
Batman regresa al cine para zurrarle la badana a ese extraterrestre de quijada marmórea y traje de memo: Superman. Incluso su nombre es ostentoso: SUPERMAN; directo a la hipérbole. Superman cae gordo, admítanlo, como caería gordo cualquier chulazo omnipotente envuelto en lycra carmesí. Superman no es un pájaro ni un avión, sino una encíclica papal voladora que castiga a los terráqueos por faltas que él, invulnerable e indestructible, supernota de Kriptón, está incapacitado para comprender; igualito que un diácono célibe impartiendo clases de sexualidad. Batman, por el contrario, no moraliza; bastantes problemas tiene el tío. Batman es un héroe dañado, falible, cuestionable, que arrastra un trauma homérico y una culpa antológica y que, por tanto, se antoja 100% humano. Sí: Batman es como todos nosotros, un hombre roto y extraviado, con una leve diferencia: él se lo curra. Su pericia en combate, tenacidad deductiva y firmeza de carácter se deben al binomio Codos + Gimnasio. Batman es un amasijo de neurosis, un ser abatido que no cesa de cuestionarse su papel, sus métodos, incluso su cordura.
Batman pone en duda la autoridad, suya o del mundo. Superman siempre ha sido un sí-señor, protector activo del statu quo, ultraconservador y babieca. Un Ronald Reagan del cosmos (incluso comparten tupé). En The Dark Knight Returns Frank Miller le pintaba como agente del gobierno, que es lo que siempre ha sido; Robocop en leotardos. Batman, en cambio, no está al servicio ni de su tía. De acuerdo, su rollo enmascarado apesta a justicia parapolicial, pero está plagado por crepúsculos morales y atolladeros éticos que le angustian lo indecible. Batman se deja la piel, e incluso así no logra hacer mella en el mal de los hombres; está tratando de detener un maremoto con un buga molón y dos o tres complementos cucos. ¿No es eso un signo claro de altruismo mártir?
Compárenlo a Superman, esa película de Doris Day viviente, un marciano que podría detener guerras, apresar a todos los pederastas y corruptos, subyugar catástrofes naturales en su incepción, pero decide NO HACERLO. Para “no inmiscuirse” en nuestros asuntos, según aduce una y otra vez en un alarde de irreductible huevonería. La pregunta es, por supuesto, de qué carajo nos sirve un Dios no-intervencionista. Su perfecto opuesto es Batman, un hombre que decide ponerse manos a la obra, partiendo unas cuantas cabezas en el transcurso de su ominosa labor. Un fulano con su lado oscuro, sin amigos, aislado de veras, ni “Fortaleza de la Soledad” ni leches. La distinción superheroica entre Superman y Batman es la distinción entre estar sin un duro o ser pobre; y yo sé a quien van dirigidas mis simpatías. Kiko Amat
(Pieza publicada originalmente en La Vanguardia del 23 de marzo del 2016)