llamaremos “Camilo”), a quien Matusalén habría tratado de usted. La piel facial de Camilo, de textura inconfundiblemente escrotal, parecía comprimida y arrugada por la mera acción de la atmosfera terrestre. La única actividad que parecía capaz de realizar este compañero de armas de Nabucodonosor era amasar ruidosamente en su boca monstruosos buñuelos de flema y moco, que cada cierto tiempo iba escupiendo (o mejor, vertiendo) en una jofaina.

Según pude atestiguar (fisgando), muchos de aquellos octogenarios estaban allí por haberse caído por la calle y roto/torcido algo. Pensé que alguien debería inventar algún tipo de escudo hinchable íntegro de apariencia michelinesca, patentarlo y convertirlo en obligatorio para los over-80’s. Las salas de urgencias estarían vacías, se lo garantizo.

Estoy dispuesto a escuchar ofertas.

7. El turno de día se transformó en turno de noche. A mi mujer, que llevaba vomitando desde las nueve de la mañana (doce horas antes), no le habían hecho el menor efecto las imaginativas prescripciones de Manny. Las pocas veces en que este se dejaba caer por la sala, y yo le interrogaba al respecto, el formidable actor infantil me invitaba a, como se dice en mi pueblo, ir a meterle pedos a una lata (él no lo expresaba así). En cuanto al resto de enfermeras, solo respondían a mis esporádicas preguntas con a) displicencia, b) exasperación, o c) expresiones de completa inopia. La única buena gente de aquel infierno fueron los camilleros. Y Ágata.

Ágata apareció al inicio del turno de noche. Esta enfermera con nombre de cabaretera, o centerfold de revista erótica, era la primera persona servicial y de maneras cariñosas con la que topábamos en nuestra particular saison en enfer. Ágata, tras anunciar que su nombre era, efectivamente, Ágata, “para lo que queráis”, procedió a entubar, inyectar, comentar, ajetrearse con esto y aquello, llamar a mi mujer “cariñito” y, sobre todo, preguntar. Preguntar, para empezar, qué sucedía en aquel box.

Face, Hair, People, Social group, Service, Temple, Sharing, Job, White-collar worker, Medical equipment,

Yo, que crecí viendo religiosamente A cor obert, asumía que a cada enfermera que entraba en un nuevo turno se le hacía entrega de un informe de las dolencias del paciente, como los que aparecen, espléndidamente entablillados, al pie de la cama de hospital en las series norteamericanas. Pues no. Las enfermeras de urgencias españolas se materializan en boxes rodeados de un misterio impenetrable, como concursantes de ¡Sorpresa sorpresa!. Gana la enfermera que puede deducir, en diez minutos, a través de penetrante observación clínica y certeras preguntas al enfermo y allegados, de qué enfermedad se trata. Ágata, por tanto, solo sabía lo que le estábamos contando, pues “hace una hora estaba en mi casa” (repitió esto varias veces, quizás anhelando regresar allí).

Pese a su ignorancia diagnóstica (cosa que, para ser justos, no entraría en sus atribuciones laborales), Ágata nos tranquilizó lo mejor que pudo, repitió varios “cariñito”, y nos recordó unas cuantas veces más que ella era Ágata, para lo que quisiéramos. Lo que queríamos, le dije yo, era organizar el ajusticiamiento público del Conseller de Sanitat. Ágata sonrió, porque en realidad no dije eso. Solo manifesté, en un tono de lo más empático, el alarmante estado de la sanidad pública.

– Ya -contestó ella- Si fuese mi madre la que está en la camilla yo también me estaría cagando en todo.

Asentí con la cabeza.

Detuve mi asentimiento.

Fruncí el ceño, arqueé una ceja. ¿Ha dicho…? Me dije que debía haberlo escuchado mal. Ágata continuó hablando, y faenando, y al cabo de un momento realizó dos nuevos comentarios sobre mi madre. Por qué la que hasta aquel momento era mi enfermera favorita insistía en traer a colación a una señora que falleció hace doce años se habría quedado en enigma irresoluble, si no fuese porque al finalizar todas sus tareas Ágata se volvió hacia mí y me dijo, aplicando boli a tablilla:

– Así, eres el hijo, ¿no?

Jesucristo, apiádate de nosotros. Mi fe en Ágata se derrumbó de un plumazo, como la línea Maginot en la batalla de Francia. No hay palabras que definan de cuán alto cayó esta profesional clínica en mi estimación, y lo terrible de mi desencanto. De golpe la teoría de que era una cupletera recién salida de El Molino cobró nueva fuerza. ¿Cómo explicarlo, si no? Habíamos depositado todas nuestras esperanzas en una mujer que pensaba que una paciente de cuarenta y seis años podía ser la madre de un hombre de cincuenta. ¡Maldita sea, Ágata, flor del Paralelo! ¿Dónde estudiaste medicina, en el guion de Terminator?

Terminator

Si mi mujer no llega a tener la boca llena de potas en aquel preciso instante se habría carcajeado muy fuerte al escuchar aquello. Si yo no hubiese entrado en un paralizante estado de pánico abyecto lo habría hecho también.

8. Nos acercamos al desenlace de esta historia. No sufran, el final es razonablemente feliz y mi mujer sigue entre nosotros. Me hallaba yo durmiendo en el suelo del box, como un yogi enloquecido, hacia las tres de la mañana o así, cuando entró alguien a echarnos del box.  Nos recolocaron en el pasillo, y de allí, tras dos nuevas horas disfrutando de una sinfonía variada de la tercera edad (pedos sin fuerza, sibilancias pulmonares, llamadas de alarma por cualquier picazón cular), nos movieron a una sala externa. En algún momento seríamos subidos a planta para que le trataran a mi mujer la otitis, añadieron.

La nueva sala también estaba llena de abuelos con un pie en la tumba, para no perder la costumbre, pero al menos disponía de cortinas que le daban a nuestra cama una ilusoria apariencia de intimidad. Y allí, en aquella nueva estancia, esperando a la muerte, yo convirtiéndome paso a paso en un gerontófobo irredimible, es donde nació la leyenda del médico a quien llamaremos Jesús (lo merece).

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Yo recuerdo su entrada como la de un ser sobrenatural, rodeado de cegadora luz y flotando sobre las nubes, pero lo cierto es que Jesús entró a la sala andando como un mero mortal. Pues era humilde, Jesús. Se presentó a nosotros, dijo su nombre (tenía un meloso y relajante acento cubano), y acto seguido explicó que él era neurólogo, que no entendía por qué le habían mandado allí para una otitis, pero que igualmente iba a echar un vistazo.

¡Ja! (me río ahora). Llamar “vistazo” a lo que hizo Jesús es como llamar “mano de pintura” a los frescos de la Capilla Sixtina.

Jesús, aka “The Healer”, hizo incorporar a mi esposa, le examinó ambas orejas con el utensilio, le soltó un par de preguntas sencillas sobre su percance, la conminó a mirar fijamente uno de sus gráciles dedos mientras lo desplazaba en el aire, y en menos de dos minutos anunció, con una voz balsámica que mandaría a la piltra a una estampida de elefantes embravecidos:

– Esto no es otitis. No sé por qué os han dicho que lo era.

Yo tuve que refrenarme poderosamente para no delatar, allí y entonces, como un maldito acusica de parvulitos, a Manny y la cohorte de incompetentes que nos habían llevado hasta allí. Me mordí el labio superior. Jesús siguió hablando. Varios de los viejos en estado terminal que había en las camas cercanas entonaron un hosanna. Uno de ellos, el doble amputado de la 6, recuperó ambas piernas y se puso a bailar el kasatchok en el pasillo.

– Lo más probable es que esto sea algo llamado Vértigo Posicional Paroxístico Benigno -dijo, y me miró a mí- Ya verás, búscalo en Google.

Yo desvié los ojos para no mirarle directamente y quedarme ciego. Luego obedecí.

Ahí estaba. VPPB. El viejo VeePee. Con centenares de entradas en Google, libres de ser consultadas por todo el mundo (esto va por ti, Manny).

Jesús procedió a contarnos de qué se trataba (algo relacionado con “piedrecitas” y un “laberinto”), subrayó que, como su nombre indicaba, era un mal “benigno” (yo dije, entre dientes, que podrían haber puesto esa palabra al principio del término; Jesús me miró y sonrió, pese a que la Biblia diga que no lo hacía) y anunció que iba a realizar una serie de movimientos que mejorarían a mi esposa.

Aquí es cuando les conmino muy fuerte a creer lo que sigue. Porque lo del diabético danzante era broma, lo admito, pero lo que me dispongo a relatar no.

La maniobra de Epley. VPPB.

Jesús agarró con suma suavidad la cabeza de mi mujer, explicando, paciente, cada futuro movimiento, la dejó caer así y asá, la levantó daquí y dacó, la hizo rotar de aquí para allá, repitió los movimientos tres veces, y, finalmente, emplazó a mi mujer a incorporarse en la cama.

– ¿Te encuentras algo mejor? -fueron sus sencillas palabras.

Mi mujer afirmó, con los ojos muy abiertos, que sí.

– ¿Mucho mejor? -añadió, flipándose un poco con lo suyo, la verdad (y quién podría culparle).

Mi mujer respondió que aquello también era cierto, y que de hecho se le había quitado el mareo casi por completo. Jesús aceptó aquella información como la única consecución lógica de sus actos previos. Explicó que repetiríamos esos movimientos, dos series de tres, para acabar de estar seguros de que todo estaba en su sitio. Realizó los movimientos. A mi mujer se le quitaron el mareo y los vértigos y (llega el momento de jurar, llevo todo el texto aguantándome) su puta madre.

– Ya estás curada -dijo Jesús, en una frase que era 100% Nuevo Testamento. Solo le faltó añadir “levántate y anda”. No habría sonado fuera de lugar. Pues, en verdad os digo, aquello era lo más parecido a una imposición de manos sanadora que yo había presenciado en mi vida. Si un profeta hubiese hecho algo así en el 200 AC, pongamos, ahora sería venerado en varios pueblos de Italia y habría una sección de la Biblia con su nombre.

Jesús se despidió, dijo que nos haría el alta para esa misma mañana y luego se marchó, pues su tarea allí había terminado. Se alejó andando tan pancho, sin alardes, un poco como el Michael Landon de Autopista hacia el cielo. Haber realizado milagro en muller era el pan de cada día para él. No pidió dinero (yo se lo habría entregado) ni que difundiésemos la buena nueva (ahora estaría yo predicando en túnica por las calles). No pidió gratitud ni pleitesía por haberle ahorrado a una buena mujer meses (quizás años) de tratamientos erróneos y agonía general y vértigos paralizantes. Solo estaba haciendo su trabajo, como tantos otros médicos (esto no va por ti, Manny) de nuestro país.

La conclusión de esta pieza se antoja, así, redundante:

Más médicos y menos policía.

(este es un artículo inédito, exclusivo para Bendito Atraso y escrito por Kiko Amat. Difundan y compartan a placer, faltaba más, especificando que la autoría es de Kiko Amat)

Nota: Este artículo cómico, huelga decirlo, no pretende ser una crítica general a los profesionales de la medicina, sino la explicación esperpéntica de un caso concreto. Asimismo, sí puede leerse, y debería leerse, como crónica humorística -pero crónica al fin y al cabo- de lo que la gestión ultraliberal le está haciendo a la Salud Pública.

Covid-19: vuelven los ochenta

Ayer domingo 24 de mayo, mientras me bebía una tall boy en un parterre del Arc de Triomf, rodeado de patinetes y bicicletas, recibí varios mensajes y notas de voz de peña que me decía que se lo había pasado chupi con un artículo mío.

El artículo era una pieza de crónica en primera persona que escribí para El País Cataluña. Me encantaría decirles que lo petó, pero en realidad no tengo manera de calibrarlo, más allá de lo que me dice la gente. Y en este caso se ve que sí, que circuló dichosamente de boca en boca y móvil en móvil.

(Última hora: acabo de ver de pura chiripa que sale en Lo más Leído de El País. Gracias, peña).

El artículo se llamaba Covid-19: vuelven los ochenta, y el título era autoexplicativo, como uno de Morrissey. Espero que les guste y lo difundan.

Días marcados con X

Esto es una pieza breve que escribí hace unos días para El País, por encargo, para su serie de escritores confinados. Me gustó escribirla. A pesar del título, no habla de los días straight edge que jamás tuve, sino de mis experiencias recientes con el virus, el calendario, mi pueblo, mi familia, el arte y todo lo demás. Espero que les guste. Hay que estar suscrito al diario para leerla, pero suscribirse es rápido y fácil. Y grateex.

Existe una versión más larga, con el doble de vicencias, comparaciones piyulis y recuerdos falseados, que les colgaré aquí un día de estos, si la cosa me pilla a mano.

Aterratges (una crónica de juventud)

Esto que les linkeo abajo es un texto de crónica que escribí durante las vacaciones de verano para la revista Barcelona Metròpolis, del ayuntamiento de esta gran ciudad. No es un relato ni tampoco un cuento, a no ser que se refieran a un cuento de terror (autobiográfico)

Se trata de una vieja anécdota juvenil que me suena haber contado en algún otro sitio en formato breve, y que aquí reexplico en el que para ustedes, lectores fieles, ya será el familiar tono ciclotímico Dios qué risa me da / Dios voy a saltarme la tapa de los sesos ahora mismo.

Está en catalán. Se llama Aterratges (aterrizajes).

Me gusta el panel ilustrado que han hecho para la ocasión (aunque yo nunca he tenido ese cuellaco).

Il·lustració © Sonia Alins

Un scoop de verdad (o cosas que la humillación no puede deshacer)

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Hace un par de años me humillaron de forma espantosa (a los que no tenían pensado leer esta columna pero han olido cómica denigración: ¡bienvenidos!). Yo había sido invitado a presentar una película en el festival de documental musical In-Edit. En mitad de mi escueta introducción a Rough Cut & Ready Dubbed, un filme que me encanta, dos crustis hijos de rata me interrumpieron gritándome que me callase, que ya estaba bien, hombre, que vaya chapa y que comenzara la proyección de una vez. ¿Qué hice yo ante aquella afrenta? Como se puede suponer, no hice lo que me pedía el cuerpo: saltar en un par de brincos las diez filas de butacas que nos separaban, reventarle la boca a uno a violentas patadas, romperle el cuello a la otra al estilo Ranx Xerox. Solo reí nerviosamente, agaché la cabeza, salí de la sala y dejé que diese inicio el film. Luego me encaminé por la Gran Via hacia mi casa, con un buñuelo de serrín atascado en la garganta y los ojos irritados (por el polen).

Veo cómo algunos de ustedes también se secan los ojos y realizan el ademán de llamar a mi mujer, para preguntar si todo va bien. En serio, no pasa nada. Soy escritor. La humillación es mi segundo nombre. He sido arrastrado por el lodazal tantas veces que pierdo la cuenta. En el día de Sant Jordi del 2016 fui a Sant Boi, a mi viejo instituto, a hablarles a los alumnos de 2º de Bachillerato. Era algo que, miren ustedes qué tontería, me hacía ilusión. A pesar de que no acudí a la cita con una prostituta, un amigo cadáver y un niño secuestrado (como en Desmontando a Harry), me colocaron en un rincón lúgubre del gimnasio -el teatro donde se escenificaron la mayoría de mis traumas juveniles-, al lado del plinton y de las colchonetas manchadas de sudor cular, mientras fuera se jugaba un ruidoso partido de baloncesto que tapó mis frases más inspiradas de un modo admirable. A mitad del discurso, la profesora de literatura me regañó delante de toda la clase porque mi texto hablaba de hacerme pajas y no de los “angry young men” (sus palabras). Digo “de toda la clase” pero, naturalmente, solo habían acudido siete empollones. Y obligados. Lo sé porque me lo dijo en un aparte, para infundirme ánimos, la misma profesora de literatura. Carlos Zanón, a quien yo había invitado para que fuese testigo de los honores que se me brindaban en mi pueblo natal, estuvo tanto rato cabizbajo y mirándose fijamente los zapatos que por un instante pensé que había muerto.

Sí. Esa es mi cotidianidad. El patrón de mi vida artística se lee como: dolor, dolor, dolor, dolor, dolor, dolor, soledad, dolor, dolor, soledad, victoria pírrica e insustancial, dolor, dolor, dolor, PATETISMO INSOSTENIBLE, dolor, dolor, (etc.). De vez en cuando, es cierto, topo con un fugaz instante de solaz (un artículo que sale divertido, un libro redondo -yo prefiero llamarlos Obra Maestra Que Recibirá Innumerables Parabienes Post-Mortem-, la admiración de un igual), pero la norma es sentirme como Spinal Tap cuando llegan al festival aquel y los han puesto en el cartel por debajo de «Espectáculo de marionetas».

En este pasado San Jordi del 2019, porque no tenía novedad en el mercado o simplemente porque soy propenso a la afrenta y el menoscabo, me sucedieron tantas cosas degradantes que, con franqueza, voy a guardármelas para un artículo especial (que publicaré cuando la mayoría de protagonistas hayan fallecido). Pero a modo de aperitivo les citaré una plática con una periodista cultural que transcurrió así:

PC (Periodista Cultural): ¿No vas a la feria del libro de Buenos Aires?

YO [seco]: No.

PC [rictus aterrorizado de scream queen]: ¿No? Pero… ¿por qué?

YO: N-no sé. Porque no me han invitado, supongo.

PC [incapaz de dejarlo estar]: Ah, ¿no te han invitado? Yo creía que sí.

YO [con la boca pequeña]: Pues no.

PC [imposiblemente interesada en el tema]: ¿De verdad? Me parece muy raro.

YO [encogiéndome de hombros de un modo muy poco natural]: …

PC [entrecierra los ojos, mira a un lado como si alguien hubiese depositado una patata frita en su hombro]: Joder, qué raro. No te han invitado, ¿eh? [vuelve a mirarme, frunce el ceño] Pero si incluso han invitado a … [empieza a enumerar, con prolijidad de contable, todos y cada uno de los autores barceloneses que han sido invitados a la feria del libro de Buenos Aires. No se deja a nadie. Es un listado exhaustivo]. Es que van todos, vaya. ¿Estás seguro de que no te han invitado?

YO [ya sumido en un silencio que quizás dure hasta el sepelio]: …

La periodista de cultura percibe que el tema de mi ausencia en la 45ava Feria del Libro de Buenos Aires se ha agotado y se vuelve momentáneamente hacia mi editor de toda la vida, que estaba allí al lado mordisqueando un melancólico pinchito moruno.

PC: Bueno, va, tú, venga, dame un scoop, no te hagas de rogar. Necesito una exclusiva.

MI EDITOR DE TODA LA VIDA [dejando a un lado el palillo del pinchito, limpiándose los dedos en una servilleta]: ¿Un scoop? ¿De verdad quieres un scoop?

PC [rictus de ilusión expectante, saca el bloc de notas y el bolígrafo] ¡Claro! ¡Claro que sí! ¡Venga ese scoop!

MI EDITOR DE TODA LA VIDA [impávido]: Apunta: Kiko Amat tiene nueva novela.

PC [con un espasmo facial de decepción indignada que no se veía desde que los nazis entraron en París]: ¿Cómo? ¿Eso es un scoop? [mirando ora a él, ora a mí, como si la hubiésemos timado al trile] ¡PUES VAYA MIERDA DE SCOOP!

Yo [una lágrima se desliza silenciosa por mi pómulo derecho, mi sonrisa se torna amargas cenizas en mi boca]: …

PC [dirigiéndose solo al editor, baja un poco la voz]: Ahora en serio. Tienes que darme un scoop de verdad.

Y de las críticas mejor no hablamos. Recuerdo que, por mentar a uno de tantos hashishin que hincaron emponzoñada daga reseñística en mi chepa, alguien tituló, hace más de una década, una crítica sobre Cosas que hacen BUM… ¿Lo adivinan? “Cosas que Hacen pif”. Sí, aquel periodista lo tituló así (han leído bien), en cuerpo 22 y en negrita, por si algún Rompetechos era incapaz de leerse el cuerpo del artículo, que no se fuese de allí con las manos vacías. El cuerpo del artículo, ahora que lo mencionamos, era una diatriba fratricida cimentada en la más pura antipatía personal (personal, not business) que listaba con profusión las razones por las que mi segunda novela -cuatro largos años de trabajo, completamente solo en una habitación, seis nuevos trastornos mentales- era una colosal pila de estiércol. No lo era, todo lo contrario; pero dolió igual. Siempre duele.

Resultat d'imatges de lapidación santosTodas esas trompadas. Son parte del trabajo, lo sé bien. Siempre que estoy al borde de la depresión, por culpa de alguna de ellas, saco mi estuche de autoánimo e intento sanarme con un milagroso apotegma del catálogo: “Never explain, never complain”; haz lo tuyo y nunca te quejes; Si No Has Sido humillado, Lo Que Haces No Importa; para un escritor, la vanidad es el enemigo; la rabia, tiene razón John Lydon, es una energía; todos tus escritores favoritos, Kiko, hijo mío, murieron ultrajados o en el más absoluto anonimato (o ambas cosas a la vez, una dicotomía más difícil de alcanzar de lo que parece), ¿qué leches esperas que te suceda a ti?

Pero al final, si les soy sincero, lo único que funciona es trabajar. Pon el culo en la silla y escribe. Escribe, nada más. Y que el premio a escribir no sea otra cosa que la obra. La obra es la recompensa; no hay otra. El logro es hallar una palabra que me encanta, pensar una trama vivaz y violenta, topar con aquella hipérbole o aquel understatement que me hace reír, solo, en mi cubil. Vivo para ello (me da igual cómo suene esto). Nada más importa. Rozar el éxtasis de la precisión, cuando logro contar algo de la manera exacta en que pretendía contarlo, y corto aquí y corto allá, y de repente ese instante, esa pequeña revelación, tiene un olor, es un olor metálico y fresco, un olor de verdad, huele (se lo juro) como un puto recuerdo de juventud, y se me levantan las aletas de la nariz y se me tensan las quijadas y allí está lo que he escrito; compacto, preciso, puro. Algo que es mucho, mucho mejor que la persona que lo creó. Algo que es entero, y está lleno, y es de verdad. Algo que, como dijo Nelson Algren, nadie puede ni podrá deshacer.

Kiko Amat

(esta es la versión completa y actualizada de una columnita que escribí en catalán hace dos o tres años para el periódico Ara. La he reescrito y publicado porque me apetecía, y porque me he acordado de repente de este último Sant Jordi)

Cultura de Autovía (we’ll get our kicks / in route C-31)

Resultat d'imatges de autovía de castelldefels

O «cuando la autovía de Castelldefels era un paraíso del ocio», como se tituló en la versión online. Ya pueden leer mi gran dossier sobre la ruta C-31, una crónica que escribí para El Periódico y que fue la pieza más leída del diario en el día de su publicación (una verdadera proeza, teniendo en cuenta que el resto de noticias más leídas del día eran sobre el procés, actores porno y las prótesis tetales de nosequién en nosequé programa).

Pueden leerla escupiendo al aire, siempre que el cipi caiga en este punto.

Dentro del artículo hay un link con despiece sobre la «Verbena punk de La Tortuga Ligera, 1978», que les recomiendo leer con gran vehemencia. Pueden aporrear el link allí, o aquí mismo. Si les apetece.

Toma anfetas (o no): un artículo para Cáñamo

En la revista Cáñamo de agosto del 2018 aparece un extenso artículo del menda (aparezco ahí, en portada, cerca del menisco derecho de la moza). El artículo versa exclusivamente sobre anfetaminas y mi vieja relación (de abuso) con ellas. No existe versión online de la cosa, así que tendrán que pillarse la versión papel y buscarme en sus páginas.

Para abrirles los munchies me permito incluir aquí el inicio de dicha pieza, que luego entra a trapo en los particulares autobiográficos con una gran inmoderación:

  1. Indicaciones

– “Estados depresivos, astenia matutina, surmenage, intoxicación por barbitúricos, curas de deshabituación en toxicómanos, narcolepsia, parkinsonismo post-encefálico, tumores diencefálicos, hipertiroidismo y…”, espera, esto está medio tapado por la foto de Sandie Shaw -acerco la cara a la pared, donde pegué un viejo prospecto de Centramina a modo decorativo, y leo, resiguiendo la línea con el dedo- “Obesidad”, creo que pone.

– Ahora me dirás que sufrías alguna de esas -suelta mi mujer, y ambos extremos de su boca se tuercen hacia arriba, como si le dieses la vuelta a un arco. Las pecas de sus comisuras se reagrupan en pequeños comandos de melanina.

– No, claro que no -le respondo, dejando de leer y volviéndome hacia ella, mis dos cejas fruncidas en una sola oruga central- Tenía diecinueve años y pesaba 45 kilos. La emoción dominante en mí a esa edad era la euforia ingobernable; con algún conato ocasional de tristeza en almíbar. No tenía tumores, ni párkinson, ni hipertiroidismo, que yo sepa. Me levantaba de la cama de un brinco, cantando canciones inglesas a grito pelado, como un joven cadete recién alistado. Y en cuanto a lo del “surmenage”, no sé lo que es.

– Enfermedad Sistémica de Intolerancia al Esfuerzo -contesta- Fatiga crónica, vamos.

– Decididamente no sufría de eso tampoco. De hecho, producía más energía de la que podía consumir. Tendrían que haberme conectado algún tipo de batería al trasero para luego recargar a otra gente con menos recursos.

– El gran enigma, entonces, sigue sin resolver: ¿por qué narices te metías tanta anfetamina?

Inclino la cabeza hacia un lado, los ojos en las esquinas de los párpados, como el que trata de escrutar por dentro un rincón de su cabeza.

– ¿Sabes qué? -le digo, volviendo a mirarla- Que no tengo ni idea.

Yo milité en una Histórica Organización Anti-Nazi

1 En el año 1999, a mis 27 años, entré a formar parte de una Histórica Organización Anti-Nazi (HOAN). Sobre esa época yo vivía en Londres, y fue allí donde me sobrevino aquella repentina ventolera militante. Siempre me había considerado (de boquilla) de extrema izquierda y antifascista, pero en los únicos frentes donde había militado hasta entonces eran los de la extrema beodez, el vandalismo público y la holgazanería punible por la ley.

Aunque me siento incapaz de exculpar mi magro currículo activista, a modo de captatio benevolentia les diré que, en mi instituto, los militantes de izquierda, independentista o no (POSI, PORE, MDT y similares), eran a la sazón una cáfila de hippies estalinistas. Aquellos cenáculos de quejosos maoístas melenudos y (peor) fans de la Elèctrica Dharma me causaron siempre fuertes retortijones intestinales (el sentimiento era mutuo), y por su culpa llegué a los 27 años sin haber militado en parte alguna. Además, todo apuntaba, ya entonces, a que yo era un jeta egocéntrico y patológicamente incapacitado para la empatía. Y entonces, en Londres, en 1999, me dio por apuntarme a la Histórica Organización Anti-Nazi (HOAN). Así, tal cual. Sin meditarlo demasiado, que es como suelo hacer yo las cosas. Para desafiar la inercia, ¿me explico?

2 Las imágenes que tenía yo de la Histórica organización eran rotundas y, desde luego, históricas, y llevaban adornando tanto mi mente como las paredes de mi habitación adolescente desde una década atrás: carnavales antirracistas con conciertos de todas mis bandas punk favoritas del momento y miles de asistentes; manifestaciones bullangueras y multirraciales; omnipresencia de chapas de la organización en una vasta mayoría de chupas de cuero, en portadas de mis discos favoritos; y, por último, pero no por ello menos importante, vapuleo infatigable de nazis cada vez que levantaban cabeza y trataban de reagruparse. Para mí, entrar en la HOAN era como pasar de inmediato a formar parte de la leyenda del antifascismo y el punk rock inglés de una sola tacada. Deseaba ser miembro activo de la organización y empezar de inmediato a… Comenzar a…

“Un momento”, me dije, mordisqueando el bolígrafo y echando un segundo vistazo al impreso oficial de afiliación. “¿Qué se suponía que hacían este tipo de organizaciones? ¿Cuál iba a ser mi papel?”.

Sin duda, razoné, iban a asignarme una tarea comprometida y arriesgada en la lucha contra el neonazismo británico. Quizás me adiestrarían como agente doble para espiar las actividades del National Front desde el vientre de la bestia. Yo sería el tipo de tío que dice precisamente expresiones como “desde el vientre de la bestia”. Tal vez incluso sería bautizado con un misterioso mote de guerra: Spanish Kiko. Mad Spanish Kiko. Kiko The Mad Spanish Bastard. Kiko The Drunken Catalan Fool. Careful-With-That-Axe-Kiko. Big Dick Kiko. Handsome Big Dick Kiko. Cool Hand Kiko. ¿Farty Pants Kiko?

Esta y otras cuestiones cruciales atascaban mi mente cuando, tras una hora de transporte público, llegué al barrio del sur de Londres que alojaba su cuartel general. Desde fuera, déjenme que les diga esto de inmediato, aquello no tenía ninguna pinta de “cuartel general”. ¿Qué había visualizado yo en mi imaginación febril, me preguntan? Si lo pienso bien, yo diría que imaginé un edificio entero. Eso veía yo en mis ensoñaciones infantiles: un caserón con pinta castrense y actividad febril en los pasillos, y un montón de chicos valerosos y mozas despampanantes agitando banderines y apilando sacos terreros, marciales y uniformados y dispuestos para el definitivo combate contra esos malvados nacionalsocialistas de la porra. Con un gran logo corporativo en la fachada. Iluminado, ya puestos.

Déjenme saciar su curiosidad: la HOAN no era nada así. Para empezar, era un jodido segundo piso, sin ascensor, y ni siquiera era espacioso. 80 m2 máximo, y suelo tender a la hipérbole numérica. Su fachada, por descontado, no desvelaba ningún tipo de información sobre el contenido del habitáculo (ni siquiera en el timbre), y el único rótulo visible desde el exterior, a pie de calle, era el del restaurante griego τηγανητό μπακαλιάρο (Tiganitó bakaliáro) que ocupaba la planta baja.

¿Me deshinché yo por aquello? No señor. Tal vez se trataba de algún tipo de operación encubierta, me dije a mí mismo mientras subía las escaleras y el pestazo a fritanga helénica impregnaba todas mis prendas. ¡Allá voy, Histórica Organización Anti-Nazi! ¡Ábreme las puertas de la glooooo… Oh, Dios del cielo.

¿El montón de chicos valerosos y mozas despampanantes? Eran dos. Dos personas. Mujeres. Las llamaré Hilary Banks y Jessica Marbles, no tanto por cautela o para preservar su anonimato, sino porque no conservo el menor recuerdo de sus nombres reales.

Resultat d'imatges de antinaziHilary Banks, lo vi bien rápido, era la chica negra más pija de todo el Reino Unido, y hablaba con un acento parecido al de los condes latifundistas de Downtown Abbey (aunque ella lo aderezaba con algo de jerga callejera, espolvoreada aquí y allí sin mucho método). Era obvio que estaba en la HOAN por algún tipo de voluntariado obligatorio (valga el oxímoron) de esos que uno cursa para obtener “créditos”, o como carajo se llamen, de su carrera. Llevaba un afro de clase media (tolerable, pulcro, nada amenazador) y yo la recuerdo con peto tejano, aunque esto último tal vez obedezca simplemente a alguna de mis viejas fantasías onanistas de fornicio con el campesinado. Del todo superadas hoy, por fortuna.

Jessica Marbles, por su parte, era una señora. Una mujer mayor, de barbilla prominente; un poco como la Abuelita Paz de Bruguera. Sí, aquella buena mujer parecía una anciana (¿quizás estuvo de cuerpo presente en la batalla de Las Ardenas, en 1944, dándoles leña a los nazis old school?), aunque lo cierto es que no debía tener más de cuarenta años. “Quizás la ha envejecido todo el cruento guerrear contra las fuerzas del neonazismo”, volví a decirme mientras me adentraba en el cubículo y chocaba esos cinco con ambas, tratando al mismo tiempo de secar con la parte superior del puño libre mis lágrimas de desilusión y amargura.

Estaba claro, y no procedía engañarse más al respecto: los tiempos turbulentos, bulliciosos y heroicos de la HOAN habían terminado, de forma oficial. Allí no habían milicianos ni armas ni saludos castrenses ni ambiente bélico de ningún tipo (ni mozas despampanantes, huelga decir). Solo pancartas y pegatinas polvorientas amontonadas por todas partes, como en un prosaico almacén de CCOO Cornellà, y una kettle eléctrica para hacer té, y las dos personas menos fascinantes de toda la Gran Bretaña y colonias soltando bostezos felinos a discreción. Una de las cuales señaló a un zigurat de sobres, y acto seguido a otro zigurat de panfletos, e indicó sin dejar lugar para la interpretación personal que aquel sería mi cometido heroico en la HOAN: meter pasquines en sobres, y luego meter unos cuantos más, y en medio de ambas actividades hacer té para ambas como si no existiese un mañana (pues las dos parecían aquejadas de una pasión teíl del todo ingobernable).

Tras dejar claro en qué iba a consistir mi hercúlea tarea en la contienda antinazi, Hilary Banks y Jessica Marbles realizaron un par de bromas francamente inapropiadas sobre mi bolsa de mano Lonsdale (hacía muy poco había estallado aquella famosa nailbomb en un pub gay del Soho) y luego volvieron a sus quehaceres, bostezos e ingesta exuberante de litros de té cenagoso. Dejé escapar un suspiro, y me puse a meter pasquines en sobres, como me habían encomendado hacer. Al cabo de una hora llamé por teléfono a mi mujer, y le dije que ya estaban repartiendo las armas y que todo estaba dispuesto para el combate final, y luego le conté la verdad, y ella se echó a reír.

3 No me llevó mucho tiempo ratificar que la HOAN no era lo que había sido. Desde su fundación, la HOAN, vinculada a la ala izquierda del partido laborista, había sido tildada de tibia organización socialdemócrata por sus detractores. Pero en el pasado, al menos, eran sobradamente capaces de meterse en una buena reyerta callejera con boneheads (skinheads nazis) o de montar un verbenón callejero en condiciones. Cuando yo me uní a ellos las tornas habían cambiado, por decirlo finamente. Hasta el Club Rubik Catalunya o la Associació Pessebrista de Prada de Conflent tenían unos estatutos más radicales y firmes –y unos militantes más rudos- que la HOAN de 1999. La acción más temeraria de la organización, si no contamos lo de la dieta basada en hectolitros de té, era básicamente el envío universal de pasquines informativos.

Resultat d'imatges de antinazi

Aburrido como una ostra, empecé a hacer lo que siempre había hecho en empleos anteriores cuando empezaba a asomar el tedio: 1) masturbarme como un chimpancé, y 2) robar todo lo que pudiese ser robado por una mano humana y no estuviera atornillado al suelo. Pues desde los trece años padecía yo una cleptomanía de tipo leve (del todo superada hoy, por fortuna) que me obligaba a salir de los establecimientos de minoristas con propiedad privada encima, sin haber efectuado antes algún tipo de desembolso por su adquisición.

A la hora de la verdad, si he de serles del todo sincero, solo me dio tiempo de emplearme a fondo con la actividad 1) (aunque, eso sí, con tesón estajanovista). Lo de robarlo todo no acabó de consolidarse porque a) Allí no había nada que mereciese la pena ser robado, b) Ni siquiera yo sería tan miserable como para rapiñar en una organización política de izquierdas y c) Precisamente el día en que (enloquecido por el sopor) me disponía a desoír tan campante el punto b) y trabar amistad con lo ajeno, se abrió de golpe la puerta del almacén.

– Eh, Mad Kiko –dijo Jessica Marbles, a la vez que peinaba su hirsuto mentón con un gran cepillo de cerdas duras, de los que se utilizan en jamelgos. En realidad no dijo lo de Mad Kiko ni se peinó la perilla; me lo acabo de inventar. Pero sí añadió: – Prepáralo todo para la manifestación de mañana, que tenemos que vender chapas y ese tipo de cosas.

– Claro –le dije- Un momento: ¿manifestación?

– Sí -dirigió la mirada a mis manos, a las que yo, al verla entrar, había dado la orden de ocultarse junto a mis nalgas- La de cada año. Eh: ¿qué llevas ahí?

– Nada -dije, lo que pareció convencerla sin más (los ingleses son muy crédulos), y cuando se volvió y cerró la puerta tras de sí arranqué a toda prisa la pancarta de mi rabadilla, donde la había incrustado unos minutos antes (no sé muy bien lo que pretendía hacer con ella), así como la bolsa de chapas que ocupaba el resto de espacio libre en la parte trasera de mis calzoncillos, y lancé ambas cosas a la otra punta del almacén, donde cayeron con un estruendo terrible. Las chapas, evadidas de la bolsa por la fuerza del lanzamiento, se derramaron por el suelo y estuvieron un buen rato sonando clin-tilín-clanc, como campanillas de un trineo. Ese ruido señaló el final de mi carrera delictiva (allí).

4 La manifestación. Aquel mismo día comprendí que la HOAN celebraba una marcha callejera anual en determinado barrio de Londres para conmemorar la muerte de uno de sus militantes, asesinado años atrás por la policía (como sucede de forma cotidiana en cada esquina del globo), un crimen por el que nadie fue condenado, y la HOAN seguía manifestándose tercamente (si bien con la asistencia decreciendo de modo dramático cada nuevo año) para recordar tal injusticia.

Resultat d'imatges de antinazi demonstration

Y bien por ellos, no me entiendan mal, aunque hacia esa época yo ya empezaba a estar algo cansado de la HOAN, y veía bien claro que había escogido mal mis afiliaciones, y que todo aquello era más anodino que un club de punto de cruz. En todo caso pensé que una buena refriega urbana con la pasma (y también, tal vez, con algunos nazis) me devolvería la fe en el movimiento.

Con espíritu tumultuoso, así, acudí a la manifestación. Dicho espíritu aguantó firme durante tres minutos escasos, hasta que alguien de la organización (no era de mi sede; a los de mi sede los tenía contados, pues eran las dos damas ya mencionadas) depositó en mis manos una hucha y un saquito de chapas para vender. Ni corto ni perezoso señalé a la cámara que yo llevaba colgada del cuello (me había dado la ventolera paralela de que quería ser fotógrafo) y, agarrándole del hombro y susurrando sensualmente en su oreja, le dije a aquel señor la siguiente frase, que desde hace años está incluida con todos los honores en mi Libro Gordo del Bochorno Personal:

– Creo que puedo ser más útil a la organización tomando fotografías del evento.

Lo que, por descontado, ustedes pueden traducir como:

«Mira, amigo. Voy a serte del todo sincero: me da un poco de apuro lo de vender chapas por ahí como un mercachifle cualquiera, ¿sabes? Aparte de que soy un vago de siete suelas y (ya percibes que) la militancia práctica no es para mí, y además esta manifestación es más sosa que aquellas convivencias salesianas en Martí Codolar a donde acudí en 1981».

Buscando justificar que había dicho esa estupidez, y tras explicarle de forma extensa el significado de las palabras “convivencias”, “salesianas”, “Martí Codolar” y “1981”, me puse de inmediato a sacar fotos a un ritmo demencial, y encima de un modo asaz aleatorio (como vería después al revelarlas: un poste de teléfonos, el pie de un hindú, mi reflejo -borroso- en el escaparate de un fish & chips…), pese a que no tenía previsto hacer casi ninguna (pues la cámara cumplía en mi pecho una función meramente ornamental).

Aún conservo esos dos carretes revelados, con centenares de fotografías de todo lo que acabo de decirles, además de una concentración insulsa llena de gente que no conozco ni de vista, y también unas cuantas de mi mujer poniendo cara de circunstancias por haber tenido que acompañarme a aquel colosal disparate.

5. Decidí cortar por lo sano. Había llegado el momento de ponerle los cuernos a la HOAN con otra organización de perfil más enérgico. Me decidí por Extrema Brutalidad Antinazi (EBA), basándome esencialmente en lo explícito de su nombre, y en una sola frase que mi amigo Bob, un presumido punki (el tío llevaba el pelo más pringoso de laca que Barbara Cartland) de la tienda de discos donde yo trabajaba, me había dicho un día:

– Los del EBA son unos tarugos sanguinarios, ultraviolentos e iletrados –me dijo, volviéndose hacia mí mientras reordenaba alfabéticamente la sección de reggae A-Z- pero al menos están de nuestro lado. Eso me tranquiliza.

Los nazis habían atestiguado este hecho en sus magullados traseros cuando aquel fracasado intento de organizar un macroconcierto de bandas nazis en el oeste de Londres, en 1989. Su discretísima idea era reunir a todos sus seguidores en Hyde Park Corner y luego encaminarse sin llamar la atención (un gran plan, no me digan: centenares de skins rapados portando cruces gamadas en el centro de Londres, silbando y con las manos a la espalda, disimulando, la-lo-li, sin que nadie repare en ellos) hacia la localización secreta del concierto.

No importan demasiado la hora o el lugar acordados, en todo caso, porque los nazis jamás pasaron de Hyde Park. Un millar de antifascistas, en su gran mayoría del EBA, les arrearon a aquellos rapazuelos nacionalistas una de las GRANDES palizas de la historia del antifascismo mundial.  Qué digo: de la historia en general. Fue el fin ratificado del neonazismo en Londres. Desde aquella memorable somanta, las futuras actividades de su desapacible panda tendrían lugar en granjas ignotas en mitad de las midlands, o en pubs desvencijados en algún culo-de-mundo del Gran Londres, con asistencias que oscilaban entre lo risible y lo directamente grotesco.

6 Emocionado por la gesta de 1989 decidí llamar de una vez al teléfono del EBA londinense. Una voz grave me comunicó -en cockney casi incomprensible, mascando todas las consonantes y haciéndolas gravilla- que vale, que podíamos citarnos en la estación de metro de Aldgate East para una primera entrevista. Le pregunté cómo íbamos a reconocernos, y la voz me respondió que ellos me reconocerían a mí, que no me preocupase, y que les dijese solo cómo iba a ir vestido.

Un pequeño inciso a modo de clarificación: en aquella época aún conservaba yo innumerables tics y extravagancias de mi época mod, y lo de qué iba a ponerme al día siguiente no se consideraba una cuestión baladí que pudiese yo responderle a un extraño por teléfono, así de sopetón. Diversos factores estéticos, meteorológicos y cabalísticos entraban en consideración y, además, no tenía mi armario ropero a mano ni podía comprobar conmutaciones cromáticas factibles (requería un espejo, ante el que iba plantificando las prendas por encima de mi pecho y extremidades como un muñecajo de papel a quien vas alterando el uniforme).

Aturullado, le contesté al fulano incomprensible aquel que llevaría una donkey jacket, por decir algo, y así cerramos la hora de la cita.

Naturalmente, cuando llegó el día de nuestro randevú espionajesco yo ya había olvidado por completo lo de mi promesa, y aquella mañana azul y fresca me engalané con lo que se antojaba perfecto: un anorak de tipo snorkel que era un primor, de color azul y con el parche de un búho que anunciaba CASINO CLASSICS en la pechera.

El resultado de ese impulso lechuguinesco de última hora, como pueden sospechar, fue que el agente secreto del EBA y yo estuvimos plantificados en la estación de Aldgate East durante más de cuarenta minutos, incapaces de reconocer al otro. Solo al final de aquella larga espera, y cuando ya solo quedábamos en la salida del metro un caballero muy musculoso con tremenda cara de borrico y yo, me decidí a interpelarle.

– Perdona, ¿eres del EBA? –le dije- Soy Kiko. “Farty Pants” Kiko -carraspeé- Quizás hayas oído hablar de mí.

Él me miró de arriba abajo (no le dije lo de “Farty Pants” Kiko, de acuerdo), y luego realizó un barrido visual a izquierda y derecha, para cerciorarse de que no fuese una trampa que le habían tendido unos pérfidos birrias catalanes peinados como la prima borracha de Rod Stewart (pues así definiría yo mi tocado de entonces).

– Pero no llevas la chaqueta que habíamos acordado –me dijo, señalando el anorak.

– Es c-complicado de explicar –titubeé, recordando lo de la donkey jacket– Cambié de idea en el último momento.

Él me miró como si acabara de brotarme un culo de mandril en mitad de la frente, y ese culo acabase de recitar La Ilíada entera en griego.

En fin. Harry May (nunca me dijo su nombre real, así que tuve que bautizarle sobre la marcha) me transportó a un pub cercano, y una vez allí pidió dos pintas de lager (afortunadamente una de ellas era para mí) y un paquete de pork scratchings (morros) y procedió a meterse el contenido entero de la bolsa en el hocico.

– ¿For fé fieres enfrar en el EBA, entonfef?- dijo Harry May, con la boca llena, como un auténtico gorrino y sin realizar el ademán de convidarme en ningún momento.

Me encantaría relatarles el contenido de la vital conversación con Harry May, que sin duda fue tan importante para el devenir de Europa como la conferencia de Yalta, pero no recuerdo qué cojones debí contestarle. Sé que Harry May no me dejó ni un solo morro, como había previsto, que debí tomarme otra pinta (por hacer algo), y que nunca ingresé en el EBA. Se me quitaron las ganas de repente, tras verificar el peso intelectual de aquel cachocarne. Harry May era una pieza indiscutiblemente valiosa de la guerra antinazi, no lo dudo, pero me temo que no era el tipo de individuo con el que yo pudiese discutir las novelas de Colin Wilson o la calidad del paño de las bufandas universitarias o los filmes de Powell-Pressburger. Y yo era así, por aquel entonces.

7 Naturalmente, no solo no ingresé en la EBA, sino que al poco abandoné la HOAN. Me despedí de Hilary y Jessica Marbles en un pub bastante fifí de la zona, y (ya a mis anchas, y sin carnet de ninguna organización) empleé mi tiempo restante en la ciudad ocupándome de asuntos tan cruciales como leer todas las novelas del Soho existentes, tomar MDMA en clubs de soul hasta que mis piernas decidían tomar direcciones opuestas, buscar-y-hallar discos extrañísimos, rastrear en ropavejeros trapitos estrafalarios que no me pondría ni una sola vez (salacots, chaquetas eduardianas, un fez, una cabeza de disfraz de caballo, un segundo fez) y casi establecer mi dirección postal en el pub de Berwick Street que había en la esquina contigua a mi tienda de discos.

No volvería jamás a intentar militar de forma oficial en ninguna otra parte. Había quedado claro: aquello, por loable y necesario que fuera, no era para mí. Kiko Amat

(Esta pieza apareció años atrás en formato reducido y estilo apresurado en cierto magacín de papel. Esta es la versión mejorada y aumentada, en exclusiva para Bendito Atraso).