Suggs en Barcelona: crónica de un descalabro

 

Kiko Amat

Hace unas semanas me encargaron entrevistar a Suggs, el cantante y líder de la banda inglesa Madness, para una nueva edición del festival de documental musical In-Edit. El músico visitaba Barcelona con ocasión del estreno mundial del filme Suggs: my life story.

Les seré sincero: yo no quería hacerlo. Tras dos años de reclusión literaria había desarrollado una fobia patológica a hablar en público y vestía el pijama como una segunda piel. Por añadidura, un par de meses atrás había prometido (por alguna estúpida razón) que no iba a cortarme el pelo hasta que sucediera una cosa, y la maldita cosa se había demorado. Para cuando llegó la invitación de In-Edit yo ya hacía mucho que había dejado de estar presentable en sociedad. Llevaba una barba leprosa, tupida solo a trozos, como un campo de hierbajos a medio quemar; un bigote me ocultaba media boca; y aquel pelo abultado y ridículo, peinado en ondas hacia atrás, que me daba un cierto aire al Moisés lunático de Charlton Heston.

Al final les dije a los de In-Edit que de acuerdo, que iría. Son amigos, y yo necesitaba con urgencia el dinero. Cuando llegó el día de la cita me puse una americana bastante barroca que hacía años que no llevaba, de mi lejana época mod, quizás tratando de paliar el desatino capilar. Me observé en el espejo: el conjunto clamaba a gritos “enfermo mental”. Tal vez mi apariencia explique las cosas extrañas que me sucedieron aquel día. Quizás Suggs se sintió insultado por mi pelo. Quizás le turbaba hablar con un tío sin labios, cuyas palabras emergían de detrás de una muralla de cerdas impeinables.

El encuentro

Aquella mañana de octubre la cita me hacía ilusión. Madness habían sido un grupo fundamental de mi adolescencia, allá por 1986-1987. Madness encienden todavía un anhelo que, como decía (más o menos) el Falconer de John Cheever, empieza en mi estómago pero mis células cerebrales traducen para mi corazón, mi alma, mi mente, hasta llenar todo mi cuerpo. ¿Es eso demasiado meloso? Lo cierto es que Madness son mi juventud, y yo amo a mi juventud. Algunas de sus canciones, como “Bed and Breakfast man” son mis dieciséis años. Mis dieciséis están compactados allí, y escucharlas de nuevo es descodificarlos, revivirlos en el presente.

Resultat d'imatges de suggs madnessTodo esto para decirles que, bueno, yo fui fan de Madness. Me dispuse a conocer a Suggs armado de un vigoroso estado de ánimo. Me sentía expectante por las posibilidades de la jornada. Incluso llevé a nuestra cita un single de regalo: una copia del “Lo consigues”, aquella versión del “You can get it if you really want” que hicieron los venezolanos Las Cuatro Monedas para Belter en 1970. Mi único ejemplar. Pensé que alguien como Suggs sabría apreciarlo.

La furgoneta de Suggs y su séquito llegó al hotel a las 15:30. Se abrieron las puertas y los siete u ocho ingleses que había dentro se precipitaron hacia la acera como un vómito. Un vistazo experto me sirvió para atestiguar que Suggs ya iba borracho. No alegre. Pedo. Realicé un rápido cálculo mental para comprender cómo alguien que había estado encerrado en el interior de un gran cilindro volante de metal durante dos horas, y que había salido de su casa a las diez de la mañana, podía llevar aquella toña criminal. Las palabras “servicio de bar” y “asiento de 1ª clase” parpadearon en mi mente como el ominoso cartel de una casa de furcias.

Suggs no llevaba un vaso en la mano cuando salió despedido de la furgoneta, o tal vez sí. En cualquier caso a los pocos segundos su zarpa derecha ya sostenía un ron con cola nuevecito. Quizás era mago, además de cantante. Quizás tenía el superpoder de la velocidad, como Flash. O quizás solo era un superborracho con supersed, y los integrantes de su séquito lo sabían y le mantenían superempapado.

Suggs llevaba zapatos brogues, cazadora cortavientos con cremallera, gafas oscuras. Encadenaba cigarrillos que iba liando tras depositar el cubata en cualquier sitio, encima de un buzón o en la cabeza de alguien. Unos fans se le acercaron para que les firmase discos. Hablaban un inglés básico que ya hubiese resultado complicado para un ciudadano británico sobrio, así que es posible que Suggs no entendiese qué deseaban aquellos tipos, ni por qué extendían hacia él todos esos álbumes. De Madness. Señalando a un rotulador y asintiendo con los mentones. Al final, Suggs comprendió. Firmó de mala gana el par de discos, gruñó algo que no llegamos a traducir, y realizó un par de pasos de baile al estilo Nutty. O eso creí en un primer momento. Luego entendí que tan solo había sido un traspié alcoholizado. Lo culminó apoyándose en el buzón.

– Sé que es un cliché, pero ayer vi un video de Bob Marley… -balbuceó, mirando al infinito, dirigiéndose a toda la calle- Fue la hostia. Bob Marley, tío…

Resultat d'imatges de madness suggsCuando aún estaba yo asimilando la información crucial que acababa de impartírseme, me lo presentaron. El manager no dijo literalmente que yo era un subnormalito que pasaba por allí, pero lo dejó entrever. Añadió que además tenía algo para darle y que estaba “muy excitado” por hacerle aquel regalo (poco antes yo había cometido el error de mencionarle lo del single). Suggs me miró y sonrió. Luego examinó el disco de regalo durante mucho rato, tal vez intentando recordar si él había tocado en una banda de negros venezolanos en 1970, y si debía o no firmármelo. A los pocos minutos, habiendo comprendido (o no) lo que era aquello, trató de embutir el delicado pedazo de vinilo en el bolsillo lateral de su (más bien prieta) cazadora. Escuché de forma nítida el sonido del cartón arrugándose al penetrar allí. Mientras efectuaba la operación se le cerró un ojo (se había sacado las gafas para examinar el disco). Volvió a sonreír.

Yo empecé a hablar de forma torrencial para inundar de contenido aquella embarazosa situación. Es un tic que sufro. Le conté que el pub centenario que aparecía en el documental, el mítico The Blue Posts de Berwick Street, Londres, era el mismo a donde yo iba a abrevar cuando vivía en la ciudad. Le conté que mi barrio de entonces era Archway, muy cerca del Camden de su adolescencia. Tal vez le dije también que me habían extirpado el apéndice a los seis años, y que mi color favorito era el burdeos. No lo recuerdo. Sé que yo escuchaba el incesante borboteo de mi propia voz, y que él miraba, entre confuso y fascinado, hacia el lugar piloso donde debería haber estado mi boca.

El periplo

Al cabo de un rato interminable, el mánager tomó el single espachurrado de la mano de Suggs (“mejor te llevo yo esto” fueron sus reveladoras palabras) y nos condujeron a la furgoneta que nos transportaría al lugar de la primera charla, la tienda de gafas Etnia, situada en el Born. En el vehículo iban un par de miembros de la organización de In-Edit, el mánager de Suggs, el cineasta Julien Temple (director del documental, aunque nadie le hacía demasiado caso) y, silla con silla, Suggs y yo. Suggs llevaba el roncola de antes, o tal vez uno distinto, y seguía liando cigarrillos como un Lucky Luke enloquecido. De vez en cuando daba voces, volviéndose hacia el mánager.

– ¡Quiero anfetaminas! -gritaba, escupiendo un poco, las gafas de vuelta a sus ojos- ¿Quién me consigue anfetaminas? Esas dulces anfetaminas…

Alguien mencionó que sería un poco complicado conseguirle anfetaminas a esas alturas del partido, y con la República Catalana recién declarada. Las calles estaban abarrotadas de gente con banderas independentistas. Todo el mundo cantaba y reía. Puigdemont acababa de anunciarlo en el Parlament, pero no había mencionado en ningún momento el papel que tendrían los estimulantes farmacéuticos en el nuevo país.

– ¡Pues cocaína! -exclamó Suggs, con admirable pragmatismo.

Alguien de su propio séquito le comentó que se haría lo posible. Eso le puso de un humor excelente. Se puso a mirar por la ventana mientras liaba un nuevo cigarrillo y sembraba sus muslos y zapatos de hebras.

– En Inglaterra también tenemos de esto -dijo, volviéndose hacia mí, frunciendo un poco el ceño- El I.R.A., y todo eso. Bombas. ¡Una revuelta! -berreó en mi cara, y luego hacia la ventanilla abierta, carcajeándose- ¡Esto es una REVUELTA! ¡LIBERTAD!

Estuvo así un buen rato. Las estelades ondeaban tras su perfil. Él seguía riendo como un enajenado. De tanto en cuando mascullaba para sí mismo “Bob Marley, tío” y yeh yeh yeh, como dándose la razón, o dándole la razón al mundo, o jaleando al mundo, o jaleándose a sí mismo. O a Bob Marley. Es imposible saberlo. Luego se acordó de la presencia del gilipollas barbudo, y me preguntó que sobre qué escribía yo (el manager le había soplado también que yo era escritor). Le hice el resumen biográfico más breve de la historia de la humanidad. Cuatro palabras, a decir verdad.

– Yo no podría hacer eso -me dijo, entre solemne y apesadumbrado, como el César a punto de soltar una máxima que en un par de siglos la gente leerá en un libreto de Shakespeare- Yo no podría escribir sobre la vida en lugar de vivir la vida, ¿comprendes?

Un velo se descorrió ante mis ojos. La neblina se deshizo. Comprendí de repente con quién trataba, en qué se había convertido Suggs, y tuve una fugaz revelación de lo que iba a suceder aquel día y cómo iba a terminar la noche. Sentí el viejo escalofrío premonitorio en el coxis, y cambié de tema a toda prisa. Le comenté, por decir algo, que Fats Domino había fallecido ayer. Eso encendió una luz de inocencia en sus cansados ojos, y sus cejas se levantaron. Por un momento parecía un niño. Un niño borrachísimo. Entonces procedió a ponernos canciones de Fats Domino a todo volumen en su móvil, y a cantarlas a berridos hasta que llegamos al Born. La mayoría de calles estaban cerradas. Fue un trayecto largo.

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La entrevista

La estancia del tercer piso de la tienda Etnia estaba llena de fans cuando llegamos. Algunos eran menores de edad, lo que me puso de un efímero buen humor. También había cuarentones, y unos cuantos skins que hacía tiempo habían dejado la treintena atrás. Buenas vibraciones.

Suggs decidió defecar en ellas de inmediato. Se enfundó el proverbial traje de prima donna y empezó a (lo que en nuestro país llamamos simplemente) hacer-el-notas. Se lio un nuevo cigarrillo, justo debajo de la alarma antiincendios. Cuando las joviales azafatas de la tienda le conminaron a que no lo encendiese y redujera a cenizas el precioso material gafesco que nos rodeaba, Suggs asintió, magnánimo, y se dirigió al pequeño balconcillo del fondo. Era fácil precipitarse al vacío desde allí. Cerré un momento los ojos; los volví a abrir. Suggs seguía entre nosotros. Encendió su liadillo y empezó a realizar aspavientos grandilocuentes y a gritar LIBERTAD a la calle. Al pueblo catalán en pleno, quizás. Tal era el poder de su voz.

Tras varias súplicas de la organización, accedió a ser entrevistado. Se sentó a mi izquierda y empezó a liar el sexto cigarrillo. Le trajeron cerveza. Yo pedí otra para mí. Sería ocioso relatarles cómo transcurrió la entrevista entera, así que les daré un ejemplo tomado al azar:

YO: Suggs, tu banda tiene reputación de jovial y divertida, con los videos humorísticos y las letras cómicas, los disfraces y todo eso, pero lo cierto es que hay una vertiente más sombría en Madness. Muchas de vuestras canciones eran tristes y oscuras: “Embarrassment”, “Grey day”, “Tomorrow’s (just another day)”…

SUGGS (bizqueando ligeramente y dirigiéndose a la audiencia): El otro día vi un video de Bob Marley… Ermm… Increíble. Esa gente… John Lennon, Bob Marley… La música de la gente. La gente. Lennon. Marley… (poniéndose en pie y dirigiéndose al balcón) ¡LIBERTAD! (carcajada, calada, regreso tambaleante al sillón, reparando en mi presencia quizás por primera vez). ¿Qué decías?

Xerrada amb el cantant de Madness Suggs i el periodista Kiko Amat dins el festival In-Edit
1230#Oriol Duran

Así durante cuarenta minutos. Largos. Quizás más. El tono de su voz y su lenguaje corporal se iban volviendo más hostiles según avanzaba la charla. Sé por mis propias carencias que todo borracho entra, en un momento particular de la parranda, en una fase de paranoia. Crees que la gente te mira mal; cualquier frase que te dirigen es una puya; quieres otro trago; la gente es imbécil y tú tienes la súbita certeza de que eres el puto amo y que el planeta te debe pleitesía -ofrendas, incluso- pero que una conspiración de poderes fácticos te niega lo que es tuyo por derecho. Esos hijos de puta…

Suggs se adentraba con paso firme en aquel nuevo estado, que por otro lado uno debe multiplicar por ciento si el curdas en cuestión es inglés, una raza de innato talante violento. En su mente se empezaron a amontonar, tal vez, algunos agravios de la prensa inglesa que tenían décadas de antigüedad (la polémica de “Madness son racistas” que empezó algún semanario musical de la época en 1979), y su mirada se volvía más y más torva.

Como Jason Bourne, sé detectar de inmediato la animosidad de mi entorno. Mis sentidos, aguzados en la subcultura 80’s de extrarradio, captaron de repente que Suggs estaba predispuesto negativamente hacia mi persona, tal vez por sutiles indirectas como esta:

– La música de la gente… No de la prensa… Ermm… Ni de putos intelectuales aburridos como -señalándome con el pulgar- este de aquí.

Fue un comentario chocante. Del todo innecesario, en mi opinión. Levanté las cejas. Me tembló de forma muy leve el labio inferior, pero por fortuna el bigote lo mantenía oculto. Sonreí, abochornado, y a modo de contestación escupí algún comentario bobo sobre los “malditos jipis” (a esto en mi pueblo se le llama “desviar el puñal”; es cuando rediriges un insulto lejos de ti para que pille otro; quien sea). La charla continuó durante un rato más, con un Suggs cada vez más abusón, un entrevistador empezando a sentir el viejo apetito homicida, y un nuevo reguero de incoherentes panegíricos a los Bob Marleys del mundo, las libertades del pueblo y la cultura sencilla de la gente de la calle.

Terminó. Suggs se puso en pie. Julien Temple, que se había incorporado a la charla en los últimos diez minutos para no decir ni pío, también lo hizo. Cuando se metían en el ascensor para regresar al hotel me preguntaron si bajaba con ellos. Por poco se me escapa una carcajada. Decliné amablemente la invitación. No dije en ningún momento que prefería un enema de ántrax a la compañía de aquel caballero intoxicado y faltón.

Cuando me volví, el ascensor ya camino de la planta baja con todo el séquito a bordo, en la sala quedaban solo unos cuantos skinheads maduros. Les conocía de vista, de lejos, pero siempre he disfrutado de la compañía de los skins. Les tengo una flaca tremenda. Además, estos resultó que eran lectores míos. Se habían leído incluso mis bazofias (ellos no lo expresaron así). Nos fuimos juntos a un pub a tomar Guinness y ver las noticias internacionales sobre la República Catalana. Fue, sin el menor asomo de duda, el mejor momento del día.

El espectáculo

Suggs estaba allí, en la puerta del CCCB, apoyado en una tapia, acompañado de su mánager. Estaba claro que en el hotel no había descansado ni una pizca, aunque sin duda algo había sucedido en el ínterin. Sus ojos enfocaban con una nueva precisión demente, pero su boca no había podido desembarazarse del todo del zapato que la ocupaba desde su llegada a Barcelona. Resultaba difícil comprenderle. Liaba un cigarrillo tras otro, le susurraba cosas con la boca torcida al mánager y se veía a distancia que estaba en proceso de perder el oremus. A pasos agigantados.

No escuché mucho. Yo había perdido todo interés en aquel sujeto. Es terrible ver a alguien maltratando su talento así. Cuando el pase del documental estaba a punto de dar inicio, Suggs y su mánager se dirigieron hacia el CCCB, yo en la dirección perfectamente opuesta. Tomé una cerveza en el C3Bar con unos amigos que me contaron varias anécdotas delirantes sobre invitados a festivales españoles que se habían comportado como cerdos.

Llegó el momento del espectáculo de Suggs. Me dirigieron a su camerino y me dejaron a solas con él. Se suponía que aquella persona tenía que cantar cinco o seis canciones y contestar a preguntas del público, pero el músico no parecía estar en condiciones de hacer nada de aquello. Tenía la cara muy roja, su conversación se había reducido a una serie de bufidos y sinsentidos, seguía liando cigarrillos y desperdigando el tabaco en un radio de medio metro a su alrededor. Supe que aquel era el momento para empezar a sacudirle sopapos a mano abierta, dorso y palma, dorso y palma, como en la escena de la histeria de Aterriza como puedas, pero no me vi capaz. Por comatoso que estuviese, aún me sacaba un palmo y de joven había sido hooligan del Chelsea.

Mientras yo dudaba, Suggs metió su mano en el bolsillo y sacó de él un objeto familiar. Depositó entre pulgar e índice una proporción descabellada de la materia que transportaba aquel objeto. Me miró. Yo le miré. Era como un desafío de western, pero con otras armas. Con uno de los participantes desarmado, de hecho. Igual que en El hombre que mató a Liberty Balance.

Suggs desenfundó rápido. Demasiado rápido, tal vez. Se escuchó un snurff pavoroso que recordaba a un jabalí descubriendo una jugosa trufa en un bosque caducifolio. Una buena parte de la materia se distribuyó alegremente por la cara de Suggs. Nariz, mejilla, una sección del labio. Justo entonces Suggs, sin dejar de mirarme, abrió la boca y (lo juro por Dios) dijo:

– Bob Marley, tío…

Vinieron y se lo llevaron. No a un psiquiátrico o a un balneario, que hubiesen sido las opciones más beneficiosas y sensatas para él, sino al escenario. Lo demás sucedió muy rápido. El guion oficial dictaba que Suggs tenía que esperar a que llegara su pianista, pero el hombre tenía otras ideas. ¡Suggs no espera a nadie! (le espetó, sin duda, su cerebro destruido). Se encaramó al escenario como buenamente pudo, se acercó al piano y empezó a aporrearlo sin ton ni son. No me refiero a que lo tocó sin sutileza, como Jerry Lee Lewis. Lo que quiero decir es que tocaba como un niño de teta a quien dejas junto a un pianito de juguete por primera vez, sin que llegue a sonar jamás ninguna nota conocida.

It must be love -aullaba, de tanto en cuando.

L-O-O-O-O-VE -respondía la audiencia del teatro, que aún creía que aquello era una inocente broma del cantante, y que el concierto de verdad empezaría en breve.

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En Barcelona no estaba así

No fue así. La cosa continuó de ese jaez durante unos buenos diez minutos, en los que algunos tomamos conciencia por vez primera del concepto “eternidad”. Se encadenaron nuevas referencias, ya incomprensibles, a Bob Marley y la música de la gente. Siguió la peor versión jamás realizada del “Baggy trousers”. El escalofrío en mi columna se había tornado espasmo, luego parálisis. Mis congelados pies me instaban a salir corriendo de allí a toda prisa, volver a mi fiel pijama y no mirar atrás. Pero el destino me deparaba otra cosa.

Los de la organización, tratando de salvar los últimos muebles que aún no estaban en llamas, me lanzaron a empellones al escenario a inaugurar la sección de preguntas del público. Subí allí como tantos otros hombres han subido al cadalso, arrastrando los pies y mirando al vacío. Viendo mi vida pasar ante mis ojos. Micrófono en mano. Julien Temple me acompañaba, pero seguía sin hablar. Tal vez había hecho algún tipo de voto de silencio. Tal vez sabía que todo lo que iba a suceder aquel día iba a atormentarle el resto del sus días, y prefería mantener la boca cerrada, por si las moscas y por indicación de su abogado. Jamás lo sabremos.

Tomamos asiento. Los tres. Suggs no parecía comprender qué rayos hacíamos nosotros dos en su show, pero parecía entretenido por la novedad. Ya se tambaleaba a ojos vista, y eso que estaba sentado. Yo, con un nudo en la tráquea y lleno de pesar, me puse en pie y pregunté si alguien del público tenía preguntas para él. Una mujer de mediana edad con peinado skinhead le preguntó, con léxico inglés pero pronunciación inequívocamente catalana, algo relacionado con la palabra RACIST. Suggs contestó algo que sonó muy parecido a “Bob Marley”, y luego algunos enigmáticos vocablos. El siguiente miembro del público, un señor de Escocia con la cabeza afeitada, el cuello muy ancho y camiseta de fútbol, hizo alguna pregunta sobre el deporte rey. Suggs blasfemó, riendo, e hizo referencia a la pregunta de aquel “puto escocés”. Luego contestó algo que ni me molesté en escuchar.

Entonces se hizo un silencio temible, del tipo que precede a las grandes catástrofes. En un lateral de la platea, el mánager agitaba mucho los brazos y, mirándome, señalaba a Suggs. Parecía alarmado. Julien Temple también me miraba, impávido, sin separar los labios en ningún momento.

– Venga, pregunta algo, puto cara de… -me dijo Suggs. En voz bien alta.

Se escuchó un grito ahogado en el público, entre el que se contaban varios ingleses. Fue como una bocanada multitudinaria.  El AHhhhh que realizas cuando alguien acababa de soltar un chiste de Stephen Hawking al lado de un fulano en silla de ruedas. Los ingleses pueden ser unos bárbaros, sin duda, pero para ellos la mala educación es ofensa capital. Insultar a tu entrevistador y llamarle cara-de-algo (lo cierto es que no escuché la palabra culminante, pero estoy convencido que no era nada halagador, como “cara de ángel”) es una cosa que allí no se hace. Dicho esto, Suggs no estaba allí, sino aquí, en su Lloret particular.

Justo entonces debería haberme puesto en pie y, tras lanzarle a Suggs el micrófono a la nariz con toda la fuerza posible, abandonar el escenario. Pero no lo hice. Ya dije que necesitaba el dinero, y pensaba que mi obligación era llevar aquel desagradable asunto a su única conclusión posible. Tragué saliva.

– Bueno, contadnos cómo os conocisteis -dije, con un hilo de voz- Cómo se f-fusionaron…

No sé por qué carajo dije aquella palabra inglesa (coalesce). Es un poco altisonante, la verdad. Me salió así. En cualquier caso nunca terminé mi pregunta. Los dos repitieron mi palabra (Temple decidió romper su silencio en aquel preciso instante), “coalesce”, se miraron el uno al otro y se echaron a reír, aunque era una palabra que existía en su idioma y yo la había pronunciado de un modo impecable. “Coalesce”, se dijeron el uno al otro un par de veces más, mirándome como se mira al imbécil que lleva la bragueta abierta en pleno discurso oficial y aún no se ha dado cuenta.

Sin contestar, Suggs se puso en pie, se dirigió al piano y, tras arrearle una serie de manotazos, volvió a berrear:

It must be lo-o-ove…

L-O-O-O-O-VE -le replicó el público, aunque con mucho menos entusiasmo que la primera vez.

Me puse en pie, deposité el micrófono encima de una mesita, atravesé el escenario y descendí la escalera. Abrí la puerta del camerino. Cuando se cerraba, aún le escuché gritar una vez más.

It must be lo-o-ove…

(este artículo es propiedad de Kiko Amat. Compártanlo a placer)

 

DJ STALINGRAD: Antifa antimacho

DJ Stalingrad (nombre real: Piotr Siláiev) tiene la faz bonita (a lo némesis tártara de Miguel Strogoff), la mirada helada y la risa nerviosa. Habla un inglés más o menos fluido que salpica con palabros inventados. Ante todo parece tímido, algo retraído y nerd, la antítesis del Enemigo Público #1 y hooligan salvaje que pinta su libro, el brutal Éxodo (Automática 2015).

silaev-petrSí, hay algo extraño en Stalingrad. He aquí un militante de la izquierda antifascista rusa que llega a Barcelona como dilecto disidente, pero su actitud general es… ¿algo pueril? A lo largo de la charla Siláiev exhibe tics de punk juvenil (nos conmina a esconder las cervezas para una foto) y curioso desdén partisano (St.Pauli, equipo antifa alemán, son “el McDonald’s de los hooligans antifascistas”). A ratos Siláiev habla como un prócer académico, en otras cambia a skin callejero. Y hablando de callejero: he aquí a un hombre que aduce haberse educado en las calles más duras de Moscú, entre vagabundos, nazis y rateros, y a las dos horas de estar en Barcelona ya se ha dejado sisar el Iphone, como un bisoño erasmus. Incluso los ídolos existenciales que aparecen en su novela son de habitación teen, el tipo de posters que colgarías si quisieses importunar a tu madre: GG Allin, el Unabomber… Solo falta Marilyn Manson. Yo no digo que no me crea a Stalingrad (sé que le han sucedido cosas asaz tremendas, y no dudo de su fiera militancia). Solo digo que es un personaje… Contradictorio, vaya.

Solo empezar la novela, el protagonista confiesa que va a contarnos su historia para conseguir sacársela de encima. “Recuerdo para olvidar”, afirma.
En el 2008 hubo un gran redada policial, después de que un miembro del parlamento ruso declarara que yo debería ser arrestado junto a otra gente porque éramos un peligro para el “orden constitucional” o algo así. Entonces decidimos desaparecer por un tiempo. La mayoría de mis amigos emigraron a Ucrania o otros países del Este, pero yo me encaminé a Finlandia, pues tenía los papeles en regla. Me aburrí allí de inmediato y agarré un avión a Tesalónica, pero de repente la guerra estalló y la ciudad quedó en llamas. Allí vi que eso marcaba el final de mi vida anterior, y que debería ponerlo por escrito. Me empujó a ello también la muerte reciente de uno de mis mejores amigos, que habían asesinado poco tiempo atrás. Así que me hice con un cuaderno y lo escribí de una tirada. A continuación otro amigo en Moscú fue asesinado, y empecé a preguntarme qué hacía yo viviendo en el paraíso mientras mis amigos morían. Así que regresé a Moscú y pasé allí tres años más. Realmente trataba de escribir para olvidar, para pasar página de mi vida pasada.
No te ha salido muy bien, porque ahora todos los periodistas van a preguntarte una y otra vez sobre ello.
Claro. Eso es muy cierto. En lugar de olvidar he conseguido lo opuesto. Memorizar la historia.
Es una pregunta algo manida, pero en un libro (presentado como vivencial) como el tuyo se antoja obligatoria: ¿Cuánto de verdad hay en él?
Todo. Es documental. Porque lo estaba escribiendo para mí mismo, no se suponía que llegaría jamás a publicarse. Todo lo que escribo es preciso, pero a la vez siempre aspiré a que fuese un texto de ficción: cambié todos los nombres, no incluí ningún tipo de historial para los personajes que pudiese servir para los medios de comunicación, o así. Por ejemplo, no incluyo background histórico de la guerra entre la derecha e izquierda, porque resultaría algo demasiado obvio para mis amigos. Es un documental exacto, pero altamente ficcionalizado. Como tiene que ser.
En tu novela hay mucha borrachez. El zapoi, o gran merluza rusa, forma parte esencial de las grandes novelas rebeldes rusas, de Limónov a Eroféiev. Y del carácter ruso en general.
En cierto modo. Pero a la vez, eso es una de las partes ficcionalizadas de la novela. Porque me influencian mucho los autores beat americanos, y la aparición del alcohol en Éxodo es como un homenaje a todos esos autores beat. En realidad, la mayor parte de personajes que aparecen aquí no bebían en la vida real. Porque practicaban algún tipo de deporte, o artes marciales [ríe]. Así que es un homenaje estilístico.
Pero historias como la de los obreros de fábrica que se empapuzan de alcohol y juegan a cartas y luego cuelgan al perdedor de una grúa suenan completamente veraces…
¡La vida del trabajador! Sí. No sé. Al menos esa es la historia que cuenta el personaje.
Hay mucha sed de venganza en el libro. Venganza honorable, en el sentido romano de la palabra. Devolver el golpe a los que te mienten y estafan.
Bien, hay varias puntualizaciones que podrían hacerse sobre esto. Es obvio que la violencia juega un rol prominente en la escena hooligan, o en cualquier tipo de guerra de bandas. Pero “venganza” también es una palabra adecuada el intentar describir la situación política en Rusia. En ruso incluso suena bien: месть. Es lo que siente la mayoría de la sociedad rusa respecto a las autoridades, por haber destrozado sus vidas en los años noventa. Si uno piensa en el modo de vida soviet, con tristeza o nostalgia o lo que sea, es interesante percibir que era un modo de existir bastante de clase media. La sociedad soviética era opresiva y dura, pero sus aspiraciones eran pequeñoburguesas. Los medios occidentales no suelen verlo así, pero esta es una reflexión clave. Las infancias de nuestra generación fueron completamente normales. Y de repente, en un par de meses, todo estaba destrozado, por culpa de un puñado de tipos malvados. No por cambio político o por una crisis, sino por un puñado de villanos. Y la vida para los pequeñoburgueses como yo se volvió horrible. Era inimaginable. Jamás habríamos esperado caer a esos niveles de white trash [ríe]. Todo el mundo empezó a experimentar sentimientos de venganza hacia los más ricos, y hacia las autoridades.
Esa venganza se traduce en la novela en actos de gran brutalidad. A menudo las fuerzas de la izquierda autónoma, aunque tengan el derecho moral a sublevarse (y lo tienen), actúan con un nivel de bestialidad similar al de los nazis.
Sí. Es algo que quise enfatizar. No quise detallar demasiado las personalidades, pero sí pintar una generación que a través de la violencia daba un salto social. La violencia nos daba seguridad, incluso (paradójicamente) era algo que nos mantenía fuera de la cárcel, cuando debería ser todo lo contrario. Porque estábamos más organizados, porque teníamos más dinero, podíamos permitirnos mejores abogados y pagar sobornos, todo eso. Incluso como adolescentes. Recuerdo el shock de mis abuelos cuando me vieron sobornar a un policía que nos estaba importunando. Ellos eran académicos y científicos, no esperaban que su nieto fuese un gángster [ríe]. Ni yo tampoco. Me dije: “¿qué coño acabo de hacer?”. Quise describir una generación para la cual la violencia era un lenguaje de poder, una herramienta útil.
SilaevAlgunos tarugos pueden estar en un lado o en el otro. Es solo una cuestión de círculo de afinidades que estén en el antifascismo o el nazismo, ¿no?
[Entendiendo mal la pregunta] Bueno, en el texto original ruso se ve claramente en qué lado está cada uno. Porque aunque utilizan los mismos métodos, hablan un lenguaje distinto. Porque vienen de un background distinto, también. Los dos bandos somos muy distintos. En el texto, los nazis utilizan una jerga moscovita moderna, de los 90’s, y nosotros una mezcla del habla de nuestros abuelos, de jerga 70’s y de dialecto redneck de provincias. Esta diferencia es visible en el texto ruso.
En los ochenta en Europa, lo del hooliganismo era algo puramente de clase obrera. Las firms eran de barrios proletarios.
En Rusia es al revés. Muchos de los nazis vienen de familias que habían hecho fortuna en los noventa, de la nueva burguesía. Eran más ricos que nosotros, muchos de ellos eran universitarios. Y de empresariales (nosotros éramos de humanidades).
Tu libro me recuerda a Eduard Limónov en algunos aspectos. No sé si la comparación te gusta o no.
Muy interesante. Hace un momento le recomendaba a Lucía [Automática] uno de sus libros, precisamente uno que no pertenece a su canon sagrado [ríe]: El libro del agua. Es una colección que escribió durante un periodo de prisión hace diez años, y es una recolección caótica de su vida en forma de novela corta. Conectado de algún modo al tema del agua: ríos, lagos, fuentes, riachuelos… Muy existencial, pero me gusta más que sus novelas clásicas. Es más aventurero. Y él es una gran influencia, sin duda.
Os parecéis en la rabia y la mala leche. Literaria, al menos.
Él mezcla la beat generation y la sed de venganza rusa post-soviética que mencionábamos. Y es el escritor más malhablado de Rusia [ríe], por eso es tan famoso. Porque no para de jurar, y eso que tiene 70 años. Esa es la razón por la que Éxodo se hizo famoso en Rusia. Porque estructuraba mis frases a lo beat, como Limónov.
Yo a Eduard se lo perdono todo. El Nacional-Bolchevismo también, si me fuerzas.
El Nacional-Bolchevismo fue una epifanía para mucha gente de la generación post-soviet. No es exactamente de derechas, como suele decirse por ahí. Es un fenómeno postmoderno. En su periodo de mayor apogeo, a mediados de los noventa, cada ciudad rusa tenía un capítulo nasbol. Y cada capítulo era completamente distinto del de la ciudad vecina: unos eran izquierdosos, otros nazis… No tenían nada en común más allá del acercamiento post-moderno y la figura de Limónov.
Las batallas de tu libro son a menudo entre miembros de la misma clase social. Esto siempre ha sido así. La clase obrera también está llena de cabrones, chivatos, policías y nazis. Sería ridículo pretender que todo el pueblo es puro como la nieve recién caída, como hacen algunos.
Eso es aún más ridículo si piensas en un pueblo tan inmenso como Rusia. Somos 140 millones de individuos. En una masa de población tan grande es imposible generalizar. Aparecen capas y substratos completamente distintos en cualquier clase. La clase obrera de una zona no tiene nada que ver con la que está en la otra punta del país. Están completamente desconectadas.
Me encanta el fragmento donde dices: “Siempre nos están diciendo (…): “Sé tú mismo, no te avergüences, sé tú mismo”. ¿Y si para mucha gente ser ella misma significa ser un canalla o un esquizofrénico?”. Cierto: a algunos tipos habría que decírseles: no seas tú mismo. Sé otra persona, por favor.
[ríe] O, si eres una mala persona, deberías buscar formas útiles de explotar esa maldad.
También dices: “A la gente como tú y como yo no nos conviene tomarnos un descanso”. Explica, por favor.
Mira, pongamos que yo tengo dos tipos de amigos. Mis amigos normales, de infancia y tal, y los amigos que hice en la escena hooligan. Los amigos hooligans se están todo el día metiendo drogas, metiéndose en líos, entrando y saliendo de la cárcel… Pero si me pongo a comparar estadísticamente el número de gente que ha terminado cumpliendo penas largas de prisión, el número es mucho menor en la parte subcultural y pandillera. Porque tenemos mejores abogados, estamos organizados, podemos sobornar a gente… Mis amigos normales terminan en la cárcel por cualquier chorrada, y nadie se ocupa de ellos. Esa frase la dice en el libro un médico de emergencias, no un hooligan. Porque trabajé durante una época en una ambulancia rescatando a gente en estado terminal. En un turno de noche nos encontrábamos a gente completamente chiflada, sin casa, ni papeles, muriendo lentamente… Y todo el mundo nos odiaba. El médico que tenía que ocuparse de ellos, el policía que tenía que firmar los atestados, incluso ellos nos odiaban… Esa gente había abandonado toda esperanza, se había tumbado a esperar su muerte. Eso es lo que sucede si descansas. Si dejas de luchar, te conviertes en alguien sin derechos. Porque cuando eres pobre, eres culpable por defecto.
En tu novela se mezcla la tradición hooligan con la escena grindcore.
Sí. Y las dos cosas coinciden con la aparición de Internet. En ese sentido, estuvimos siempre unos cuantos años por delante de la policía. Ellos no sabían ni conectar un PC.
Toda esa dialéctica del valor, de la guerra, del coraje y la virilidad que exhibes en la novela me recordó un poco a Marinetti y los futuristas. Incluso al pillado de D’Annunzio, si me permites.
En Rusia incluso los gánsteres leen. Para nosotros, incluso para los que practican actos horribles, la violencia no es tanto una forma de demostrar coraje o masculinidad, sino una epifanía, un modo de distorsionar la realidad. Los de nuestro lado son los perdedores, los pringados, los chavales leídos que quieren sentir algo. Son nuestros enemigos los que vienen de esa Rusia moderna y quieren cultivar el estilo macho. Nosotros somos anti-macho, somos lo que sufrimos abusos en la escuela, los que fuimos maltratados por los matones.
58-éxodo-large.pngPero precisamente ese maltrato hay que devolverlo con las mismas armas, ¿no?
Si nos defendemos es porque no tenemos nada que perder. Ya nos consideran lo peor, hagamos lo que hagamos.
Si hay alguna moraleja en el libro, quizás podría ser que puedes escapar a tu destino. Que si no buscas una salida puedes acabar muerto, o en la cárcel.
No está tan claro. Quizás no queda claro en el texto traducido. La mayoría de mis amigos están de maravilla, les va de perlas.
[Confuso] Pero antes has dicho que habían asesinado a dos de tus amigos.
Bueno, sí, dos. Pero el resto están bien. Lo que quiero decir es que si eres pobre y no formas de algún tipo de organización como la nuestra, tus posibilidades de morir aumentan enormemente. Si no participas en la lucha, la paradoja es que tus posibilidades de acabar mal son mucho mayores. Es lo que te decía antes: algunos amigos y gente que conozco de mi antiguo barrio han acabado muriendo porque sí, porque fueron abandonados por el estado. Murieron de cualquier gilipollez, por alguna enfermedad tonta, porque nunca se presentó la ambulancia ni tenían a nadie a quien llamar. En la escena, si alguien tiene cáncer todos aportamos dinero y consigue el mejor tratamiento posible.
La parte más dura del libro es precisamente la de la ambulancia. Y dentro de ella, la parte más horrorosa es la de aquel tío al que encontráis casi muerto y congelado en sus propias heces.
Sí, yo trabajaba de voluntario en esa ambulancia. Me iba bien porque era turno de noche y yo estaba estudiando. Fue una época demencial, aún no entiendo cómo el resto de gente sigue trabajando en aquello. Imagino que el nivel de pobreza extrema es igual en Rusia que en otras sociedades ultracapitalistas y neoliberales como los Estados Unidos: la diferencia es que en Rusia hace mucho más frío [ríe]. Masas de gente llegan a Moscú desde los pueblos de provincias, les roban al cabo de una hora de llegar a la ciudad, y se quedan sin papeles o dinero en una ciudad extraña y hostil. Y de inmediato quedan sepultados en Moscú, una ciudad de 28 millones de personas, y empiezan a morir lentamente. Y a esa gente los hallábamos constantemente en barrios ultra-pobres. El traductor al inglés de Éxodo creía que había un error en el texto cuando leyó que trabajábamos en esa ambulancia y teníamos que acabar peleando contra la gente que íbamos a rescatar. Eso sucedía porque los enfermos eran como zombies locos atiborrados de líquido desatascador de desagües, y nos atacaban. Policía ni hablar, claro. Así que teníamos que noquearlos primero, arrastrarlos a la ambulancia después [ríe]. Lo chocante de la historia del tío al que desatascamos de aquel bloque de hielo y mierda no es que estuviese atrapado en un bloque de hielo y mierda. Es que tenía novia. Que tenía alguien que le amaba, pese a su estado.

Éxodo (Automática, 2015) es un relato en apariencia vivencial –y con profundos aromas beat- de sus azarosas experiencias en la madre Rusia: hostias con nazis, más hostias con nazis, aún más hostias con nazis, borracheras zapoi, machetes y barras de acero, homeless congelados en sus propias heces, odio al sistema que le vio nacer, largos periplos ferroviarios a lo Eroféiev, pobreza, hastío y rabia. Más Tony O’Neill que Charles Bukowski, como un Irvine Welsh sin humor negro o un Limónov mucho menos chiflado y hedonista, DJ Stalingrad nos pasea por lo peorcito de la Rusia actual. Es duro, es corto y es brutal. Se lo recomiendo encarecidamente.

Kiko Amat

(Una versión reducida de esta entrevista se publicó en la revista Rockdelux de abril. Esta es la charla sin cortes ni afeites)