Cosas Que Leo #29: DIECINUEVE APAGONES Y UN DESTELLO, Valentín Roma

19 apagones roma

«Cuando en 1657 Vermeer presentó Muchacha dormida, los burgueses allí congregados sonrieron y se acariciaron las barbillas: por fin tenían delante al gran artista del catolicismo nórdico. Al mismo tiempo, a pocas calles de distancia, otro pintor, Jan Steen, cerraba la taberna que había regentado hasta el momento, un tugurio de mala muerte y peor reputación conocido con el nombre de La Culebra.

El vino tuvo la culpa de ambos acontecimientos: en el lienzo de Vermeer, los tragos matutinos y a hurtadillas de una jovent ama de casa, los cuales la sumieron en un dulce sueño desobediente con las labores del hogar; en el de Steen, el alcohol a bajo precio que chorreaba por el escote de prostitutas y jornaleros, los clientes habituales de la bodega más canalla de Delft.

Se ha ensalzado de Vermeer su luminosa contención, la manera en que su pintura «paraliza el mundo». Sin embargo, frente a la prosopopeya de todos esos personajes que cosen, leen o reflexionan sobre la envergadura del universo, viendo los cuadros de borracheras y jolgorios de Jan Steen, uno no puede sino recordar que donde verdaderamente se detiene el reloj es en ciertos bares, a ciertas horas y con algunas compañías.

A diferencia del vino tomado a dedales, como «quitagustos» o para olvidarse del cónyuge y la depresión, la ingesta caudalosa de caldos sin pedigrí no produce sueño, al contrario, eleva la franqueza y con ella las relaciones interclasistas. Esta celebración de la dicha y la desgracia –esta cualidad del vino que todo lo celebra– fue uno de los principales temas en la obra de Steen, cuyas escenas tabernarias, de bailes o peleas entre jugadores y beodos pueden mirarse como el reverso de la alienación religiosa del Barroco, un blackout de la laboriosidad protestante del norte de Europa.

Siempre decantada hacia sus vértices jansenistas, la historia de las ideas estéticas ha ignorado a este pintor por considerarlo «demasiado explícito, sin condiciones para el misterio». Algo totalmente incierto, sobre todo porque las parrandas representades por Steen están llenas de enigmas no tan arcanos, però enigmas, al fin y al cabo: ¿quién aguantará hasta el último minuto de la fiesta?, ¿qué lechos maritales se traicionarán esa noche?, ¿recuperará el viejo su lujuria perdida?, ¿sabrá el niño guardar un secreto?»

Diecinueve apagones y un destello; un manifiesto tentativo

VALENTÍN ROMA

Arcadia, 2020

176 págs.

Kiko Amat presenta a Patricia Castro

Hoy. Esta tarde, vamos. Pedazo de antelación les doy, soy consciente de ello. La cosa será en la Sala Meteoro, como pueden ver en al flyer adjunto, el domingo 22 de septiembre a las 19h.

Estaré allí para charlar en directo con Patricia Castro, quien ha escrito un libro de milennialismo proleta y extrarradial llamado Sueño contigo, una pala y cloroformo (àpostroph, 2019). En la mesa me acompañan Toni Esteban y Pedro Luna.

Todo apunta a que, por primera vez en mi vida entera, voy a ser el más veterano (con diferencia) de una congregación. A no ser que alguien acuda con sus viejos, cosa improbable (pero no imposible).

Y también apunta que el evento será la típica Encerrona Badalona (la cantidad de gente de Badalona que pulula por el mundo no guarda relación alguna con el censo real de la población).

Espero verles allí and all that.

L’extrarradi: Kiko Amat en Estralls (SER Catalunya)

Me gusta esta charla. Me gustan los de Estragos. Y encima son de Ripollet (visualizar arcano sistema de choque de manos entre ellos y los del Llobregat). Yo, entre brote y brote de criptotourette, digo algunas cosas de cierto calado.

Por lo general siento una inequívoca náusea al verme en videos, y tengo que apagarlos mucho antes de que terminen, abrumado por el despliegue de incomodidad física y hormigas-en-el-trasero, pero este lo pude ver hasta el final. Las preguntas ayudaron.

Por favor editores ignoren la inapropiada camiseta de flagrante promo de libro anterior en otra editorial. Juro que fue p*** casualidad.

Barcelona Hardcore

Un artículo que he escrito para El Periódico de Catalunya sobre la gestación del hardcore en la ciudad de Barcelona. La excusa es la reciente reedición de tres maquetas/discos clave del periodo: Cuentos y leyendas (1987) de GRB, Subterranean hardcore (1985) de Subterranean Kids y Cornellà ciutat d’Afrika (1987) de Monstruación. En realidad me apetecía fisgar por ahí y preguntar cosas a gente (uno de mis esparcimientos favoritos). Y desde luego creo que esto es historia subcultural CRUCIAL.

También me gusta la introducción. Me hizo reír imaginar el Communiqué como antro paranormal en plan The haunting of Hill House.

Para leer la entrevista entera a Ángel de GRB, que tenía mucha más chicha de la que cabía en mi pieza, vayan nomás aquí.

Blues del delta: nacidos en el Baix

Kiko Amat explora la relación sentimental que tienen con su comarca cinco artistas originarios del Baix Llobregat: David «Beef» Rodríguez, David y José Muñoz (Estopa), Maria Guasch y Clara Segura. Pero antes analiza la suya propia, para que no se diga.

Resultat d'imatges de +BM (Barcelona Más Metropolitana)

Yo nací en el Baix Llobregat y me marché del Baix Llobregat. No suelen perdonárseme ninguna de las dos cosas. Para los urbanitas de Barcelona soy siempre sospechoso de garrulismo periférico. No importa si voy por ahí declamando a Maragall en pose de estatua de Llimona: los barceloneses me olisquean, tratando de detectar al quinqui latente que, faca en mano, se agazapa tras mi impostura condal. En mi comarca me sucede lo opuesto: soy un emigrado, uno de los que se dejaron embaucar por el dudoso encanto de “Barna”. Un traidor, en cierto modo. La responsabilidad de probar que no soy un cursi metropolitano, que aún soy de los suyos, siempre cae a mi lado de la verja. Y encima soy escritor: doble ultraje. Cuando entrevisté a David “Beef” Rodríguez, su primera frase fue “Hablas siempre del Baix, pero tú te fuiste, ¿no?”. Miré al suelo, mortificado, y mascullé un “sí” inaudible. Sí, me fui (le canté, poniéndome en pie), merecía aquello pero no lo quería, así que me fui-i-í.

Y, sin embargo, en mi niñez no quería irme nunca del Baix. Mi sangre es puro delta. El Baix Llobregat de los 70 y 80 es mi paisaje, el único que me conmueve (y tiene peso en mis novelas): torres eléctricas, cañaverales polvorientos, pinedas dejadas, solares a medio hacer; polígonos y aviones; uralita, tierra roja, malas hierbas, olor a mar y pedo industrial; aiguamolls y cementerios de coches; el parquing del Carrefour; campings, pafs musicales, bares extremeños, espiguillas en los pantalones, montes achaparrados. Una tierra inter-Media. En las memorias Otro planeta, Tracy Thorn definía así su villa natal: “era un pueblo y no era un pueblo. Rural pero no rural. Una parada en la línea, un espacio entre dos paisajes que tenían mayor pedigrí: la ciudad, y el campo. Un territorio fronterizo, un estado intermedio y accidental”. Los pueblos del Baix Llobregat sufren de la misma esquizofrenia territorial. Tuvimos mucha inmigración (pueblos extremeños enteros trasladaron su censo aquí), también turismo (aunque sospechabas que aquellos holandeses habían llegado por error), pero la duda permanece: ¿somos la comarca que la gente atraviesa?

“Si llega el metro, es Barna”, decíamos. Y a Sant Boi solo llegaban los Ferrocarriles Catalanes. La escritora Maria Guasch afirma que “los del Baix somos culturas de tren”. Un recuerdo (posiblemente apócrifo) de mi juventud: mi panda y yo, bajo la luz de una farola de la estación, bebiendo latas de cerveza, viendo como se aleja el último ferrocatas a Barcelona (y no vamos en él). El tren definía los límites. Aquel trayecto, representación física de la distancia, avivaba el incendio de nuestros anhelos: nadie ha romantizado tanto Barcelona como los habitantes del Baix. Y nadie se ha decepcionado tanto con ella como nosotros.

No recuerdo en qué momento empecé a fantasear con marcharme de Sant Boi, convertirme en un Judas del delta. Debió ser a los catorce, cuando el tumorcillo de la anglofilia había devenido metástasis incontenible. En mi descargo debo decir que al final engañé al Baix con Londres, no con Barcelona (lo cual es como decirle a la esposa que le has sido infiel, sí, pero con la Patricia Arquette de Amor a quemarropa, no con la vecina).

Da lo mismo: allá donde fui, el Baix Llobregat se vino conmigo. El hecho de marcharme solo había incrementado su hechizo. Aquel “otro lugar” avalaba mi existencia, que diría Philip Larkin. Aún me persigue. Si cierro los ojos nunca estoy en Londres o Gràcia: estoy andando calle abajo por Jaume I, un mediodía de agosto. Sant Boi está vacío, hay golondrinas en el cielo, el aire huele a menta y cemento y malas hierbas quemadas, ni un coche a la vista. Mis amigos y yo nos hemos quitado las camisetas por el bochorno, vamos bebidos y gritando “You’re wondering now”. Atrapados en el delta, en un estado emocional que mezcla la jactancia, el complejo de inferioridad y el rencor. Siempre seré de aquel lugar, y de aquel momento.

 

 DAVID “BEEF” RODRÍGUEZ (Sant Feliu de Llobregat)

Resultat d'imatges de david rodríguez músico la estrella de davidYo no soy un cantante de abstraerse. Cuento las cosas que conozco. He vivido 44 años en Sant Feliu, y hablo de mi pueblo. Al principio, en Beef, como cantaba en “wuachiwey”, no se entendía. Luego, en la promoción, sí que sacaba lo santfeliuense, para distanciarme del melanoma barcelonés. Ejercía de habitante del Baix Llobregat. Quería poner distancias. Y hacerme el interesante.

Jamás me fui del Baix Llobregat. Me quedé aquí. No me siento extraño en la comarca. Lo he pasado mal aquí, he estado deprimido, pero nunca he pensado en marcharme. Mis padres eran desertores del arado, de Ornacho, un pueblo de Badajoz. Venían de la miseria. Me inculcaron el miedo a la aventura, a largarme. Nunca me planteé nada más allá de tener un trabajo fijo. Ni siquiera irme a Barcelona. Cuando me pegué una hostia en coche en la primera gira Noise Pop me indemnizaron, y lo primero que hice fue comprarme un pisito en Sant Feliu. Siempre he sido un malcriado. Mi madre venía a limpiarme la casa. Y cuando ella dejó de venir empezó a venir mi padre.

Aquí me dejan en paz. Me siento más anónimo en Sant Feliu que si me voy al Nasti de Madrid. Eso era lo que más me gustaba de estar aquí. Yo no tenía conciencia de clase, pero veía que en mi entorno nadie tenía veleidades artísticas. Ahora vivo en Madrid, y es al revés: no conozco a nadie normal allí: todo el mundo que frecuento es artista. Eso para mí es un gran hándicap artístico y humano.

En mi pueblo yo siempre había sido la mascota. El friqui graciosillo. El rarito. Tenía fama de estar zumbado, de autista, iba por ahí con los auriculares, a mi bola… Kiko Veneno dijo que su padre siempre se había reído de él, y ahora que tenía 50 años le daba la razón. A mí me ha sucedido algo parecido. Al final, perseverando, me he ganado el respeto del pueblo. No es que les guste mi música, pero he calado, como la gota malaya.

Sant Feliu ha cambiado. No es que se haya convertido en una gran ciudad, pero antes era más gueto. De niño me atracaban cada dos por tres. Ahora veo un cierto aburguesamiento, esas gafas de pasta catalanas, ese alquitranarlo todo…

El cambio de cinturón rojo a cinturón naranja lo veo consecuente. Da pena y asco, pero va con los tiempos. Sant Feliu tenía un movimiento vecinal muy potente, cortábamos carreteras para que nos pusiesen el instituto, o el ambulatorio… Se ha pasado mucho de la gente de aquí. El “procés” los ha ignorado.

(David Rodríguez es músico. Formó parte de Bach Is Dead, Beef, Telefilme, La Bien Querida y, ahora, La Estrella de David. Acaba de publicar su último disco, Consagración)

 

ESTOPA (Cornellà)

Resultat d'imatges de estopa cornellàNuestros padres eran de un pueblo al sudeste de Badajoz. Zarzacapilla. Mucha gente de allí emigró a Cornellà, Sant Boi i L’Hospitalet. Era un pueblo pequeño, de 600 habitantes. Debieron venir todos. Al primero que vino le llamaron Juanito Barcelona. Eran como pioneros. Nuestro padre vino en 1963 con trece años. Él solo. Tenía aquí a su tío. Vivían en plan camas calientes, con familiares. Igual que los inmigrantes que vienen ahora. Nos entristece ver a gente que fue inmigrante, y ahora se queja de los nuevos. Ellos, que estuvieron doce personas en un piso de 60 metros. Supongo que es como la mili, que te putean y luego vas tú a putear.

Nuestra madre también era de Zarzacapilla. Vino a Cornellà con su madre y su hermana. Tenía quince años cuando empezó a salir con mi padre. Mis padres recuerdan aquella época con cariño, aunque fuese dura. “Había mucho trabajo”, te dicen. Claro, en el pueblo había una crisis agraria total. Señoritos que no explotaban la tierra. Un abuelo era jornalero, y el otro vendía sardinas. Arturo, se llamaba. Era tartamudo. Tuvo la primera moto del pueblo, pero no sabía pararla, así que estuvo dando vueltas a la aldea hasta que se le acabó la gasolina.

Nuestro padre llevó varios bares. David nació en el bar Nuevo, y yo [José] en el siguiente, La Española. Aprendí a dibujar allí, a jugar al ajedrez, a sumar. Me enseñaban los clientes. Se aprenden muchas cosas en el bar. Yo [David] salía del colegio a la una y me iba al bar: con mi bolsa de patatas, mi Kas naranja, y el Sport. De niños ya ayudábamos: fregando, poniendo cafés. Era como un juego. Estopa venimos de cultura de bar. Los humanos somos seres sociales. Todo lo que fomente la socialización va a ser popular, pese a sus contraindicaciones. En el Baix Llobregat hay muchos bares. Son el foro romano, el baño turco, de aquí.

A Barcelona nunca íbamos, de jóvenes. Barcelona era la periferia, para nosotros; no al revés. Íbamos a Sant Boi, a la discoteca Jardí. Como no te dejaban entrar con bambas, uno de nosotros entraba con zapatos, se los quitaba en el váter y nos los íbamos pasando. Ir a Sant Boi era una odisea: íbamos andando por la vía, o nos colábamos en los ferrocarriles. También íbamos al Amnesia, el Music Palace, el Axioma, el Tijuana. Al Daniel’s iban los “pijos”. Pijos de Cornellà, imagínate lo pijos que eran. Íbamos por ahí solos todo el día. Me sorprende que no nos pasara nada. Nos íbamos a las vías del tren y metíamos monedas y palos para que los chafara el tren al pasar.

Nuestros padres solo escuchaban rumba catalana. Era la biodramina natural que nos ponían para los viajes en coche. Cantábamos a pelo en la plaza “Maracaibo”. No nos daban de comer, nos traían Xibecas. Picaban al interfono para que bajáramos con la guitarra, y entreteníamos a los colegas. Así fuimos aprendiendo.

Nunca nos hemos querido ir del Baix Llobregat. Mi sitio está aquí [David]. No me iría a Tokyo ni a Miami. Si de jóvenes no nos íbamos ni a Horta, cómo nos vamos a ir ahora al Japón. Hay algo de pertenencia a la tierra. No es nacionalismo: es barrismo. Nuestros amigos están desperdigados entre Cornellà y Sant Boi. No nos gusta alejarnos. Nos hemos hecho un estudio en Sant Feliu para poder grabar discos sin tener que irnos a Madrid. Y eso que nos encanta Madrid. Pero no es mi casa. Mi casa es esto [David].

Nuestro cinturón rojo ahora es exrojo, o eso dicen. Los partidos se creen que todos los que les votan son de los suyos, igual que algunos grupos se creen que porque vayas a un concierto ya eres ultrafan. Que Cornellà se haya vuelto naranja no significa nada. Es un voto de protesta.

(Estopa son los hermanos David y José Rodríguez. Están preparando un nuevo álbum que conmemorará veinte años de carrera)

 

MARIA GUASCH (Begues)

Resultat d'imatges de maria guasch escriptoraCrecí en Begues, un pueblo que está alojado en un valle tras las montañas de Gavà y Castelldefels, y solo se puede acceder a él mediante una carretera con muchas curvas. Ha crecido, se ha vuelto más residencial, pero sigue siendo recóndito. Por la afluencia de veraneantes, y que la mayoría de familias viniesen de pagesia local, Begues parecía distinto.

En mi vida hay tres zonas. Mi pueblo: primera zona. El instituto en Gavà: segunda zona. A los dieciocho, Barcelona: tercera zona. Allí todo el mundo parecía encajar. Me creó una sensación de no pertenecer, echaba de menos la cosa extrarradial. Estos niveles se ven desde Begues: las curvas, Gavà, Barcelona y el mar.

Pasábamos noche tras noche mirando las luces de Barcelona. Es una imagen muy Hollywood: nuestras curvas eran Mulholland Drive. Recuerdo un compañero de clase barcelonés que, por una calle, ya no formaba parte de Horta sino de El Carmel. Su sueño era moverse una calle más allá y ser de Horta. Yo pensaba: ¡pero da igual, eres de Barcelona! En Begues mi madre revestía a los veraneantes barceloneses de un glamour que no tenían. Eran gente de clase obrera, pero solo por ser de Barcelona mi madre ya les ponía una aura “de ciudad”.

De niña la comarca me hacía soñar: ir a Barcelona significaba atravesar Gavà, Viladecans y Castelldefels. Castelldefels me parecía glamuroso, intentaba imaginar cómo serían las vidas de los compañeros de EGB que vivían allí. Pasaba en coche y veía pisos playeros muy pequeños, del desarrollismo, y envidiaba sus vidas, tan cerca del mar.

Mi universo literario sigue siendo del Baix Llobregat. Ese mundo de pueblos costeros medio abandonados pide a gritos ser narrado. Playafels en invierno es fantasmagórico. La vibración de los años setenta se ha transformado en melancolía espeluznante. Para un escritor es una mina.

En Begues, lo común es irte a vivir una época a Barcelona. No se interpreta como traición. Eso sí: todo el mundo vuelve. Yo he sido la única de mis amigos que no lo ha hecho. Eso me descasta. Me siento extraña allí, y durante mucho tiempo me sentí extraña en Barcelona. Y ahora que empiezo a sentirme en mi casa en la ciudad, algo en mí me dice que estoy cometiendo algún tipo de traición. Aun ando por Barcelona y me digo: eras de allí, pero ahora eres de aquí. Eres de los dos sitios.

Me identifico con el tren de Rodalies. Los del Baix somos cultura de tren. Pasamos media vida en el tren, atravesando la comarca. Cuando llego al destino, sea Barcelona o Begues, vuelvo a sentirme extraña, pero mientras estoy en el vagón pertenezco. El paisaje del tren de Rodalies es otra mina literaria: todas las no-zonas, la mezcla entre solares y aiguamolls, zona salvaje y naves industriales, pared con pared. El trayecto es el lugar. Somos gente de trayectos. El shock es más grande viajando de Sants a Gavà que de Sants a Madrid.

(Maria Guasch es novelista. Publicó su tercera novela, Els fills de Llacuna Park, en el año 2017)

 

CLARA SEGURA (Sant Just Desvern)

Resultat d'imatges de clara segura actriuSant Just parecía muy lejos de Barcelona, aunque está a 12 kilómetros. Mi abuela fue a parar a Sant Just porque mi tío se puso enfermo y le recomendaron que el aire de “montaña” le iría bien. Era un pueblo-pueblo. Parece no tener entidad propia porque está demasiado cerca de Barcelona, pero a la vez parece más pueblo porque, al contrario que otros del Baix, no tiene tren. Eso marca una diferencia. Lo hace más caro, los futbolistas se mudan aquí. Se ha convertido en un pueblo residencial.

En el Baix no tenemos grandes monumentos ni grandes paisajes. Las particularidades del Baix, de haberlas, hay que buscarlas en la gente. Si hablo con Jordi Évole, o con Santi Balmes [ambos del Baix] tenemos algo en común. No son infancias de Barcelona. Conocías a todo el pueblo. Aunque seamos “área metropolitana”, crecimos en un pueblo. Íbamos en bici al monte. No eras del Montseny, no te conocías todos los tipos de árboles, pero tampoco eras urbanita.

Yo soñaba con Barcelona. Viví doce años allí, y la pude conocer a fondo, para bien y para mal. No diría que me decepcionó, pero sí la encontré más pequeña de lo que había imaginado. Más manejable. Supongo que tiene que ver con la edad. Cuando eres niño vas al Zoo y te parece un mundo. Los del Baix tenemos algo con el agua, entre el río y el litoral. Somos del delta. Y así como el río va a parar al mar, los del Baix Llobregat somos arrastrados a la gran urbe. Pero nunca eres del todo de allí, como tampoco eres del todo de aquí. Hay una parte agradable en esto, porque puedes sentirte de todas partes. Vives siempre en esa eterna contradicción.

Sant Just, como otros pueblos del Baix, está sufriendo el síndrome de vivir de cara al exterior. Arreglarlo todo, poner muchas rotondas, que todo quede polit. Empiezan a haber muchas alarmas, se vive de cara adentro. Hay una parte más abierta y más cerrada: hay más gente nueva pero más recelo. También creo que es una tendencia global. Hay miedo a perder lo que tenías por ese nuevo flujo de población. Por eso ganan las derechas.

Lo del cinturón naranja lo llevé fatal. Vi que el miedo se puede utilizar de forma oportunista. Hablamos de un partido político que jamás defenderá a la gente con riesgo de exclusión social, la gente con más riesgo laboral… Me sorprende que la gente vote a alguien así. Queda mucha faena por hacer, mucha educación que dar. Se ha cultivado lo material, el ascenso social más fachenda.

En el Baix se había hallado un discurso perfecto entre catalanes y castellanos, todos éramos lo mismo y yo estoy muy orgullosa de mi bilingüismo. Pero alguien ha mezclado las cosas y se ha cargado los puentes. Lo digo por unos y por otros. La culpa no es solo del cinturón naranja. No se ha hecho bien. Hemos regresado a unas cosas que yo creía superadas. La convivencia es ejemplar, pero queda una herida interna.

(Clara Segura es actriz. La bona persona de Sezuan se representa en el TNC hasta el 17 de marzo. En abril estrena Les noies de Mossbank Road en la sala Villarroel)

Kiko Amat

(Esta pieza se publicó originalmente, y especialmente, para el suplemento +BM Barcelona Más Metropolitana, de La Vanguardia, el sábado 30 de marzo del 2019)

En las batallas #14: Un mundo pequeño

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“Cuando tenía diecisiete años / Londres para mí era Oxford Street / Era un mundo pequeño / Crecí en un mundo pequeño”. Lo cantaban Everything But The Girl en “Oxford Street”, del álbum Idlewild (1988). Everything But The Girl eran un grupo pop de suburbio, fascinados por la gran ciudad, cantando desde los márgenes. Al escucharla hace unos días pensé en ese fragmento de la letra, pensé lo mismo: que a mis quince años, Barcelona era la calle Tallers. Y la calle Riera Baixa. Yo era un niño de pueblo del extrarradio. El extrarradio: tan lejos, tan cerca. Siempre agarrando lo PEOR de todo. Sin el glamur de la urbe ni la quietud de la aldea. Ajenos al meollo del neón y los tupés y los bares extraños, pero también a la verdadera autosuficiencia de las villas aisladas: quiero y no puedo, todo el tiempo; sin grupos de rock’n’roll ni pubs musicales, ni cines había, en Sant Boi. Crecimos en un mundo pequeño. Era un lugar estrecho: descampados, Ferrocarriles Catalanes, el río, moreras, bares extremeños, Xibecas, la Bobila, jevis de La Cope, la muntanyeta, abajoelpueblo, punks y mods y skins y rockers, el bar del instituto, las calles mojadas y desiertas. Y Barcelona parecía estar en Groenlandia, de tan distinta que parecía, y a la vez casi la podías tocar con las yemas de los dedos.

En todo el tiempo en que no la conocí, a Barcelona, hice lo que hacen los niños con los lugares fantásticos de los libros y las leyendas: la imaginé. La fui parcheando con trozos de cosas que encontraba por ahí: un pedazo de letra de El Último de la Fila, otro de Brighton 64 (“ya no hay chicas en el bar de negros”), una imagen robada de un fanzine olvidado, una batallita contada por algún viejo mod loco (de 24 años; eso era viejo para mí, a la sazón), un artículo de El periódico sobre La Mercè de 1986 (mis padres no me dejaron ir), aquella crónica del Reacciones sobre una fiesta mod de la concentración Lloret-Barcelona de 1986 en Zeleste (mis padres tampoco me dejaron ir). A los quince soñaba con Zeleste, una y otra vez. Lo visualizaba como el paraíso en la tierra, abarrotado de chicos alados y rubicundos con camisetas de ciclista, en los altavoces la música pop más hermosa que pudieses imaginar, todo el mundo bailando el “Get on your knees”.

Y el sábado por la mañana, a los quince y dieciséis, empecé a coger el tren, a veces solo, a veces acompañado (pocas veces), y completé aquel mapa indio, hilvanado a base de piezas de cuero, con algunas exploraciones por mi propio pie. Mi psicogeografía en 1986 era limitada, y realmente Barcelona estaba hecha de cinco o seis calles conocidas rodeadas por la incógnita y el vacío. ¿Estaciones de metro? Solo conocía dos (Espanya y Catalunya), y el trayecto entre ellas podría haber transcurrido entre desiertos y dunas, selvas y estepas, pues nunca bajé a explorar.

Llegando de Sant Boi, Barcelona era un mundo grande, así que tuve que empequeñecerlo; para que cupiese en mis manos, no sé cómo decirlo. Barcelona era comprar tejanos Marlboro negros en la calle Tallers, donde la dependienta siniestra te manoseaba los muslos. Luego explorar las tiendas de discos de la misma calle (las importaciones Edsel, Kent y Bam Caruso de Castelló) y andar hasta Riera Baixa para visitar Edisons y Papermusik. El sastre (R. Ferran) estaba en la calle Hospital, un poco más abajo, así que también entraba en la ruta, si había dinero. Luego volvía hacia el metro pasando por Portaferrissa, a ver si en el Camello habían traído tejanas blancas (nunca las traían) y a mirar los «boppins» del escaparate y husmear las chapas. En ocasiones también andaba hasta Flexor, que era la tienda que vendía Fred Perry de concesión española (Comercial Ebro), fabricados aquí; y que ni recuerdo dónde estaba. Todo me desorientaba. Era un mareo. Un giro equivocado y me encontraba en mitad del mundo perdido, rodeado de gente extraña, y tenía que preguntar hacia dónde estaba Plaça Espanya, por favor. La Plaça Espanya era mi meridiano, mi eje, mi astrolabio. Sin ella iba a la deriva.

Resultat d'imatges de la cresta de la ola mercat peixY yo era tan pequeño, en aquel mundo grande. Aún no comprendía los códigos, los emplazamientos, no me habían presentado a los moradores. Una anécdota que me enternece: en 1985 vi un cartel que anunciaba un festival de los de entonces, La Cresta de la Ola, en un sitio llamado Mercat del Peix, y tocaban Kamenbert, Brighton 64, Los Negativos, Wom A-2 y Nervios Rotos, y leí también que habrían puestos con chapas, fanzines y discos. Descartando poder acudir al evento, pues tenía catorce años (y mis padres no me habrían dejado ir), opté por conformarme con acudir alguna mañana de sábado a aquella tierra prometida, El Mercat del Peix, y surtir mi habitación adolescente de chapas y pósters. Ya imaginan lo que sucedió. Recorrí, acompañado por un vecino, una y mil veces las calles de la zona, rodeando un edificio vacío, buscando sin aliento una puerta que me condujese al otro mundo. No entendía lo que pasaba; ¿habían cerrado? Al final regresé a Sant Boi con una piedra atascada en la garganta, los bolsillos vacíos, mi vecino mofándose de mí, la sensación aún borrosa de haber hecho el ridículo pero sin saber por qué. Por supuesto, no existía aquel lugar mítico. El Mercat del Peix solo era un recinto fantasma que había acogido un concierto puntual.

Poco a poco espabilé, pero tampoco mucho. A los diecisiete, aquel mapa lleno de vacíos, como los de los conquistadores del siglo XII, estampó nuevos archipiélagos y penínsulas en mi psicogeografía a medio hacer: el bar musical María, el Humedad Relativa, el KGB de la calle Alegre de Dalt, el Sot del Migdia, la zona de Hostafranchs donde estaba el Communiqué, un par de calles de la zona alta (¿Herzegovina?) donde vivían unos amigos.

La cosa siguió así durante cinco o seis años más. Como un explorador a bordo de su bajel, rumbo a lo desconocido, fui apuntando en mi mapamundi mental todos los nuevos lugares, pero sin integrarlos en un contexto coherente, sin colonizar las tierras intermedias. Todos aquellos bares y lugares (Definitivo, Societé, Ave Turuta, el Barbara Ann, el Badlands, el Ultramarinos, la casa del Mágico Víctor, la casa de Fernando, la casa de Uri, el bar América, el Rufino…) seguían siendo puntos conectados entre sí en mi diminuto y disperso plano privado de la ciudad, pero no obedecían a la organización callejera de una ciudad al uso. Nunca sabía si aquellos bares estaban al norte o el sur, nunca registré en qué barrios se alojaban. Tal vez se iban desplazando de uno a otro, como algo sacado de los viajes de Gulliver, como la isla de Laputa. Barcelona aún era un misterio fascinante para mí, y seguiría así hasta 1996, que fue cuando empecé a conocerla íntimamente y a tutearla y a atar cabos, a adentrarme por las rutas intermedias, a ponerle nombre a las cosas. Mi mujer aún recuerda los primeros días juntos, en 1996 y 1997, cuando paseaba con ella por calles y plazas y de repente me detenía delante de un bar (ya cerrado, o con nombre distinto), los ojos como platos y una sonrisa de niño, y me ponía a gritar: ¡El Ave Turuta! ¡Estaba en Gràcia, justo aquí, al lado de la Plaça Revolució! ¡Qué bueno! ¿No es increíble? ¡Siempre estuvo aquí! Es fuerte, ¿no crees que es fuerte?

Y mi mujer me miraba con dulzura y me besaba, sin entender todos los años que anduve perdido por esta ciudad, ignorando lo que se escondía detrás de las esquinas, a ciegas por estos mundos de Dios, guiado por lazarillos de una calle a otra. Ella sin acabar de comprender del todo lo pequeño que fue mi mundo, cuando Barcelona era la calle Tallers. Cómo crecí en aquel pequeño mundo. Kiko Amat

 

(Escribí este artículo para «En las batallas» una serie que publiqué entre el 2012 y el 2013. Algunas de esas piezas terminaron en Chap Chap (Blackie Books, 2015) , otras no. Esta sí lo fue. La publico aquí porque acabo de leerme el Another planet, de Tracy Thorn, y he pensado en lo que escribí en aquella ocasión)

Cultura de Autovía (we’ll get our kicks / in route C-31)

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O «cuando la autovía de Castelldefels era un paraíso del ocio», como se tituló en la versión online. Ya pueden leer mi gran dossier sobre la ruta C-31, una crónica que escribí para El Periódico y que fue la pieza más leída del diario en el día de su publicación (una verdadera proeza, teniendo en cuenta que el resto de noticias más leídas del día eran sobre el procés, actores porno y las prótesis tetales de nosequién en nosequé programa).

Pueden leerla escupiendo al aire, siempre que el cipi caiga en este punto.

Dentro del artículo hay un link con despiece sobre la «Verbena punk de La Tortuga Ligera, 1978», que les recomiendo leer con gran vehemencia. Pueden aporrear el link allí, o aquí mismo. Si les apetece.