Kiko Amat explora la relación sentimental que tienen con su comarca cinco artistas originarios del Baix Llobregat: David «Beef» Rodríguez, David y José Muñoz (Estopa), Maria Guasch y Clara Segura. Pero antes analiza la suya propia, para que no se diga.

Yo nací en el Baix Llobregat y me marché del Baix Llobregat. No suelen perdonárseme ninguna de las dos cosas. Para los urbanitas de Barcelona soy siempre sospechoso de garrulismo periférico. No importa si voy por ahí declamando a Maragall en pose de estatua de Llimona: los barceloneses me olisquean, tratando de detectar al quinqui latente que, faca en mano, se agazapa tras mi impostura condal. En mi comarca me sucede lo opuesto: soy un emigrado, uno de los que se dejaron embaucar por el dudoso encanto de “Barna”. Un traidor, en cierto modo. La responsabilidad de probar que no soy un cursi metropolitano, que aún soy de los suyos, siempre cae a mi lado de la verja. Y encima soy escritor: doble ultraje. Cuando entrevisté a David “Beef” Rodríguez, su primera frase fue “Hablas siempre del Baix, pero tú te fuiste, ¿no?”. Miré al suelo, mortificado, y mascullé un “sí” inaudible. Sí, me fui (le canté, poniéndome en pie), merecía aquello pero no lo quería, así que me fui-i-í.
Y, sin embargo, en mi niñez no quería irme nunca del Baix. Mi sangre es puro delta. El Baix Llobregat de los 70 y 80 es mi paisaje, el único que me conmueve (y tiene peso en mis novelas): torres eléctricas, cañaverales polvorientos, pinedas dejadas, solares a medio hacer; polígonos y aviones; uralita, tierra roja, malas hierbas, olor a mar y pedo industrial; aiguamolls y cementerios de coches; el parquing del Carrefour; campings, pafs musicales, bares extremeños, espiguillas en los pantalones, montes achaparrados. Una tierra inter-Media. En las memorias Otro planeta, Tracy Thorn definía así su villa natal: “era un pueblo y no era un pueblo. Rural pero no rural. Una parada en la línea, un espacio entre dos paisajes que tenían mayor pedigrí: la ciudad, y el campo. Un territorio fronterizo, un estado intermedio y accidental”. Los pueblos del Baix Llobregat sufren de la misma esquizofrenia territorial. Tuvimos mucha inmigración (pueblos extremeños enteros trasladaron su censo aquí), también turismo (aunque sospechabas que aquellos holandeses habían llegado por error), pero la duda permanece: ¿somos la comarca que la gente atraviesa?
“Si llega el metro, es Barna”, decíamos. Y a Sant Boi solo llegaban los Ferrocarriles Catalanes. La escritora Maria Guasch afirma que “los del Baix somos culturas de tren”. Un recuerdo (posiblemente apócrifo) de mi juventud: mi panda y yo, bajo la luz de una farola de la estación, bebiendo latas de cerveza, viendo como se aleja el último ferrocatas a Barcelona (y no vamos en él). El tren definía los límites. Aquel trayecto, representación física de la distancia, avivaba el incendio de nuestros anhelos: nadie ha romantizado tanto Barcelona como los habitantes del Baix. Y nadie se ha decepcionado tanto con ella como nosotros.
No recuerdo en qué momento empecé a fantasear con marcharme de Sant Boi, convertirme en un Judas del delta. Debió ser a los catorce, cuando el tumorcillo de la anglofilia había devenido metástasis incontenible. En mi descargo debo decir que al final engañé al Baix con Londres, no con Barcelona (lo cual es como decirle a la esposa que le has sido infiel, sí, pero con la Patricia Arquette de Amor a quemarropa, no con la vecina).
Da lo mismo: allá donde fui, el Baix Llobregat se vino conmigo. El hecho de marcharme solo había incrementado su hechizo. Aquel “otro lugar” avalaba mi existencia, que diría Philip Larkin. Aún me persigue. Si cierro los ojos nunca estoy en Londres o Gràcia: estoy andando calle abajo por Jaume I, un mediodía de agosto. Sant Boi está vacío, hay golondrinas en el cielo, el aire huele a menta y cemento y malas hierbas quemadas, ni un coche a la vista. Mis amigos y yo nos hemos quitado las camisetas por el bochorno, vamos bebidos y gritando “You’re wondering now”. Atrapados en el delta, en un estado emocional que mezcla la jactancia, el complejo de inferioridad y el rencor. Siempre seré de aquel lugar, y de aquel momento.
DAVID “BEEF” RODRÍGUEZ (Sant Feliu de Llobregat)
Yo no soy un cantante de abstraerse. Cuento las cosas que conozco. He vivido 44 años en Sant Feliu, y hablo de mi pueblo. Al principio, en Beef, como cantaba en “wuachiwey”, no se entendía. Luego, en la promoción, sí que sacaba lo santfeliuense, para distanciarme del melanoma barcelonés. Ejercía de habitante del Baix Llobregat. Quería poner distancias. Y hacerme el interesante.
Jamás me fui del Baix Llobregat. Me quedé aquí. No me siento extraño en la comarca. Lo he pasado mal aquí, he estado deprimido, pero nunca he pensado en marcharme. Mis padres eran desertores del arado, de Ornacho, un pueblo de Badajoz. Venían de la miseria. Me inculcaron el miedo a la aventura, a largarme. Nunca me planteé nada más allá de tener un trabajo fijo. Ni siquiera irme a Barcelona. Cuando me pegué una hostia en coche en la primera gira Noise Pop me indemnizaron, y lo primero que hice fue comprarme un pisito en Sant Feliu. Siempre he sido un malcriado. Mi madre venía a limpiarme la casa. Y cuando ella dejó de venir empezó a venir mi padre.
Aquí me dejan en paz. Me siento más anónimo en Sant Feliu que si me voy al Nasti de Madrid. Eso era lo que más me gustaba de estar aquí. Yo no tenía conciencia de clase, pero veía que en mi entorno nadie tenía veleidades artísticas. Ahora vivo en Madrid, y es al revés: no conozco a nadie normal allí: todo el mundo que frecuento es artista. Eso para mí es un gran hándicap artístico y humano.
En mi pueblo yo siempre había sido la mascota. El friqui graciosillo. El rarito. Tenía fama de estar zumbado, de autista, iba por ahí con los auriculares, a mi bola… Kiko Veneno dijo que su padre siempre se había reído de él, y ahora que tenía 50 años le daba la razón. A mí me ha sucedido algo parecido. Al final, perseverando, me he ganado el respeto del pueblo. No es que les guste mi música, pero he calado, como la gota malaya.
Sant Feliu ha cambiado. No es que se haya convertido en una gran ciudad, pero antes era más gueto. De niño me atracaban cada dos por tres. Ahora veo un cierto aburguesamiento, esas gafas de pasta catalanas, ese alquitranarlo todo…
El cambio de cinturón rojo a cinturón naranja lo veo consecuente. Da pena y asco, pero va con los tiempos. Sant Feliu tenía un movimiento vecinal muy potente, cortábamos carreteras para que nos pusiesen el instituto, o el ambulatorio… Se ha pasado mucho de la gente de aquí. El “procés” los ha ignorado.
(David Rodríguez es músico. Formó parte de Bach Is Dead, Beef, Telefilme, La Bien Querida y, ahora, La Estrella de David. Acaba de publicar su último disco, Consagración)
ESTOPA (Cornellà)
Nuestros padres eran de un pueblo al sudeste de Badajoz. Zarzacapilla. Mucha gente de allí emigró a Cornellà, Sant Boi i L’Hospitalet. Era un pueblo pequeño, de 600 habitantes. Debieron venir todos. Al primero que vino le llamaron Juanito Barcelona. Eran como pioneros. Nuestro padre vino en 1963 con trece años. Él solo. Tenía aquí a su tío. Vivían en plan camas calientes, con familiares. Igual que los inmigrantes que vienen ahora. Nos entristece ver a gente que fue inmigrante, y ahora se queja de los nuevos. Ellos, que estuvieron doce personas en un piso de 60 metros. Supongo que es como la mili, que te putean y luego vas tú a putear.
Nuestra madre también era de Zarzacapilla. Vino a Cornellà con su madre y su hermana. Tenía quince años cuando empezó a salir con mi padre. Mis padres recuerdan aquella época con cariño, aunque fuese dura. “Había mucho trabajo”, te dicen. Claro, en el pueblo había una crisis agraria total. Señoritos que no explotaban la tierra. Un abuelo era jornalero, y el otro vendía sardinas. Arturo, se llamaba. Era tartamudo. Tuvo la primera moto del pueblo, pero no sabía pararla, así que estuvo dando vueltas a la aldea hasta que se le acabó la gasolina.
Nuestro padre llevó varios bares. David nació en el bar Nuevo, y yo [José] en el siguiente, La Española. Aprendí a dibujar allí, a jugar al ajedrez, a sumar. Me enseñaban los clientes. Se aprenden muchas cosas en el bar. Yo [David] salía del colegio a la una y me iba al bar: con mi bolsa de patatas, mi Kas naranja, y el Sport. De niños ya ayudábamos: fregando, poniendo cafés. Era como un juego. Estopa venimos de cultura de bar. Los humanos somos seres sociales. Todo lo que fomente la socialización va a ser popular, pese a sus contraindicaciones. En el Baix Llobregat hay muchos bares. Son el foro romano, el baño turco, de aquí.
A Barcelona nunca íbamos, de jóvenes. Barcelona era la periferia, para nosotros; no al revés. Íbamos a Sant Boi, a la discoteca Jardí. Como no te dejaban entrar con bambas, uno de nosotros entraba con zapatos, se los quitaba en el váter y nos los íbamos pasando. Ir a Sant Boi era una odisea: íbamos andando por la vía, o nos colábamos en los ferrocarriles. También íbamos al Amnesia, el Music Palace, el Axioma, el Tijuana. Al Daniel’s iban los “pijos”. Pijos de Cornellà, imagínate lo pijos que eran. Íbamos por ahí solos todo el día. Me sorprende que no nos pasara nada. Nos íbamos a las vías del tren y metíamos monedas y palos para que los chafara el tren al pasar.
Nuestros padres solo escuchaban rumba catalana. Era la biodramina natural que nos ponían para los viajes en coche. Cantábamos a pelo en la plaza “Maracaibo”. No nos daban de comer, nos traían Xibecas. Picaban al interfono para que bajáramos con la guitarra, y entreteníamos a los colegas. Así fuimos aprendiendo.
Nunca nos hemos querido ir del Baix Llobregat. Mi sitio está aquí [David]. No me iría a Tokyo ni a Miami. Si de jóvenes no nos íbamos ni a Horta, cómo nos vamos a ir ahora al Japón. Hay algo de pertenencia a la tierra. No es nacionalismo: es barrismo. Nuestros amigos están desperdigados entre Cornellà y Sant Boi. No nos gusta alejarnos. Nos hemos hecho un estudio en Sant Feliu para poder grabar discos sin tener que irnos a Madrid. Y eso que nos encanta Madrid. Pero no es mi casa. Mi casa es esto [David].
Nuestro cinturón rojo ahora es exrojo, o eso dicen. Los partidos se creen que todos los que les votan son de los suyos, igual que algunos grupos se creen que porque vayas a un concierto ya eres ultrafan. Que Cornellà se haya vuelto naranja no significa nada. Es un voto de protesta.
(Estopa son los hermanos David y José Rodríguez. Están preparando un nuevo álbum que conmemorará veinte años de carrera)
MARIA GUASCH (Begues)
Crecí en Begues, un pueblo que está alojado en un valle tras las montañas de Gavà y Castelldefels, y solo se puede acceder a él mediante una carretera con muchas curvas. Ha crecido, se ha vuelto más residencial, pero sigue siendo recóndito. Por la afluencia de veraneantes, y que la mayoría de familias viniesen de pagesia local, Begues parecía distinto.
En mi vida hay tres zonas. Mi pueblo: primera zona. El instituto en Gavà: segunda zona. A los dieciocho, Barcelona: tercera zona. Allí todo el mundo parecía encajar. Me creó una sensación de no pertenecer, echaba de menos la cosa extrarradial. Estos niveles se ven desde Begues: las curvas, Gavà, Barcelona y el mar.
Pasábamos noche tras noche mirando las luces de Barcelona. Es una imagen muy Hollywood: nuestras curvas eran Mulholland Drive. Recuerdo un compañero de clase barcelonés que, por una calle, ya no formaba parte de Horta sino de El Carmel. Su sueño era moverse una calle más allá y ser de Horta. Yo pensaba: ¡pero da igual, eres de Barcelona! En Begues mi madre revestía a los veraneantes barceloneses de un glamour que no tenían. Eran gente de clase obrera, pero solo por ser de Barcelona mi madre ya les ponía una aura “de ciudad”.
De niña la comarca me hacía soñar: ir a Barcelona significaba atravesar Gavà, Viladecans y Castelldefels. Castelldefels me parecía glamuroso, intentaba imaginar cómo serían las vidas de los compañeros de EGB que vivían allí. Pasaba en coche y veía pisos playeros muy pequeños, del desarrollismo, y envidiaba sus vidas, tan cerca del mar.
Mi universo literario sigue siendo del Baix Llobregat. Ese mundo de pueblos costeros medio abandonados pide a gritos ser narrado. Playafels en invierno es fantasmagórico. La vibración de los años setenta se ha transformado en melancolía espeluznante. Para un escritor es una mina.
En Begues, lo común es irte a vivir una época a Barcelona. No se interpreta como traición. Eso sí: todo el mundo vuelve. Yo he sido la única de mis amigos que no lo ha hecho. Eso me descasta. Me siento extraña allí, y durante mucho tiempo me sentí extraña en Barcelona. Y ahora que empiezo a sentirme en mi casa en la ciudad, algo en mí me dice que estoy cometiendo algún tipo de traición. Aun ando por Barcelona y me digo: eras de allí, pero ahora eres de aquí. Eres de los dos sitios.
Me identifico con el tren de Rodalies. Los del Baix somos cultura de tren. Pasamos media vida en el tren, atravesando la comarca. Cuando llego al destino, sea Barcelona o Begues, vuelvo a sentirme extraña, pero mientras estoy en el vagón pertenezco. El paisaje del tren de Rodalies es otra mina literaria: todas las no-zonas, la mezcla entre solares y aiguamolls, zona salvaje y naves industriales, pared con pared. El trayecto es el lugar. Somos gente de trayectos. El shock es más grande viajando de Sants a Gavà que de Sants a Madrid.
(Maria Guasch es novelista. Publicó su tercera novela, Els fills de Llacuna Park, en el año 2017)
CLARA SEGURA (Sant Just Desvern)
Sant Just parecía muy lejos de Barcelona, aunque está a 12 kilómetros. Mi abuela fue a parar a Sant Just porque mi tío se puso enfermo y le recomendaron que el aire de “montaña” le iría bien. Era un pueblo-pueblo. Parece no tener entidad propia porque está demasiado cerca de Barcelona, pero a la vez parece más pueblo porque, al contrario que otros del Baix, no tiene tren. Eso marca una diferencia. Lo hace más caro, los futbolistas se mudan aquí. Se ha convertido en un pueblo residencial.
En el Baix no tenemos grandes monumentos ni grandes paisajes. Las particularidades del Baix, de haberlas, hay que buscarlas en la gente. Si hablo con Jordi Évole, o con Santi Balmes [ambos del Baix] tenemos algo en común. No son infancias de Barcelona. Conocías a todo el pueblo. Aunque seamos “área metropolitana”, crecimos en un pueblo. Íbamos en bici al monte. No eras del Montseny, no te conocías todos los tipos de árboles, pero tampoco eras urbanita.
Yo soñaba con Barcelona. Viví doce años allí, y la pude conocer a fondo, para bien y para mal. No diría que me decepcionó, pero sí la encontré más pequeña de lo que había imaginado. Más manejable. Supongo que tiene que ver con la edad. Cuando eres niño vas al Zoo y te parece un mundo. Los del Baix tenemos algo con el agua, entre el río y el litoral. Somos del delta. Y así como el río va a parar al mar, los del Baix Llobregat somos arrastrados a la gran urbe. Pero nunca eres del todo de allí, como tampoco eres del todo de aquí. Hay una parte agradable en esto, porque puedes sentirte de todas partes. Vives siempre en esa eterna contradicción.
Sant Just, como otros pueblos del Baix, está sufriendo el síndrome de vivir de cara al exterior. Arreglarlo todo, poner muchas rotondas, que todo quede polit. Empiezan a haber muchas alarmas, se vive de cara adentro. Hay una parte más abierta y más cerrada: hay más gente nueva pero más recelo. También creo que es una tendencia global. Hay miedo a perder lo que tenías por ese nuevo flujo de población. Por eso ganan las derechas.
Lo del cinturón naranja lo llevé fatal. Vi que el miedo se puede utilizar de forma oportunista. Hablamos de un partido político que jamás defenderá a la gente con riesgo de exclusión social, la gente con más riesgo laboral… Me sorprende que la gente vote a alguien así. Queda mucha faena por hacer, mucha educación que dar. Se ha cultivado lo material, el ascenso social más fachenda.
En el Baix se había hallado un discurso perfecto entre catalanes y castellanos, todos éramos lo mismo y yo estoy muy orgullosa de mi bilingüismo. Pero alguien ha mezclado las cosas y se ha cargado los puentes. Lo digo por unos y por otros. La culpa no es solo del cinturón naranja. No se ha hecho bien. Hemos regresado a unas cosas que yo creía superadas. La convivencia es ejemplar, pero queda una herida interna.
(Clara Segura es actriz. La bona persona de Sezuan se representa en el TNC hasta el 17 de marzo. En abril estrena Les noies de Mossbank Road en la sala Villarroel)
Kiko Amat
(Esta pieza se publicó originalmente, y especialmente, para el suplemento +BM Barcelona Más Metropolitana, de La Vanguardia, el sábado 30 de marzo del 2019)