
Kiko Amat
1. Hace unas semanas estaba yo sentado en una terraza de la calle Provença, bebiendo cerveza con unos amigos, cuando un turismo frenó, quemando rueda, a unos metros de nuestra mesa. Del vehículo, que quedó medio atravesado en el chaflán, salieron dos hombres que, por su idéntico corte de pelo, disfraz antisistema y expresión enfurruñada, identificamos como policías de paisano. Los dos salieron trotando, ceños fruncidos hasta la fractura frontal, hacia la boca del metro Verdaguer.
A los pocos minutos el eco de las sirenas rebotaba por las calles, y dos nuevos coches de Mossos, ocupados por dos agentes cada uno (esta vez de uniforme), descendían por el passeig Sant Joan. Los cuatro efectivos emergieron de los coches celulares y se encaminaron zumbando al metro. Antes de que pudiesen descender por las escaleras se les sumaron, desde diversos puntos cardinales, en una coreografía espontánea pero de tremenda belleza plástica (un poco como los minis de The italian job), tres nuevos vehículos policiales, todos con sus mostrencos de azul. Los seis flamantes Mossos se disponían a emprender la loca carrera cuando (se lo prometo) dos furgonas de la Brimo se materializaron en la zona, y un puñado de antidisturbios se unían a lo que a estas alturas ya parecían las inmediaciones de las torres gemelas tras el impacto del primer avión. Más o menos en este punto la gente de las terrazas empezó a carcajearse con el salutífero salero, y natural descreimiento ante la ley, que caracterizan a nuestra raza.

Por si estos dos primeros párrafos les han confundido, realizaré yo mismo la suma: ocho coches policiales, dos de ellos carros de combate de la Brimo, y un número de agentes que podríamos situar en la veintena, fueron convocados en la boca del metro de Verdaguer para combatir… ¿ataque de ántrax? ¿secta pedófila? ¿explosivo de Isis? ¿aparición de la bestia del Apocalipsis de San Juan?
No ha acertado nadie. Este número descabellado de policías, que un ojo inexperto podría haber confundido con las primeras tropas que pisaron playa Omaha cuando el desembarco de Normandía, ocuparon el espacio público y sembraron el pánico infantil para lo que uno de los agentes de uniforme, regresando a su vehículo, definió como “nada” (y ustedes y yo sabemos que era un mantero).
Esta historia no tiene absolutamente nada que ver con lo que me dispongo a contarles, pero quiero que la recuerden la siguiente vez que escuchen a alguien de la Generalitat, o del Gobierno Central, declarando que no hay dinero para Sanidad.
2. Mi historia de verdad empieza un lunes de julio cuando, más o menos como ahora, me disponía a traspasar mis egregios pensamientos al papel. Aquel día una cierta congoja premonitoria hacia temblar mis manos, pues solo dos días antes, el sábado por la tarde, mi esposa había sufrido un accidente doméstico en el instante en que las yemas de mis dedos empezaban a desplazarse genialmente por el teclado.
Les sitúo en el flashback: aquel sábado, mi mujer se levantó de la siesta, resbaló en uno de esos suelos encerados bizantinamente que uno encuentra en algunos pisos opulentos de Barcelona, y se abrió la cabeza. Un grito lovecraftiano, surgido de su tráquea, interrumpió mis meditaciones y me “heló la sangre”, como dice el cliché. En aquel momento yo me hallaba en el despacho, como les dije, escribiendo no sé qué mierda. O masturbándome (es broma; no estaba masturbándome).
Cuando llegué al lugar de los hechos, respondiendo al aullido primigenio, mi mujer ya estaba en la ducha, y tan solo un charquito de sangre permanecía en el lugar donde había caído. Parecía escapado de las páginas de Agatha Christie.
Mi mujer continuaba chillando, asustada, en la ducha, echándose agua sobre la herida sangrante, y bajo el chorro repetía que no escuchaba, que se había quedado medio sorda. Examiné su lesión. Era un tajo notable. La piel alrededor del corte tenía la apariencia magullada de una nectarina madura tras caer al suelo. El agua a sus pies se teñía de un color asalmonado. Decidí llamar a una ambulancia.

Pese a la gravedad potencial de los hechos, y el disgusto y dolor de mi mujer, todo mejoró a partir de allí, o cuanto menos fue gestionado, paso a paso, por gente capaz. Unos ambulanceros jóvenes y emprendeduriales nos trasladaron, tras una espera de solo veinte minutos, a un hospital que fue todo eficiencia y cordialidad. Al poco de llegar allí hicieron pasar a mi mujer a un box, le cosieron la herida (seis puntos), le realizaron un tac que salió positivo (ningún traumatismo craneal, ningún daño visible al oído, etc.) y nos dieron el alta. Aquella misma noche volvíamos a estar en el piso de los suelos traicioneros, comiendo burritos, yo levantando la voz para que mi mujer me escuchase (seguía medio sorda).
Hasta ahí el flashback. Cómo carajo llegaron a sucedernos las cosas que nos sucederían dos días después en el mismo hospital es algo que aún pugno por comprender.
3. Saltemos al lunes. Estaba yo a primera hora de la mañana, como les dije, volviendo a colocar las primeras frases de una nueva obra maestra que estremecería al mundo, a la vez que reponiéndome del maldito susto del sábado, cuando otro alarido gutural llegó a mí desde el dormitorio, haciéndome brincar de la silla. No pensé que aquello se estaba convirtiendo en una costumbre, ni que mi carrera literaria había terminado. Tumbé la silla al levantarme, corrí de nuevo al dormitorio.
Esta vez no se distinguían charcos de sangre en ninguna parte, gracias al cielo, pero en la cama había una mujer extremadamente mareada, con rostro céreo de estatua romana, exclamando que todo le daba vueltas. Mis preguntas sobre la intensidad del ataque, y la gravedad potencial del mareo, fueron respondidos con nuevas exclamaciones y algún insulto. Parecía grave. Desde que la conocía, mi mujer temía una cosa por encima de las demás, y era que regresaran los vértigos que padecía de niña. Y las arañas. Pero concentrémonos en lo primero: parecía que los malditos vértigos habían hecho lo mismo que Richard Gere en el fétido remake de El regreso de Martin Guerre: un día estaban muertos en el frente y al día siguiente se plantaban en la puerta de la choza familiar. Con hambre.
Mi mujer empezó a vomitar. Decidí llamar a la ambulancia sin más demora. A partir de aquí todo se transformó en un reflejo grotesco de lo que había sucedido el sábado, como la esperpéntica parodia ochentera de un drama con final feliz: de Shane a Sillas de montar calientes.
4. La ambulancia tardó dos horas. De acuerdo que les habíamos comunicado que se trataba de vértigos y náuseas, pero Barcelona en 2021 no era Sarajevo en 1994: podrían haber tardado menos. Cuando abrí la puerta, un escalofrío premonitorio relampagueó por mi espina dorsal. Aquellos dos ambulanceros no eran los jóvenes eficientes que nos habían auxiliado en el percance previo. Eran otros dos, españoles, uno de ellos cercano a la jubilación, calvo y corto de vista, el otro imberbe y con expresión de sufrir un caso extremo de PESPOLA (Persona Superada Por Los Acontecimientos).

Lo primero que manifestaron al adentrarse en el piso era si “por casualidad” teníamos alguna bolsa para los vómitos (recordemos que la causa de nuestra llamada eran, exclusivamente, vértigos y náuseas). Dos palabras parpadearon en mi cerebro: Mortadelo y Filemón. Mis sospechas se confirmaron cuando bajamos a la calle, con mi mujer ya en la camilla, y los dos me comunicaron que debíamos esperar a que llegase otra ambulancia, pues la que habían utilizado para responder a nuestra llamada se había averiado. ¡Nuestros ambulanceros habían gripado el vehículo de emergencias!
Llegó la otra ambulancia. Quince minutos más tarde. Tras un breve reparto de quejas y maldiciones entre trabajadores del gremio, Pepe Gotera y Otilio (he decidido que funcionan mejor como símil) trataron de introducir a mi mujer, y la camilla que la sostenía, dentro de la nueva ambulancia. Mi mujer no se resistió, pero su soporte elemental sí. La camilla no se plegaba. En lugar de aplicarle algo de aceite de motor a las juntas, o cuchichearles cosas a las ruedas, al estilo El hombre que susurraba a los caballos, los dos chapuceros se aplicaron a arrearle tremendos empujones a la camilla, que (por si lo han olvidado) acarreaba a una mujer mareadísima encima. Mi esposa volvió a vomitar, por fortuna dentro de la bolsa (nuestra bolsa). Finalmente las patas de la camilla cedieron, plegándose, y mi mujer fue colocada en el interior de la ambulancia. Nos pusimos en marcha.
A lo largo del trayecto hacia el hospital un joven y novato Otilio trataba de explicarse por el móvil y comunicar identidad y posición, sin éxito. Los códigos de las ambulancias eran distintos (recordemos que nuestros ambulanceros habían cambiado de monturas a medio periplo, igual que tuaregs en una travesía por el desierto), y desde la central no comprendían quién eran ni qué deseaban aquellos dos desconocidos. Seguramente les tomaron por locos que habían secuestrado una ambulancia y ahora deambulaban, sin control alguno, por la ciudad, recogiendo pacientes, o gente completamente sana, al tuntún.
Pepe Gotera le arrebató el móvil a Otilio de un manotazo, y empezó a berrear por él. Quiero decir: gritos. Yo diría que entre los atributos de un ambulancero de urgencias debería estar incluido el mantener la calma y comunicar serenidad. A nosotros nos había tocado el único ambulancero con propensión a los ataques de ira de toda la flota. Empecé a marearme también. Me pregunté si sería aceptable vomitar a la vez que mi mujer en el mismo contenedor, como el que hace coros en un grupo ye-yé.
Al final llegamos al ambulatorio. Pepe Gotera nos dejó en Admisiones, y luego continuó gritándole al caballero de la centralita (“¡Gómez! ¡Esto no puede ser, Gómez!”), justo al lado del cartel que indicaba SILENCIO. No sé dónde estaba Otilio. Posiblemente haciéndose un bocadillo de hipopótamo en otra viñeta.
5. En Admisiones nos comunicaron que los ordenadores habían “petado”, y que aquel día las entradas se realizaban de manera manuscrita. La enfermera le tomó los datos a mi mujer, esforzándose en hacer caligrafía legible tras años de experiencia digital, y nos hicieron pasar a Triatge, mientras nos informaban de que a los pacientes se les visitaba por “orden de gravedad”.
Tardé poco en comprobar que tras esa superficial apariencia de “orden” se gestaba el más puro caos, igual que en la Alemania de 1939: tras mi mujer fue admitida una señora de sesenta años “con el tobillo torcido”, una calificación poco espectacular que nos hizo asumir que pasaría después de nosotros. Por añadidura, la señora no paraba de pasearse pasillo arriba y abajo, había salido a la sala de espera en varias ocasiones para hablar con el marido, y por un momento parecía que tenía posibilidades de ganar un concurso de limbo, si se llega a organizar uno.

La señora, como sospechan, pasó antes que nosotros.
Al cuarto de hora fue admitido un Mosso con insolación, o bajada de tensión, o posesión demoníaca, y a él también le pasaron. Un somero análisis estadístico que conduje durante la siguiente media hora me confirmó que colar a cualquier modalidad de anciano formaba parte también de la idea de orden del hospital. Todos aquellos venerables vejestorios, algunos de ellos gozando de una salud envidiable pese a su bíblica edad, pasaron delante de una mujer con fuertes vómitos y mareos que se había pegado un duro golpe en la cabeza solo dos días antes.
Cuando habían pasado todos los seniors, y también el policía (era posesión demoníaca, al final) llegó nuestra hora. Nos condujeron al box. Un señor con bata blanca y estetoscopio le pegó a mi mujer el vistazo más breve de la historia y masculló que en breve aparecería “un médico”. ¿Un médico? ¿Quién leches eres tú, entonces?, decidí no preguntar. Nuevos escalofríos en mi espina dorsal.
Empezaron a pasar los minutos. Tic-toc, tic-toc. Biiiiiip. Biiiiiip. ¿Bip? Al cabo de un buen rato percibí que lo que me estaba marcando el paso del tiempo no era la cadencia de un carillón gótico sino el monitor de signos vitales, que había quedado encendido tras el último paciente (iba a escribir cadáver). Lo desenchufé yo mismo. Una enfermera gruñona con pañuelo hippy en la cabeza, sin duda exalumna del Instituto Mengele, me riñó como no me reñían desde la EGB, y no por desconectar el monitor, precisamente, sino porque había cometido la imperdonable imprudencia de preguntar, en un hospital de urgencias, cuándo aparecería el doctor.
Decidí seguir esperando. Por desgracia, no había traído nada para leer, así que me resigné a pasar el rato examinando un cartel de Sondaje Urinario que había colgado en la pared del box. Aquello no daba para mucho. Digamos que a partir de “lavado de genitales” la trama se volvía previsible.
6. Por fortuna, cuando empezaba la sexta relectura de Sondaje urinario apareció el doctor. Uno distinto. La cara del segundo doctor (quizás primer doctor de verdad) me resultaba familiar. El acento le delataba como mexicano, aunque las maneras marciales con las que examinó a mi esposa y el modo autoritario con el que enunció su diagnóstico me hizo pensar en un oficial prusiano pasando revista en los barracones del segundo de Ulanos. “¿Listo?”, exclamaba tras cada una de de sus aseveraciones, de un modo que sonaba a duda sobre mi coeficiente intelectual (aunque sin duda se trataba de una muletilla regional).
El doctor, tras un breve examen, le anunció a berridos a mi mujer (quien, a todo esto, seguía vomitando y con el rostro color resina) que tenía una otitis, y que la tratarían con antibióticos y antivomitivos y no recuerdo qué más.
De repente recordé dónde le había visto antes. Era Manny, de Modern family. Su nuca, especialmente (parecía como si llevara una butterfly pillow de carne). La revelación fue a la vez tranquilizadora y alarmante: tranquilizadora porque el personaje de Manny es, en la serie, un control freak superdotado, y por tanto sería capaz de tomar las riendas de aquella situación. Alarmante porque Modern family es una serie (duh), y a Manny lo interpreta un actor llamado Rico Rodríguez que no distinguiría una otitis de una piorrea.

Manny se fue. Yo me creí lo de la otitis, porque todo el mundo se cree lo que dice alguien en bata blanca y una identificación (tal vez robada). Salí del box y observé como se alejaba. Aún no sentía animosidad directa hacia aquel tipo, pero es cierto que sus modos no habían sido los más amables del gremio médico. De hecho se parecían más a los de los seguratas de cierta sala barcelonesa, de la época en que yo iba a lugares como aquellos, que te echaban a patadas por respirar fuerte en su presencia. Decidí pasarlo por alto. Al fin y al cabo, lo importante aquí era la eficacia diagnóstica, no si el médico lo decía con flores y en forma de soneto.
Antes de meterme de nuevo en el box, examiné el pasillo. Dios santo, al contrario que la famosa novela de Cormac McCarthy, este sí era lugar para viejos. En el box contiguo respiraba (con suma dificultad) alguien (le llamaremos “Camilo”), a quien Matusalén habría tratado de usted. La piel facial de Camilo, de textura inconfundiblemente escrotal, parecía comprimida y arrugada por la mera acción de la atmosfera terrestre. La única actividad que parecía capaz de realizar este compañero de armas de Nabucodonosor era amasar ruidosamente en su boca monstruosos buñuelos de flema y moco, que cada cierto tiempo iba escupiendo (o mejor, vertiendo) en una jofaina.
Según pude atestiguar (fisgando), muchos de aquellos octogenarios estaban allí por haberse caído por la calle y roto/torcido algo. Pensé que alguien debería inventar algún tipo de escudo hinchable íntegro de apariencia michelinesca, patentarlo y convertirlo en obligatorio para los over-80’s. Las salas de urgencias estarían vacías, se lo garantizo.
Estoy dispuesto a escuchar ofertas.
7. El turno de día se transformó en turno de noche. A mi mujer, que llevaba vomitando desde las nueve de la mañana (doce horas antes), no le habían hecho el menor efecto las imaginativas prescripciones de Manny. Las pocas veces en que este se dejaba caer por la sala, y yo le interrogaba al respecto, el formidable actor infantil me invitaba a, como se dice en mi pueblo, ir a meterle pedos a una lata (él no lo expresaba así). En cuanto al resto de enfermeras, solo respondían a mis esporádicas preguntas con a) displicencia, b) exasperación, o c) expresiones de completa inopia. La única buena gente de aquel infierno fueron los camilleros. Y Ágata.
Ágata apareció al inicio del turno de noche. Esta enfermera con nombre de cabaretera, o centerfold de revista erótica, era la primera persona servicial y de maneras cariñosas con la que topábamos en nuestra particular saison en enfer. Ágata, tras anunciar que su nombre era, efectivamente, Ágata, “para lo que queráis”, procedió a entubar, inyectar, comentar, ajetrearse con esto y aquello, llamar a mi mujer “cariñito” y, sobre todo, preguntar. Preguntar, para empezar, qué sucedía en aquel box.

Yo, que crecí viendo religiosamente A cor obert, asumía que a cada enfermera que entraba en un nuevo turno se le hacía entrega de un informe de las dolencias del paciente, como los que aparecen, espléndidamente entablillados, al pie de la cama de hospital en las series norteamericanas. Pues no. Las enfermeras de urgencias españolas se materializan en boxes rodeados de un misterio impenetrable, como concursantes de ¡Sorpresa sorpresa!. Gana la enfermera que puede deducir, en diez minutos, a través de penetrante observación clínica y certeras preguntas al enfermo y allegados, de qué enfermedad se trata. Ágata, por tanto, solo sabía lo que le estábamos contando, pues “hace una hora estaba en mi casa” (repitió esto varias veces, quizás anhelando regresar allí).
Pese a su ignorancia diagnóstica (cosa que, para ser justos, no entraría en sus atribuciones laborales), Ágata nos tranquilizó lo mejor que pudo, repitió varios “cariñito”, y nos recordó unas cuantas veces más que ella era Ágata, para lo que quisiéramos. Lo que queríamos, le dije yo, era organizar el ajusticiamiento público del Conseller de Sanitat. Ágata sonrió, porque en realidad no dije eso. Solo manifesté, en un tono de lo más empático, el alarmante estado de la sanidad pública.
– Ya -contestó ella- Si fuese mi madre la que está en la camilla yo también me estaría cagando en todo.
Asentí con la cabeza.
Detuve mi asentimiento.
Fruncí el ceño, arqueé una ceja. ¿Ha dicho…? Me dije que debía haberlo escuchado mal. Ágata continuó hablando, y faenando, y al cabo de un momento realizó dos nuevos comentarios sobre mi madre. Por qué la que hasta aquel momento era mi enfermera favorita insistía en traer a colación a una señora que falleció hace doce años se habría quedado en enigma irresoluble, si no fuese porque al finalizar todas sus tareas Ágata se volvió hacia mí y me dijo, aplicando boli a tablilla:
– Así, eres el hijo, ¿no?
Jesucristo, apiádate de nosotros. Mi fe en Ágata se derrumbó de un plumazo, como la línea Maginot en la batalla de Francia. No hay palabras que definan de cuán alto cayó esta profesional clínica en mi estimación, y lo terrible de mi desencanto. De golpe la teoría de que era una cupletera recién salida de El Molino cobró nueva fuerza. ¿Cómo explicarlo, si no? Habíamos depositado todas nuestras esperanzas en una mujer que pensaba que una paciente de cuarenta y seis años podía ser la madre de un hombre de cincuenta. ¡Maldita sea, Ágata, flor del Paralelo! ¿Dónde estudiaste medicina, en el guion de Terminator?

Si mi mujer no llega a tener la boca llena de potas en aquel preciso instante se habría carcajeado muy fuerte al escuchar aquello. Si yo no hubiese entrado en un paralizante estado de pánico abyecto lo habría hecho también.
8. Nos acercamos al desenlace de esta historia. No sufran, el final es razonablemente feliz y mi mujer sigue entre nosotros. Me hallaba yo durmiendo en el suelo del box, como un yogi enloquecido, hacia las tres de la mañana o así, cuando entró alguien a echarnos del box. Nos recolocaron en el pasillo, y de allí, tras dos nuevas horas disfrutando de una sinfonía variada de la tercera edad (pedos sin fuerza, sibilancias pulmonares, llamadas de alarma por cualquier picazón cular), nos movieron a una sala externa. En algún momento seríamos subidos a planta para que le trataran a mi mujer la otitis, añadieron.
La nueva sala también estaba llena de abuelos con un pie en la tumba, para no perder la costumbre, pero al menos disponía de cortinas que le daban a nuestra cama una ilusoria apariencia de intimidad. Y allí, en aquella nueva estancia, esperando a la muerte, yo convirtiéndome paso a paso en un gerontófobo irredimible, es donde nació la leyenda del médico a quien llamaremos Jesús (lo merece).

Yo recuerdo su entrada como la de un ser sobrenatural, rodeado de cegadora luz y flotando sobre las nubes, pero lo cierto es que Jesús entró a la sala andando como un mero mortal. Pues era humilde, Jesús. Se presentó a nosotros, dijo su nombre (tenía un meloso y relajante acento cubano), y acto seguido explicó que él era neurólogo, que no entendía por qué le habían mandado allí para una otitis, pero que igualmente iba a echar un vistazo.
¡Ja! (me río ahora). Llamar “vistazo” a lo que hizo Jesús es como llamar “mano de pintura” a los frescos de la Capilla Sixtina.
Jesús, aka “The Healer”, hizo incorporar a mi esposa, le examinó ambas orejas con el utensilio, le soltó un par de preguntas sencillas sobre su percance, la conminó a mirar fijamente uno de sus gráciles dedos mientras lo desplazaba en el aire, y en menos de dos minutos anunció, con una voz balsámica que mandaría a la piltra a una estampida de elefantes embravecidos:
– Esto no es otitis. No sé por qué os han dicho que lo era.
Yo tuve que refrenarme poderosamente para no delatar, allí y entonces, como un maldito acusica de parvulitos, a Manny y la cohorte de incompetentes que nos habían llevado hasta allí. Me mordí el labio superior. Jesús siguió hablando. Varios de los viejos en estado terminal que había en las camas cercanas entonaron un hosanna. Uno de ellos, el doble amputado de la 6, recuperó ambas piernas y se puso a bailar el kasatchok en el pasillo.
– Lo más probable es que esto sea algo llamado Vértigo Posicional Paroxístico Benigno -dijo, y me miró a mí- Ya verás, búscalo en Google.
Yo desvié los ojos para no mirarle directamente y quedarme ciego. Luego obedecí.
Ahí estaba. VPPB. El viejo VeePee. Con centenares de entradas en Google, libres de ser consultadas por todo el mundo (esto va por ti, Manny).
Jesús procedió a contarnos de qué se trataba (algo relacionado con “piedrecitas” y un “laberinto”), subrayó que, como su nombre indicaba, era un mal “benigno” (yo dije, entre dientes, que podrían haber puesto esa palabra al principio del término; Jesús me miró y sonrió, pese a que la Biblia diga que no lo hacía) y anunció que iba a realizar una serie de movimientos que mejorarían a mi esposa.
Aquí es cuando les conmino muy fuerte a creer lo que sigue. Porque lo del diabético danzante era broma, lo admito, pero lo que me dispongo a relatar no.

Jesús agarró con suma suavidad la cabeza de mi mujer, explicando, paciente, cada futuro movimiento, la dejó caer así y asá, la levantó daquí y dacó, la hizo rotar de aquí para allá, repitió los movimientos tres veces, y, finalmente, emplazó a mi mujer a incorporarse en la cama.
– ¿Te encuentras algo mejor? -fueron sus sencillas palabras.
Mi mujer afirmó, con los ojos muy abiertos, que sí.
– ¿Mucho mejor? -añadió, flipándose un poco con lo suyo, la verdad (y quién podría culparle).
Mi mujer respondió que aquello también era cierto, y que de hecho se le había quitado el mareo casi por completo. Jesús aceptó aquella información como la única consecución lógica de sus actos previos. Explicó que repetiríamos esos movimientos, dos series de tres, para acabar de estar seguros de que todo estaba en su sitio. Realizó los movimientos. A mi mujer se le quitaron el mareo y los vértigos y (llega el momento de jurar, llevo todo el texto aguantándome) su puta madre.
– Ya estás curada -dijo Jesús, en una frase que era 100% Nuevo Testamento. Solo le faltó añadir “levántate y anda”. No habría sonado fuera de lugar. Pues, en verdad os digo, aquello era lo más parecido a una imposición de manos sanadora que yo había presenciado en mi vida. Si un profeta hubiese hecho algo así en el 200 AC, pongamos, ahora sería venerado en varios pueblos de Italia y habría una sección de la Biblia con su nombre.
Jesús se despidió, dijo que nos haría el alta para esa misma mañana y luego se marchó, pues su tarea allí había terminado. Se alejó andando tan pancho, sin alardes, un poco como el Michael Landon de Autopista hacia el cielo. Haber realizado milagro en muller era el pan de cada día para él. No pidió dinero (yo se lo habría entregado) ni que difundiésemos la buena nueva (ahora estaría yo predicando en túnica por las calles). No pidió gratitud ni pleitesía por haberle ahorrado a una buena mujer meses (quizás años) de tratamientos erróneos y agonía general y vértigos paralizantes. Solo estaba haciendo su trabajo, como tantos otros médicos (esto no va por ti, Manny) de nuestro país.
La conclusión de esta pieza se antoja, así, redundante:
Más médicos y menos policía.
(este es un artículo inédito, exclusivo para Bendito Atraso y escrito por Kiko Amat. Difundan y compartan a placer, faltaba más, especificando que la autoría es de Kiko Amat)
Nota: Este artículo cómico, huelga decirlo, no pretende ser una crítica general a los profesionales de la medicina, sino la explicación esperpéntica de un caso concreto. Asimismo, sí puede leerse, y debería leerse, como crónica humorística -pero crónica al fin y al cabo- de lo que la gestión ultraliberal le está haciendo a la Salud Pública.