
Kiko Amat
Hace unas semanas me encargaron entrevistar a Suggs, el cantante y líder de la banda inglesa Madness, para una nueva edición del festival de documental musical In-Edit. El músico visitaba Barcelona con ocasión del estreno mundial del filme Suggs: my life story.
Les seré sincero: yo no quería hacerlo. Tras dos años de reclusión literaria había desarrollado una fobia patológica a hablar en público y vestía el pijama como una segunda piel. Por añadidura, un par de meses atrás había prometido (por alguna estúpida razón) que no iba a cortarme el pelo hasta que sucediera una cosa, y la maldita cosa se había demorado. Para cuando llegó la invitación de In-Edit yo ya hacía mucho que había dejado de estar presentable en sociedad. Llevaba una barba leprosa, tupida solo a trozos, como un campo de hierbajos a medio quemar; un bigote me ocultaba media boca; y aquel pelo abultado y ridículo, peinado en ondas hacia atrás, que me daba un cierto aire al Moisés lunático de Charlton Heston.
Al final les dije a los de In-Edit que de acuerdo, que iría. Son amigos, y yo necesitaba con urgencia el dinero. Cuando llegó el día de la cita me puse una americana bastante barroca que hacía años que no llevaba, de mi lejana época mod, quizás tratando de paliar el desatino capilar. Me observé en el espejo: el conjunto clamaba a gritos “enfermo mental”. Tal vez mi apariencia explique las cosas extrañas que me sucedieron aquel día. Quizás Suggs se sintió insultado por mi pelo. Quizás le turbaba hablar con un tío sin labios, cuyas palabras emergían de detrás de una muralla de cerdas impeinables.
El encuentro
Aquella mañana de octubre la cita me hacía ilusión. Madness habían sido un grupo fundamental de mi adolescencia, allá por 1986-1987. Madness encienden todavía un anhelo que, como decía (más o menos) el Falconer de John Cheever, empieza en mi estómago pero mis células cerebrales traducen para mi corazón, mi alma, mi mente, hasta llenar todo mi cuerpo. ¿Es eso demasiado meloso? Lo cierto es que Madness son mi juventud, y yo amo a mi juventud. Algunas de sus canciones, como “Bed and Breakfast man” son mis dieciséis años. Mis dieciséis están compactados allí, y escucharlas de nuevo es descodificarlos, revivirlos en el presente.
Todo esto para decirles que, bueno, yo fui fan de Madness. Me dispuse a conocer a Suggs armado de un vigoroso estado de ánimo. Me sentía expectante por las posibilidades de la jornada. Incluso llevé a nuestra cita un single de regalo: una copia del “Lo consigues”, aquella versión del “You can get it if you really want” que hicieron los venezolanos Las Cuatro Monedas para Belter en 1970. Mi único ejemplar. Pensé que alguien como Suggs sabría apreciarlo.
La furgoneta de Suggs y su séquito llegó al hotel a las 15:30. Se abrieron las puertas y los siete u ocho ingleses que había dentro se precipitaron hacia la acera como un vómito. Un vistazo experto me sirvió para atestiguar que Suggs ya iba borracho. No alegre. Pedo. Realicé un rápido cálculo mental para comprender cómo alguien que había estado encerrado en el interior de un gran cilindro volante de metal durante dos horas, y que había salido de su casa a las diez de la mañana, podía llevar aquella toña criminal. Las palabras “servicio de bar” y “asiento de 1ª clase” parpadearon en mi mente como el ominoso cartel de una casa de furcias.
Suggs no llevaba un vaso en la mano cuando salió despedido de la furgoneta, o tal vez sí. En cualquier caso a los pocos segundos su zarpa derecha ya sostenía un ron con cola nuevecito. Quizás era mago, además de cantante. Quizás tenía el superpoder de la velocidad, como Flash. O quizás solo era un superborracho con supersed, y los integrantes de su séquito lo sabían y le mantenían superempapado.
Suggs llevaba zapatos brogues, cazadora cortavientos con cremallera, gafas oscuras. Encadenaba cigarrillos que iba liando tras depositar el cubata en cualquier sitio, encima de un buzón o en la cabeza de alguien. Unos fans se le acercaron para que les firmase discos. Hablaban un inglés básico que ya hubiese resultado complicado para un ciudadano británico sobrio, así que es posible que Suggs no entendiese qué deseaban aquellos tipos, ni por qué extendían hacia él todos esos álbumes. De Madness. Señalando a un rotulador y asintiendo con los mentones. Al final, Suggs comprendió. Firmó de mala gana el par de discos, gruñó algo que no llegamos a traducir, y realizó un par de pasos de baile al estilo Nutty. O eso creí en un primer momento. Luego entendí que tan solo había sido un traspié alcoholizado. Lo culminó apoyándose en el buzón.
– Sé que es un cliché, pero ayer vi un video de Bob Marley… -balbuceó, mirando al infinito, dirigiéndose a toda la calle- Fue la hostia. Bob Marley, tío…
Cuando aún estaba yo asimilando la información crucial que acababa de impartírseme, me lo presentaron. El manager no dijo literalmente que yo era un subnormalito que pasaba por allí, pero lo dejó entrever. Añadió que además tenía algo para darle y que estaba “muy excitado” por hacerle aquel regalo (poco antes yo había cometido el error de mencionarle lo del single). Suggs me miró y sonrió. Luego examinó el disco de regalo durante mucho rato, tal vez intentando recordar si él había tocado en una banda de negros venezolanos en 1970, y si debía o no firmármelo. A los pocos minutos, habiendo comprendido (o no) lo que era aquello, trató de embutir el delicado pedazo de vinilo en el bolsillo lateral de su (más bien prieta) cazadora. Escuché de forma nítida el sonido del cartón arrugándose al penetrar allí. Mientras efectuaba la operación se le cerró un ojo (se había sacado las gafas para examinar el disco). Volvió a sonreír.
Yo empecé a hablar de forma torrencial para inundar de contenido aquella embarazosa situación. Es un tic que sufro. Le conté que el pub centenario que aparecía en el documental, el mítico The Blue Posts de Berwick Street, Londres, era el mismo a donde yo iba a abrevar cuando vivía en la ciudad. Le conté que mi barrio de entonces era Archway, muy cerca del Camden de su adolescencia. Tal vez le dije también que me habían extirpado el apéndice a los seis años, y que mi color favorito era el burdeos. No lo recuerdo. Sé que yo escuchaba el incesante borboteo de mi propia voz, y que él miraba, entre confuso y fascinado, hacia el lugar piloso donde debería haber estado mi boca.
El periplo
Al cabo de un rato interminable, el mánager tomó el single espachurrado de la mano de Suggs (“mejor te llevo yo esto” fueron sus reveladoras palabras) y nos condujeron a la furgoneta que nos transportaría al lugar de la primera charla, la tienda de gafas Etnia, situada en el Born. En el vehículo iban un par de miembros de la organización de In-Edit, el mánager de Suggs, el cineasta Julien Temple (director del documental, aunque nadie le hacía demasiado caso) y, silla con silla, Suggs y yo. Suggs llevaba el roncola de antes, o tal vez uno distinto, y seguía liando cigarrillos como un Lucky Luke enloquecido. De vez en cuando daba voces, volviéndose hacia el mánager.
– ¡Quiero anfetaminas! -gritaba, escupiendo un poco, las gafas de vuelta a sus ojos- ¿Quién me consigue anfetaminas? Esas dulces anfetaminas…
Alguien mencionó que sería un poco complicado conseguirle anfetaminas a esas alturas del partido, y con la República Catalana recién declarada. Las calles estaban abarrotadas de gente con banderas independentistas. Todo el mundo cantaba y reía. Puigdemont acababa de anunciarlo en el Parlament, pero no había mencionado en ningún momento el papel que tendrían los estimulantes farmacéuticos en el nuevo país.
– ¡Pues cocaína! -exclamó Suggs, con admirable pragmatismo.
Alguien de su propio séquito le comentó que se haría lo posible. Eso le puso de un humor excelente. Se puso a mirar por la ventana mientras liaba un nuevo cigarrillo y sembraba sus muslos y zapatos de hebras.
– En Inglaterra también tenemos de esto -dijo, volviéndose hacia mí, frunciendo un poco el ceño- El I.R.A., y todo eso. Bombas. ¡Una revuelta! -berreó en mi cara, y luego hacia la ventanilla abierta, carcajeándose- ¡Esto es una REVUELTA! ¡LIBERTAD!
Estuvo así un buen rato. Las estelades ondeaban tras su perfil. Él seguía riendo como un enajenado. De tanto en cuando mascullaba para sí mismo “Bob Marley, tío” y yeh yeh yeh, como dándose la razón, o dándole la razón al mundo, o jaleando al mundo, o jaleándose a sí mismo. O a Bob Marley. Es imposible saberlo. Luego se acordó de la presencia del gilipollas barbudo, y me preguntó que sobre qué escribía yo (el manager le había soplado también que yo era escritor). Le hice el resumen biográfico más breve de la historia de la humanidad. Cuatro palabras, a decir verdad.
– Yo no podría hacer eso -me dijo, entre solemne y apesadumbrado, como el César a punto de soltar una máxima que en un par de siglos la gente leerá en un libreto de Shakespeare- Yo no podría escribir sobre la vida en lugar de vivir la vida, ¿comprendes?
Un velo se descorrió ante mis ojos. La neblina se deshizo. Comprendí de repente con quién trataba, en qué se había convertido Suggs, y tuve una fugaz revelación de lo que iba a suceder aquel día y cómo iba a terminar la noche. Sentí el viejo escalofrío premonitorio en el coxis, y cambié de tema a toda prisa. Le comenté, por decir algo, que Fats Domino había fallecido ayer. Eso encendió una luz de inocencia en sus cansados ojos, y sus cejas se levantaron. Por un momento parecía un niño. Un niño borrachísimo. Entonces procedió a ponernos canciones de Fats Domino a todo volumen en su móvil, y a cantarlas a berridos hasta que llegamos al Born. La mayoría de calles estaban cerradas. Fue un trayecto largo.

La entrevista
La estancia del tercer piso de la tienda Etnia estaba llena de fans cuando llegamos. Algunos eran menores de edad, lo que me puso de un efímero buen humor. También había cuarentones, y unos cuantos skins que hacía tiempo habían dejado la treintena atrás. Buenas vibraciones.
Suggs decidió defecar en ellas de inmediato. Se enfundó el proverbial traje de prima donna y empezó a (lo que en nuestro país llamamos simplemente) hacer-el-notas. Se lio un nuevo cigarrillo, justo debajo de la alarma antiincendios. Cuando las joviales azafatas de la tienda le conminaron a que no lo encendiese y redujera a cenizas el precioso material gafesco que nos rodeaba, Suggs asintió, magnánimo, y se dirigió al pequeño balconcillo del fondo. Era fácil precipitarse al vacío desde allí. Cerré un momento los ojos; los volví a abrir. Suggs seguía entre nosotros. Encendió su liadillo y empezó a realizar aspavientos grandilocuentes y a gritar LIBERTAD a la calle. Al pueblo catalán en pleno, quizás. Tal era el poder de su voz.
Tras varias súplicas de la organización, accedió a ser entrevistado. Se sentó a mi izquierda y empezó a liar el sexto cigarrillo. Le trajeron cerveza. Yo pedí otra para mí. Sería ocioso relatarles cómo transcurrió la entrevista entera, así que les daré un ejemplo tomado al azar:
YO: Suggs, tu banda tiene reputación de jovial y divertida, con los videos humorísticos y las letras cómicas, los disfraces y todo eso, pero lo cierto es que hay una vertiente más sombría en Madness. Muchas de vuestras canciones eran tristes y oscuras: “Embarrassment”, “Grey day”, “Tomorrow’s (just another day)”…
SUGGS (bizqueando ligeramente y dirigiéndose a la audiencia): El otro día vi un video de Bob Marley… Ermm… Increíble. Esa gente… John Lennon, Bob Marley… La música de la gente. La gente. Lennon. Marley… (poniéndose en pie y dirigiéndose al balcón) ¡LIBERTAD! (carcajada, calada, regreso tambaleante al sillón, reparando en mi presencia quizás por primera vez). ¿Qué decías?

Xerrada amb el cantant de Madness Suggs i el periodista Kiko Amat dins el festival In-Edit
1230#Oriol Duran
Así durante cuarenta minutos. Largos. Quizás más. El tono de su voz y su lenguaje corporal se iban volviendo más hostiles según avanzaba la charla. Sé por mis propias carencias que todo borracho entra, en un momento particular de la parranda, en una fase de paranoia. Crees que la gente te mira mal; cualquier frase que te dirigen es una puya; quieres otro trago; la gente es imbécil y tú tienes la súbita certeza de que eres el puto amo y que el planeta te debe pleitesía -ofrendas, incluso- pero que una conspiración de poderes fácticos te niega lo que es tuyo por derecho. Esos hijos de puta…
Suggs se adentraba con paso firme en aquel nuevo estado, que por otro lado uno debe multiplicar por ciento si el curdas en cuestión es inglés, una raza de innato talante violento. En su mente se empezaron a amontonar, tal vez, algunos agravios de la prensa inglesa que tenían décadas de antigüedad (la polémica de “Madness son racistas” que empezó algún semanario musical de la época en 1979), y su mirada se volvía más y más torva.
Como Jason Bourne, sé detectar de inmediato la animosidad de mi entorno. Mis sentidos, aguzados en la subcultura 80’s de extrarradio, captaron de repente que Suggs estaba predispuesto negativamente hacia mi persona, tal vez por sutiles indirectas como esta:
– La música de la gente… No de la prensa… Ermm… Ni de putos intelectuales aburridos como -señalándome con el pulgar- este de aquí.
Fue un comentario chocante. Del todo innecesario, en mi opinión. Levanté las cejas. Me tembló de forma muy leve el labio inferior, pero por fortuna el bigote lo mantenía oculto. Sonreí, abochornado, y a modo de contestación escupí algún comentario bobo sobre los “malditos jipis” (a esto en mi pueblo se le llama “desviar el puñal”; es cuando rediriges un insulto lejos de ti para que pille otro; quien sea). La charla continuó durante un rato más, con un Suggs cada vez más abusón, un entrevistador empezando a sentir el viejo apetito homicida, y un nuevo reguero de incoherentes panegíricos a los Bob Marleys del mundo, las libertades del pueblo y la cultura sencilla de la gente de la calle.
Terminó. Suggs se puso en pie. Julien Temple, que se había incorporado a la charla en los últimos diez minutos para no decir ni pío, también lo hizo. Cuando se metían en el ascensor para regresar al hotel me preguntaron si bajaba con ellos. Por poco se me escapa una carcajada. Decliné amablemente la invitación. No dije en ningún momento que prefería un enema de ántrax a la compañía de aquel caballero intoxicado y faltón.
Cuando me volví, el ascensor ya camino de la planta baja con todo el séquito a bordo, en la sala quedaban solo unos cuantos skinheads maduros. Les conocía de vista, de lejos, pero siempre he disfrutado de la compañía de los skins. Les tengo una flaca tremenda. Además, estos resultó que eran lectores míos. Se habían leído incluso mis bazofias (ellos no lo expresaron así). Nos fuimos juntos a un pub a tomar Guinness y ver las noticias internacionales sobre la República Catalana. Fue, sin el menor asomo de duda, el mejor momento del día.
El espectáculo
Suggs estaba allí, en la puerta del CCCB, apoyado en una tapia, acompañado de su mánager. Estaba claro que en el hotel no había descansado ni una pizca, aunque sin duda algo había sucedido en el ínterin. Sus ojos enfocaban con una nueva precisión demente, pero su boca no había podido desembarazarse del todo del zapato que la ocupaba desde su llegada a Barcelona. Resultaba difícil comprenderle. Liaba un cigarrillo tras otro, le susurraba cosas con la boca torcida al mánager y se veía a distancia que estaba en proceso de perder el oremus. A pasos agigantados.
No escuché mucho. Yo había perdido todo interés en aquel sujeto. Es terrible ver a alguien maltratando su talento así. Cuando el pase del documental estaba a punto de dar inicio, Suggs y su mánager se dirigieron hacia el CCCB, yo en la dirección perfectamente opuesta. Tomé una cerveza en el C3Bar con unos amigos que me contaron varias anécdotas delirantes sobre invitados a festivales españoles que se habían comportado como cerdos.
Llegó el momento del espectáculo de Suggs. Me dirigieron a su camerino y me dejaron a solas con él. Se suponía que aquella persona tenía que cantar cinco o seis canciones y contestar a preguntas del público, pero el músico no parecía estar en condiciones de hacer nada de aquello. Tenía la cara muy roja, su conversación se había reducido a una serie de bufidos y sinsentidos, seguía liando cigarrillos y desperdigando el tabaco en un radio de medio metro a su alrededor. Supe que aquel era el momento para empezar a sacudirle sopapos a mano abierta, dorso y palma, dorso y palma, como en la escena de la histeria de Aterriza como puedas, pero no me vi capaz. Por comatoso que estuviese, aún me sacaba un palmo y de joven había sido hooligan del Chelsea.
Mientras yo dudaba, Suggs metió su mano en el bolsillo y sacó de él un objeto familiar. Depositó entre pulgar e índice una proporción descabellada de la materia que transportaba aquel objeto. Me miró. Yo le miré. Era como un desafío de western, pero con otras armas. Con uno de los participantes desarmado, de hecho. Igual que en El hombre que mató a Liberty Balance.
Suggs desenfundó rápido. Demasiado rápido, tal vez. Se escuchó un snurff pavoroso que recordaba a un jabalí descubriendo una jugosa trufa en un bosque caducifolio. Una buena parte de la materia se distribuyó alegremente por la cara de Suggs. Nariz, mejilla, una sección del labio. Justo entonces Suggs, sin dejar de mirarme, abrió la boca y (lo juro por Dios) dijo:
– Bob Marley, tío…
Vinieron y se lo llevaron. No a un psiquiátrico o a un balneario, que hubiesen sido las opciones más beneficiosas y sensatas para él, sino al escenario. Lo demás sucedió muy rápido. El guion oficial dictaba que Suggs tenía que esperar a que llegara su pianista, pero el hombre tenía otras ideas. ¡Suggs no espera a nadie! (le espetó, sin duda, su cerebro destruido). Se encaramó al escenario como buenamente pudo, se acercó al piano y empezó a aporrearlo sin ton ni son. No me refiero a que lo tocó sin sutileza, como Jerry Lee Lewis. Lo que quiero decir es que tocaba como un niño de teta a quien dejas junto a un pianito de juguete por primera vez, sin que llegue a sonar jamás ninguna nota conocida.
– It must be love -aullaba, de tanto en cuando.
– L-O-O-O-O-VE -respondía la audiencia del teatro, que aún creía que aquello era una inocente broma del cantante, y que el concierto de verdad empezaría en breve.

En Barcelona no estaba así
No fue así. La cosa continuó de ese jaez durante unos buenos diez minutos, en los que algunos tomamos conciencia por vez primera del concepto “eternidad”. Se encadenaron nuevas referencias, ya incomprensibles, a Bob Marley y la música de la gente. Siguió la peor versión jamás realizada del “Baggy trousers”. El escalofrío en mi columna se había tornado espasmo, luego parálisis. Mis congelados pies me instaban a salir corriendo de allí a toda prisa, volver a mi fiel pijama y no mirar atrás. Pero el destino me deparaba otra cosa.
Los de la organización, tratando de salvar los últimos muebles que aún no estaban en llamas, me lanzaron a empellones al escenario a inaugurar la sección de preguntas del público. Subí allí como tantos otros hombres han subido al cadalso, arrastrando los pies y mirando al vacío. Viendo mi vida pasar ante mis ojos. Micrófono en mano. Julien Temple me acompañaba, pero seguía sin hablar. Tal vez había hecho algún tipo de voto de silencio. Tal vez sabía que todo lo que iba a suceder aquel día iba a atormentarle el resto del sus días, y prefería mantener la boca cerrada, por si las moscas y por indicación de su abogado. Jamás lo sabremos.
Tomamos asiento. Los tres. Suggs no parecía comprender qué rayos hacíamos nosotros dos en su show, pero parecía entretenido por la novedad. Ya se tambaleaba a ojos vista, y eso que estaba sentado. Yo, con un nudo en la tráquea y lleno de pesar, me puse en pie y pregunté si alguien del público tenía preguntas para él. Una mujer de mediana edad con peinado skinhead le preguntó, con léxico inglés pero pronunciación inequívocamente catalana, algo relacionado con la palabra RACIST. Suggs contestó algo que sonó muy parecido a “Bob Marley”, y luego algunos enigmáticos vocablos. El siguiente miembro del público, un señor de Escocia con la cabeza afeitada, el cuello muy ancho y camiseta de fútbol, hizo alguna pregunta sobre el deporte rey. Suggs blasfemó, riendo, e hizo referencia a la pregunta de aquel “puto escocés”. Luego contestó algo que ni me molesté en escuchar.
Entonces se hizo un silencio temible, del tipo que precede a las grandes catástrofes. En un lateral de la platea, el mánager agitaba mucho los brazos y, mirándome, señalaba a Suggs. Parecía alarmado. Julien Temple también me miraba, impávido, sin separar los labios en ningún momento.
– Venga, pregunta algo, puto cara de… -me dijo Suggs. En voz bien alta.
Se escuchó un grito ahogado en el público, entre el que se contaban varios ingleses. Fue como una bocanada multitudinaria. El AHhhhh que realizas cuando alguien acababa de soltar un chiste de Stephen Hawking al lado de un fulano en silla de ruedas. Los ingleses pueden ser unos bárbaros, sin duda, pero para ellos la mala educación es ofensa capital. Insultar a tu entrevistador y llamarle cara-de-algo (lo cierto es que no escuché la palabra culminante, pero estoy convencido que no era nada halagador, como “cara de ángel”) es una cosa que allí no se hace. Dicho esto, Suggs no estaba allí, sino aquí, en su Lloret particular.
Justo entonces debería haberme puesto en pie y, tras lanzarle a Suggs el micrófono a la nariz con toda la fuerza posible, abandonar el escenario. Pero no lo hice. Ya dije que necesitaba el dinero, y pensaba que mi obligación era llevar aquel desagradable asunto a su única conclusión posible. Tragué saliva.
– Bueno, contadnos cómo os conocisteis -dije, con un hilo de voz- Cómo se f-fusionaron…
No sé por qué carajo dije aquella palabra inglesa (coalesce). Es un poco altisonante, la verdad. Me salió así. En cualquier caso nunca terminé mi pregunta. Los dos repitieron mi palabra (Temple decidió romper su silencio en aquel preciso instante), “coalesce”, se miraron el uno al otro y se echaron a reír, aunque era una palabra que existía en su idioma y yo la había pronunciado de un modo impecable. “Coalesce”, se dijeron el uno al otro un par de veces más, mirándome como se mira al imbécil que lleva la bragueta abierta en pleno discurso oficial y aún no se ha dado cuenta.
Sin contestar, Suggs se puso en pie, se dirigió al piano y, tras arrearle una serie de manotazos, volvió a berrear:
– It must be lo-o-ove…
– L-O-O-O-O-VE -le replicó el público, aunque con mucho menos entusiasmo que la primera vez.
Me puse en pie, deposité el micrófono encima de una mesita, atravesé el escenario y descendí la escalera. Abrí la puerta del camerino. Cuando se cerraba, aún le escuché gritar una vez más.
– It must be lo-o-ove…
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