Kiko Amat entrevista a DAVID NICHOLLS (Nosotros)

Novela David Nicholls, rey de la rom-com literaria inglesa, narra en Nosotros / Nosaltres (Planeta / Empúries) la descomposición de un matrimonio en pleno Grand Tour europeo

David nichollsQue David Nicholls “lo está petando” (para usar la jerigonza de nuestros días) salta a la vista. El escritor inglés ya demostró sus aptitudes para la rom-com novelística en la audaz y amena Siempre el mismo día, y ha vuelto a hacerlo en Nosotros, su cuarta. Nicholls suele escribir sobre parejas en apuros: si en Siempre el mismo día hablaba de Emma y Dexter, destinados a amarse pero encontrándose y separándose a lo largo de 20 años, Nosotros narra otro tipo de bache, el del matrimonio en fractura. Nicholls pertenece a la escuela de David Lodge, Keith Waterhouse o Jonathan Coe: humor tristón inglés con pathos, pulcramente relatado y con amplio público potencial. Los cínicos le llaman “populista sentimental”, lo cual solo significa que a) vende un montón y b) describe de perlas los vaivenes románticos.
Douglas, protagonista del libro, es el antónimo de aquel Dexter vivalavirgen y lelo de Siempre el mismo día. Douglas es Basil Fawlty y el Lester de American Beauty, juntos; un square al borde del patatús. Leyéndolo me acordaba sin cesar del templado Jack (Alan Alda) en The Four Seasons (1981), que jamás da rienda suelta a sus emociones (“OK, that’s a problem I have. When I get angry, I overanalyze. You know why I do that?”).
El argumento de Nosotros es tan improbable como apetitoso: Connie decide divorciarse de Douglas, pero antes accede a embarcarse en el Grand Tour europeo que tenían planeado realizar junto a su hosco hijo púber, Albie. Douglas tramará utilizar esa cuenta atrás para recuperarla, pifiándola una y otra vez en el proceso (y entrando en una espiral de majadería según se acerca el final).
Nos citamos para comer con el autor en un céntrico hotel de la Diagonal, y antes de que nos traigan los entrantes ya le hemos soltado lo que sigue:
Los personajes de Nosotros no son tan atractivos como los de Siempre el mismo día: Douglas es muy estirado, Connie es arty y fiscalizadora, el padre de Douglas un robot sin emociones, Angelo es odioso, y Albie, el hijo de la pareja, puede ser un capullo. ¡Menudo reparto!
[ríe] Sí, me han comentado eso antes. Dexter, en Un día, también les resultó insoportable a muchos lectores, mucha gente decía que no entendían qué le veía ella. Cuando escribes guiones siempre te añaden esa nota que dice: “no sé si este personaje es suficientemente atractivo, él no cae muy simpático…”. Pero eso en novelas no importa. Creo que es necesario, de hecho. No estás ofreciendo un compañero de piso; son solo personajes de novela. Lo importante es que sean interesantes, no que nos caigan bien. También hay que apuntar que, a pesar de sus fallos y defectos, a pesar de la pretenciosidad y el mal humor de Albie, de la falta de sensibilidad de Connie… No son mala gente. Douglas, por ejemplo, es un hombre lleno de buenas intenciones, un tipo decente. Está lleno de amor que es incapaz de expresar, y de preocupaciones por los demás. Es un buen hombre que se comporta mal. O quizás “mal” no sea la palabra, sino tal vez “estúpidamente”. Uno, como escritor, tiene que equilibrar ese hecho, porque tampoco deseas que todos tus personajes sean odiosos. Pero sí me gusta que sean tipos difíciles.
Y sus tropiezos les hacen cercanos. Los humanos somos así: tropezamos, la cagamos, volvemos a intentarlo, y somos capaces de las mayores insensateces y de buenas acciones.
Por supuesto. Creo que la cosa cambiaría si, después de todo lo que le ha sucedido, Douglas continuase sin comprender a su hijo, sin ver sus errores, enfrascado en su infelicidad… Eso sería muy frustrante para el lector. No quiero ponerme demasiado estupendo, pero se trataba de que fuese un viaje de aprendizaje [sonríe]. Que emergiera de él cambiado. En los Estados Unidos, por ejemplo, el personaje que peor ha caído ha sido Connie: por ser demasiado dura, ocasionalmente mala e insensible.
Me temo que debo unirme a los yanquis en esa opinión. Yo la odié a primera vista. Una “artista” frustrada con opiniones petrificadas, empatía deficiente y complejo redentor es una receta infalible para el odio.
Creo que a los norteamericanos no les funcionaba que fuese tan dura. Les estropeaba la historia de amor. Pero yo necesitaba un personaje que no fuese tan estable y bueno y sabio como la Emma de Siempre el mismo día; que fuese algo más… Confuso, irresponsable, menos sensible, más egoísta.
Douglas demuestra tenerles bastante ojeriza a los padres hippies y enrollados. Incluso los utiliza como símil: “Ámsterdam es el padre moderno de las ciudades europeas: arquitecto, quizá descalzo y sin afeitar”.
Sí, yo me he topado con algunos de esos padres perfectos. Los que llevan el niño atado al abdomen en esa especie de cosa, y saben qué hacer en cada momento y se convertirán en amigos de sus hijos. Cuando yo era un niño nadie tenía la menor expectativa de que un padre tuviese que ser así. Que fuera algo más que una figura de autoridad, o que pudieses llegar a tener una conversación personal con él. Yo nunca tuve una conversación personal con mi padre, desde luego, ni hablamos nunca de miedos privados, o preocupaciones románticas; nada de eso. Cuando te conviertes en padre aparece esa visión del padre perfecto, pero nunca puedes hacerla realidad. Creo que soy más abierto respecto a mi hijo de lo que mi padre fue conmigo, ciertamente, pero todavía me siento aburrido y autoritario y convencional.
En la novela afirmas que Douglas no cometerá los mismos errores que su padre, pero está predestinado a cometer errores nuevos. O sea: que la vamos a cagar en algún momento, solo que no como nuestros padres. Vamos a innovar.
[Ríe] Exacto. Cuando iba a la universidad me quedó muy claro que todo el mundo sentía la obligación de quejarse de sus padres. De que si eran demasiado aburridos, o demasiado conservadores, o demasiado relajados e indiferentes. Todo el mundo tenía una queja. No recuerdo a nadie que llegase y dijera: “mis padres son la monda [ríe]. Lo hicieron perfecto, me cuidaron de maravilla, se aseguraron de que estuviese seguro y fuese feliz…”. Miro a mis propios hijos y me pregunto: “¿Cuál será su queja?”. Porque nos estamos dejando la piel para hacerlo bien, y asimismo sé que van a haber reproches.
nosotros okA veces me enfado con mis hijos, no porque no coman con educación o se dejen todos los garbanzos, sino porque me están obligando a repetir todos esos imperativos increíblemente aburridos sobre comer con educación o no dejarse los garbanzos.
[asiente] Ya. Creo que uno tiene que escoger muy cuidadosamente las peleas. Yo me muerdo la lengua a menudo, y me digo: “qué más da si miran la televisión durante 5 horas. No es el fin del mundo si utilizan el Ipad en el coche”. Pero a la vez sientes la obligación de forzarles a que separen la mirada de las pantallas de vez en cuando. Me sigue fascinando cómo los niños no demuestran el menor interés hacia el paisaje cuando vamos al campo. Los adultos llegamos a la cima de aquel monte y admiramos las vistas y nos quedamos atónitos, emocionados, aturdidos. A los niños eso se la trae al pairo [ríe]. Me paso la vida sugiriendo que miren esto o aquello por la ventanilla, y ni caso.
Creo que era Louis CK quien dijo que para un niño de hoy una manzana sabe a serrín.
Claro. Leí un artículo donde decían que los niños estaban diseñados genéticamente para rechazar la verdura. La razón por la que encuentran el calabacín detestable es porque necesitan comer lo que les gusta: carbohidratos, patatas, carne… Que la repulsión que sienten hacia las setas viene de su ADN. No sé. Escribiendo este libro me influenció mucho Danny el campeón del mundo, de Roald Dahl. Es un gran libro, e incluye al padre más perfecto de la literatura: un padre guay, que permite que su hijo corra aventuras, que es vivaz y chispeante a la vez que relajado y divertido. Cuando nació mi primer hijo pensé que este era el modelo a seguir: ser sabio a la vez que cachondo y divertido. Pero es agotador [ríe]. Es imposible. Ni lo intentes.
En la novela hablas mucho de cómo los padres de antes no expresaban sus sentimientos, y eran seres algo estancos. Pero creo que su opuesto, el padre molón que todo el día está hablando de sus sentimientos, también es una lata.
Es verdad. Yo soy bastante reservado como padre en algunos aspectos. No me gusta, por ejemplo, que mis hijos me vean preocupado por asuntos de trabajo, o por dinero o cosas así. No quiero que compartamos estas cosas. No me parece sano. Por tanto creo que no me parezco demasiado al padre hippy que comentábamos. En el libro se menciona el dilema del “Te quiero” [sonríe]. La gente les dice a sus hijos que les quieren tantas veces al día que la frase pierde todo significado, se convierte en una especie de “buenos días”. Pero en el extremo opuesto está gente como mi padre, que nunca jamás dijo algo parecido, y habría encontrado mortificante tener que hacerlo. Tiene que haber un punto medio: ser afectuoso y apaciguador sin volverte sensiblero y cursi [ríe].
Douglas rompe un viejo tabú cuando se atreve a confesar que a veces ser padre puede ser increíblemente aburrido. Creo que es cuando está empujando el columpio de Albie.
Sí, durante una época puede serlo. Creo que yo ya he pasado ese estadio, porque mis hijos ya tienen personalidades y responden a estímulos adultos. Pero muy a menudo sentí lo mismo paseando el cochecito, o empujando el columpio… Lo mismo le sucedía a mi mujer, quizás incluso más que a mí. Era algo que buscábamos compartir, para minimizar el resentimiento. Alguien me decía el otro día que estaba en el aeropuerto con tres niños dando voces, hambrientos y no sé qué más, y pensó: “esto no debería haber salido así. Nunca quise algo así. Esta situación es algo a lo que nunca aspiré. ¿Cómo he llegado hasta aquí?”. Y hay momentos así. Piensas en ello cuando reparas en la disminución de horas de lectura, por ejemplo. O cuando te das cuenta de que no vas a poder ver una película de principio a final. Eso resultaba desesperante para ambos.
Creo que es una postura valiente, la nuestra. Que rompamos el tabú y se lo gritemos al mundo: “Esto puede ser un muermo, tíos. Reducid las expectativas”.
[ríe] Se trata de ser como un zoólogo que va registrando todos los pequeños cambios y alteraciones, y comunicándoselos al mundo. Van a caminar en algún momento, no os preocupéis. Van a comer sólidos. No hay misterios ni sorpresas en el asunto. El lado bueno de todo ello es que yo, al carecer de tiempo libre como tal, me convertí en alguien que se tomaba mucho más en serio su trabajo. Era y soy más meticuloso, más concienzudo. Tener hijos me proporcionó una ética de trabajo que no existía cuando mi mujer y yo bebíamos cada mediodía y dormíamos durante todo un fin de semana [ríe]. Esa es la paradoja: que saco adelante mucha más faena ahora que cuando tenía todo aquel tiempo libre.
La dificultad de concentración se intensifica cuando tu hijo está tocando una pieza de improvisación dadaísta con un martillo en un piano desafinado.
[ríe] Sí. Y no son solo los hijos. Vivimos en una época de distracciones omnipresentes. No hay forma de meterte en algo sin que sientas en el hombro el tap-tap de las redes sociales.
Twitter, que utilicé durante solo dos semanas por imperativos laborales, quizás sea el invento más tonto y decepcionante de los últimos 100 años. Un gran pozo de vacío. Y acusicas. Vacío y acusicas.
Lo es. Es decepcionante. Y es verdad: parece estar basado en conflicto, en una gran parte. Te metas donde te metas, siempre hay alguien peleándose por alguna gilipollez. Y te sorprendes admirando la trifulca desde las gradas. Yo me siento como si hubiese topado con una riña callejera, y me quedara allí de espectador, sin involucrarme en ello. Esa tendencia, propia y ajena, la encuentro muy escuálida y vergonzosa. Yo también duré solo dos semanas en Twitter, es curioso.
¿Recuerdas Deconstruyendo a Harry, cuando Woody Allen desciende los círculos del infierno y va topando con toda la gente detestable del mundo? Creo que en el último piso están los comentadores anónimos de internet.
Eso es lo peor del universo, ¿verdad? Además: es inútil. Nunca cambiarás la mentalidad de alguien, y mucho menos así. Nunca jamás alguien ha entrado en un debate online y ha dicho: “Caramba, tienes toda la razón. Yo creía otra cosa pero me has convencido, colega. Gracias por tu perspicacia” [sonríe]. No va de eso. Va de pelearse, o admirar las peleas de otros mientras comes palomitas. Es indigno.
nosaltresdavidnichollsVolvamos a Douglas. Él es un tío normal, en el sentido más extenso de la palabra. Su completa normalidad se antoja horripilante en algunas ocasiones. Me recordó un poco a Reginald Perrin, el oficinista abúlico por excelencia.
Crecí leyendo a Jonathan Coe, David Nobbs, David Lodge… Y todos ellos suelen escribir sobre tipos normales y asalariados. Supongo que él es así, pero decidí escribirlo en primera persona para que el lector fuese consciente de que hay algo más en Douglas, que tiene más profundidad de la que aparenta. Si solo te enfrentases a su comportamiento y a las cosas que dice te resultaría insoportable, pero como tienes acceso a su mente… Esa es la mayor ventaja de escribirlo en novela y no en guión, porque tienes acceso a su vida interior y puedes ver la pasión, la preocupación y el cariño. Esa tradición inglesa de tío normal desquiciándose un poco está bien presente en Nosotros. Y también la tradición americana de El graduado, o las historias cortas de Cheever, o Mad Men, o Breaking Bad. Oficinistas, individuos normales, que llegan a un punto de ruptura y se desmoronan. Vi Breaking Bad mientras escribía Nosotros, y pensaba continuamente en ese tipo de hombre que tanto quiere a su familia, y sin embargo lo expresa de esa forma grotesca.
Has conseguido crear a alguien aún más normal que Reginald Perrin. Porque Reggie parecía un tipo convencional, pero en realidad estaba medio tarumba. Douglas es más estable.
Perrin tenía, en efecto, todas aquellas visiones y aquel mundo interior de fantasía. Y cuando sufre su depresión no es una sorpresa, porque todo en la novela nos encaminaba hacia esa ruptura. Pero Douglas no quiere cambiar. El cambio, la ruptura, son para él actos forzados, imposiciones del entorno.
No me gusta mucho la palabra square, pero Douglas es el perfecto square. Un tío cuadriculado.
Creo que esa es la razón por la que quise que Claire estuviese involucrada en arte y danza y música y todo eso. En Un día había una banda sonora que ambos protagonistas compartían, con las canciones favoritas de ambos, etc. La música era un paisaje más de la novela. En el caso de Douglas, él no necesita música. Le gusta Mozart, pero no lo registra. Quería hablar de un hombre apasionado que sin embargo no cree en la cultura. Que no entiende todo eso del arte. Desde luego no es un tipo cool. En gustos, en su cultura, en su ropa… No encaja y ya está. También me parecía gracioso lo de escribir narrativa sobre un señor a quien no le gusta la narrativa, y que a su manera consigue contar una historia de manera amena.
El lector se sorprende vitoreando su obsolescencia. Su actitud es un gran “A la mierda” a los enrollados del mundo.
[carcajada] Quizás me estoy haciendo viejo, pero siento lo mismo que Douglas, y la sensación va en aumento. Me siento un poco fuera de lugar. Antes no había un solo sitio en Londres donde me sintiese intimidado, no había un restaurante que fuese demasiado moderno o demasiado juvenil para mí. Pero hoy en día me veo obligado a aceptar que en algunos sitios no soy bienvenido [ríe]. O quizás se trate de mi crisis de los cuarenta, vete a saber.
En algún punto de nuestras vidas muchos descubrimos que el gusto era irrelevante. Que no había una relación directa entre los tíos más hilarantes o buenos que conocíamos y los discos que escuchaban o los libros que leían. Quizás por eso nos gusta Douglas.
El propio Douglas admite que cuando conoció a Connie todas sus conversaciones giraban en torno a películas favoritas, libros favoritos, discos favoritos… Es un periodo donde se presupone que la apreciación artística es una expresión de quién eres. Eso es muy importante cuando ellos se conocen. Y además hay intercambio cultural, porque él le habla de ciencia y ella le enseña cosas de arte a él. Pero con los años todo eso se vuelve insignificante, deja de tener importancia. No sé. Desde luego, como rasero para juzgar a la gente el gusto es completamente irrelevante. Pero a la vez, opino que ese participar en el visionado de los mismos filmes, y discutirlos luego, e ir a galerías de arte o museos, y hablar de ello después, se convierte en un catalizador de otras cosas. Por eso tantas parejas lo hacen. Es una conversación.
Una excusa para hablar del mundo y de ellos mismos.
Sí. Me gusta cuando mi mujer me lleva a una exposición y me habla de ella, porque sabe más que yo de estas cosas y es una provocación. Me obliga a pensar en otras cosas, fuera de mi zona de confort. Pero lo de llegar a casa de alguien y husmear en su colección de discos… Se me antoja irrelevante, en efecto.
Es un posicionamiento muy pasado de moda. Suena a Oscar Wilde diciendo alguna de esas memeces ofensivas como: “si quieres saber cómo es alguien, mírale los zapatos”.
Debería ser: “Si quieres ejercitar todos tus prejuicios y ser un fanático cerrado de mente, mira los zapatos” [ríe].
Mi punto de máxima irritación respecto a Connie llegó con su confesión de adulterio. O sea: ¿por qué la gente siente la compulsión de soltar toda esa “sinceridad estúpida”, como dicen en Peep Show?
Cierto. Ese adulterio es algo interesante de todos modos, porque el lector vería la misma tensión creciente entre ellos incluso si jamás hubiese tenido lugar. Supongo que lo dejé porque es una pista sobre la infelicidad que ella siente. Una infelicidad que siempre estuvo allí, desde el principio de todo, aunque en el fondo tuviesen un buen matrimonio. Ella siempre sentirá esa necesidad de novedad, de cosas frescas, de excitación. Creo que es más o menos adecuado que ella confiese. Desde la óptica del novelista, más aún, porque el lector necesita saber lo que sucedió [sonríe]. Creo que la reacción de él también es muy significativa: su desaprobación y pesadumbre por lo que ha sucedido no tienen tanto peso como su deseo de conservarla. Creo que eso no es una muestra de debilidad. Su rabia queda ahogada por su ansia de que todo vuelva a estar bien. Y le sale mal, porque ella al final se va, pero incluso así… Tienes razón en lo de Connie, pero sigue sorprendiéndome la cantidad de gente que no la soporta. Porque yo la quiero [sonríe]. Creo que es buena persona, que se casa pese a tener sus dudas, que comete varios errores a lo largo del periplo pero que en el fondo es bienintencionada. Si tuviese que reescribir la novela quizás la haría algo más considerada y cálida [ríe]. Pero a la vez me gustan su desapego y serenidad. Me gusta que sea algo cínica, que esté hastiada, que no sea melindrosa, que sea cariñosa pero no blanda.
Bueno: a cualquiera que haya abandonado su inclinación creativa innata para criar una familia o conservar un matrimonio podemos perdonarle un poco de amargura, ¿no? Connie aparca toda su ambición pictórica por su marido e hijo, no lo olvidemos.
Sin duda. Y a la vez, él es un tipo decente, pero exasperante. Muy exasperante. Y se frustra más según se va haciendo mayor. Cuando se conocen, ella cree que puede cambiarlo, y hasta cierto punto lo consigue. Pero la madurez le hace más controlador, y más estrecho de miras. Hasta que, por supuesto, tiene que replanteárselo todo tras la partida de ella.
Exasperante es la palabra. ¿Crees que esa incapacidad de Douglas para expresar sus sentimientos es inglesa por definición?
Quizás sí. La otra cara de eso es que, a pesar de que Douglas es muy convencional y algo estirado, se lo toma bastante a risa y es consciente de sí mismo y de su circunstancia. Quiero creer que si la incapacidad de expresar sentimientos es una característica británica, también lo es la ironía que por lo general la acompaña. Y el pitorreo hacia uno mismo, y la capacidad de autorridiculizarse. La ironía está en la diferencia entre lo que siente y en cómo decide expresarlo. Eso es británico. La manera en que sus sentimientos siempre se expresan discretamente, y con un cierto bochorno. Asimismo, como te decía, muchas de las influencias eran americanas, no inglesas, así que tampoco quería exagerar esos rasgos a lo Colin Firth que tiene el protagonista; a pesar de que esa es la voz que suene en tu cabeza cuando lo lees. Y por otro lado, si pienso en mis amigos ingleses de hoy en día, creo que todos son bastante abiertos, y cariñosos.
Quizás es un rasgo nacional que (por desgracia o por suerte) se ha ido perdiendo con el paso del tiempo, como un determinado acento local o un oficio obsoleto.
Tal vez. Douglas es un poco mayor que nosotros, pero tampoco tanto. Es también un tema de clase social. Él viene de una clase media almidonada, nada artística, de no resaltar… El término “clase media” en el Reino Unido puede significar un montón de cosas. Puede implicar un cierto tipo de bohemia respetable, o puede ser señal de ultraconservadurismo. Y Douglas es más del lado conservador. En estos momentos estoy trabajando en la adaptación de las novelas de Edward St. Aubyn sobre la clase alta inglesa, y me he dado cuenta de que a la nobleza no le quedó otro remedio que adaptarse a los nuevos tiempos. Porque en ellas nadie, nunca jamás, dice lo que piensa. No hay un solo momento de sinceridad, de franqueza, en ninguna de las cinco novelas de St. Aubyn. Nadie verbaliza cómo se siente en ningún momento. Y es una faena. Porque al realizar un guión solo puedes escribir lo que la gente dice, y ellos nunca dicen nada sobre ellos. Por eso decía que Douglas queda más simpático, porque lo que dice (que a menudo es terrible) queda atemperado por lo que piensa, que es mucho más profundo o sensible.
El tomarse a mofa a uno mismo quizás sea mi rasgo favorito del “carácter” inglés. Lo de no temer ridiculizarse, y quitarse solemnidad mediante la befa. Douglas lo hace continuamente.
Eso cambió mucho de la primera versión de la novela a la segunda. En el primer borrador, Douglas no pillaba por qué la gente se reía de él, no era capaz de racionalizar por qué era absurdo lo de sellar con cola instantánea el Lego de su hijo… Pero según progresó el borrador, se volvió más consciente de su circunstancia, y precisamente por ello mismo, más capaz de cambiar. Y también se convierte en alguien más divertido, por descontado.
Dice mucho del género femenino que a la hora de explicar por qué están con un hombre, la respuesta a menudo sea: “porque me hace reír”. Connie lo dice de Douglas. Eso le llena a uno de esperanza.
El libro se está leyendo ahora en clubes de lectura por toda la Gran Bretaña, y eso aparece a menudo. A pesar de que Connie es quien desea ser libre, y escapar, y empezar una nueva vida, muchas de las lectoras son del Equipo Douglas [ríe]. Se ponen de su lado porque es divertido, y cariñoso, atento y gentil y decente. Aunque uno se pregunta si en la vida real no se volverían locas al intentar compartir su vida con alguien como él. Muchas lectoras también me dicen: “Yo me casé con un Douglas”. Alguien que nunca dice lo que piensa, es controlador, siempre se preocupa por algo y es incapaz de relajarse. Parece que existen muchos Douglas sueltos.
En tu libro aparecen muchas obras de arte. Por lo común, las descripciones de cuadros o esculturas en las novelas me hace sentir ganas de escapar a las colinas, pero nunca sentí algo parecido con Nosotros. Quizás sea la voz no-pomposa e inexperta de Douglas.
Me daría mucho miedo escribir como un experto de arte, pero me siento perfectamente cómodo utilizando esa voz. La de alguien que se siente excluido del arte, que se pregunta “no sé si lo pillo, no sé si debería emocionarme, cuánto rato se supone que debo estar admirando esto”. No hay pavoneo alguno en este tipo de escritura sobre arte. Pero a la vez no quería que fuese anti-arte moderno, porque eso es un cliché terrible, “esto lo podría haber pintado un niño”, y tal.
“No sé mucho de arte, pero sé lo que me gusta”.
Exacto. Él nunca diría algo así. Solo siente que es un lenguaje que no controla. No lo desaprueba ni cree que es ridículo, pero tampoco sabe cómo descifrarlo. Es un lengua que no habla.
Eso también es una admisión muy humana. A mí me sucede con el teatro.
Y a mí con el ballet. Y en cierto modo lo que siento ahora por el ballet y la danza se parece mucho a lo que sentía por el arte. No empecé a ir a galerías de arte hasta bien entrada la veintena. Como el lenguaje no jugaba parte alguna, mis observaciones sobre las obras eran increíblemente banales. No sabía que decir ni que hacer, y era el que recorría el museo más rápido que los demás [ríe]. “No puedo pasar tres horas yendo de sala en sala”, me decía. ¿Tú vas a exposiciones de arte?
A veces. Si mi mujer me obliga. Pero por desgracia siempre me acuerdo de aquella frase lapidaria de Julie Burchill: “No conozco a nadie cuya vida haya cambiado tras mirar un cuadro”.
Ya. Lo mío siempre han sido los libros, las películas y la televisión. Ahora que entiendo lo suficiente de arte, entiendo que no es para mí [sonríe]. Y te lo diré susurrando: creo que me pasa lo mismo que a ti con el teatro. No soy un amante del teatro. Siempre encuentro las actuaciones demasiado afectadas, y las obras demasiado largas.
Es una pena, ¿verdad? Porque escritas están la mar de bien. Pero cuando veo a todos esos tipos afectados pegando berridos con mis frases favoritas…
Si. “¿Podéis hablar un poco más bajo, por favor?”. Y lo peor es cuando detecto que los propios actores se están aburriendo. Eso es algo que jamás sucede en el cine. Actores adentrándose en la rutina. Pero en el teatro se ve muy claro cuando empiezan a actuar de forma mecánica, sin ninguna pasión. Quizás soy capaz de detectarlo porque de joven actué bastante. Y soy capaz de percibir cuando los actores están pensando en el pub de después [ríe].

Kiko Amat

(Entrevista publicada previamente en formato breve en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 21 de marzo del 2015. esta es la versión extralarga, sin cortes, en exclusiva para Bendito Atraso)