Me lo pasé bomba conversando con Xavi Ayén en esta amena y enjundiosa plática para Biblioteques de Barcelona. Se la recomiendo. Dura una hora, ábranse algún bebible, lectores y fans y apóstoles.
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NANCY ISENBERG: “Los norteamericanos se niegan a aceptar que viven en un sistema de clases”
La historiadora estadounidense deshace en su libro White Trash (Capitán Swing) todos los mitos de clase de los Estados Unidos y traza una tradición proto-Trump que se remonta al nacimiento del país.

Donald Trump entró en la política norteamericana como proverbial elefante en cacharrería. Un elefante tardo, bravucón, pésimo negociante y (peor aún) millonario. El shock de aquella delirante entrada provocó que algunos tildaran su “política” de “novedosa”. Lo cierto es que, como demuestra White Trash; los ignorados 400 años de historia de las clases sociales estadounidenses el fenómeno Trump es tan viejo como el país. Siempre han existido políticos populistas, mendaces, bocazas y con retórica redneck. White Trash, un libro que no se escribió con Trump en mente pero logra mapear su existencia al milímetro, habla también de esclavismo, linaje, elitismo y oligarquía, y sobre todo de cómo un país obsesionado con la clase social ha creado el mito de ser un país “sin clases”.
Desde el principio, las colonias fueron consideradas por la clase dirigente “el retrete por donde excretar” la escoria del mundo.
Es difícil contar esto sin eufemismos [ríe]. Si algo me gusta del periodo isabelino es que no habían inventado la demagogia. Son muy directos, no tratan de disfrazar sus sentimientos, como harían a partir del siglo XVIII y la Ilustración, suavizando el tono. Jefferson siguió considerando que los pobres eran “basura” [ríe], pero lo decía con la boca pequeña. Me parece interesante la asociación que realizaban entre gente residual (waste people) y erial (wasteland), o tierra sin cultivar. Las metáforas basadas en la tierra eran muy importantes para definir identidad cívica, por eso los primeros votantes eran terratenientes. Eso todavía moldea la política estadounidense actual: la medida del éxito moderna sigue siendo poseer tu propia casa. Un ciudadano útil y productivo tiene que poseer tierras.
Los pobres eran “excremento humano” que solo servía para fertilizar dicha tierra, como dijo Thoreau (quien se las daba de progresista).
Exacto. Eran gente sacrificable. Hay gente que aún lo ve así. En los 90’s una escritora conservadora dijo aquello de que “pueden pasar un poco de hambre”.
El Nuevo Mundo era, esencialmente, un gran campo de trabajo.
Jamestown estaba a punto de fracasar, por las guerras indias y el hambre constante, hasta que lo transformaron en una colonia-prisión. En aquella época no temían usar el término, ni tampoco el de workhouse (hospicio de trabajo forzado). Los Estados Unidos eran lo mismo que Australia. Una prisión inmensa para gente que era una carga para la Gran Bretaña.
La diferencia entre Australia y Estados Unidos es que los segundos son unos maestros en la creación de mitos. Los australianos no tenían Disney.
A los norteamericanos nos chifla el mito. Por eso inventamos el de los Padres Peregrinos y los Puritanos, para fingir que la gente llegó aquí en busca de libertad religiosa. Pero los religiosos eran una minoría. Los factores que impulsaron la emigración a América eran económicos. Los creadores de mitos del XIX afinaron aún más la fábula, al añadir el concepto del Pionero que necesita moverse hacia el Oeste. Cuando la gente utiliza la palabra “pionero” o “colono” están borrando las connotaciones negativas que se asociaban a la gente que “supuraba” (como se decía entonces) hacia el Oeste. No eran colonos, eran pobres. Incluso la gente que es sensible contribuye a borrar la historia real. Rediseñan el pasado para sentirse mejor.
Por mucho que los padres de la patria se llenaran la boca con la Declaración de Derechos del Hombre, lo cierto es que la sociedad norteamericana siempre fue aristocrática y “semi-feudal” en su concepción. Igual que Gran Bretaña.
Sí, especialmente en el sistema de plantaciones del sur agrario. Jefferson defendía la expansión al Oeste, pero no prometía ascenso social, solo movilidad horizontal. Jefferson quería deshacerse de la Cámara de los Lores y de los títulos de propiedad, pero al final lo que hizo fue recrear una aristocracia de la riqueza. Los norteamericanos se niegan a aceptar que tenemos un sistema de clases. Jefferson quería creer que habíamos creado una nueva sociedad, pero en realidad había replicado la inglesa, con otros nombres. Cogimos sus leyes y cultura; no inventamos un país de la nada, como finge todo el mundo.
El mito es tan potente que a uno le entran ganas de creérselo: heroísmo, libertad, “derecho a la felicidad”…
Jefferson mantuvo una conversación con una familia pobre, cuyos niños iban semidesnudos, sin zapatos, el padre de familia llevaba la camisa abierta… Eran “basura blanca”. Pero aquel descamisado le habló a Jefferson con orgullo, porque poseía un pedazo de tierra, y eso se consideraba libertad. Nuestros políticos aprenden muy rápido a hablar el lenguaje de los pobres y a utilizarlo cuando les conviene, pero cuando salen elegidos lo olvidan muy rápido. Excepto en el caso del New Deal, que es el momento más progresivo de la historia de los EUA.

Benjamin Franklin tampoco era el achuchable caballero con ratón parlante de la película de Disney.
Franklin no venía de la élite, y fue ascendiendo a través de las clases, por lo que solía ser un poco más honesto que los demás al hablar de clase social. Subrayaba que los americanos defendían la esclavitud, que a su vez se apoyaba en la explotación infantil, porque así perpetuaban la condición de la madre. Era como crear un pedigrí distinto. Cuando Franklin dijo que las colonias norteñas eran mejor que las sureñas era porque el norte podía reproducir una población vasta de familias numerosas, y así el hombre sobreviviría explotando a su mujer e hijos. Franklin siempre afirmó que la explotación familiar era esencial para la idea de moverse al Oeste y ascender socialmente. Por supuesto, no había ninguna garantía de que eso prosperara. En sociedades agrarias hay mucha menos movilidad social que en sociedades comerciales. En 1776, la época de la Revolución Americana, Gran Bretaña tenía mucha más movilidad social que las colonias. Es la gran paradoja [ríe].
El nuevo país desarrolló una obsesión con la pureza de la sangre, el “buen linaje” y la nobleza hereditaria que, de hecho, rivalizaba con la inglesa (y con los nazis).
La atención al pedigrí influencia al pensamiento racial y se hereda de la idea de clase. El sistema legal inglés está basado por entero en las ideas de herencia y estirpe. La aristocracia, es bien sabido, funciona por línea sanguínea y genealogía. El concepto de “buen linaje” proviene de comunidades agrarias, donde los humanos convivían con animales. Daniel Huntley, uno de mis “favoritos”, era un confederado que consideraba la élite sureña como “raza de jinetes” y siempre los equiparaba a los sementales [ríe], mientras que los pobres blancos eran jamelgos de sangre degenerada que pastaban en los páramos. Esto no eran solo metáforas. Su mundo no hacía tantas diferencias entre humanos y animales. Franklin pasó la vida estudiando hormigas y palomas; para él los impulsos biológicos eran más reveladores que las estructuras sociales a la hora de moldear comportamientos humanos.
Todas las guerras son guerras de clases. Los pobres blancos sureños no tenían esclavos, ni ningunas ganas de guerrear por las élites terratenientes del sur.
Algunos estados esclavistas del sur se unieron a la unión, como Virginia Occidental, y esclavistas sureños se afiliaron al ejército del “norte”. Las rebeliones internas eran incesantes (cosa que me encanta). En mitad del Mississippi, el estado natal de Jefferson Davies, surgió lo que llamaron Jones Free State, una sociedad libre independiente que creó su propio estado antiesclavista en medio de la Confederación. Algo así indica que los blancos pobres y los negros tenían redes subterráneas, y más contacto entre ellos que el que tenían las clases medias blancas con los blancos pobres. Ese es el problema con la sociedad actual: la gente ve esas manifestaciones pro-Trump y asume que son todo basura Blanca y que la cosa va de supremacía racial. Pero no es tan sencillo. En el sur, y en todos los Estados Unidos, clase y raza van siempre unidos. Los progresistas no ayudan, en ese sentido. Han perdido el foco de clase que existía en la política de los años sesenta, por ejemplo.
La vieja displicencia del Norte respecto al Sur explica eventos futuros, como la derrota de Hillary Clinton.
El género también tuvo que ver. Mira a Donald Trump. Está obsesionado con su fuerza y masculinidad. Vemos el liderazgo en términos de género. Pero es cierto que el partido demócrata solía ser el partido de la clase obrera y los sindicatos y apelaba a la clase “no-experta”. Joe Biden le critica a Hillary Clinton que ponga tanto énfasis en las “élites con pedigrí”. Yo estoy a favor de los expertos (no quiero vivir en un mundo donde un presidente idiota no presta atención a los hechos y nunca aprende), pero tienes que ampliar ese paraguas para no apelar solo a una sensibilidad de clase media. El problema con mi país es que la gente pobre no vota, y la mayoría de ellos estarían a favor de la política demócrata. Los mayores fans de Trump no son de clase obrera, sino gente que se ha movido a la clase media, adquiriendo valores conservadores y anti-estado, a la vez que conservan un resentimiento atávico por haber sido ignorados durante siglos. Por eso les gusta Trump. Él ha creado un espacio para ellos. Los medios de comunicación no han tenido más remedio que empezar a hablar en términos de clase social, cosa que odian. Aquí los periodistas son especialistas en hablar de raza, y a veces de género, pero nunca mezclados. Una periodista me dijo: “si hablamos de clase, ¿eso quiere decir que tenemos que dejar de hablar de raza?”. Como si solo pudieses hablar de una cosa a la vez [ríe].
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Existe una tradición de proto-Trumps que se han paseado por la historia de tu país. Andrew Jackson, Davy Crockett, James K. Vardaman… Debo decir que caen mejor que Trump.
Esa es la razón del éxito de Trump. Está basándose en tradiciones que son parte de la cultura norteamericana. Es cierto que Davy Crockett cae más simpático, e hizo algunas cosas buenas: a) se rebeló contra Jackson, b) defendía los derechos de los squatters, u ocupantes ilegales de tierras, y c) también defendía los derechos de los nativos americanos. Hizo política, creó leyes, existía en el mundo real. Trump no presta atención a las condiciones materiales, para él todo es teatro y electoralismo. No tiene creencias. Cuando era la hora de codearse con demócratas era demócrata. Ahora se ha vuelto más viejo, más cascarrabias y más loco, la paranoia se le ha subido a la cabeza, así que encaja en el partido Republicano actual. Cuya idea es atacar y atacar, y buscar cabezas de turco.
Puedo entender cómo alguien de clase obrera vota por un paria que ha “triunfado” en el mundo, como Vardaman o Lincoln, aunque sus políticas le sean perjudiciales. Pero Trump nació millonario.
En Luisiana, donde yo vivo, la gente que votó por Trump le consideraba un buen hombre de negocios, porque los medios de comunicación no expusieron sus bancarrotas y sus fracasos. Primer error. El segundo error es que le votan por cómo se expresa. Es un billonario que habla como si estuviese en un chaflán de Queens. Esa gente rechazó a los otros candidatos republicanos, así como a Hillary Clinton, porque no querían un político con experiencia. La moda actual es antipolíticos, y por eso los candidatos tienen que vestir informal y hablar como la gente. La forma de hablar de Trump les resulta refrescante, y lo confunden con autenticidad. Que mienta o diga lo primero que se le pasa por la cabeza quiere decir que no está leyendo un guion. Y eso refuerza su atractivo.
La tendencia no es solo antipolíticos expertos, sino también anti-intelectual, ¿no?
En el 2016, solo un 32% de los estadounidenses tenían títulos universitarios. Los demócratas no pueden seguir utilizando la retórica meritocrática: educarse, superarse… Porque eso solo es aplicable a un tercio de la población. El resto de la gente tiene trayectorias profesionales completamente distintas. Los republicanos destruyeron los sindicatos, y los demócratas no hicieron nada para oponerse a las legislaciones del “derecho a trabajar” y todo eso. Por último, la clase obrera de hoy ya no son tipos blancos con cascos de construcción, como muestran los noticiarios. Es más diversa en raza y género. Pero Trump está atrapado en esa retórica, que le viene de Steve Bannon, un tío de origen humilde que se hizo superrico y super-corrupto, y se llenaba la boca con el Rust Belt y el declive industrial que él contribuyó a crear.

James K. Vardaman, senador demócrata de Mississippi, se apropió, como Trump, de la retórica white trash. Se definía a sí mismo como el “redneck original”.
Sí, es parecido a lo de Trump con el wrestling. Todo es exagerado y camp, es su simulación de millonario matón. La gente que va a los campeonatos de wrestling es de clase obrera, y saben que aquello es camp y falso y teatral, pero su sensibilidad sobre qué es divertido es distinta a la de la clase media. Quieren ver a gente con sus mismos gustos en el poder. Trump comprende y conecta con eso.
No esperaba empatizar con Lyndon B. Johnson. Le tenía demonizado por Vietnam, pero tu libro arroja una luz favorable sobre él.
La guerra del Vietnam es la crítica más habitual que se le suele hacer. Pero Johnson era un tipo honesto y un político de verdad: conseguía que se aprobaran leyes en el congreso (algo que hoy resulta imposible). Además, comprendía perfectamente los problemas de los pobres, porque él era un producto del New Deal: un profesor de escuela que había trabajado en proyectos del New deal y enseñado a niños pobres. Mucha gente piensa en su programa de la Great Society y solo recuerda los fondos destinados a los guetos negros urbanos, pero ignoran los fondos que se destinaron a los pobres blancos rurales de los Apalaches, por ejemplo. Para él, esas dos clases estaban sufriendo y necesitaban el mismo tipo de ayuda. Los demócratas actuales solo se fijan en raza y en entornos urbanos, dándoles una excusa a los críticos de las ayudas gubernamentales. Convertimos a los blancos pobres rurales en invisibles, y luego nos sorprendemos de que los conservadores logren incitar el odio racial.

En España sucede algo similar.
Los estados sureños proveen menos asistencia que los norteños, pero consiguen más ayudas. Luisiana tiene cargas fiscales regresivas, e impuestos a la propiedad bajísimos. El problema es que los pobres asumen que los políticos son corruptos, porque en el pasado lo han sido, y no esperan nada de ellos. Yo crecí en New jersey, donde la gente se queja. En el sur, la gente pobre acepta lo que le dan. Eso se convierte en un juego de suma cero que los republicanos explotan: el pobre blanco asume que no va a recibir ayudas, y no quiere que otros las consigan. Los terratenientes sureños no van a favor de la clase obrera blanca del sur. Es igual que en la Confederación. Los pobres blancos del sur ondean la confederada, la bandera de una gente que les odiaba y les aplastó [ríe].
La tentación de realizar otra comparación con España es casi irresistible.
Los terratenientes sureños intentaron quitarles el voto. Imagina. Temían que les sedujera Lincoln y empezara un levantamiento de clase. Pero la confederación ha sido tan romantizada tras los sesenta que es imposible discutir la realidad. La clase obrera sureña defiende los monumentos de Jefferson Davies o Robert E. Lee, oligarcas que les consideraban carne de cañón. Esas estatuas las construyó la nueva élite blanca sureña, no son en honor del pueblo.
Los ataques a Lyndon B. o Sarah Palin, dos políticos completamente distintos, se parecían en su naturaleza clasista.
Se centraban en que eran paletos sin educación, gañanes sin modales. Cuando la gente asciende en la escala social, empieza a desdeñar a los que se quedan abajo. La idea de que los que vienen de bagajes pobres van a ser automáticamente liberales o progresistas es falsa. Bernie Sanders habla siempre del 1% que tiene el poder, pero el sistema de clases se transmite por todas las clases. Infecta la relación que la clase obrera tiene con la clase pobre. La mayoría de gente trabajadora tiene miedo de empeorar económicamente. Las estadísticas muestran que la clase obrera no asciende: tiende a caer, luego tal vez vuelve a su estado anterior, pero raramente se muda a la media. Lo de que “solo hay un camino y es hacia arriba” es una patraña: la gente trabajadora desciende. El triunfo de algunas políticas (y de Trump) están basadas en la explotación del resentimiento: de las clases medias hacia las clases obreras y pobres, o de la clase obrera intentando conservar su identidad y distinguiéndose del lumpen. El redneck se define en contraposición a la basura blanca. Los llamados rednecks se ven a sí mismos como gente que trabaja duro y bebe duro, pero que tiene un empleo, mientras que la basura blanca vive de las ayudas y no aporta nada a la sociedad.

Repasas los estereotipos clasistas de la televisión norteamericana y el show business.
El propósito de una serie como The Beverly Hillbillies era hacer que la clase media odiase al banquero a la vez que sentía resentimiento por una familia de basura blanca que no merecía el regalo. La gente mira una serie como Here comes Honey Boo Boo porque es como un desfile de freaks. Te sentirás superior a ellos, porque son patéticos y puedes reírte de su estupidez. La clase media es profundamente insegura: solo se define a sí misma por quien tiene encima y debajo.
El esclavismo funcionaba por eso. Porque los pobres blancos temían descender al nivel del esclavo.
Sí. La confederación utilizaba esa idea para competir con el encanto de Lincoln. Los republicanos norteños querían pasar el Homestead Act, que pretendía entregar tierras a los pobres. Un cambio en las leyes de propiedad era algo muy peligroso para la élite sureña. Así que les dijeron a los pobres que el Norte les iba a hacer descender al nivel de esclavos negros. En realidad, los potentados sureños consideraban a la basura blanca por debajo de los esclavos, porque según ellos los esclavos eran productivos. Eso es revelador. Respetaban a sus esclavos porque les hacían ganar dinero, mientras que la basura blanca eran ladrones, usurpadores de tierras e inútiles. Solo querían librarse de ellos.
Reexaminas una de las imágenes más famosas del racismo blanco, que es Hazel Bryan increpando a la primera estudiante negra de Little Rock, Arkansas.
Es interesante reexaminar lo sucedido, porque Hazel Bryan ya no era basura blanca cuando se tomó esa imagen. Su familia se había mudado a la ciudad no hacía mucho, y de repente vivía en una casa con lavabos. A todos los efectos, había ascendido socialmente, y adoptado el temor a descender de la clase media. En segundo lugar: en Little Rock había tres institutos: el de la élite, que no era integrado; el afroamericano; y Central High, que era el de la clase obrera. Cuando empezaron a integrar, lo hicieron con el de clase obrera. Era un experimento social, que además no iba a salpicar a la élite, que continuaba teniendo un instituto solo para blancos. La explosión racista de Little Rock tenía mucho de ira de clase, y eso jamás se comenta. El caso de Hazel Bryan es interesante, porque descendió socialmente, y acabó viviendo en una caravana, como tanta otra gente de su generación. Sus padres, que eran hijos del New Deal, ascendieron; ella cayó.
Bill Clinton fue “el primer presidente negro”. Explícanos la teoría.
Sus experiencias con la pobreza eran similares a los de un afroamericano. Comprendía los aprietos de la comunidad negra porque venía de una clase similar. Los republicanos lo leyeron de otro modo: le llamaron el primer presidente white trash. Le odiaban como nunca odiaron a Obama. Cuando sucedió el escándalo Monica Lewinsky lo atribuyeron a su talante de basura blanca. Los republicanos creían que Reagan era un Rey: el dignatario perfecto, elegante, señorial… La señora Reagan miraba por encima del hombro a los Carter, que venían de la clase trabajadora, y una vez en el poder hizo fumigar la Casa Blanca. Reagan les hizo vivir de nuevo el sueño aristocrático americano. Pero Clinton… Era un insulto viviente a aquello. Los llamaban el príncipe y el mendigo. Insultaban a su madre, que había sido pobre y adicta a las drogas. El pedigrí era clave para analizarle. Con Sarah Palin hicieron lo mismo. Se ensañaron con que su hija se había quedado embarazada antes del matrimonio, como si aquello fuese un atributo lumpen. Twitter e internet difundieron el bulo de que el hijo disminuido de Palin era en realidad hijo de su hija. Cuando tratan de meterle alguna puya a Hillary Clinton (y las mujeres acarrean un mayor estigma de clase que los hombres) siempre es por algún defecto de clase: mala dentadura, por fumar, por no engendrar suficiente descendencia. Por ser una mala madre que alimenta a sus hijos con arcilla, como se decía antes.

Danos tu apuesta para estas elecciones.
Trump ha quemado la mayoría de sus puentes. Su rabia y fealdad no son solo clasistas y racistas sino también machistas, y creo que casi nadie le soporta. Los republicanos del Lincoln Project, que son desertores anti-Trump, afirman que el partido republicano actual está dividido, y es por razones de clase. Los republicanos con cierta educación tienen Fatiga Trump, y se han dado cuenta de que Biden no es el anticristo [ríe]. Creo que ese tipo de republicanos va a cambiar su voto. Y todo empezará en Pensilvania, el estado de Biden. Está hablando de clase en su programa: señala a Trump como un snob que mira por encima del hombro a los pobres, el tipo que prohíbe el ingreso del trabajador corriente al club de campo. El sur sigue siendo un caso perdido, pero va a notarse un incremento de votantes negros y mujeres negras (que siempre han apoyado a Hillary). Resumiendo: la gente está harta de Trump. Lo que quieren ahora es un presidente aburrido. Pero aún van a votarle muchos, no nos engañemos. Las dos cosas que me preocupan post-elecciones son: a) las milicias (van a crear violencia, seguro) y b) la división absoluta de los republicanos, que, incapaces de rehacer el partido desde los cimientos, tal vez se vean obligados a buscar a alguien peor que Trump. Pues alguien como él ya ganó una vez. ¿Por qué no repetir?
Kiko Amat
(Hace un par de meses entrevisté a Nancy Isenberg para El Periódico, en la que todo apunta que fue la última entrevista que voy a realizar en un tiempo. Por razones de tiempo. Esta es la fabulosa charla sin cortes de aquella entrevista. Todos los derechos de Kiko Amat. Citen la fuente, si me hacen el favor)
MARTIN NEWELL (CLEANERS FROM VENUS). La entrevista completa.
El líder de la banda Cleaners From Venus, excéntrico padrino de lo-fi británico y mejor artista desconocido de los ochenta, regresa con su cincuentavo disco, Dolly Girls & Spies
Vladímir Mayakovski dijo que “la fama se arrastra tras el genio como una viuda inconsolable en una procesión funeraria” pero eso, como tantos apotegmas rusos, es inexacto. Para empezar, suele ser el genio quien pierde el culo por la fama. De su unión es el genio quien emerge como “viuda inconsolable”, pero la fama no solo sigue viva, sino que está bailando sobre el féretro, magreando a un boy en tanga y haciéndole la higa al genio con la mano libre. No resulta extraño que, vistas las cosas, algunos genios prefieran mantenerse bien alejados de la fama y pulir su oficio con ahínco.
El músico pop Martin Newell es, como dijo Giles Smith en Lost in music, la “industria artesanal” del pop inglés. La cerveza casera de los discos estupendos. Cleaners From Venus han sido tildados de mejor banda desconocida de los ochenta, con razón. En 1983, cuando “Karma chameleon” de Culture Club rozaba el millón de ventas, Newell colocaba 250 copias de su casete The Golden Autumn. Living with Victoria Grey (1986), también autoeditado, llevaba la leyenda “Si te ha gustado, díselo al lechero”, indicación clara de sus miras. Cuando sobre la misma época Captain Sensible (ex Damned) invitó a un equipo de compositores para que le fabricaran un hit, Newell llegó al estudio en bicicleta, a tiempo para ver a Graham Gouldman (10CC) despegando en helicóptero. No hace falta ser un genio para ver que la fama y el éxito no solo no son, para Newell, prioridades, sino viruses contagiosos que evitar a toda costa.
Martin Newell ha sido coronado a lo largo de los años como el rey del “casette underground” y el genio pop del Hazlo-Tú-Mismo, pero esto podría dar una idea equivocada de su visión. Muchos diletantes se escudan en la glorificación del fracaso, disfrazando su indolencia y falta de ideas como corte de mangas a “la industria” y “rechazo a venderse”, pero Newell es lo opuesto. Su DIY es artesano y lustroso, y su “hábito de arte”, que diría Flannery O’Connor, nace de la optimización, no de la falta de ambición. Es tan sencillo como que el arte de Newell funciona mejor así, autónomo y autogestionado, sin injerencias comerciales o distracciones promocionales. Si James Brown era “el hombre más trabajador del soul”, Newell lo es del mundo de la grabación en 4 pistas y los conciertos en pubs. Lo que sigue es la charla íntegra de la entrevista que se publicó en formato editado en El País.
Llevas en esto desde mediados de los 70. Has conseguido un estilo propio, inconfundible.
Me uní a mi primer grupo cuando tenía diecinueve años, y hace tiempo que no logro escuchar mi material del mismo modo en que lo escuchan los demás. Yo describiría mi periplo musical como “tropezando en la oscuridad”. No creo que eso sea malo de por sí. Lo que hago es una mezcla de lo que me encantaría hacer y lo que soy capaz de hacer [ríe]. Mi habilidad estriba en encajar palabras en música. Es algo natural, que yo creía que tenía todo el mundo hasta que mis primeros compañeros de grupo me preguntaron: “¿Cómo haces eso?”. Les dije: “lo hago y punto, pero no sé cómo” [ríe]. Siempre pensé que era un talento innato de savant, pero ahora sé que tiene que ver con el Asperger.
¿Crees entonces que la fabricación de canciones pop puede enseñarse, perfeccionarse como un oficio, o es, como dices, algo innato?
Creo que es una mezcla de ambas cosas. El talento no es la habilidad innata de hacer algo. Yo no tengo ni idea de actuar, pero he visto cómo un director le pedía a un actor que interpretase un papel determinado, que comunicase cierta emoción, y entonces el actor sobreactuaba, y luego se quedaba corto, y al final pillaba el tono. Era entonces cuando el director se lo hacía repetir treinta y cinco veces [ríe]. El talento es la habilidad de sostener ese tono en la distancia. Durante los quince años en que hice de artista spoken word me di cuenta de que daba igual si mi perro se había muerto, o mi mujer me había dejado, o me sentía enfermo o añoradizo, yo seguía siendo un artista cada sábado por la noche, y tenía que salir a hacer mi trabajo. Y esa es la diferencia entre un profesional y un amateur. Mucha gente cree que puede llevar un restaurante solo porque cocina bien, pero tienes que hacer el mismo plato cada día, y siempre al mismo nivel, aunque tengas dolor de cabeza o lo que sea. El talento es la habilidad de hacer algo por lo que tenías inclinación, y llevarlo a la perfección, y mantenerlo.
Tus aspiraciones siempre han sido elevadas. No te basas solo en un par de canciones de Ray Davies, sino que miras a los crooners, a los grandes del Great American Songbook…
No soy un gran músico, considerando la de años que llevo obsesionado con esto. Lo que compongo está por encima de mis capacidades musicales. Puedo escribir cosas mucho más sofisticadas que las que puedo tocar. Puedo escribir jazz, pero no puedo tocarlo. A menudo, los grandes virtuosos del jazz o del rock no eran buenos compositores, y al revés. Burt Bacharach no era un gran músico, pero escribía grandes canciones. Creo que soy parecido a él. Me interesa lo que escribo, y entonces voy y lo coloco en un marco excéntrico. Es como si hubiese realizado una fotografía perfecta y la enmarcara con madera de deriva. A mí me gustan Frank Sinatra y Don Fagen [Steely Dan], y eso, combinado con mi talento musical, produce Cleaners From Venus. El resultado no es desagradable. Uno de mis únicos mantras (que leí hace tiempo en no sé qué libro de misticismo japonés) es: “no trates de seguir los pasos de los sabios. Busca lo que ellos buscaban”. Dicho de otro modo: no copies a los grandes, pero mira hacia donde ellos miraban.
Mucha gente se refiere a lo tuyo como DIY, solo porque te lo grabas y produces tú mismo, pero la palabra lleva consigo una carga de amateurismo del que tú careces.
La gente también cree que Keith Richards es una especie de despojo farfullante que casi no se sostiene en pie, cuando en realidad es un tipo extremadamente inteligente y un músico dedicado. Creo, de hecho, que Richards nunca ha sido tal y como lo pintan. Creo que su personaje de flipado ha sido siempre un disfraz con el que ocultar su timidez. La fama no siempre sienta bien. Mick Jagger dijo una vez, haciendo referencia a Brian Jones, que “la fama es un vestido que no le queda bien a todo el mundo, y que a algunos les queda fatal”. Yo soy uno de esos. No solo me queda mal la fama, sino que además prefiero seguir trabajando en lo mío y no ir de gira.
Se te considera un artista misántropo e insociable solo porque te niegas a ir de gira como el resto de artistas.
¿Recorrer el mundo hasta que la gente decida que lo mío está bien? No, gracias. Paul McCartney dijo, tiempo después de que los Beatles se hubiesen disuelto, cuando no dejaban de preguntarle si se volverían a reunir, que ellos habían ido a Hamburgo en 1960, y que poco después había pasado “todo aquello”, y que no veía ninguna razón para pasar por “todo aquello” otra vez [ríe]. Soy bastante buen entertainer: dame doscientas personas en una sala y les recitaré poemas, contaré chistes, les cantaré algunas canciones, todo irá bien. Pero de qué serviría meterme en un estadio, sobre un escenario que me deja del tamaño de una hormiga, para que la mayoría de la gente me vea en mala resolución en una pantalla LCD… La gente habla mucho de las extrañas sustancias químicas que el miedo despide en tu corriente sanguíneo, y que acaban creando toda serie de problemas médicos, pero lo mismo sucede con la fama. La fama es mala para la salud. La sobreexposición es dañina. Así que me niego a hacerlo. No quiero ni el reconocimiento ni el dinero.
Sin embargo ahora parece que ese reconocimiento se te empieza a otorgar.
Siempre he tenido la sensación de no ser comprendido. Desde que empecé, hasta los cuarenta años o así, tuve claro que lo que yo hacía no conectaba con mi tiempo ni con mi generación. Mis contemporáneos, por alguna razón, tendían a preferir blues de barbudos. La gente de mi edad con empleos de clase media iba en busca de “autenticidad descarnada”, al contrario que la gente que ha tenido vidas duras de veras. Nadie lo pillaba. Tuve que esperar muchos años a que llegara mi “momento” y, ahora que parece que ha llegado, es un poco tarde [ríe]. Lo positivo fue darme cuenta de que el reconocimiento no iba a llegar, así que dejé de esperarlo y me concentré en mi oficio. Finalmente, tras décadas de trabajo, he conseguido conectar con una audiencia joven. Me entiende gente de otra generación.
Lo has conseguido a base de permanecer y de pura artesanía, porque continúas sin doblegarte a ninguna estrategia de promoción.
No encajé nunca con los críticos musicales o los urbanitas sofisticados que manejaban el cotarro moderno en Londres. Conmigo siempre fueron un poco bordes. Al poco de empezar dejé de enviarles copias para reseñar. Me limitaba a sacar un disco, vendía mil o mil quinientas copias, y empezaba a grabar el siguiente. Porque, como siempre he dicho, admito que de un modo algo callejero, “¿por qué tendría que mandarles putas promos a unos cabrones que no solo escriben mucho peor que yo, sino que ni siquiera sabrían hacer un disco?”. Incluso John Cooper Clarke me dijo que eso era una forma bastante descortés de expresarlo [ríe]. Hace poco le enviamos mi último libro a uno de esos críticos de revista musical, y dijo algo así como que “es difícil de entender por qué Martin Newell ha escrito un libro, si nunca ha tenido demasiado éxito musical” [ríe]. Como si yo no tuviese una historia que contar, solo porque no me he hecho millonario, o americanos con barba y gafas y extensas colecciones de guitarras, gente que no conozco de nada, no dicen que lo mío está bien.
Siempre te has llevado a matar con la industria musical. Tu única infiltración en multinacional, con aquellos dos elepés para RCA, casi termina en tragedia.
En esto no hay víctimas, solo voluntarios. Parte de ello fue culpa mía. Yo tenía pinta de ser un tipo astuto, pero era muy naíf. El Asperger no ayudó. Una bruma rodeaba mi cerebro, y fui incapaz de ver la mentira. Y fui yo quien se acercó a ellos, las cosas como son. En la industria musical hay gente honorable y buena, pero también hay mucha gente venal, y estúpida, y a la sazón la industria en general era una bestia. Y lo era porque podía permitírselo, porque, al contrario que en otras industrias, la materia prima iba a ella y se lanzaba voluntariamente a la máquina, diciendo: “por favor hacedme picadillo y distribuidme por el mundo sin darme a cambio nada de dinero ni cuidar de mi salud mental” [ríe]. Yo no era distinto al resto de jóvenes criaturas que se dijeron: “esto puede ser una alternativa a tener un trabajo normal o trabajar con robots. Puedo ser una estrella del rock, vestir como me dé la gana, tocar música, gustarles a las chicas y levantarme a la hora que quiera”. Lo haces por esa razón. La fama y el dinero son las dos crueles princesas de la colina, pero la música es la vecina de la que siempre has estado enamorado, y un día, después de haber sido pateado y molido a palos por las dos princesas, te vuelves hacia ella y te acuerdas de que siempre la has amado, y decides que solo quieres vivir en una cabaña con ella el resto de tu vida, aunque seas pobre de necesidad.
Giles Smith, autor de Lost in music y ex miembro de Cleaners From Venus en su etapa “comercial”, me dijo una vez que lamentaba haberte empujado al periplo mainstream.
Giles era mucho más joven que yo. Era un chico de los ochenta, y yo soy un chico de los sesenta. No le guardo rencor alguno, era un tipo magnífico, divertido y excéntrico al modo Stephen Fry. Un chaval de origen más o menos humilde que se convirtió en brillante chico de Cambridge, una persona con ambición que acabaría escribiendo sobre deportes y coches para los mejores periódicos ingleses. Irónico, pues cuando él estaba en los Cleaners no sabía conducir [ríe] (yo tampoco, pero tengo excusa porque soy disléxico, ¿de acuerdo?). Giles no me empujó, exactamente. La compañía discográfica vio que Giles estaba más al tanto que yo del pulso de los ochenta, y lo colocó temporalmente al mando. A Giles le encantaban los juguetes relucientes de los 80, los sintetizadores y Rolands y cajas de ritmos, mientras que yo no veía ningún problema en utilizar solo guitarras, batería y piano. Éramos de generaciones distintas, y las influencias subculturales también lo eran. Pero insisto: no tuvo la culpa de lo que sucedió.
Has mencionado la palabra “excéntrico”. Pero algunas excentricidades son más aceptables que otras. Tú no eres excéntrico al modo rockstar drogadicto, que siempre resulta más fácil de vender.
Nunca cultivé deliberadamente mi excentricidad. Como suele decirse, la diferencia entre loco y excéntrico son cien mil libras [ríe]. La excentricidad es, para mí, como un viejo traje de tweed que me queda mejor pasados los cincuenta. Noto que ahora la gente está más cómoda conmigo, solo porque soy viejo. Cuando era joven me tomaban por un capullo pretencioso. Los ingleses siempre tratan de arrancarte tus afectaciones a palos. Si eres un joven que lleva maquillaje, sombreros extravagantes y el pelo largo, los trabajadores de la construcción te perseguirán calle abajo. A eso se le llama “darte una lección”. Incluso hoy en día, cuando entro a un pub vestido con mis ropas más finas, noto como a algunos hombres se les eriza el pelo. Por el contrario, si yo fuese Ozzy Osbourne [le imita, con voz balbuceante], “hola, soy Ozzy Osbourne, soy rico, tomo muchas drogas, ejem, acabo de estrellar mi jet privado…”, eso entraría dentro de la gama de comportamientos que el público puede aceptar.
O sea, que no te ves siendo aceptado en un futuro próximo…
Imaginemos que deciden ofrecerme un título honorario en la universidad. Lo que hace la universidad de vez en cuando es darse cuenta de que hay un montón de gente lista ahí fuera que nunca fue a la universidad, y eso, claro, no puede ser. Daría la idea de que puedes ser listo sin tener estudios. Así que de vez en cuando, para que se vea que están conectados, y que también pueden ser “desenfadados”, invitan a Annie Lennox o alguien así. Creo que yo no aceptaría sus honores. Sí que aceptaría un título de nobleza, si me lo ofreciesen, pero solo porque molestaría a mucha gente [ríe]. Especialmente a la prensa progresista, que son los más puritanos de todos. Hace poco Morrissey salió al escenario con una camiseta que simplemente decía FUCK THE GUARDIAN. Me carcajeé al verlo. Oh, la indignación generalizada. Morrissey es el más grande.
El ámbito de los temas que tocan tus letras es inmenso. Hablas de la Iª Guerra Mundial, de la época victoriana, de granujas dickensianos… No eres precisamente Oasis.
Me interesa la historia. Somos la misma gente que entonces. Existe la idea de que somos distintos porque se han descubierto tal y tal cosa científica, o humanitaria, y que la gente del pasado era más estúpida, pero no es así. Tenían los mismos intelectos, y nobleza, y vileza, y lascivias, y amores, y amabilidades, y rudezas que nosotros. No me interesa especialmente la época victoriana per se, ni tampoco los temas góticos (me lo preguntan mucho por el sombrero de copa). Me interesan en general los distintos marcos históricos. Distintas ropas, misma gente.
El interés por el pasado parece haber desaparecido del pop, pero antes era una temática muy habitual.
Desde luego. Los grandes compositores americanos de musicales, gente como Hoagy Carmichael, por ejemplo, escribían canciones de una sofisticación tremenda, donde era habitual que citaran a autores clásicos, romanos o griegos. “Love and marriage”, que popularizó Sinatra, dice [canta]: “Love and marriage, love and marriage / It’s an institute you can’t disparage”. Es un fraseo muy ingenioso. Los Beatles siempre lo supieron, crecieron con todas esas cosas y miraban hacia atrás. Hoy en día, muchas de las cosas que escuchamos son chavales con cajas de ritmos recitando su lista de la compra de agravios sociales, o chavalas con cajas de ritmos cantando canciones infantiles sobre amor perdido y tímido empoderamiento feminista. El resto es gente de clase media que ha hecho un curso de escritura creativa y también quiere recitarte una lista de la compra de su jodida confusión emocional. Nadie busca entretener. Y nadie hace comedia. A veces pienso que debería grabar un disco entero de canciones cómicas. Nadie las hace. ¿Dónde fueron a parar “The laughing policeman” o “Tubby the tuba”? ¿Quién grabará esas canciones para que se rían los niños?
En tu nuevo álbum abundan un tipo de canciones que tampoco hace nadie ya, que son las que cuentan una historia o describen a un personaje.
Siempre he hecho perfiles de personajes. Mucha gente no entendió que “The greatest living englishman” no iba de mí. Era una composición de personaje, pero intenta explicarle eso a un borracho en el pub, que te está arreando con el índice en el pecho mientras te acusa de ser un cabrón con ínfulas (mi táctica siempre fue excusarme, hacer ver que iba al baño y escapar por la puerta de atrás). Ese tipo de composición la aprendí de los europeos. No de los bluesmen negros que tanto fetichiza la gente de mi generación, con su obsesión por la “cruda autenticidad” del blues… ¿Y qué pasa con la cruda autenticidad de los chansonniers franceses? Gente como Leo Ferre (en realidad era monegasco). O Jacques Brel (que a Bowie le encantaba). O Brassens. Ese género, la chanson, es el menos penetrable para un anglófono y a la vez el más gratificante. Leo Ferré era uno de los mejores arreglistas de cuerdas, y un anarquista de pura cepa. También me gustan los italianos, gente como Lucio Battisti. Tenían grandes composiciones parroquiales sobre jardines en marzo. La música a veces era letal. Muy deprimente. “París, ya no te quiero”, de Ferré. También listas de la compra, como “La The Nana”, de Ferré, del disco Amour anarchie, donde solo elogia a una chica de la calle. Descubrí todo esto a los veintiuno, cuando salía con una chica francesa, y me abrió a las posibilidades de hacer canciones con un poco de dramatismo, algo que no le interesa a nadie en Inglaterra. Los americanos me encantan, Rodgers y Hammerstein y todos ellos, pero me interesa más pertenecer a una tradición de compositores europeos. Yo no diría que he sido pobre, pero si he tenido muy malas épocas, y sin embargo no me interesa escribir canciones blues sobre empeñar guitarras o dormir en el suelo. Me gustan las cosas con más… destello.
¿Crees que la condescendencia de los críticos londinenses que mencionabas antes se debía en parte a que vienes de un pequeño pueblo?
¿En lugar de la gran y muy importante Londres de los cojones, quieres decir? [ríe] Pasé mucho tiempo allí, y hay zonas de la ciudad que podría enseñarte que son alucinantes (sé sobre ellas mucho más que la mayoría de gente que vive allí, por cierto). Pero soy rural, qué puedo hacerle. Me gusta el campo. Nací en un pueblo pequeño y nunca me he alejado mucho de allí. Me gusta y entiendo lo que me rodea. Camino durante cuatro minutos y ya estoy al lado de un río y de campos verdes. Necesito eso.
Los amantes del pop no-ingleses tenemos nociones básicas de toponimia británica gracias a los artistas de cada lugar. Swindon: XTC. Woking: The Jam. Wivenhoe: Martin Newell.
[ríe] Entiendo. Wivenhoe está tan solo a sesenta millas de Londres, así que cuando el oligarca ruso aquel compró todo Londres [ríe] y obligó a los ricos a mudarse a algún sitio en la costa de Suffolk, Brighton o algo parecido, para convertirlo en Londres-on-the Sea, algunos de los urbanitas de clase media que no podían permitirse los sitios más pijos acabaron mudándose aquí, y (claro) les encantó. Lo encontraron “artístico”. Todos aquellos funcionarios con ahorros sustanciosos vieron que era su gran oportunidad de cambiar de vida y reinventarse como “artistas”. Y venir a hablarme de ello, naturalmente, como si fuésemos colegas de profesión. No son mala gente, a ver, pero resulta un poco irritante. No digo que tengas que haberlo pasado fatal para ser artista, pero sí que deberías haberlo estado haciendo durante unos cuantos años.
¿Cómo es Wivenhoe?
Es bonito y tranquilo, y vive un resurgimiento del interés en todo lo rural. Incluso la universidad local tiene un curso llamado “wild writings”, donde se enseña escritura creativa enfocada a lo rural. Por supuesto, tú, que eres escritor, sabes bien que la escritura creativa no puede enseñarse. La única forma de ser escritor es leer mucho, escribir muchísimo, tirar la mayoría de cosas a la basura, e incluso las que conservas volverlas a destripar hasta que de tu libro solo quedan dos páginas, y ahí es cuando te estás acercando a lo que es escribir [ríe]. Sin nada de dinero, claro.
Ni yo mismo lo hubiese dicho mejor.
Lo cierto es que no leo mucha novela moderna. Hace muchos años estaba yo sentado con varios académicos y estudiantes en el pub y me preguntaron: “¿Has leído la nueva de Coetzee?”. Yo venía del pasar el día entero escribiendo. Les dije: “no tengo tiempo para putas novelas, soy escritor” [ríe]. A un historiador que estaba allí le dio un ataque de risa, y dijo: “sé exactamente lo que quieres decir”. Siempre que alguien me recomienda o regala una novela estoy a punto de leerla, pero de repente topo con un atractivo volumen de poesía inglesa del XVIII, y leo eso.
Llevo escritas seis novelas, y cada vez que termino una me invade la sensación inequívoca de que salió por alguna casualidad improbable, que nunca podré equiparar su calidad y que, en resumidas cuentas, estoy acabado. ¿Te sucede lo mismo a ti, después de treinta y pico discos?
Me cuentan que son más bien cuarenta y cinco. Cincuenta, si incluyes los casetes. Nunca he temido que se secara la fuente, pero sí estuve tres años sin hacer casi nada de música, a finales de los noventa, incluso me planteé dejarlo, pues nadie parecía interesarse por lo mío. Y como había abandonado todos mis aparatos de DIY ni siquiera podía emplear mi viejo método. Empecé de nuevo por accidente, cuando me ofrecí a la radio local para grabarles algunos anuncios absurdos. Tenían un estudio de bolsillo donde de repente empecé a plantearme grabar nuevo material, y sin darme cuenta ya volvía a estar en esa pendiente resbaladiza de grabar un elepé, y luego otro, y otro, sin casi pausas intermedias. Me gusta grabar álbumes, y lo más probable es que siga haciéndolo siempre, pues estoy muy satisfecho con el nuevo disco. Bob Dylan dice que seguirá yendo de gira hasta que caiga muerto, su vida es una gira permanente, y yo haré lo mismo solo que en un programa constante de grabaciones. Encadenando álbumes. Como un rollo de material que va saliendo, y que cortas aquí y allí. También me gusta publicar al momento, sin pensarlo demasiado. Me gusta que las cosas obedezcan a un zeitgeist, que estén encajadas en un momento temporal. Grabas un cierto material a lo largo de un periodo concreto, y lo sacas, y queda como testimonio de aquel tiempo. Los Beatles lo hacían. Cada uno de sus discos era una pequeña cápsula de lo que eran y hacían y escuchaban en aquel momento, en un mundo tan cambiante como el de los sesenta. Nadie hace eso ya, capturar una sensación subconsciente y subliminal, y sacarla. Dos discos al año, si procede. Pero más que dos no, porque entonces te vuelves loco, dejas de responder cuando te interpelan, o te ofrecen una cerveza y la tomas y no das las gracias [ríe].
Una última cuestión. Nunca he sido capaz de discernir el criterio por el cual algunos de tus álbumes salen a tu nombre y otros al de Cleaners From Venus. ¿Hay un método?
Empecé siendo Martin Newell. En los noventa hubo una época en que dejé de grabar y me concentré en hacer poesía y escribir, y fue al final de esa época en que grabé mi primer álbum en solitario, The Greatest Living Englishman. Pero todo lo que hice en un cuatro pistas, de antes o de después, sin dinero ni un estudio de grabación en condiciones, pertenecía al espíritu Cleaners From Venus, así que ese fue el nombre que utilicé. Es mi marca. Si adquieres un álbum de Cleaners From Venus sabes los parámetros a los que te enfrentas: no estará grabado en un estudio caro, ni tendrá productor, pero estará lleno de canciones bien escritas y tocadas al modo excéntrico. Cada día soy mejor productor, así que ni siquiera podrán llamarme lo-fi. Creo que ahora soy mid-fi [ríe]. Kiko Amat
(Esta entrevista se publicó originalmente en formato editado en El País. La que acaban de leer es la charla sin cortes de ningún tipo. El copyright es de Kiko Amat. Contribuyan a la preservación del pop sublime comprando discos de Martin Newell / Cleaners From Venus en el bandcamp del artista).
NANDO DIXKONTROL: «He estado tantas horas despierto como una persona de 180 años»
Uno de los temas centrales del documental Ciudadano Fernando Gallego es tu doble personalidad. ¿Quién está al mando en estos momentos, Fernando Gallego o Nando Dixkontrol?
Nunca sé quién soy. Ni tengo sensación de estar aquí. Cuando vengo a una entrevista de este tipo suelo ser el Nando Dixkontrol de la época Psicódromo y Ocho. El que conoce el público. El profesional. Lo que lo sucede es que a lo largo de los últimos meses, por culpa de mi separación, he sufrido frecuentes disociaciones. Estoy un poco enfadado con Nando Dixkontrol, porque no ha sabido estar a la altura. Siempre he tenido una vida emocional y sexual muy plena, y Nando no lleva bien lo de estar separado.
En el documental Ciudadano Fernando Gallego: baila o muere se habla de Nando Dixkontrol como una personalidad que creaste. ¿Controla Nando a Fernando?
Nando Dixkontrol no es un sosías, ni un aka. Es una parte de mí. Fernando no tiene ganas de luchar, bastante tiene con enfrentarse al día a día y a los problemas habituales de una persona normal y encima tratar de contentar a todos esos hijos de puta. Muchas veces no puede tirar adelante sin la ayuda de Nando.
Has dicho la palabra “normal”, pero tú eres lo contrario. Alguien que vive en la anormalidad desde siempre.
Eso me viene de pequeñito. Soy un excéntrico, simplemente. Siempre me ha gustado vestirme raro y hacer el payaso. Mamá diría que no hago el payaso, que tengo “vis dramática”, Papá diría que soy un puto actor de tragicomedia griega. En el documental aparecen varias imágenes de mi padre disfrazado. Esas fotos no pertenecen a un carnaval, era mi padre de promoción de cierto producto de una empresa de farmacopea. Mi padre inventó el “transformismo farmacéutico”. Siempre recuerdo ver a mi padre disfrazado. Luego me di cuenta de que aquel disfraz de Drácula que tanto me gustaba de niño también me iba bien para ir a ver a los Depeche Mode. Siempre he sido anormal, en ese sentido.
La palabra “evasión” es una de las más utilizadas en el filme. Parece que te gustan más el mito y la fantasía que la realidad.
A los fans no les entra en la cabeza la realidad. No quieren ver a Fernando Gallego; ese tío no tiene ninguna gracia. Yo he proyectado una imagen de mí mismo, estereotipada, en que mezclo el cómic, la cultura pop, la música. La gente aprecia ese personaje. Lo que sucede es que ese personaje, cuando termina la sesión, luego baja, recoge vasos, habla con la gente, ayuda a los camareros, y esa es otra realidad, quizás no tan glamurosa. La de una persona que trabaja en la escena de clubs, y que contribuye de forma modesta a ella.
“La ruta del exceso lleva al palacio de la sabiduría”. Una cita de Lord Byron que te encanta repetir. Pero a veces la ruta del exceso lleva directamente al sepelio.
Yo me debo haber equivocado de autopista, o tal vez traté de evitar pagar peaje, pero este último año ha sido el infierno de Dante y el descenso por los siete anillos.
Lo que trato de preguntar es si a largo plazo no sale más a cuenta aparcar el exceso para tener una carrera longeva. En lugar de “Baila o muere”, qué tal “Baila más sosegado”.
Cuando he intentado ir con calma ha sido mucho peor. Los problemas que aparecen son inauditos. Resulta que cuando intentas ser “normal” tienes que abandonar todo lo que te gusta. Dejas de hablar de tus temas preferidos, dejas de hacer lo único que te gusta hacer (pinchar discos), dejas de comunicarte a nivel artístico, dejas de vestirte como te da la gana, comer otras cosas. Tienes que tratar de entender lo que son la noche y el día… Empiezas a hacer lo que hace la gente. Se ve que la gente normal duerme, come, descansa, folla, ríe, llora. En los momentos que toca, incluso. Yo no soy así, claro. Alguna gente lleva mi ritmo durante dos días y luego se retiran. El noventa por ciento de la gente con la que tengo relación es gente que conocí en una discoteca. Pero esa gente lleva más o menos una vida normal, no viven en la discoteca, como yo. Cuando estoy solo, o sufriendo desamor, o lo que sea, nadie puede ayudarme. Estoy completamente solo.
Hay un momento del documental en que afirmas que la única cosa que no te abandonará nunca son los discos. ¿Es el arte mejor que la gente que lo produce?
[tajante] Sí. Y el arte existe, entre otras cosas, porque hay gente que piensa como yo. La dicotomía estriba en que también necesitas el contacto físico. Yo necesito que la gente me mire, me escuche, me piropee. Cuando pierdo eso, no hay arte. El arte nace de la necesidad que tienes de comunicarte con la gente. Y la gente te pide tu arte.
Cuando estás triste, ¿qué te salva, un disco o un amigo?
Un amigo. Al que conocí por un disco [ríe]. El vínculo siempre será la música. Las únicas tres personas que han existido en mi vida sin vinculación musical han sido mi padre, mi madre y mi hermana. La música lo es todo para mí. Si me meto en una conversación musical lo sé todo. Hablo demasiado. Vivo demasiado.
Tu vida se ha definido a menudo como “una vida a 180 bpm”.
He vivido rápido, pero también me he arrepentido de casi todo lo que he hecho. Me he arrepentido de los excesos, me he arrepentido de la soberbia, me he arrepentido del orgullo, me he arrepentido del enganche, me he arrepentido de la adicción. Y sin embargo, paradójicamente, si volviese a nacer haría lo mismo, solo que muchísimo más.
Hay gente que desfasa sin remordimientos. No parece ser tu caso. Tú desfasas con flagelación (según se deduce del documental).
Yo he estado muy mal. He tocado fondo de tal modo que he llegado a autolesionarme. Y te diré algo: me ha ido bien. Otra gente se autolesiona con programas de prevención del alcoholismo o la drogadicción. A mí, autolesionarme me mantuvo en mi sitio. Hacerme daño de forma consciente me ayudó a vivir con el dolor, y eso hace que al final no lo notes. Algunas personas se construyen una coraza con eso. El dolor les endurece. A mí no: el dolor me hizo más sensible, más vulnerable. El hambre me ha hecho reconocer el hambre ajena. Cuando yo he tenido algo, lo he repartido. Ahora que no tengo nada he tenido que pedir dinero para comer, para beber, para colocarme. El dinero lo es todo, pero hay algo más importante que el dinero, que son las ganas de vivir. Yo ahora no tengo muchísimas ganas de vivir, la verdad. Pero he vivido. Mi decálogo del DJ dice que #1 “Todo el mundo es DJ”, y #2 “Ser DJ es vivir dos veces”. Yo he vivido unas cinco. He estado tantas horas despierto en los últimos treinta años como una persona que tuviese 180 años de vida. Si ahora me muero, solo me sabría mal por mi hijo.
Me gusta que menciones lo de la coraza, porque te veo como alguien que va por el mundo sin parapetos de ningún tipo.
Un tipo con coraza no puede hacer mi trabajo. Pero a la vez ir sin murallas te hace más vulnerable, y he notado que la gente abusa de eso. Desde que salió el documental me he llevado unos chascos monumentales. En treinta años de carrera no he recibido ningún premio, ninguna nominación, ningún reconocimiento. Siempre me han rechazado. Pero ahora este documental sí ha ganado premios. ¿Tú crees que alguno de mis colegas me ha llamado para felicitarme? Y una mierda. Yo siempre he llamado para felicitar los logros de los demás. Es muy duro, ver que la gente es así. La gente cree que yo he llegado donde he llegado tocándome los cojones, pero he trabajado mucho. He hecho dinero, pero me lo he ganado.
El trabajo de DJ parece jauja pero es un tute, sin duda.
El oficio de DJ es el más raro del mundo. Y está muy poco explicado, casi no hay bibliografía seria, no se ha estudiado a fondo. Si yo llego a los ochenta años habré demostrado que se puede vivir de este oficio, que este te permite ser grande, que te permite sobrevivir… Pero no habré demostrado que es un “trabajo”. Nadie se lo cree. Y con razón. Porque no tiene pinta de ser un trabajo. ¿En qué otro trabajo del mundo puedes llegar borracho y enfarlopado, y ponerte a hacer cosas y que te salgan bien, y que no solo no te despidan, sino que encima te feliciten? Ahora se empieza a venerar al DJ, pero antes el discjockey era la última mierda del local, estaba en la esquina más asquerosa, escondido del público. Ahora, en parte gracias a mi trabajo, los DJs son considerados. El gran problema es que el DJ lo lleva todo. La responsabilidad es enorme. Si sale bien, todos están contentos, pero si sale mal, la culpa siempre es suya. En un grupo de rock’n’roll nunca pasaría eso. El DJ está siempre solo, como decía. Esa es su cruz.

«Gracias».
Si te consuela, el de escritor también es un oficio tradicionalmente solitario.
Por supuesto. El escritor acaba sumido en la alcoholemia, o pegándose un tiro en la cabeza. Les ha sucedido a todos los grandes. La soledad te vuelve loco, hagas lo que hagas.
Hablemos de música. Cuéntame, en tus palabras, cómo la escena vanguardista y moderna del bakalao valenciano llega a Barcelona y se transforma en…
No “llega”. Barcelona va a Valencia, y se empapa de esa cultura. El fenómeno del after es estrictamente barcelonés, en Valencia ni existe el concepto. No existe porque no hace falta. En Valencia lo que existe es la legalidad. En Barcelona, a partir del fatídico año, cuando se declara ilegal nuestra actividad, empiezan a cambiar las cosas. Se elimina el problema mediante la demonización. Se realiza una asociación entre nosotros y algunos individuos neonazis que acuden a nuestros clubs, y por mimetización parece que son de los nuestros. Todo el mundo tiene derecho a pensar lo que quiera mientras no haga daño a nadie, pero nosotros hemos pagado un sambenito muy duro por ello. Pagamos por los grupos violentos del fútbol de la época. Es una cabronada.
Psicódromo estuvo a punto de ser una discoteca acid house.
Intuíamos que aquel sería el último año del acid house, y nuestra intención era aprovecharlo. Pero no nos dieron el permiso hasta después del verano. Durante aquellos meses estuvimos saliendo y viendo como la música evolucionaba, y el acid se ahogó bajo su propio peso. Llegaron estructuras más electrónicas, los típicos cambios de los años que acaban en 9: pasó del 69 al 70, y también del 79 al 80. Y nos sucedió del 89 al 90, con la llegada de los nuevos grupos. Si llegamos a arrancar en mayo hubiese sido distinto. Al final lo que hicimos fue poner pop de guitarras en horario de noche y lo de batalla, el maquineo, de madrugada. Poníamos música fresca que nadie había comprado aún, de productores belgas, alemanes, americanos, que aún no estaban en boga porque dominaba el acid.
Al principio de todo tú pinchabas más negro y Pepebilly más blanco. ¿Es más o menos así?
Más o menos. Pepebilly no sabía nada de negro, él vivía de lo blanco, del rollo siniestro y tal, era el segundo DJ del 666. Yo pinchaba hip hop, ojo, no funky. Ponía Public Enemy siempre que lo pudiese mezclar con algo, hacía la remezcla de la remezcla, sobre un bombo de hip hop, a contragolpe, un bombo divertido y sabroso. Yo le enseñé a Pepebilly que aquel bombo podía encajar en cualquier parte. Le pasé la técnica de los que pinchábamos con negro y él tuvo la idea de mezclarlo con guitarras. Pero que conste que yo blanco ya pinchaba al principio de todo. Lo primero que pinché en la vida fue Kraftwerk, vamos.

Nando Dixkontrol riding the wheels of steel en Psicódromo (Pepebilly de fondo)
Recuérdanos algunas mezclas míticas del Psicódromo.
“Caravan of love” de The Housemartins con “The Godfather” de Sponie Gee. Otra: el “Last train home” del Pat Metheny Group mezclado con un corte de los Final Cut que en lugar de ir a 33 va a 45. Joder, se me saltan las lágrimas [se le humedecen los ojos]. Y la más mítica: Wim Mertens, el “Maximizing the audience”, mezclada con el “Body to body” de BiGod 20. Otra mezcla muy difícil era el segundo vals del hermano de Johann Strauss (no recuerdo su nombre), mezclada con una base del “Numbers” de Kraftwerk. Ahora ese loop se puede hacer digital, pero en la época tenías que cuadrar el loop 4 x 4 de Kraftwerk con el 3 x 3 del vals. Es una mezcla que no debería funcionar, matemáticamente es imposible meter 3 en 4 y lo contrario. Y el ritmo del vals no lo puedes tocar. Tienes que manejar en tiempo real el pitch de Kraftwerk para que en cada compás de cuatro tiempos uno se desacelere para encajar y el otro se acelere para recuperar. Yo cerraba los ojos y movía el pitch como si fuese un diapasón. Cuando me daba la sensación de que el vals subía la nota [canta el ritmo], bajaba el pitch. Y ahí encajaba.
Psicódromo empezó a triunfar gracias a aquella famosa redada.
Sí. La noche de la patada de la Ley Corcuera. Esa noche cerraron un montón de locales: el Ozono, el Ars, el KGB y el Otto Sutz. Existe la leyenda urbana de que yo lo sabía con antelación, porque el lema de Psicódromo era: “Si crees que todo está acabado, date una última oportunidad”. Pero eso solo hacía referencia al final del acid house, el final de los 80, que se imponía un principio revolucionario, volver a arrancar con lo básico: bombo contundente mezclado con una nota estridente, de guitarra o sintetizador. Era una invitación a los noventa, que iba a ser la cumbre de lo digital. La era del chip prodigioso. Y entonces tuvo lugar la redada: todo cerró durante varias semanas. Y de repente la gente vio aquel flyer raro de club raro, que estaba muy por debajo de la Gran Via, un local a la izquierda de Marina, en Pueblo Nuevo. En aquella época, Pueblo Nuevo no había pasado por la rehabilitación del Fórum, estaba en mitad de la nada, era una zona mercantil. Y allí en medio toda aquella gente topó con un local diáfano, absolutamente oscuro, con una sola luz en cabina, un local donde no se pagaba entrada (solo la primera consumición)… Un local permisivo. No teníamos etiqueta ni código de vestir. Solo se requería que entraras aseado, vestido y por tu propio pie.
Vuestro máximo de horas pinchando fueron… ¿Veinte?
Esa fue la famosa noche de San Juan. Eran las doce del mediodía y quedaban diez horas para cerrar. Por primera vez habíamos empalmado noche con madrugada, sin parar un par de horas para limpiar y rellenar neveras. La ley te permitía no cerrar esas dos horas, así que abrimos a las doce de la noche de Sant Joan, hasta las diez de la noche del día siguiente. Veintidós horas. A las doce del mediodía, cuando ya llevábamos doce horas seguidas, cogí el micro y grité: “son las doce del mediodía, quedan diez horas para cerrar… ¡a romperlo todo, hijos de puta!”. Y doscientos clientes empezaron a estrellar los vasos contra el suelo. A las seis de la tarde vino el jefe a por la recaudación. Eran millones de pesetas. Llevaba una Remington. Me dijo: “si un día te quieren pegar el palo, te lo pegan hoy o en año nuevo”. Me dijo: “en esta caja está el sueldo de todos, como habéis trabajado el doble, os pago el triple”. Antes de irse, ordenó que los camareros dejasen de currar y que la gente se sirviese sus propias bebidas, que todo era gratis. Los únicos que tenían que seguir currando éramos yo y Pepebilly. Nunca en la vida he vuelto a ver algo como eso. Ni Hugh Hefner había hecho algo así.
Aquella noche fue también una declaración de principios contra lo tradicional: ni hogueras, ni playas, ni música salsa, ni pachanga: nos encerramos en el puto garito a meter una sesión de maquineo industrial durante 22 horas. Estábamos del lado de las brujas. Me entra la risa cada vez que veo que el señor Laurent Garnier pincha una sesión de ocho horas seguidas, una vez al año. Nosotros, después de San Juan, ya no volvimos a cerrar, empalmamos cada fin de semana, de doce a doce de viernes a sábado, y lo mismo de sábado para domingo. Pinchábamos dos sesiones seguidas de doce horas, cada fin de semana.

Miembros de una iglesia. Varios representantes de la «comuna» de Psicódromo.
Antes decías que por culpa del público “nacional-maquinero” que empezó a frecuentar Psicódromo, la máquina de Barna cobró mala fama.
Sí. Pero todo eso sucedió al cabo de mucho tiempo. Entre el bacalao y Megatron van treinta años. La gente no se da cuenta del paso del tiempo porque yo siempre estoy allí, y parece que el reloj no avance. Pero el Psicódromo, cuando abrió en 1989, era considerado un local vanguardista. Los directores del Sònar iban siempre. Pinchábamos lo más avanzado. El Psicódromo generó una cultura muy especial, muy de Barcelona. No estaba mediatizado, no tenía que ver con la cultura mediática posterior. Nos lo hacíamos todo nosotros, comprábamos los discos nosotros. Familias enteras formaban parte del entorno del club. Los de los ochenta y noventa que sobrevivimos seguimos trabajando, siendo, iguales. Más viejos, tal vez. Más pobres, tal vez. Más tristes, seguro. Hay una edad a partir de la cual es difícil seguir trabajando de esto.
Eres un tipo con un gusto musical amplísimo que en Psicódromo pinchaba lo que le salía de las narices. Pero a partir de un momento parece que empiezas a ceñirte al gusto de tu público. Hablo de la etapa del Ocho, por ejemplo.
El Psicódromo venía de la cultura del ácido, de lo industrial, de los últimos coletazos del Newbeat, mezclado con el nuevo pop de Depeche Mode y gente así. La lógica dictaba que el Psicódromo mirara hacia Detroit, un sitio donde había habido mucha acción, pese a que Barcelona siempre ha sido un poco reacia a lo negroide. Lo que hicimos fue tirar hacia lo blanco. En todo caso, en la cultura de clubs de la época existía un ciclo que hacía que cuando tenías una cierta edad, abandonabas el entorno. Mucha gente lo dio todo durante seis años y no volvió nunca más a verme. Desapareció, y otra gente ocupó su lugar. Claro, lo que sucedía si trabajabas de DJ era que de golpe te encontrabas ante una nueva audiencia. Gente que no tenía tus raíces, que no había vivido lo que tú. Y entonces intentabas algo muy difícil, que era dejar una impronta consiguiendo regenerar tu pasado para una nueva generación. Y, si podía ser, que los viejos regresaran. Para eso tenías que estar un paso delante, ser el más rápido, tener los mejores aparatos.
Pero, como dice Pepebilly en el documental, “el eclecticismo se va al garete”.
Paco de Lucía llegó un momento en que ya había tocado techo, ya tocaba mejor que nadie en el mundo, y entonces compuso “Entre dos aguas”. Era el siguiente paso. Yo, como DJ, llegó un momento en que ya lo sabía hacer todo, y mejor que nadie. A partir de allí, lo que me la ponía dura era “componer”, para una nueva audiencia, con un nuevo mensaje, en un nuevo club. Volver a crear. Y sigues teniendo tu colección de discos. Lo que cambia es lo que te rodea.
Pero cuando tú en Ocho haces de la máquina algo masivo, ¿no te da la sensación de que has tenido que aparcar la vanguardia?
Sí. Y te da la sensación de que has quedado encasillado a un sonido. Pero te sacrificas porque el local está montado por alguien que confió en ti, ves la ilusión en los ojos de tu nueva audiencia… Y tú, lo que quieres, no nos engañemos, es seguir estando allí arriba, de la forma que sea. Aunque tengas que prostituir un poco tu arte. Pero sigue estando de puta madre, porque yo creo que, ya puestos a chuparla, se la chupas a quien la tiene más larga. Tú haces de esa nueva necesidad, de esa nueva obligación, tu vida. Te consagras a eso. Y a mí me gusta que vengan chavales de veinte o venticuatro años, gente que no conoció Psicódromo, ni el Ocho, a decirme que gracias a mí han descubierto esto o aquello. Siempre existirá una nueva subcultura.
Da la impresión de que la gente de la cultura y la modernidad le dieron la espalda completamente a la máquina, y a ti, cuando esta emprendió su camino más radical (o más populista).
Esa gente no tiene ni puta idea. No ven el esfuerzo y el trabajo que ha tenido que realizar esa persona para cambiar su trabajo y crear un nuevo camino. Un uno por ciento de ellos son los que ahora te respetan y vienen a verte de vez en cuando, porque veinticinco años después se han dado cuenta del valor de lo que hacías. No sé por qué estamos haciendo esta entrevista, porque lo que tendría que hacer es [se pone en pie, empieza a gritar] tirarte ese papel, lanzarte la grabadora a la cara, cogerte del cuello y llevarte a mi local, una hora de sesión, y entonces lo entenderías. Y entonces no me harías una entrevista, sino que estarías luchando en la calle para que me hicieran un puto monumento. Porque soy Nando Dixkontrol, porque llevo toda la vida intentando que este trabajo se dignifique y se glorifique. [vuelve a sentarse]. No por mí mismo, ni por la fama, sino para que los artistas tengan posibilidad de prevalecer. Prevalecer. Da igual si no les gusta lo que hicimos, pero que entiendan el por qué lo hicimos. Hasta un músico de la calle tiene más posibilidades que yo. Lo mío es muy difícil. Lo mío es una puta fábrica. Y como un director de fábrica cada día tengo que inventar algo para que la gente venga y compre mi producto.

Un repeinao Nando, de nuevo en la cabina de Psicódromo, en algún momento de 1990-91
Pese a lo mucho que te ha puteado Barcelona (bueno, el ayuntamiento), sigues amándola.
A mí no me puteó el ayuntamiento, me puteó Pasqual Maragall. Él no era el ayuntamiento. Jordi Pujol era un puto ladrón, no la Generalitat. Los malos no son la policía, los malos son los que abusan del poder. Esta ciudad es la mejor ciudad del mundo. Aquí ha empezado todo. Cuando nos den la razón, estaremos muertos.
Por qué aquí. Por qué Barcelona.
Barcelona es como Ibiza. Ibiza es pequeña para encontrarte y jodidamente confusa para perderte. Barna es una de las grandes capitales del mundo y no hay nada como pasear por el paseo de Gràcia, no hay nada como subir al Tibidabo, no hay nada como irte a Montjuic, no hay nada como bajar por las Ramblas. Te diré algo que nadie sabe: entre las cuatro y media y las cinco y media de la tarde cualquier día laborable, de cada año, tú puedes atravesar la calle Ausias March por el carril central, contra dirección, sin que te atropelle ningún coche [¿]. Hay momentos en el espacio tiempo en que Barcelona se convierte en un remanso de paz increíble. Vete a redescubrir Montjuic, y no por el cruising. En Estados Unidos ya habrían hecho películas en él, de ciencia ficción o de terror. Barcelona es un fuerte, como los de las películas de los indios. Estamos en un punto geográfico perfecto para ser como somos. Rodeados de montañas, con ríos y por mar, un lugar de paso desde hace más de mil años, pegados a Francia, pocas ciudades de Europa tienen nuestra cultura, y tienen un idioma propio, y han luchado por sus intereses como la nuestra. Pocas ciudades de Europa tienen algo como el puto Sónar. El Sónar es la consecuencia directa de Barcelona. ¿Te tiene que gustar la sardana para ser de Barcelona?
Decididamente no.
Claro que no. Esto es una ciudad que permite a todo el mundo ser como le dé la gana. Aquí la gente ha hecho lo que ha querido siempre. Vale, Franco les jodió bastante. Pero no tanto como algunos dicen. Aquí la gente vino a hacerse un hueco y a encontrar un hogar y vinieron de todas partes y a sus hijos les llamaron Jordi. Es una ciudad de oportunidades. Una ciudad donde al extranjero se le da cancha.
Los madrileños creen que viven en el mejor lugar del mundo, mientras que los barceloneses siempre critican a su propia ciudad. Dos perspectivas distintas.
Pues que no me entere yo de que alguien se mete con Barna, que le pego una patada en los cojones. Yo me puedo quejar de muchas cosas, de que mi mujer me ha dejado, por ejemplo, pero jamás me oirás quejarme de Barcelona. Hasta el nombre es bonito. Debería tener una melodía fija. Que tuvieses que decirlo siempre cantando. Mariscal lo pilló bien en aquella camiseta: Bar. Cel. Ona. Yo intenté hacer una canción que se llamaba simplemente “Barcelona” [canta]: “Barcelona / te despiertas / Barcelona / siempre abierta / Barcelona / todo el día / Barcelona/ Tú lo sabes…”.
¿Crees que la demonización de la máquina tiene que ver con el entorno de extrarradio al que se le condenó, tras la ilegalización de los afters urbanos?
No. La demonización de la máquina vino por la ropa de camuflaje, la gente del fútbol y la drogadicción masiva. El público maquinero, al contrario que el de otras tribus, se drogaba de forma pública. Incluso Nando Dixkontrol no ocultaba su drogadicción. Los principales garitos de lo nuestro siempre han funcionado en la periferia. En Madrid podías ir a un club que estaba debajo de la puta estación de Atocha, porque en Madrid está el Estado, el ejército, la Iglesia y el Gobierno. Aquí, para pertenecer en suelo urbano, tenías que conocer a un concejal de tal y cual, gente muy poco abierta a lo nuestro, y ya para eso te ibas directamente a la periferia, donde los alcaldes eran accesibles y no te ponían tantas trabas, la mayoría eran rojos, venían del entorno social. Los barrios rojos siempre dan cancha a los clubes, porque tienen una necesidad de mover a su gente, de tenerla controlada y de sacarle un beneficio.
Por eso os llevasteis la máquina a Cornellà.
Bueno, Cornellà ya estaba en el mapa, pero por la mala fama que tenía. Lo que hicimos con el Ocho, por ejemplo, fue poner: Disco Ocho, Barcelona, salida 5, Ronda de Dalt. Era nuestro esperanto para evitar relacionar el club con ningún municipio. Y el alcalde encantado. Porque si el Ocho iba bien, el alcalde sacaba lo suyo, le dábamos cada año un 5% para el Hogar de Ancianos y toda la pesca. Pero si iba mal, no se decía Cornellà en ningún momento. Se popularizó lo de coger el coche e irse fuera, la gente de Barcelona se iba a l’Hospitalet, unos follaban con otros, se establecía una comunicación Barna-extrarradio. Y era guapo, lo de conducir unos pocos kilómetros y llegar allí, a aquel sitio tan sosegado, en mitad de la nada, donde parecía que había caído la bomba atómica. Nosotros dignificamos aquellos espacios fríos, oscuros, obsoletos, de periferia, y los transformamos en sitios de algarabía, donde había vida. Con un bumba-bumba al que todo el mundo se apunta.
En el documental hay un momento en que sacas de detrás de un sofá el cartel original de Psicódromo, que llevas guardando desde que la noche de su cierre. ¿Dirías que eres una persona nostálgica?
No, yo siempre miro adelante. Me gustan las nuevas tecnologías. Me gusta pinchar matraca dura y tecno duro. Me gusta meter tres o cuatro cosas a la vez. Pero nunca me lo van a permitir. Si me dejasen una sola noche, en el Sónar, delante de cinco mil personas, hacer todo lo que sé hacer, y que llevo veinticinco años haciendo, eso lo cambiaría todo, y ellos lo saben. Pero cada año me veo obligado a llamar a Ricard Robles y pedirle unas entraditas.
¿Te sientes injustamente tratado?
Sí. Pero no por ellos. No por el público, o por el Sónar. Por las circunstancias. Las prostitutas se pueden anunciar en un gran periódico pero está prohibido montar una fiesta a las seis de la mañana. Esto es injusto. La gente tiene derecho a bailar cuando sale el sol, tiene derecho a estar de fiesta mayor y divertirse.
¿Un sitio como el Psicódromo, donde pinchabais más de veinte horas seguidas, y de hecho vivíais allí, se puede repetir?
Sí. Está ocurriendo ahora mismo. Siempre habrá personas que querrán hacer eso, porque lo necesitan, porque no quieren vivir como el resto de la gente. Ellos lo harán por amor, con un sentimiento noble, sin saber si están empezando algo o se les homenajearan con un treinta aniversario. Pasarán desapercibidos, tal vez. No prevalecerán. Porque, a ver, ¿por qué en esta ciudad se pueden hacer fiestas para ancianos, para niños, para todo Dios, y no se puede hacer una para nosotros? Si un ayuntamiento es capaz de normalizar las hogueras de San Juan, por qué no puede ser capaz de darle a lo nuestro una ley que lo normalice. Han hecho leyes para lo de fumar, regulando dónde se puede y donde no. Que nos den leyes para la fiesta de after. Las cumpliremos. El acceso, el agua gratis, los párquings de tal capacidad. Lo cumpliremos todo. Nos dijeron que chapáramos el Ocho y chapamos. Fuimos el único local que chapó. Los maquineros de Barcelona cumplieron la ley; no somos ilegales. Somos gente honrada.
Cuéntame una anécdota del Psicódromo que no le hayas contado nunca a nadie. Se otorgan puntos por bizarría.
Pues resulta que en aquella época teníamos un amigo que se llamaba Toti. Para nosotros era muy viejo, pero debía tener sobre los cincuenta. Trabajaba de encargado en un bar de putas de Pedralbes. Nosotros íbamos a menudo a tomarla a esos bares, pero no por las putas, sino porque eran los que estaban abiertos toda la noche. De hecho, las putas se alegraban de vernos porque pagábamos todas las copas y no queríamos follar. Toti era el que controlaba que los clientes no desfasaran, hablando claro. Era un señor bajito con una gran capacidad para el disfraz. Nos hicimos amigos. El Toti se acostumbró a venir al Psicódromo cuando acababa su turno, a las seis o las siete de la mañana. Solía venir con una puta en cada brazo, y disfrazado de amo de plantación, por ejemplo. Entonces simulaba encadenar a las putas a una columna del Psicódromo, y les ordenaba bailar, como si fuesen sus esclavas. Todo en cachondeo, claro. Otro día vino de sadomaso y dos eslovacas le zurraban a él. Un día vino de torero con dos españolas, esta vez, que le hicieron el paseíllo. Y entonces un día vino sin disfraz. Yo estaba haciendo una mezcla a tres platos y ni me enteré, y eso que normalmente era imposible no enterarte de que había llegado, porque el tío era un espectáculo.
Aquel día fue directo a la cabina y le dijo a Pepebilly: “eh, tú, el del flequillo de portaviones… (Pepebilly por aquella época llevaba tupé psychobilly)… Dile a tu jefe que venga, que aquí le traigo un regalo maestro”. Me fui para allí, y el Toti me entrega una caja de auriculares AKG 101, que eran los auriculares que usábamos en Psicódromo. Cojo la caja, y de golpe noto que se mueve. Acojonado, la dejo encima de un plato vacío. la caja, allí girando. Le digo al Toti: “tío, que la caja se mueve”. Y no por el plato. Él me dice: “no te jode, claro que se mueve, como que os he traído una gallina” [ríe]. Como si le hubiese escuchado, la gallina entonces va y cacarea. Estaba viva. El Toti me dice que la ha traído para que se la tiremos a la gente, que está cansado de lo de los disfraces y las putas y hoy quería hacer algo más espectacular. Y dicho y hecho, me voy al micrófono y digo: “queridos clientes , gracias a la generosidad de nuestro cliente Toti, hoy vamos a arrojar una gallina viva desde la cabina”. Y la tiramos. Cayó al suelo. La gente intentó cogerla, pero era imposible. Es muy difícil, coger a una gallina viva. En Rocky II lo dicen: “si puedes atrapar a una gallina serás más rápido que tu contrincante”. Estuvo toda la madrugada pul7ulando por el club, revoloteando de aquí para allá. Al final la gallina escapó volando, cuando abrimos, ya al mediodía. Volando. Volando de verdad. Es un hecho poco conocido, pero las gallinas pueden volar como cualquier otro pájaro, en situaciones extremas. La gallina salió volando y se metió por debajo del puente que hay al lado del Psicódromo, el de la vía del tren. Y lo siguiente que sucedió no te lo puedo contar, porque es demasiado fuerte y además no se lo creería nadie.
Kiko Amat
(Esta es la entrevista sin cortes que le hice a Nando Dixkontrol para mi pieza sobre el aniversario del club Psicódromo en El Periódico de Catalunya. En la pieza aparecía solo un 10% de la charla, que les cuelgo aquí para su asombro, terror, admiración y disfrute. Todos los derechos son de Kiko Amat. Si cortan, usan, repiten beodos en bares, difunden en guarsap, citen la fuente o su autor les maldecirá. Mi agradecimiento a Nando Dixkontrol, por prestarse a la conversación, y a Álex Salgado, co-director del documental Ciudadano Fernando Gallego: baila o muere, por hacerla posible)
Kiko Amat entrevistó a LOQUILLO (la charla sin cortes)
“Barcelona tiene una cuenta pendiente con la cultura pop”
El veterano músico se convierte en raconteur en Chanel, cocaína y Dom Pérignon, un anecdotario de oficio, farándula y tribu que mapea la (excelsa) Barcelona de 1985 a 1989.
Me cito con Loquillo en el 99%, un “moto bar” de Les Corts que es mitad reducto rocker y mitad capilla dedicada a José María Sanz, alias “Loquillo” (o simplemente Loco, si ingresas en la cofradía). Y hablando de santos: Loquillo sigue siendo alto como un San Pablo. Lleva un traje oscuro que es pura geometría, nomeolvides de gánster del Soho y mocasines Montecarlo 1965. Más Gainsbourg que Rat Pack, para entendernos. Lo único que ha cambiado en él es el icónico tupé, que de un tiempo a esta parte aparece nevado, como las cumbres del Canigó. Pero no se dejan engañar por las canas. Es el mismo Loquillo. Su último libro se centra en su Segunda Venida (condal): el periodo 85-89, cuando Barcelona parecía la capital de un Imperio y Loquillo un conquistador que regresaba, triunfante. Un tiempo y un lugar fascinantes de los que, como él mismo apunta, “solo quedan cenizas”.
Dices que este es tu último libro de memorias, y has decidido terminar con tu segunda fase barcelonesa. Tu regreso, del 85 al 89.
He escrito ya varios libros contando mi periplo, que abarcan desde el 72 al 87. De mi infancia a mi adolescencia rocker, la formación del grupo, la ida a Madrid… Pero yo quería acabar con este, y la razón es sencilla: lo de después es aburrido. Las biografías de artistas que se centran en el éxito y los excesos son muy aburridas. A mi me interesaba contar los inicios, los porqués y las razones. Qué hacían unos chavales de veinte años en medio de todo aquello viviendo vidas que no vivirá la mayoría de gente. La Barcelona preolímpica fue un momento de lucidez, y gestó a una generación que ahora maneja la escena musical en la ciudad. Del mismo modo que los primeros okupas de mediados de los ochenta en Barcelona son la antesala del todo el movimiento libertario en la ciudad. Esto ocurrió aquí.
Aquí la subcultura siempre ha sido muy sub. Nunca ha interesado a nivel oficial o de prensa.
Mira, mi padre era tanguero, del Clot. Iban con fular y su sombrero por el barrio, en plenos años treinta. Eran una subcultura. Y me da rabia que no se hable de esas cosas. Cuando me dieron la medalla de la Ciudad de Barcelona le conté a Pisarello, el teniente de alcalde, que es argentino, que Gardel a su llegada a Barcelona se convirtió en un fenómeno. Una fiebre. Pero a él ni le sonaba. Existe una gran ignorancia sobre la historia cultural de esta ciudad. Barcelona, el area metropolitana de Barcelona, que yo siempre he llamado Distrito Federal, tiene una cuenta pendiente con la cultura pop, con la cultura rock. Todos los consistorios han obviado nuestra cultura y han dado la matraca con la nova cançó y la rumba catalana. Es hora de que se empiece a contar la historia del pop en Barcelona.
No tengo muy claro por qué hemos aceptado que Madrid era «la» ciudad rocanrol, cuando del 84 al 90 los grupos que importaban eran de aquí.
Yo siempre he estado en medio de las dos ciudades. Viví la Movida en Madrid porque en Barcelona en aquel momento no había futuro para el rock’n’roll. Y cuando regresé aquí, fue porque Madrid ya era un circo folklórico donde no existía nada de interés, y donde gente como Mecano u Hombres G eran la nueva movida (en breve la movida será incluso Miguel Bosé). Las grandes bandas madrileñas, como Gabinete o Pegamoides, quedaban lejos o se habían disuelto o empezaban a cambiar para mal. La Movida en realidad duró tres años, hasta el cierre de Rock-ola en el 84. Y en ese momento Barcelona se alza, y además lo hace mediante la iniciativa individual. En la vida eres individual o colectivo, y a mí no me gusta lo colectivo. En aquel momento nos abrimos paso una serie de individualidades, desde todos los ámbitos: rocanrol, mod, punk, gótico… Al principio nadie les hacía caso, grandes bandas tocaban en bares. Los Negativos, uno de los grandes grupos barceloneses de la década, eran un grupo desconocido. Pero aquel pequeño grupo de aberraciones hacía mucho ruido. La diferencia con Madrid, donde la gente interesante también era minoría, es que desde los medios y las instituciones se les apoyó y se vendió aquello como la panacea, y en Barcelona ocurrió lo contrario: el fenómeno se silenció. La prensa en Madrid iba toda a una; el apoyo era total. En Barcelona se ignoraba a las bandas. Se abrieron paso mediante trabajo. Puro curro. Nadie habla de curro. Por cierto, ¿te acuerdas de aquellos suplementos que se sacaban en la prensa de aquí sobre las tribus urbanas?
Por desgracia sí. Aún me despierto sudando en mitad de la noche.
¡Pero dónde váis! ¡Ridículos, que sois unos ridículos, no os enteráis de nada! [ríe] No acertaron ni una. No pillaron nada. Por tanto existía un componente de secreto, de esto está pasando pero nadie lo muestra.
Es una vieja batalla, en todo caso, la de la “autenticidad” entre las dos ciudades.
Madrid triunfó en su momento precisamente porque hacía alarde de no-auténtica. Cualquier tío podia llegar del pueblo, cardarse el pelo y estar en el ajo. No se pedían credenciales. Y a la vez creo que Barna peca de auténtica. Yo me fui de aquí (dos veces) porque me asfixiaba ese vampirismo: la ciudad te lo saca todo. Es importante largarse de aquí a tiempo, si no te sucede como en la película de Buñuel; no sales nunca.
A la gente que te ve como duro crítico de las deficiencias de Barcelona tal vez les sorprenda el tono de orgullo condal que rezuma Chanel…
Barcelona en ese periodo estaba claramente por encima. Es innegable. Del mismo modo que en 1981 iba muy por detrás. Yo vi como Madrid se alzó y también como su historia se convirtió en un circo. Al mismo tiempo, conviene recordar que mucha de la gente que empezó lo del 80-81 en Madrid venía de la Barcelona libertaria de finales de los 70, que era la ciudad más libre y alucinante del mundo. Ouka Lele y García-Alix estaban aquí antes de irse para Madrid. Almodóvar presentaba sus primeros cortos en Barcelona. Creo que ambas ciudades se necesitan, el péndulo tiene que ir oscilando de una a otra (aunque me apena ver que esto ya hace tiempo que no sucede). No sé si es orgullo; quiero hablar de una generación de jóvenes que la liaron muy gorda, y encima sin subvenciones, sin ayuda de compañías. Ningún apoyo. Y pese a eso, ponías la radio en 1987 y solo salíamos barceloneses: “La mataré” era #1, estaban Los Rebeldes, Brighton 64, El Último de la Fila… Decibelios, que eran de El Prat, vendían un montón de discos. Pero en Madrid gozaban de una infraestructura de locales que aquí no existía. Allí todos se juntaban en los mismos sitios. Aquí cada uno iba por su lado: rockers por aquí, teddy boys por allí, punks por acá, mods por allá…
Bueno, pero aquí las tribus no se zurraban. Éramos más civilizados.
Yo diría que éramos demasiado pocos [ríe]. No podíamos ni pegarnos. Dicho esto, existía un personaje llamado El Príncipe que era quien repartía hostias sin hacer distinciones entre tribus, y ponía orden [ríe]. También teníamos numerosas evoluciones e involuciones: rockers que se volvían mods y mods que se volvían rockers.
Siempre te he visto como un personaje muy adulto, y digo esto como elogio. No te veo la parte de tarambana juvenil, con sus piques e inquinas, caprichos y veleidades…
Soy hijo único de padres mayores. Mi padre había estado en la cárcel y en el exilio. Yo era hijo de alguien que había pringado diez años de su vida. Un preso político. Eso lo notas en casa y te da mucho coraje. Y en mi casa de 50 metros cuadrados vivíamos cinco personas: mi madre, mi madre, mi tía, mi abuela y yo. Yo vivía en el pasillo, en un sofá. Cuando esa es tu situación lo que haces es salir a la calle, y el barrio del Clot era del todo callejero. Nosotros crecimos en la calle. Ese fue nuestro bachillerato.
La mirada de Chanel… es serena y adulta. No vas a saldar cuentas de juventud.
No me interesa poner a parir a nadie, ese tipo de biografías son muy infantiles. Mis libros son casi de aventuras, Los Cinco y los Trogloditas. No es un ejercicio literario. Es un libro escrito con urgencia e inmediatez que intenta plasmar un momento concreto. Además, por aquel entonces éramos todos gallitos metidos en un corral pequeño, a ver quien la tenía más larga y tal. No te lo puedes tomar muy en serio.
Me gusta tu dicotomía de artista que aún hace alarde de orgullo de tribu pero que a la vez supo trascenderla a tiempo.
Siempre he sido pandillero, pero nunca he querido formar parte de clubs motoristas o bandas de delincuentes (porque no olvidemos que en aquel entonces la frontera entre rock’n’roll y delincuencia no estaba muy definida). Yo salí rebotado de mi tribu ya en la época de Los tiempos están cambiando, en 1981. Fui rocker y teddy boy antes que nadie, entonces me fui a londres y vi que los Clash eran una banda de rock’n’roll. Cuando volví aquí y empecé a decirlo, me convertí en la persona más vilipendiada del mundo del rock [ríe].
Cuando la ortodoxia se te tira encima es que estás haciendo algo bien. De otro modo te hubieses quedado haciendo rockabilly toda la vida.
Hay que salirse de lo esperado. ¿Qué fotógrafo está fotografiando a todos los grupos de España? ¿Tal? Pues con ese no hay que hacerse las fotos. ¿Quién es el productor de moda para grupos de indie rock en España? Ricky Falkner. ¿Y para el rock? Carlos Raya. Pues ninguno de esos dos tiene que producirme el nuevo disco. Esa siempre ha sido mi fórmula. Si todos tiran para esa línea, me voy a la contraria. Esa es la mejor forma de sobrevivir a las modas.
Siempre te has rodeado de los espíritus individuales de cada generación. En Chanel… aparecen una serie de personajes únicos y 100% icónicos y barceloneses, desde Fray de Decibelios a Tutti.
Para ser como los demás ya están los demás. En un momento en que no había MTV, ni siquiera casi emisoras de radio, la gente se inventaba su propio personaje. Con el tiempo todo se globalizaría más rápido, salía Kurt Cobain por la televisión y a la mañana siguiente había cincuenta tíos vestido como él. Pero aquí, en la época en que estamos hablando, las pintas que llevaban Tutti, Carlos Segarra, o Fray de Decibelios… Aquellos tíos se inventaron unos personajes tremendos, cosas únicas. A Fray, en el viaje a Vic que cuento en el libro, en 1985, le confundieron con un Hare Krisna. El tío que vino a frotarle el pelo no había visto nunca un skinhead, claro [ríe]. Para que veas como estaban las cosas. Esa era la España real de 1985. La gente se piensa que ya éramos supermodernos por aquel entonces, con los Juegos Olímpicos y el PSOE y no sé qué, pero salías de Madrid y Barcelona y el resto del país parecía una república del Este de los años cincuenta. Todo muy carpetovetónico. Nadie sabía de qué iba nada, y éramos muy jóvenes.

Felpudo y tirantes: Fray (Decibelios)
Tu libro no es nada épico. De hecho, la mayoría de situaciones dan risa.
Es que por mucho que fueses de tipo duro, a los veinticuatro (y yo era el mayor) no parabas de meter la gamba. El el libro cuento todos los gafes relacionados con el Reanult Caravelle del 64 que me compré en 1986. Mientras yo creía que lo tenía aparcado en el garaje de uno de los Trogloditas, en Vic, resulta que su padre lo había estado utilizando para transportar sacos de cemento. Algo más tarde, cuando Sabino y yo conseguimos limpiarlo y lanzarnos a la carretera, nos extrañó que todos los conductores nos saludaran. Pero no era un saludo: ¡la rueda izquierda estaba ardiendo! [carcajada]
En el libro repartes unos cuantos capones a los garajeros y rockers “auténticos” de la época.
Los Trogloditas éramos un grupo de garaje que, de repente, triunfó. Detrás nuestro salió un montón de gente cuyo mayor atributo era la “autenticidad”. Pero es lícito sospechar que muchos de ellos no daban para más. Uno intuía que no había nadie pilotando el barco [ríe]. Creerse en posesión de la verdad absoluta es peligroso. Esos mismos “auténticos”, after-punks del Rock-Ola que se dejaron flequillo de un día para otro y, ya en el Agapo, decían que solo escuchaban garaje de los 60, acabaron escuchando grupos horripilantes. Y a nosotros, que habíamos sacado un elepé llamado El ritmo del garaje tres años antes, todo aquello nos hacía mucha gracia. Kike Turmix, que echaba pestes de la “ful modernilla” e iba del más auténtico de todos, había sido azafato y chico para todo en La Edad de oro. Cosa que le tuve que recordar una vez, por cierto. Dicho esto, mis capones son sin saña, porque todo aquello eran juegos de chavales. Que si escuchas tal grupo o llevas tal pinta ya no te hablo. Cuando yo empecé a llevar esmoquin lo hice por lo mismo, al revés: para tocar los cojones.
Siempre te ha gustado, eso. Tocar un poco los cojones.
Yo tengo dos baremos. El primero es que cuando la prensa te pone bien, empieza a preocuparte. Eso quiere decir que no vas a vender un puto disco. Cuando la prensa te pone fatal, eso es la polla y vas a triunfar. Así que nunca me ha importado que la prensa me pusiera a parir. En cuanto a los críticos, prefiero a un tío que sea mi némesis pero tenga criterio que a otro que un día haga una crítica positiva de David Bisbal y a la mañana siguiente otra, también positiva, de Southside Johnny.
Tu mirada siempre ha sido urbana. En el libro comentas más de vez tus numerosos desencuentros con el mundo de comarcas. Vic, particularmente.
A Sabino le dije muchas veces (en coña) si no podía haber encontrado a unos Trogloditas en Cornellà o Badalona, joder. Lo que pasa es que los Trogloditas estaban en el Karma o no sé dónde aquel día, y les reclutamos. Yo iba a Vic y no entendía nada, y ellos tampoco a mí. En Vic la gente escuchaba a [rictus de horror] la Companyia Elèctrica Dharma. No tengo nada en contra de ellos, pero ¿no sirvió para nada el punk? Para mí la Dharma era el ejemplo perfecto de lo que No Tenía Que Ser. Existía un fenómeno que es algo a estudiar sociológicamente: el progre reciclado. Un tío que hacía jazz-rock y un día vio a The Police (grupo fake por antonomasia), se cortó el pelo, se puso una corbatita fina y se unió a la nueva ola. Eran gente que tenían cinco años más que nosotros, que se las daban de punks y nuevaoleros y modernos, y que como tocaban “mejor” se creían que se lo iban a llevar de calle. Existía una división generacional muy grande, un antes y después. Canet del ‘78 dejó esa ruptura muy clara, cuando los progres llamaron “pija” a Blondie. Pero yo les vi aquel día y me cambió el mundo. ¡Ya era hora!
El problema era la edad, que cantaban los Brighton 64.
Sí. La edad era vital. Aquellos cinco años eran un abismo. Con Quimi Portet no llegamos a un acuerdo para producir El ritmo del garaje porque ellos aún eran de la mentalidad de que había que grabar con muchos profesionales, y yo solo grababa con mi banda. Nos dividía una generación. Se veía en la prensa, en la radio. Yo fui con Los tiempos están cambiando a la radio y Pallardó dijo que era un homenaje a Dylan. Tuve que indicarle que era precisamente todo lo contrario, y encima el disco estaba dedicado a Phil Ochs. Ellos no paraban con la turra de Sisa y “Qualsevol nit pot sortir el sol”, pero ¿sabes qué? Nosotros no queríamos ver salir el sol.

… y un Piknik genial. Los Negativos, 1986.
Antes has mencionado a Los Negativos, una de las grandes bandas ninguneadas de esta ciudad.
Los Negativos, de quien por cierto versioneé “Viaje al norte” en mi último disco, Viento del Este (2016), fueron la banda que mejor ha recogido la trayectoria del pop español. Desde Los Pekenikes hasta su época. Y no eran solo una banda rock. Tenían pasión por la estética, la cultura, el cine… (ningún movimiento juvenil digno ha sido solo musical). El grupo estaba compuesto por cuatro personajes interesantes en sí mismos. Yo fui muy pesado con ellos, era muy fan, siempre hablé de ellos en Madrid, llevaba sus maquetas y discos a todas partes. Pero pasaron desapercibidos, también en nuestra ciudad. Aunque llegaron a tocar en las fiestas de la Mercé de 1986, precisamente el mismo día en que le pegué el famoso bofetón a Ignacio Julià [ríe]. Creo que no fueron comprendidos, ni siquiera entre la post-movida y los renacidos del garaje. Ellos estaban en medio de todo. También creo que en Madrid habrían tenido una carrera más larga. Madrid respeta más el legado pop. En Madrid hubo unanimidad para darle a Rosendo la medalla de la ciudad. Pero cuando me la dieron a mí generó una gran controversia.
Tal vez sea porque siempre has sido franco con el tema de los narcóticos. En tu libro hablas con gran desenfado de tu querencia por la estimulación artificial.
[ríe] Odio las biografías rock donde se censura la parte de las drogas. Pero también odio las que solo hablan de drogas. Las drogas, simplemente, formaban parte de aquello. Éramos chavales que experimentaban. Vivimos el inicio de la ruta del bacalao. Valencia era el lugar más divertido del mundo. Y no sonaba chunda-chunda, sonaban The Cult y The Sisters of Mercy. Soy de la generación de las anfetaminas. La heroína no la veo como algo de mi generación, y eso que casi destruye a mi banda. Pero para mí no tenía nada que ver con nosotros. Era una cosa de hippys, algo de los otros, de la generación anterior. A mí me gustaban las drogas aceleradoras: empezabas con los optalidones de tu madre y de allí a lo siguiente. Pero a la vez nos gustaba el lujo, en drogas y en todo. No quería vivir en un piso ocupado. Yo quería una suite de cinco estrellas. Mi padre, en la Guerra Civil, fue uno de los que ocupó el Ritz. Cuando uno de los primeros grupos de okupas vinieron a pedir que les echara una mano a mediados de los ochenta les dije que me llamaran el día que ocuparan el Ritz [ríe].
En el libro tocas el tema de la construcción de tu “personaje”, el Loquillo icónico, sin debilidad, ni miedo ni tristeza, noble, sólido…
En este libro no salen tristezas porque las tristezas vivieron luego. Además, mi padre me enseñó a sonreir cuando peor iban las cosas. Mi madre, que tuvo a tres hermanos en la cárcel, era muy oscura. Mi padre era la luz. En la época que cuento en el libro mi personalidad era reflejo de mi padre: siempre p’alante, disfrutando los veinticinco años. La construcción del personaje se me puso a huevo. Contrariamente a lo que suele creerse, un artista cuando sale un escenario no actúa; actúa cuando está fuera de él. El personaje de Loquillo lo construí como coraza. Para protegerme. Pero en el escenario me permitía ser yo. A la vez, yo soy Frankestein: soy hijo de todas las personas que me influyeron. Tomé de Gay Mercader, de Carlos Segarra… Y de todo aquello salió el monstruo.
Eres un poco como Dean Martin. Me pregunto si alguien ha traspasado esa coraza que llevas alrededor.
Soy muy celoso de mi intimidad. No tengo redes sociales. Ni whatsapp. No quiero depender de las tecnologías. Parte de esa coraza que mencionas está hecha de mis amigos de siempre. Y te voy a decir algo: acerté. Porque al ganado se lo conoce en la recta de salida. Los que me acompañaron acabaron siendo los número uno de algo, fuese la delincuencia o la hostelería. Si he tenido etapas bajas han venido precisamente porque me rodeé de las típicas ladillas que, como un sarampión, en el mundo del rock tienes que pasar. No hay nada peor para un artista que tener una corte de ladillas. Aquellos a quienes siempre les van mal las cosas y son trepas. De ellos tienes que deshacerte. Porque dan mala suerte. Yo en el 85 había vendido ya 100.000 discos, y aún no había empezado el verdadero pelotazo. Era lógico que se me pegara algun ladillero [ríe]. También tiene que ver con la coraza el hecho de que me haya tomado esto como un oficio. Yo siempre he querido trabajar, y he priorizado mi oficio. Alguna gente pasó por esto del rock’n’roll como si fuesen unas colonias de verano, pero para mí esto era algo más. Era algo serio.
Todo el mundo se llena la boca con el barrio y el eco del gueto, pero tú siempre has dicho que si eres de barrio de verdad lo que quieres es largarte.
La prioridad número uno de un chaval de clase obrera: largarse. Y punto. Mi abuelo era estibador, mi padre era estibador y yo sabía que por nada del mundo iba a ser estibador. Por mucho que los respete y quiera. Cuando yo crecí, el rock’n’roll era un clavo al que agarrarte si querías escapar del destino de tu clase social. Si hubiese nacido diez años antes habría sido torero. Me habría tirado a la plaza. Pero me tiré para el espectáculo. En mi casa Manolo Escobar era Dios. Además, festejava con una chica del edificio. Una de las primeras fotos firmadas que tuve fue de Manolo Escobar. Mi madre lo adoraba. En mi barrio Manolo Escobar era Dios, lo escuchabas por todas partes. Esa mitificación del artista fue parte de mi infancia. Gracias a ello empecé a pensar en perseguir un tipo de vida distinto. No quise quedarme allí y casarme con la hija de la vecina.
El único artista de la mal llamada “nova cançó” de quien hablas elogiosamente en el libro es Quico Pi de la Serra.
Quico era un disidente. Los suyos le habían dado la espalda. Era un tipo que iba más allá, que se interesaba por la gente joven, por la música pop, que buscaba nuevos caminos. Sin Quico Pi de la Serra yo jamás habría hecho “La mala reputación”. Quico me puso en contacto con otra Barcelona: pero no la laietana o la del jazz-rock, sino la de Candel, la de Marsé, incluso la de Bocaccio. Me enseñó muchas cosas. Y era muy divertido ir con él a los sitios. Vernos juntos descolocaba a los de su bando y a los del mío [ríe]. Se ha sido muy injusto con él. Con él y con Ovidi Montllor. Eran los que iban por delante.
Ahora se redignifica el sonido caño roto, el jazz-rock layetano o la rumba catalana. A juzgar por el libro, no parece que tú hayas cambiado de opinión respecto a ninguno de los tres estilos.
Los layetanos te miraban por encima del hombro si no habías ido al conservatorio. Pero yo aún no sé tocar la guitarra, y he grabado 32 discos y he vendido tres millones y medio de álbumes. Me pregunto de qué servía tanto conservatorio [ríe]. Con los años he hablado con gente de aquella escena y todo bien. Pero en aquella época nos despreciaban, y eso no se olvida. Y además, su música era un coñazo. Yo a los diecisiete, como era alto, pintón y DJ, siempre ligaba con chicas mayores que yo, e ir a su casa era peligrosísimo. Sabías que en algún momento iba a caer Iceberg. Al final no te salía a cuenta, la verdad. Me sigue haciendo gracia que gente como Pancho Varona, un músico que toca con Sabina, diga que ellos eran muy rockeros porque escuchaban a King Crimson y Pink Floyd. No entiendo que sigan pretendiendo ocupar un espacio que no les corresponde. Siguen sin enterarse de nada. Mucha tienda de campaña y muy poco Free Cinema. Yo no sé qué es el duende ni el karma, pero he visto a The Clash dos veces, y eso me basta.
Kiko Amat
(Esta es la versión sin cortes de la entretenidísima charla que mantuve con Loquillo en uno de sus feudos históricos, el 99% Bar, hace un par de meses. Lo pasamos muy bien y encima pasaron The Leather Boys por la televisión. La entrevista con ligeras ediciones, y con dos páginacas menos -por cuestiones de espacio-, se publicó en El Periódico de Catalunya del 14 de julio del 2019. Todo esto es propiedad de Kiko Amat; pueden citarlo a placer, pero mencionando la fuente)
FLAKO: “En este país no hay mayor ladrón que un banquero”
El mítico butronero madrileño, apodado “el Robin Hood de Vallecas”, publica sus memorias Esa maldita pared (libros del K.O) y sube al podio de la crónica negra nacional.
Flako atracaba bancos que era un primor. Nació en Vallecas, y aprendió el oficio de butronero (acceso por cloacas + boquete en tapia) de su padre, artista del gremio. Aquel hombre le mostró no solo la parte técnica del tema, sino el indispensable decálogo deontológico y ético que debe acompañar a toda carrera delictiva que se precie (como Dexter, para entendernos, pero sin convertir a nadie en albóndigas). Siguiendo sus especificaciones, y añadiendo algún avance de cuño propio, Flako consiguió butronear un número asombroso de sucursales bancarias. Inevitablemente, al final le pillaron (ante las cámaras de televisión). Lo acusaron de siete atracos, cumplió condena por dos y actualmente disfruta de tercer grado penitenciario. En Soto del Real empezó una relación epistolar con el cineasta Elías León Siminiani, y de esa amistad nacería el documental Apuntes para una película de atracos. El propio Elías le instó a escribir su historia en primera persona. El resultado, Esa maldita pared, es una autobiografía criminal llena de violencia, humor y familia, que recuerda tanto a Edward Bunker o Rififí como al “Corre corre corre que te van a echar el guante”
Te llamaban “el Robin Hood de Vallecas”, pero la parte de dar a los pobres se te olvidaba un poco…
La verdad es que sí. Eso sucedió en el robo de la calle Alcalá 74, el banco de Santander, por el que estoy cumpliendo condena. En un momento del atraco la gente se empezó a poner nerviosa, y yo también me puse nervioso, y esa fue mi forma de calmar a la gente, haciendo una broma. También fue en parte homenaje a mi padre, que tras sus atracos sí ayudó muchísimo a la gente y a sus amigos. Fue algo simbólico. Yo he ganado dinero y he ayudado a mi familia y a los míos. No daba para más.
Los criminales, y algunos escritores, tenemos un “estrecho círculo de empatía”. Podías compaginar el afecto extremo hacia tu familia y amigos con el desprecio puntual hacia víctimas o testigos.
Atracar un banco es un oficio que requiere violencia. No es lo mismo atracar que robar (cuando entras por la noche, coges el dinero y te vas). Atracar requiere intimidación física. A la hora de empuñar un arma real estás desprendiendo violencia, aunque no la utilices. Yo he pedido perdón a las víctimas, que no tenían la culpa de que a mí se me cruzaran los cables por la mañana y decidiese que me tocaba atracar un banco y arrasar con lo que se me pusiese por delante. Esta disculpa es sincera: las víctimas de mis atracos no tenían culpa de mi locura. A la vez, dentro de lo que cabe, siempre he intentado utilizar el mínimo posible de violencia, y ser el máximo de educado posible, a la hora de realizar un atraco. Parece contradictorio, pero es así. En mí último atraco, el Bankia de la calle Pilarica nº23, donde me detuvieron, en el sumario se especifica que uno de los atracadores, de complexión gruesa, que se declara líder de la banda, da las gracias a los allí presentes por su colaboración y les pide perdón por las molestias ocasionadas. Pero a la vez no vas a atracar un banco con una barra de pan. Entras con una pistola y cagándote en Dios y amenazando con matar al que no se ponga firmes. Pero es más teatro y paripé que otra cosa. Igual que en las películas.
Bertoldt Brecht dijo que “el robo de un banco no era nada comparado con fundar uno”, y tú dices que “atracar bancos es un oficio honrado”. Solo dañaste a corporaciones.
Totalmente. Que les den por el culo. En el atraco del Bankia retuvimos a empleados del banco y a algunos clientes, y a nadie le desapareció nada. Todos llevaban carteras, collares, y salieron de allí como habían entrado. En el atraco del Bankia había sobre el mostrador una bandolera tipo hippy que contenía unos 2000 euros en billetes y paquetes de monedas, y como era de una clienta no nos lo llevamos. Una empleada nos ofreció su cartera y la rechazamos. Solo queríamos lo de Bankia. Íbamos a por las preferentes, y así se lo dijimos. Yo nunca he robado un coche ni una moto, nunca he tenido una televisión robada, no he comprado móviles robados. Mi única forma de delinquir ha sido el atraco de bancos. En este país no hay mayor ladrón que un banquero o un político. Cristina Cifuentes solo llegó a robar unas cremas, porque la pobre no daba para más. Yo robaba bancos.
¿Percibes que la gente, sea en la cárcel o en la calle, te quiere más por haber sido atracador de bancos, en lugar de caco callejero o ladrón de pisos?
En la calle sí. Sobre todo cuando los vecinos se enteran gracias al documental o el libro. Un vecino mío da la casualidad de que había sido director de sucursal bancaria, y el tío me dijo que había hecho bien. En la presentación del libro una anciana me dijo también que muy bien hecho. La gente mayor, especialmente los de izquierda, o los que han sido engañados por los bancos, me felicitan. Pero en la cárcel es distinto: hay mucha envidia, y mucha comparación entre delitos: si alguien lleva más tiempo en prisión por un delito que considera menor al tuyo, te cogen ojeriza. Los funcionarios de prisión no: ellos me decían que tendría que haber robado más bancos.
Tu libro es una memoria delictiva, pero también una carta de amor a tu padre, “El Peque”. Le dedicas muchos elogios, pero debía ser angustiante para un niño vivir con un criminal de personalidad volátil.
Mi padre era muy bajito y campechano, pero tenía un pronto que asustaba. A veces era proporcionado, pero a veces dejaba ir una violencia extrema. A mi padre le gustaba mucho ir a ver al Rayo, y una vez en que estaba en una plazoleta con sus amigos, que eran gente mayor, unos del Sevilla se metieron con él por la bufanda del Rayo que llevaba. En la trifulca que siguió, mi padre le rajó la cara a uno con un botellín, lio un cipote de la hostia. Pero en el día a día no era así. Su arranque jodido era ocasional. Yo, como ya le conocía, siempre le intentaba tranquilizar. Mi padre tenía muchos más cojones que yo.
Los niños se amoldan muy rápido a la excepcionalidad o la rareza. Para ti debía ser normal que tu padre apareciese con dos ladrillos de coca…
Todo fue sucediendo de una manera muy llevadera. Yo de niño había escuchado la palabra “butrón”, y mi madre me había insinuado a que se dedicaba mi padre. Pero como vestía muy bien, siempre iba con zapatos Martinelli, sus vaqueritos y chaqueta de cuero, a mí me costaba creerlo. No le veía abajo en las cloacas lleno de mierda. Me chocaba. Pero luego, con el tiempo, lo fui aceptando. Lo de la coca, al principio, fue un poco por casualidad. Unos amigos suyos cayeron presos en la época del famoso intento de asesinato del abogado Rodríguez Menéndez aquel. Mi padre empezó a mover su producto para echarles una mano mientras estaban dentro. Cuando hubo vendido lo que tenían dijo que ya no seguía. Yo era muy pequeño cuando sucedió aquello. Luego, ya de adolescente, lo volví a ver en la época del bar Driver, que llevaba mi padre, y ya me pareció normal. Me pareció tan normal que me puse yo mismo a hacerlo.
A los dieciséis estás hasta el cuello de atracos, farlopa y malandrismo. No sé si esa euforia, que tan bien comunica tu libro, pierde sentido cuando la contrastas con los momentos trágicos (tu detención, el ingreso en la cárcel cuando tu mujer está embarazada…)
Yo me arrepiento de cosas que no he hecho, pero no de lo que ya hice. A lo hecho pecho, y ya está. Pero igual debería haber sido más precavido. Supongo que por lo que pasé yo merece la pena si sales después de cuatro años y estás forrado y ya no te hace falta trabajar, tienes cuatro pisos entre Vallecas y Moratalaz, un coche majo, dos negocios, cuatro plazas de garaje y a vivir… Pero para seguir trabajando… [ríe] Yo soy mileurista. Mira lo que habré sacado con mis atracos que sigo currando.
Me da la impresión de que los criminales son como los pescadores, tienen cierta tendencia a magnificar sus gestas. Pero lo tuyo se antoja sincero.
Sí. La gente suele aumentar botines y delitos. Yo si no quiero contar algo no lo cuento, pero no digo mentiras. La gente que conoce mi historia la leería y vería que no estoy diciendo la verdad. Yo más que exagerar mis hazañas he tenido que esconder cosas. Y otras veces me he quedado corto. Cuando escribía en el libro sobre lo de trapichear con drogas, hablaba de una cantidad mucho menor que la vendíamos realmente. Un día mi primo Chispi, hablando de ello, me dijo la cantidad real, y me quedé de piedra. Otras anécdotas que parecían exageraciones quedaron fuera del libro. Cuando aún teníamos el cuartel general de la droga en casa de mi primo, salíamos con un cuarto de kilo de cocaína cada uno de su casa, tres veces por semana: él lo llevaba en unos libros, que dejaba en la guantera del coche, a la vista, y yo los metía en los bolsillos de un chándal que llevaba en una percha, no puesto. Alguna gente diría que eso es muy peliculero, pero fue así.
¿Cómo llevaban vuestras madres, abuelas y tías todo ese ir y venir de cocaína y actividades sospechosas?
Mi madre, hacia el final de mi carrera, ya se imaginaba lo que estaba haciendo. Por la gente con quien me juntaba, por lo que salía en televisión. Cuando veía que cuatro encapuchados habían entrado por las cloacas a un banco del barrio de Salamanca, se olía que tenía que ver conmigo. Mi abuela paterna también. Se imaginaban cosas pero no el alcance. Mi abuela me veía con mucho dinero y de viaje, pero no sospechaba que atracaba bancos. Me decía: “ten cuidado de que no salga nuestro nombre por ahí, que con tu padre ya la tuvimos”.
Me sorprende que con tanto despiporre no te engancharas a la cocaína, en plan Lobo de Wall Street.
La droga nunca entró en mi día a día. Lo utilizaba para ir de fiesta de tanto en cuando, con los colegas, pero yo tenía un trabajo fijo que no quería perder, me duchaba, hacía la comida… Nunca llevé ese tipo de vida. Para mí era un aperitivo, lo que me ponían con las copas. Pero si no tomo copas, no me meto rayas. No va con mi carácter. Además, ahora no podría ni aunque quisiera, porque estoy con la condicional.
Edward Bunker dice en todos sus libros, con diferentes frases, que “la culpa era de la sociedad”. La sociedad le trató con una violencia terrible, y le obligó a dejar de ser un niño.
Bueno, Bunker estuvo enganchado a la heroína inyectada. En aquella época no era tan fácil encontrar hipodérmicas, lo hacían con una aguja y un cuentagotas. Era otra época, y su familia estaba más desestructurada que la mía. Salvando la separación de mis padres, y lo de que mi padre fuese atracador de bancos, crecí en una infancia que quizás podría haber sido mejor, pero que no fue infeliz. Podría haber recibido una mejor educación, eso sí, podría haber estudiado… Pero no creo que a mí me hiciese así la sociedad. A mí me hizo así mi padre. Pagar con cárcel, estar separado de mi hijo, me ha hecho recapacitar bastante. Si no tuviese un hijo quizás hubiese salido de la cárcel rebelde y con ganas de más guerra.
Una pregunta de neófito: con la de atracos que perpetraste, ¿por qué en el libro solo aparece el primero (abortado) y el último (cuando te trincaron)? ¿Es una decisión consciente, lo de omitir las victorias?
[ríe] Hombre, no. Es que yo estoy cumpliendo condena por esos dos. La policía me imputó siete. Pero solo puedo hablar de aquellos por los que fui condenado. De lo que no fui condenado, como no he sido, no puedo hablar. Se parecen mucho a los atracos que yo he cometido, eso sí. Pero los testimonios de los testigos no encajan con mi fisonomía, y los atracadores iban encapuchados, según se ve, así que tampoco pudieron identificarme en ninguno de los siete.
Cuando yo era niño, en los años setenta, todo el día veía atracos por la televisión. Parecía el deporte nacional. No sé qué sucede, pero ya no se ven tanto.
Yo también lo recuerdo así. En Barcelona, sobre todo, había muchos atracos a bancos. También a furgones blindados, a joyerías… Yo te lo explico. En los años setenta, mi padre iba a tomar un café al bar, y de vez en cuando se encontraba a un amigo suyo que le decía: “me voy a atracar un banco”. Y él tío iba, saltaba el mostrador, se llevaba siete millones de pesetas, y luego se iba a casa. O se iba al centro de Madrid, se hacía un banco y se llevaba catorce millones. Esto ahora es imposible. La seguridad ha aumentado. Antes el dinero estaba en los cajones, y las cajas fuertes iban con llave. Cogías al director o al interventor, le hacías abrir la caja, te llevabas el dinero y te ibas. Lo que antes se conocía como “un metesaca”. Pero entonces empezaron a colocar cámaras de seguridad y retardos en las cajas fuertes. Un retardo de una caja fuerte podía ser de unos diez minutos, en que tal vez tienes que retener a gente. Eso incrementa los riesgos y la exposición a un peligro, que es que te detengan. Siguieron habiendo metesacas, pero ya había menos dinero en los cajones. Cada vez hay menos dinero a disposición del cliente. Incluso existen códigos que tienen que mandar desde la central para validar operaciones como sacar 3000 euros. Todos esos impedimentos han conseguido que sea casi imposible atracar un banco. Es una razón técnica. Los retardos han aumentado hasta la media hora. ¿Tú sabes lo que es media hora encerrado en un banco reteniendo a gente? Una eternidad. La vez en que me detuvieron, en el Bankia de Pilarica 23, estuve casi 40 minutos encerrado allí dentro, con rehenes, registrando a los clientes. La gente que necesita dinero rápido ahora va a un salón de juegos o una gasolinera, pueden hacer 5000 o 6000 euros rápidos, pero nunca a un banco. Es un suicidio.
Un comisario os llamó “profesionales” y tú siempre has afirmado que robar bancos es un talento. ¿Qué le dirías al señor ese de Gandía de 62 años que hace poco ha atracado un banco a punta de pistola y se ha llevado 900 euros?
Al pobre hombre ese le diría que cómo se le ocurre ir a por dinero a un banco. Allí no hay dinero, ya lo he dicho antes. Se ha jugado de 4 a 6 años en prisión, por 900 euros. ¡A mí me metieron 4 años por un atraco en que recuperaron el dinero!
Otros criminales han dictado sus historias a otros para que las escribiesen. Pero tú, como Edward Bunker o Malcolm Braly, la has escrito tú mismo. Debes sentirte orgulloso.
Pues sí. Mi editor, Emilio Sánchez, una gran persona y amigo, me dice que tengo que seguir leyendo y seguir escribiendo como escribo. Sin mucha técnica, pero como me salen las palabras. Porque eso el lector lo valora muchísimo, me dice. Yo fui mejorando según iba escribiendo el manuscrito, gracias a los libros que me pasaban Emilio y Elías León Siminiani. Tomé estructuras de algunos libros que me pasaron ellos, pero contando mi historia. Aprendí a contar las cosas con más fuerza. Ahora estoy escribiendo una novela que va sobre el último atraco de mi padre, el que no llegó a hacer. Lo que no lo puedo hacer físicamente, me lo invento. Imaginación a tope.
Kiko Amat
(La versión abreviada y editada de esta entrevista se publicó originalmente en El periódico de Catalunya. Esta es la versión sin cortes. Copyright de Kiko Amat, compartan a placer, citen citando la fuente, etc.)
Kiko Amat entrevista a DEREK THOMPSON (la entrevista sin cortes)
El libro Creadores de hits; cómo triunfar en la era de la distracción (Capitán Swing, 2018) trata de explicar por qué algunas cosas se convierten en populares, sea la Mona Lisa, el “Rock around the clock” o Star Wars. Mientras que otras se hunden como perdigones.
Si alguno de ustedes es artista, se habrá preguntado alguna vez cómo puede ser que su arte no venda un carajo, mientras que el de aquel cursi de allí no para de subir en las listas. También nos sucede como fans: muchos años después de admirar a determinado grupo, sigue sumiéndonos en la perplejidad que no se comieran un rosco, mientras que Queen tienen ya biopic, estatua ecuestre, línea de figuras articuladas y una representación de Els Pastorets con música de la banda.
En nuestra ayuda llega el escritor norteamericano Derek Thompson y su libro Creadores de hits. Sus teorías tal vez no sean del todo halagüeñas (la calidad no lo es todo; el azar juega un papel inestimable; sin distribución da igual quién seas, amiguete; lo radical de verdad no triunfa), pero al menos aventuran respuestas al misterio.
Los humanos buscan una mezcla de familiaridad y reto, curiosidad y conservadurismo.
Sí. Es un poco contraintuitivo, porque la gente asume que a todo el mundo le encanta lo nuevo. De hecho, estudios demuestran que la palabra “nuevo” es la más utilizada en publicidad. Se cree que los humanos tenemos una preferencia innata por la novedad, cosa que no creo que sea cierta. Nos encantan los productos nuevos, los libros que no hemos leído y todo eso, pero en realidad lo que nos gusta de ellos es la “sorpresa de la familiaridad”. Parece una paradoja, pero es algo que sucede continuamente. En una canción que no hemos escuchado nunca, por ejemplo, pero que nos recuerda un poco a aquella otra canción que nos encanta. Nos encanta ese shock de reconocimiento. Cuando el final de una película nueva hace clic con nuestras expectativas, en realidad se trata del shock del reconocimiento. Somos a la vez neofílicos y neofóbicos.
Eso podríamos aplicarlo a los movimientos artísticos o las vanguardias. Cuando aparece uno que es totalmente nuevo, la gente suele odiarlo. Dada, por ejemplo. O la música industrial.
Cierto. Me encanta la pintura abstracta de principios del siglo XX, Picasso o Kandinsky cuando empezaban. La gente creía que esos tipos estaban completamente locos. Suele existir un arco en el cual algo, al principio, no le gusta a nadie, pero según se van familiarizando con ello ese algo va cobrando más adeptos, hasta que accede a un pico de reconocimiento más o menos mayoritario. Hace ese clic, y la gente de repente lo “pilla”.
Es una reacción en cadena. Que algo le guste a cada vez más gente hace que ese algo le guste a cada vez más gente, y así hasta el infinito. La mayoría manda.
Cada vez hay más estudios que demuestran que somos animales de manada. Cuando algo es popular, solo puede hacerse más popular. A la gente le gustan cosas que le gustan a otra gente. Al mismo tiempo existe la figura del hípster, alguien a quien algo le gusta menos cuanto más popular es. Su identidad le fuerza a resistirse a la popularización de su gusto. A la vez, estudios sobre revueltas demuestran que mucha gente no tiene ganas de participar en ellas. Nadie quiere ser el primero en lanzar la piedra contra el escaparate. Pero cuando uno lo hace, y entonces se lanzan diez piedras, y luego veinte piedras, cada vez es más fácil que más gente se sume a la revuelta. La gente espera una prueba de popularidad para seguir una idea.
No sé si eso me reconforta o inquieta. Aplicado al antirracismo, tu teoría me da paz. Luego me acuerdo de Hitler, y tiemblo.
Creo que eso sucede con muchos aspectos de la naturaleza humana: son aterrorizadores e inspiradores a la vez. O a veces no simultáneamente, depende del contexto. El conservadurismo natural de la mayoría de gente en términos de gusto es algo que hay que tener en cuenta. Si eres un novelista o un científico que intenta introducir ideas que no existían antes, es crucial entender que para vender esas ideas radicales hay que hacerlas sutilmente familiares para la audiencia. No es algo pesimista ni optimista: es naturaleza humana. Cuanto más radical es una idea, más conviene pensar estratégicamente para hacerla familiar.
Los Beatles conocían Fluxus y la música concreta, pero en Revolver decidieron aplicar esas ideas vanguardistas en un formato agradable, que le gustaba a todo el mundo.
Si: es lo que se conoce como M.A.Y.A. Lo Más Avanzado Y sin embargo Aceptable. Conviene recordar, asimismo, que los Beatles no empezaron haciendo Rubber soul o Revolver. Empezaron con “Please Please Me”. Pop muy sencillo, melodías de teatro musical, estrofa-estribillo estrofa-estribillo, que atrapaban a todo el mundo. Según fueron añadiendo complejidad, la gente que había entrado por su simplicidad les siguió hacia la novedad. Lo mismo sucede con Radiohead o Kanye West: empezaron con música más sencilla y popular, y fueron avanzando a sonidos más complejos, llevándose con ellos a su audiencia.
Una cosa sigue deprimiéndome: muchos de mis escritores y grupos pop favoritos nunca triunfaron, por muy M.A.Y.A. que fuesen.
En el libro profundizo en la historia de “Rock around the clock”, de Bill Haley. Era una canción destinada a no ser un hit, pues cuando se lanzó por primera vez fracasó, Bill Haley iba justo de carisma, etc. Pero entonces sucedió aquella historia imposible: al hijo de un actor de Hollywood le encantaba esa canción, y convenció a su padre para que la utilizaran en un filme, que triunfó, y catapultó la canción al #1. Está demostrado que por cada cosa que triunfa hay cien cosas, igual de buenas, que no lo hacen. El triunfo no es sinónimo de calidad. A veces solo tiene que ver con distribución, o suerte, o muchos otros factores. Así que supongo que algo así es un poco deprimente, especialmente si eres novelista. El contenido no sirve de nada si no hay buena distribución. La distribución es familiaridad.
Dedicas una amplia sección del libro a hablar de 50 sombras de grey, y el porqué de su éxito.
Ese libro es un ejemplo de algo que sucede cada vez más. Algunos productos e ideas se vuelven populares no porque en sí mismos sean buenos, sino porque el público quiere participar de la conversación alrededor de la idea. En esos casos, la popularidad es el producto. La conversación es el producto. Mucha gente ve programas de televisión no porque crean que les van a gustar, sino porque son el tema de conversación a su alrededor. El de sus amigos, y colegas del trabajo, o el de las redes sociales que frecuentan. A la gente no le gusta sentirse excluida. Mirarán la serie para comprar una entrada en la discusión. Internet ha acentuado ese fenómeno, que indudablemente ya existía. La gente sufre de F.O.M.O. o Fear Of Missing Out (miedo a perderse algo). Escuchan ese álbum, o leen ese libro, o ven esa serie de HBO, porque no se quieren perder lo que sea esa cosa. O sea, que en realidad están consumiendo el runrún, la habilidad de participar en conversaciones.
Supongo que ayuda que esa “conversación” sea sencilla. Porque por mucho FOMO que tengas, si la “conversación” va de la fisión del átomo, o traducción del sumerio, es posible que te largues bien rápido.
Sin duda. Creo que es así.

More than a film
La repetición es el hogar. Alguna gente vuelve una y otra vez a sus cosas favoritas. Dices en tu libro que, por ejemplo, Dos tontos muy tontos ya no es solo una película para ti… Es algo más.
Sí, existe una diferencia entre la gente que no vuelve constantemente a sus cosas favoritas y la que sí lo hace. Hay gente que quiere descubrir. Su prioridad es la novedad. A mí me gusta descubrir, pero me encanta la riqueza de experiencia que viene con reconsumir. Volver a encontrar cosas que amar en un libro o filme favorito. Y hallar la seguridad que da el saber a priori que vas a disfrutar con algo. En nuestro caso, como escritores, existe un valor añadido. En nuestra vida diaria ya hay suficiente novedad: estamos escribiendo un libro, esa página está en blanco y esos personajes no existen. Estás inventando de cero. Nuestro trabajo es llenar espacios en blanco. Creo que, debido a eso, buscamos familiaridad en nuestro ocio. No quiero que mi ocio sea tan duro y sorprendente e incierto como es mi trabajo de escritor. Quiero desconectar y volver a ver los mismos episodios de Arrested Development y Friends.
¿Crees que la edad tiene que ver con eso? Tal vez llega un momento, a los cuarenta y largos, en que te dices: a la mierda, ya tengo The Sopranos y AC/DC. Paso de buscar más.
Existe algo llamado “periodos sensibles”. Son los periodos en que los estímulos, o las experiencias, o el trauma, se graban de un modo más profundo, para el resto de tu vida. Da la casualidad de que los “periodos sensibles” de los humanos respecto a la música tienden a darse entre la primera adolescencia y hasta los veinte. Ahí es cuando los gustos musicales se forman. Cuando llegan a los treinta y cinco, la mayoría de usuarios abandona completamente la búsqueda de música nueva. A mí me sucede algo parecido: ya no necesito encontrar mi nueva banda favorita. Ya tengo demasiadas. Esos “periodos sensibles” también existen para el cine, o para la política. Las preferencias políticas de la gente se cristalizan entre los veintitantos y los treinta. La gente de cuarenta años, por lo común, no pasa de ser socialista a la extrema derecha a los cuarenta. Esto demuestra que el gusto por la novedad es algo crucial para los adolescentes, pues están construyendo su identidad, y experimentando con distintas personalidades para ver la que se adecua más a quien son, y a su entorno, pero a los treinta, o los cincuenta, resulta cada vez más raro hallar cambios de personalidad. Llega un momento en que más o menos aceptas quién eres, qué te gusta, qué música escuchas y qué libros lees. Ya no vas a cambiar. Solo repites. En cierto sentido eso es algo triste, porque habrás perdido algo de la motivación del descubrimiento, pero por otro lado es muy sano, porque es un punto de vista realista, y además porque es cálido y reconfortante, y puede hacerte feliz.
La propaganda es otra forma de repetición. A Goebbels le encantaba.
Lo vemos constantemente en las fake news. Repetir algo, por falso que sea, hace que la gente acabe creyéndoselo. Esto es uno de los grandes temas de controversia que existen en los Estados Unidos ahora mismo. Donald Trump miente constantemente, y muchos medios tienden a parafrasearle, diga lo que diga. Por ejemplo: “Donald Trump dice que todos los musulmanes son violadores”. La simple mención de sus palabras las va familiarizando en la mente de la gente. A veces, la familiaridad puede fusionarse con los hechos, por osmosis. Algo nos parece verdadero porque lo hemos escuchado muchas veces. Esto es un punto de contención también en lo que respecta al debate sobre la teoría de la evolución. Si la cobertura de un tema eleva la credibilidad de ese tema, aunque la cobertura sea negativa, creo que tenemos que pensar muy bien cómo transmitimos las noticias. A veces tal vez sea mejor no darle cobertura al debate sobre la existencia del arca de Noé, por ejemplo, si esa cobertura va a confundir más a la gente.
Los tabloides ingleses han hecho de eso un arte: “Robbie Williams niega fumar crack en el parvulario de sus hijos”. Lo de “niega” nunca llega al público.
[ríe] En inglés también usamos el cliché de pregunta injusta, como por ejemplo “¿Cuándo dejaste de pegar a tu mujer?”. La mera formulación de la pregunta apunta a tu culpabilidad. Es una forma de introducir una idea falsa para que la otra persona tenga que responder directamente desde la defensa de su inocencia, incluso si la afirmación era una locura sin base alguna.
La homofilia, o tendencia a quedarnos con gente que se parece a nosotros, puede ser igualmente deprimente o reconfortante, depende de cómo la mires.
Sí. Por un lado podrías decidir que la homofilia es responsable del racismo, porque tendimos a juntarnos con gente de nuestra misma raza. Pero la amistad también es parte de la homofilia. Y el matrimonio. Si desapareciese la preferencia por lo familiar nuestra existencia sería mucho más complicada, porque querríamos cambiar todo el rato, y nos cansaríamos antes de la gente que nos rodea. Un teenager puede hartarse de un tipo de música o una moda, y es lo natural, pero no es deseable que esa ley rija nuestras relaciones adultas. Sería extenuante estar desechando y adoptando nuevos amigos continuamente. Asimismo, esta tendencia a crecer rodeado solo de gente que es como tú, sea gente blanca o negra, provoca que te pierdas mucha riqueza, y experiencias, y creces desconfiando de otras culturas y religiones, ideas foráneas, simplemente porque es más cómodo y agradable quedarte con los que son igual que tú.
(Esta entrevista se publicó en formato reducido en El Periódico de Catalunya. La que acaban de leer es la versión sin cortes. El copyright es to-pa-mí).