En el que van dos autores (uno mucho más brillante que el otro) y se hacen amigos y se ponen a escribir una obra de teatro juntos y todo se va a la remierda.

Brett Harte (izq.) y Mark Twain (dcha.). Subalterno y BOSS (está todo en los ojos)
Cuando dos escritores intiman suele invadirles al poco tiempo la compulsión de colaborar artísticamente, como si lo de mantenerse en términos amistosos no fuese suficiente milagro. Haruki Murakami siempre dice que dos literatos no pueden ser amigos, y el caso de Brett Harte y Mark Twain parece darle la razón.
Harte era el mayor: poeta, periodista, cuentista y editor del magacín donde colaboraba el joven Twain. Este, lenguaraz de biografía exótica y carácter indócil, admitía que Harte pulió su estilo y le hizo pasar de “torpe productor de groserías grotescas” a escritor. Deberle cosas a la gente es una mala casilla de salida, que no puede sino emponzoñarse cuando uno de los dos (Twain) es mucho mejor que el otro, y encima la pareja, embriagada por el bromance, decide adaptar un poema del malo (Harte) a obra de teatro. Y a dos manos.
La idea era una mierda, pero aún podía remenarse para que hiciese más pudor. En 1876, en pleno proceso de redacción, Harte le pidió un cuantioso préstamo a su socio. Twain le contestó que ni en broma, y añadió que máximo podría pagarle 25$ por semana para escribir con él una nueva obra. Harte, en un raro momento de aplomo, se limpió el trasero con la oferta.
Desde ese momento, los examigos cesaron de estar en lugares a la vez. Lo que habían pergeñado a desgana (Ah Sin, una floja comedieta sobre racismo anti-chino) se ensayó con la presencia de Harte y la ausencia de Twain. La première fue justo lo contrario. Daba igual quien estuviese. La obra se la pegó, como el hijo no deseado que era.
Esta historia podía haber terminado ahí, pero Twain quería venganza. Por sus rictus de cómico estupor, lectores, deduzco que no son ustedes novelistas; pues lo que hizo MT a continuación se antoja, desde mi punto de vista, de lo más razonable. Escribió al presidente de la nación, James Garfield, para impedir que le otorgase a Harte un puesto diplomático (“Harte es un mentiroso, un ladrón, un estafador, un snob, un borracho, un gorrón, un tramposo y traidor hasta la médula”). Le dijo a un periodista que Harte no tenía conciencia, y que “le pediría los ahorros de toda la vida a una lavandera”. A Henry James, quien preguntó sobre el innombrable, solo le contestó: “Sí, conozco al hijo de perra”. Harte murió en 1902, pero Twain fue incapaz de permitirle descansar en paz y aplicó sus temblonas nalgas a la fría lápida, afirmando en sus memorias que, aunque Harte “le cayó bien al principio”, luego vio que era “malo, malo de verdad (…), carecía de conciencia y sentimientos”.
Ustedes se preguntarán qué hizo Harte a lo largo de veintiséis años de vilipendio. Pues mantuvo lo que muchos críticos literarios definen como “digno silencio”, pero que en mi pueblo siempre hemos llamado de otro modo. Harte es, hoy en día, el típico autor passé que solo resucita fugazmente en escritos mofantes. Como el que acaban de leer. Kiko Amat
(La treceava entrega del Ring Literario, por alguna razón misteriosa, salió en papel pero no online, así que carece de link. La cuelgo aquí entera para que tengan ustedes toda la cole. Hallarán el resto de rings en la versión web de El Periódico de Catalunya)