“Saqué una mano de debajo de las sábanas y toqué el timbre para llamar a Jeeves.
–Buenas tardes, Jeeves.
–Buenos días, señor.
Esto me sorprendió.
–¿Es por la mañana?
–Sí, señor.
–¿Está seguro? Parece muy oscuro fuera.
–Hay niebla, señor. Si recuerda, estamos en otoño, época de neblinas y dulce fertilidad.
–¿Época de qué?
–De neblinas, señor, y dulce fertilidad.
–¿Eh? Sí. Sí, ya entiendo. Bueno, sea lo que fuere, deme uno de sus estimulantes, por favor.
–Tengo uno a punto, señor, en la nevera.
Desapareció, y yo me incorporé en la cama con la desagradable sensación que a veces se tiene de que uno se va a morir a los cinco minutos. La noche anterior, había ofrecido una pequeña cena en Los Zánganos a Gussie Fink-Nottle como amistosa despedida antes de sus próximas nupcias con Madeline, la única hija de sir Watkyn Bassett, comendador de la Orden del Imperio Británico, y estas cosas tienen su precio. En realidad, antes de que Jeeves entrara estaba soñando que algún sinvergüenza me clavaba clavos en la cabeza; no clavos ordinarios, como los utilizados por Jael, la esposa de Heber, sino clavos al rojo vivo.
Jeeves regresó con el regenerador de tejidos. Me lo eché al coleto y, después de experimentar el malestar pasajero, inevitable cuando uno bebe los revitalizadores matinales de Jeeves, esa horrible sensación de que la parte superior del cráneo sale disparada hasta el techo y los ojos salen de sus órbitas y rebotan en la pared opuesta como pelotas de ráquetbol, me sentí mejor. Sería exagerado decir que en ese momento Bertram volvía a estar en sazón, pero al menos había llegado al estado de convaleciente y por fin tenía fuerzas para conversar.
–¡Ah! –exclamé, recogiendo los globos oculares y colocándolos en su lugar–. Bueno, Jeeves, ¿qué sucede en el gran mundo? ¿Es el periódico lo que tiene ahí?
–No, señor. Es un poco de literatura de la agencia de viajes. He creído que a lo mejor le gustaría echarle un vistazo.
–¿Eh? –dije–. Usted lo ha hecho, ¿verdad?
Y hubo un breve y –si ésta es la palabra que quiero– elocuente silencio.
Supongo que cuando dos hombres de acero viven en íntima asociación, tiene que haber choques de vez en cuando, y recientemente se había producido uno en casa de los Wooster. Jeeves intentaba convencerme de que efectuara un crucero alrededor del mundo, y yo no quería. Pero a pesar de mis firmes manifestaciones al respecto, apenas pasaba un día sin que me trajera un fajo o ramillete de esos folletos ilustrados que los aficionados a los espacios abiertos reparten con la esperanza de fomentar esa costumbre. La actitud de Jeeves recordaba irresistiblemente la de algún podenco diligente que insiste en llevar una rata muerta a la alfombra de la sala de estar, aunque repetidamente se le indique, con la palabra y el gesto, que el mercado para ello es flojo o incluso inexistente.
–Jeeves –dije–, este asunto tiene que cesar.
–Viajar es sumamente educativo, señor.
–No soporto más educación. Me llenaron de ella hace años. No, Jeeves, sé lo que le pasa. Esa vieja vena vikinga suya ha aparecido otra vez. Usted añora el sabor de las brisas saladas. Se ve a sí mismo caminando por la cubierta de un barco con gorra de capitán. Posiblemente alguien le ha hablado de las bailarinas de Bali. Lo comprendo. Pero no es para mí. Me niego a ser trasegado a un maldito transatlántico y arrastrado alrededor del mundo.
–Muy bien, señor.”
El código de los Wooster
PG WODEHOUSE
(Anagrama 2010, publicado en el primer volumen del Ómnibus Jeeves junto a ¡Gracias Jeeves! y El inimitable Jeeves. The Code of The Woosters se publicó por primera vez en Gran Bretaña en 1938)
402 págs.
Traducción de Carme Camps.
***** PG Wodehouse es uno de mis escritores favoritos. Suelo leerle una vez al mes, o cada doce o trece libros, independientemente de si tengo algún libro suyo no leído entre manos o no. Quizás sea el autor que más he releído en mi vida. Esto, naturalmente, es también una relectura (la cuarta, si quieren saberlo).