Un scoop de verdad (o cosas que la humillación no puede deshacer)

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Hace un par de años me humillaron de forma espantosa (a los que no tenían pensado leer esta columna pero han olido cómica denigración: ¡bienvenidos!). Yo había sido invitado a presentar una película en el festival de documental musical In-Edit. En mitad de mi escueta introducción a Rough Cut & Ready Dubbed, un filme que me encanta, dos crustis hijos de rata me interrumpieron gritándome que me callase, que ya estaba bien, hombre, que vaya chapa y que comenzara la proyección de una vez. ¿Qué hice yo ante aquella afrenta? Como se puede suponer, no hice lo que me pedía el cuerpo: saltar en un par de brincos las diez filas de butacas que nos separaban, reventarle la boca a uno a violentas patadas, romperle el cuello a la otra al estilo Ranx Xerox. Solo reí nerviosamente, agaché la cabeza, salí de la sala y dejé que diese inicio el film. Luego me encaminé por la Gran Via hacia mi casa, con un buñuelo de serrín atascado en la garganta y los ojos irritados (por el polen).

Veo cómo algunos de ustedes también se secan los ojos y realizan el ademán de llamar a mi mujer, para preguntar si todo va bien. En serio, no pasa nada. Soy escritor. La humillación es mi segundo nombre. He sido arrastrado por el lodazal tantas veces que pierdo la cuenta. En el día de Sant Jordi del 2016 fui a Sant Boi, a mi viejo instituto, a hablarles a los alumnos de 2º de Bachillerato. Era algo que, miren ustedes qué tontería, me hacía ilusión. A pesar de que no acudí a la cita con una prostituta, un amigo cadáver y un niño secuestrado (como en Desmontando a Harry), me colocaron en un rincón lúgubre del gimnasio -el teatro donde se escenificaron la mayoría de mis traumas juveniles-, al lado del plinton y de las colchonetas manchadas de sudor cular, mientras fuera se jugaba un ruidoso partido de baloncesto que tapó mis frases más inspiradas de un modo admirable. A mitad del discurso, la profesora de literatura me regañó delante de toda la clase porque mi texto hablaba de hacerme pajas y no de los “angry young men” (sus palabras). Digo “de toda la clase” pero, naturalmente, solo habían acudido siete empollones. Y obligados. Lo sé porque me lo dijo en un aparte, para infundirme ánimos, la misma profesora de literatura. Carlos Zanón, a quien yo había invitado para que fuese testigo de los honores que se me brindaban en mi pueblo natal, estuvo tanto rato cabizbajo y mirándose fijamente los zapatos que por un instante pensé que había muerto.

Sí. Esa es mi cotidianidad. El patrón de mi vida artística se lee como: dolor, dolor, dolor, dolor, dolor, dolor, soledad, dolor, dolor, soledad, victoria pírrica e insustancial, dolor, dolor, dolor, PATETISMO INSOSTENIBLE, dolor, dolor, (etc.). De vez en cuando, es cierto, topo con un fugaz instante de solaz (un artículo que sale divertido, un libro redondo -yo prefiero llamarlos Obra Maestra Que Recibirá Innumerables Parabienes Post-Mortem-, la admiración de un igual), pero la norma es sentirme como Spinal Tap cuando llegan al festival aquel y los han puesto en el cartel por debajo de «Espectáculo de marionetas».

En este pasado San Jordi del 2019, porque no tenía novedad en el mercado o simplemente porque soy propenso a la afrenta y el menoscabo, me sucedieron tantas cosas degradantes que, con franqueza, voy a guardármelas para un artículo especial (que publicaré cuando la mayoría de protagonistas hayan fallecido). Pero a modo de aperitivo les citaré una plática con una periodista cultural que transcurrió así:

PC (Periodista Cultural): ¿No vas a la feria del libro de Buenos Aires?

YO [seco]: No.

PC [rictus aterrorizado de scream queen]: ¿No? Pero… ¿por qué?

YO: N-no sé. Porque no me han invitado, supongo.

PC [incapaz de dejarlo estar]: Ah, ¿no te han invitado? Yo creía que sí.

YO [con la boca pequeña]: Pues no.

PC [imposiblemente interesada en el tema]: ¿De verdad? Me parece muy raro.

YO [encogiéndome de hombros de un modo muy poco natural]: …

PC [entrecierra los ojos, mira a un lado como si alguien hubiese depositado una patata frita en su hombro]: Joder, qué raro. No te han invitado, ¿eh? [vuelve a mirarme, frunce el ceño] Pero si incluso han invitado a … [empieza a enumerar, con prolijidad de contable, todos y cada uno de los autores barceloneses que han sido invitados a la feria del libro de Buenos Aires. No se deja a nadie. Es un listado exhaustivo]. Es que van todos, vaya. ¿Estás seguro de que no te han invitado?

YO [ya sumido en un silencio que quizás dure hasta el sepelio]: …

La periodista de cultura percibe que el tema de mi ausencia en la 45ava Feria del Libro de Buenos Aires se ha agotado y se vuelve momentáneamente hacia mi editor de toda la vida, que estaba allí al lado mordisqueando un melancólico pinchito moruno.

PC: Bueno, va, tú, venga, dame un scoop, no te hagas de rogar. Necesito una exclusiva.

MI EDITOR DE TODA LA VIDA [dejando a un lado el palillo del pinchito, limpiándose los dedos en una servilleta]: ¿Un scoop? ¿De verdad quieres un scoop?

PC [rictus de ilusión expectante, saca el bloc de notas y el bolígrafo] ¡Claro! ¡Claro que sí! ¡Venga ese scoop!

MI EDITOR DE TODA LA VIDA [impávido]: Apunta: Kiko Amat tiene nueva novela.

PC [con un espasmo facial de decepción indignada que no se veía desde que los nazis entraron en París]: ¿Cómo? ¿Eso es un scoop? [mirando ora a él, ora a mí, como si la hubiésemos timado al trile] ¡PUES VAYA MIERDA DE SCOOP!

Yo [una lágrima se desliza silenciosa por mi pómulo derecho, mi sonrisa se torna amargas cenizas en mi boca]: …

PC [dirigiéndose solo al editor, baja un poco la voz]: Ahora en serio. Tienes que darme un scoop de verdad.

Y de las críticas mejor no hablamos. Recuerdo que, por mentar a uno de tantos hashishin que hincaron emponzoñada daga reseñística en mi chepa, alguien tituló, hace más de una década, una crítica sobre Cosas que hacen BUM… ¿Lo adivinan? “Cosas que Hacen pif”. Sí, aquel periodista lo tituló así (han leído bien), en cuerpo 22 y en negrita, por si algún Rompetechos era incapaz de leerse el cuerpo del artículo, que no se fuese de allí con las manos vacías. El cuerpo del artículo, ahora que lo mencionamos, era una diatriba fratricida cimentada en la más pura antipatía personal (personal, not business) que listaba con profusión las razones por las que mi segunda novela -cuatro largos años de trabajo, completamente solo en una habitación, seis nuevos trastornos mentales- era una colosal pila de estiércol. No lo era, todo lo contrario; pero dolió igual. Siempre duele.

Resultat d'imatges de lapidación santosTodas esas trompadas. Son parte del trabajo, lo sé bien. Siempre que estoy al borde de la depresión, por culpa de alguna de ellas, saco mi estuche de autoánimo e intento sanarme con un milagroso apotegma del catálogo: “Never explain, never complain”; haz lo tuyo y nunca te quejes; Si No Has Sido humillado, Lo Que Haces No Importa; para un escritor, la vanidad es el enemigo; la rabia, tiene razón John Lydon, es una energía; todos tus escritores favoritos, Kiko, hijo mío, murieron ultrajados o en el más absoluto anonimato (o ambas cosas a la vez, una dicotomía más difícil de alcanzar de lo que parece), ¿qué leches esperas que te suceda a ti?

Pero al final, si les soy sincero, lo único que funciona es trabajar. Pon el culo en la silla y escribe. Escribe, nada más. Y que el premio a escribir no sea otra cosa que la obra. La obra es la recompensa; no hay otra. El logro es hallar una palabra que me encanta, pensar una trama vivaz y violenta, topar con aquella hipérbole o aquel understatement que me hace reír, solo, en mi cubil. Vivo para ello (me da igual cómo suene esto). Nada más importa. Rozar el éxtasis de la precisión, cuando logro contar algo de la manera exacta en que pretendía contarlo, y corto aquí y corto allá, y de repente ese instante, esa pequeña revelación, tiene un olor, es un olor metálico y fresco, un olor de verdad, huele (se lo juro) como un puto recuerdo de juventud, y se me levantan las aletas de la nariz y se me tensan las quijadas y allí está lo que he escrito; compacto, preciso, puro. Algo que es mucho, mucho mejor que la persona que lo creó. Algo que es entero, y está lleno, y es de verdad. Algo que, como dijo Nelson Algren, nadie puede ni podrá deshacer.

Kiko Amat

(esta es la versión completa y actualizada de una columnita que escribí en catalán hace dos o tres años para el periódico Ara. La he reescrito y publicado porque me apetecía, y porque me he acordado de repente de este último Sant Jordi)

Yo milité en una Histórica Organización Anti-Nazi

1 En el año 1999, a mis 27 años, entré a formar parte de una Histórica Organización Anti-Nazi (HOAN). Sobre esa época yo vivía en Londres, y fue allí donde me sobrevino aquella repentina ventolera militante. Siempre me había considerado (de boquilla) de extrema izquierda y antifascista, pero en los únicos frentes donde había militado hasta entonces eran los de la extrema beodez, el vandalismo público y la holgazanería punible por la ley.

Aunque me siento incapaz de exculpar mi magro currículo activista, a modo de captatio benevolentia les diré que, en mi instituto, los militantes de izquierda, independentista o no (POSI, PORE, MDT y similares), eran a la sazón una cáfila de hippies estalinistas. Aquellos cenáculos de quejosos maoístas melenudos y (peor) fans de la Elèctrica Dharma me causaron siempre fuertes retortijones intestinales (el sentimiento era mutuo), y por su culpa llegué a los 27 años sin haber militado en parte alguna. Además, todo apuntaba, ya entonces, a que yo era un jeta egocéntrico y patológicamente incapacitado para la empatía. Y entonces, en Londres, en 1999, me dio por apuntarme a la Histórica Organización Anti-Nazi (HOAN). Así, tal cual. Sin meditarlo demasiado, que es como suelo hacer yo las cosas. Para desafiar la inercia, ¿me explico?

2 Las imágenes que tenía yo de la Histórica organización eran rotundas y, desde luego, históricas, y llevaban adornando tanto mi mente como las paredes de mi habitación adolescente desde una década atrás: carnavales antirracistas con conciertos de todas mis bandas punk favoritas del momento y miles de asistentes; manifestaciones bullangueras y multirraciales; omnipresencia de chapas de la organización en una vasta mayoría de chupas de cuero, en portadas de mis discos favoritos; y, por último, pero no por ello menos importante, vapuleo infatigable de nazis cada vez que levantaban cabeza y trataban de reagruparse. Para mí, entrar en la HOAN era como pasar de inmediato a formar parte de la leyenda del antifascismo y el punk rock inglés de una sola tacada. Deseaba ser miembro activo de la organización y empezar de inmediato a… Comenzar a…

“Un momento”, me dije, mordisqueando el bolígrafo y echando un segundo vistazo al impreso oficial de afiliación. “¿Qué se suponía que hacían este tipo de organizaciones? ¿Cuál iba a ser mi papel?”.

Sin duda, razoné, iban a asignarme una tarea comprometida y arriesgada en la lucha contra el neonazismo británico. Quizás me adiestrarían como agente doble para espiar las actividades del National Front desde el vientre de la bestia. Yo sería el tipo de tío que dice precisamente expresiones como “desde el vientre de la bestia”. Tal vez incluso sería bautizado con un misterioso mote de guerra: Spanish Kiko. Mad Spanish Kiko. Kiko The Mad Spanish Bastard. Kiko The Drunken Catalan Fool. Careful-With-That-Axe-Kiko. Big Dick Kiko. Handsome Big Dick Kiko. Cool Hand Kiko. ¿Farty Pants Kiko?

Esta y otras cuestiones cruciales atascaban mi mente cuando, tras una hora de transporte público, llegué al barrio del sur de Londres que alojaba su cuartel general. Desde fuera, déjenme que les diga esto de inmediato, aquello no tenía ninguna pinta de “cuartel general”. ¿Qué había visualizado yo en mi imaginación febril, me preguntan? Si lo pienso bien, yo diría que imaginé un edificio entero. Eso veía yo en mis ensoñaciones infantiles: un caserón con pinta castrense y actividad febril en los pasillos, y un montón de chicos valerosos y mozas despampanantes agitando banderines y apilando sacos terreros, marciales y uniformados y dispuestos para el definitivo combate contra esos malvados nacionalsocialistas de la porra. Con un gran logo corporativo en la fachada. Iluminado, ya puestos.

Déjenme saciar su curiosidad: la HOAN no era nada así. Para empezar, era un jodido segundo piso, sin ascensor, y ni siquiera era espacioso. 80 m2 máximo, y suelo tender a la hipérbole numérica. Su fachada, por descontado, no desvelaba ningún tipo de información sobre el contenido del habitáculo (ni siquiera en el timbre), y el único rótulo visible desde el exterior, a pie de calle, era el del restaurante griego τηγανητό μπακαλιάρο (Tiganitó bakaliáro) que ocupaba la planta baja.

¿Me deshinché yo por aquello? No señor. Tal vez se trataba de algún tipo de operación encubierta, me dije a mí mismo mientras subía las escaleras y el pestazo a fritanga helénica impregnaba todas mis prendas. ¡Allá voy, Histórica Organización Anti-Nazi! ¡Ábreme las puertas de la glooooo… Oh, Dios del cielo.

¿El montón de chicos valerosos y mozas despampanantes? Eran dos. Dos personas. Mujeres. Las llamaré Hilary Banks y Jessica Marbles, no tanto por cautela o para preservar su anonimato, sino porque no conservo el menor recuerdo de sus nombres reales.

Resultat d'imatges de antinaziHilary Banks, lo vi bien rápido, era la chica negra más pija de todo el Reino Unido, y hablaba con un acento parecido al de los condes latifundistas de Downtown Abbey (aunque ella lo aderezaba con algo de jerga callejera, espolvoreada aquí y allí sin mucho método). Era obvio que estaba en la HOAN por algún tipo de voluntariado obligatorio (valga el oxímoron) de esos que uno cursa para obtener “créditos”, o como carajo se llamen, de su carrera. Llevaba un afro de clase media (tolerable, pulcro, nada amenazador) y yo la recuerdo con peto tejano, aunque esto último tal vez obedezca simplemente a alguna de mis viejas fantasías onanistas de fornicio con el campesinado. Del todo superadas hoy, por fortuna.

Jessica Marbles, por su parte, era una señora. Una mujer mayor, de barbilla prominente; un poco como la Abuelita Paz de Bruguera. Sí, aquella buena mujer parecía una anciana (¿quizás estuvo de cuerpo presente en la batalla de Las Ardenas, en 1944, dándoles leña a los nazis old school?), aunque lo cierto es que no debía tener más de cuarenta años. “Quizás la ha envejecido todo el cruento guerrear contra las fuerzas del neonazismo”, volví a decirme mientras me adentraba en el cubículo y chocaba esos cinco con ambas, tratando al mismo tiempo de secar con la parte superior del puño libre mis lágrimas de desilusión y amargura.

Estaba claro, y no procedía engañarse más al respecto: los tiempos turbulentos, bulliciosos y heroicos de la HOAN habían terminado, de forma oficial. Allí no habían milicianos ni armas ni saludos castrenses ni ambiente bélico de ningún tipo (ni mozas despampanantes, huelga decir). Solo pancartas y pegatinas polvorientas amontonadas por todas partes, como en un prosaico almacén de CCOO Cornellà, y una kettle eléctrica para hacer té, y las dos personas menos fascinantes de toda la Gran Bretaña y colonias soltando bostezos felinos a discreción. Una de las cuales señaló a un zigurat de sobres, y acto seguido a otro zigurat de panfletos, e indicó sin dejar lugar para la interpretación personal que aquel sería mi cometido heroico en la HOAN: meter pasquines en sobres, y luego meter unos cuantos más, y en medio de ambas actividades hacer té para ambas como si no existiese un mañana (pues las dos parecían aquejadas de una pasión teíl del todo ingobernable).

Tras dejar claro en qué iba a consistir mi hercúlea tarea en la contienda antinazi, Hilary Banks y Jessica Marbles realizaron un par de bromas francamente inapropiadas sobre mi bolsa de mano Lonsdale (hacía muy poco había estallado aquella famosa nailbomb en un pub gay del Soho) y luego volvieron a sus quehaceres, bostezos e ingesta exuberante de litros de té cenagoso. Dejé escapar un suspiro, y me puse a meter pasquines en sobres, como me habían encomendado hacer. Al cabo de una hora llamé por teléfono a mi mujer, y le dije que ya estaban repartiendo las armas y que todo estaba dispuesto para el combate final, y luego le conté la verdad, y ella se echó a reír.

3 No me llevó mucho tiempo ratificar que la HOAN no era lo que había sido. Desde su fundación, la HOAN, vinculada a la ala izquierda del partido laborista, había sido tildada de tibia organización socialdemócrata por sus detractores. Pero en el pasado, al menos, eran sobradamente capaces de meterse en una buena reyerta callejera con boneheads (skinheads nazis) o de montar un verbenón callejero en condiciones. Cuando yo me uní a ellos las tornas habían cambiado, por decirlo finamente. Hasta el Club Rubik Catalunya o la Associació Pessebrista de Prada de Conflent tenían unos estatutos más radicales y firmes –y unos militantes más rudos- que la HOAN de 1999. La acción más temeraria de la organización, si no contamos lo de la dieta basada en hectolitros de té, era básicamente el envío universal de pasquines informativos.

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Aburrido como una ostra, empecé a hacer lo que siempre había hecho en empleos anteriores cuando empezaba a asomar el tedio: 1) masturbarme como un chimpancé, y 2) robar todo lo que pudiese ser robado por una mano humana y no estuviera atornillado al suelo. Pues desde los trece años padecía yo una cleptomanía de tipo leve (del todo superada hoy, por fortuna) que me obligaba a salir de los establecimientos de minoristas con propiedad privada encima, sin haber efectuado antes algún tipo de desembolso por su adquisición.

A la hora de la verdad, si he de serles del todo sincero, solo me dio tiempo de emplearme a fondo con la actividad 1) (aunque, eso sí, con tesón estajanovista). Lo de robarlo todo no acabó de consolidarse porque a) Allí no había nada que mereciese la pena ser robado, b) Ni siquiera yo sería tan miserable como para rapiñar en una organización política de izquierdas y c) Precisamente el día en que (enloquecido por el sopor) me disponía a desoír tan campante el punto b) y trabar amistad con lo ajeno, se abrió de golpe la puerta del almacén.

– Eh, Mad Kiko –dijo Jessica Marbles, a la vez que peinaba su hirsuto mentón con un gran cepillo de cerdas duras, de los que se utilizan en jamelgos. En realidad no dijo lo de Mad Kiko ni se peinó la perilla; me lo acabo de inventar. Pero sí añadió: – Prepáralo todo para la manifestación de mañana, que tenemos que vender chapas y ese tipo de cosas.

– Claro –le dije- Un momento: ¿manifestación?

– Sí -dirigió la mirada a mis manos, a las que yo, al verla entrar, había dado la orden de ocultarse junto a mis nalgas- La de cada año. Eh: ¿qué llevas ahí?

– Nada -dije, lo que pareció convencerla sin más (los ingleses son muy crédulos), y cuando se volvió y cerró la puerta tras de sí arranqué a toda prisa la pancarta de mi rabadilla, donde la había incrustado unos minutos antes (no sé muy bien lo que pretendía hacer con ella), así como la bolsa de chapas que ocupaba el resto de espacio libre en la parte trasera de mis calzoncillos, y lancé ambas cosas a la otra punta del almacén, donde cayeron con un estruendo terrible. Las chapas, evadidas de la bolsa por la fuerza del lanzamiento, se derramaron por el suelo y estuvieron un buen rato sonando clin-tilín-clanc, como campanillas de un trineo. Ese ruido señaló el final de mi carrera delictiva (allí).

4 La manifestación. Aquel mismo día comprendí que la HOAN celebraba una marcha callejera anual en determinado barrio de Londres para conmemorar la muerte de uno de sus militantes, asesinado años atrás por la policía (como sucede de forma cotidiana en cada esquina del globo), un crimen por el que nadie fue condenado, y la HOAN seguía manifestándose tercamente (si bien con la asistencia decreciendo de modo dramático cada nuevo año) para recordar tal injusticia.

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Y bien por ellos, no me entiendan mal, aunque hacia esa época yo ya empezaba a estar algo cansado de la HOAN, y veía bien claro que había escogido mal mis afiliaciones, y que todo aquello era más anodino que un club de punto de cruz. En todo caso pensé que una buena refriega urbana con la pasma (y también, tal vez, con algunos nazis) me devolvería la fe en el movimiento.

Con espíritu tumultuoso, así, acudí a la manifestación. Dicho espíritu aguantó firme durante tres minutos escasos, hasta que alguien de la organización (no era de mi sede; a los de mi sede los tenía contados, pues eran las dos damas ya mencionadas) depositó en mis manos una hucha y un saquito de chapas para vender. Ni corto ni perezoso señalé a la cámara que yo llevaba colgada del cuello (me había dado la ventolera paralela de que quería ser fotógrafo) y, agarrándole del hombro y susurrando sensualmente en su oreja, le dije a aquel señor la siguiente frase, que desde hace años está incluida con todos los honores en mi Libro Gordo del Bochorno Personal:

– Creo que puedo ser más útil a la organización tomando fotografías del evento.

Lo que, por descontado, ustedes pueden traducir como:

«Mira, amigo. Voy a serte del todo sincero: me da un poco de apuro lo de vender chapas por ahí como un mercachifle cualquiera, ¿sabes? Aparte de que soy un vago de siete suelas y (ya percibes que) la militancia práctica no es para mí, y además esta manifestación es más sosa que aquellas convivencias salesianas en Martí Codolar a donde acudí en 1981».

Buscando justificar que había dicho esa estupidez, y tras explicarle de forma extensa el significado de las palabras “convivencias”, “salesianas”, “Martí Codolar” y “1981”, me puse de inmediato a sacar fotos a un ritmo demencial, y encima de un modo asaz aleatorio (como vería después al revelarlas: un poste de teléfonos, el pie de un hindú, mi reflejo -borroso- en el escaparate de un fish & chips…), pese a que no tenía previsto hacer casi ninguna (pues la cámara cumplía en mi pecho una función meramente ornamental).

Aún conservo esos dos carretes revelados, con centenares de fotografías de todo lo que acabo de decirles, además de una concentración insulsa llena de gente que no conozco ni de vista, y también unas cuantas de mi mujer poniendo cara de circunstancias por haber tenido que acompañarme a aquel colosal disparate.

5. Decidí cortar por lo sano. Había llegado el momento de ponerle los cuernos a la HOAN con otra organización de perfil más enérgico. Me decidí por Extrema Brutalidad Antinazi (EBA), basándome esencialmente en lo explícito de su nombre, y en una sola frase que mi amigo Bob, un presumido punki (el tío llevaba el pelo más pringoso de laca que Barbara Cartland) de la tienda de discos donde yo trabajaba, me había dicho un día:

– Los del EBA son unos tarugos sanguinarios, ultraviolentos e iletrados –me dijo, volviéndose hacia mí mientras reordenaba alfabéticamente la sección de reggae A-Z- pero al menos están de nuestro lado. Eso me tranquiliza.

Los nazis habían atestiguado este hecho en sus magullados traseros cuando aquel fracasado intento de organizar un macroconcierto de bandas nazis en el oeste de Londres, en 1989. Su discretísima idea era reunir a todos sus seguidores en Hyde Park Corner y luego encaminarse sin llamar la atención (un gran plan, no me digan: centenares de skins rapados portando cruces gamadas en el centro de Londres, silbando y con las manos a la espalda, disimulando, la-lo-li, sin que nadie repare en ellos) hacia la localización secreta del concierto.

No importan demasiado la hora o el lugar acordados, en todo caso, porque los nazis jamás pasaron de Hyde Park. Un millar de antifascistas, en su gran mayoría del EBA, les arrearon a aquellos rapazuelos nacionalistas una de las GRANDES palizas de la historia del antifascismo mundial.  Qué digo: de la historia en general. Fue el fin ratificado del neonazismo en Londres. Desde aquella memorable somanta, las futuras actividades de su desapacible panda tendrían lugar en granjas ignotas en mitad de las midlands, o en pubs desvencijados en algún culo-de-mundo del Gran Londres, con asistencias que oscilaban entre lo risible y lo directamente grotesco.

6 Emocionado por la gesta de 1989 decidí llamar de una vez al teléfono del EBA londinense. Una voz grave me comunicó -en cockney casi incomprensible, mascando todas las consonantes y haciéndolas gravilla- que vale, que podíamos citarnos en la estación de metro de Aldgate East para una primera entrevista. Le pregunté cómo íbamos a reconocernos, y la voz me respondió que ellos me reconocerían a mí, que no me preocupase, y que les dijese solo cómo iba a ir vestido.

Un pequeño inciso a modo de clarificación: en aquella época aún conservaba yo innumerables tics y extravagancias de mi época mod, y lo de qué iba a ponerme al día siguiente no se consideraba una cuestión baladí que pudiese yo responderle a un extraño por teléfono, así de sopetón. Diversos factores estéticos, meteorológicos y cabalísticos entraban en consideración y, además, no tenía mi armario ropero a mano ni podía comprobar conmutaciones cromáticas factibles (requería un espejo, ante el que iba plantificando las prendas por encima de mi pecho y extremidades como un muñecajo de papel a quien vas alterando el uniforme).

Aturullado, le contesté al fulano incomprensible aquel que llevaría una donkey jacket, por decir algo, y así cerramos la hora de la cita.

Naturalmente, cuando llegó el día de nuestro randevú espionajesco yo ya había olvidado por completo lo de mi promesa, y aquella mañana azul y fresca me engalané con lo que se antojaba perfecto: un anorak de tipo snorkel que era un primor, de color azul y con el parche de un búho que anunciaba CASINO CLASSICS en la pechera.

El resultado de ese impulso lechuguinesco de última hora, como pueden sospechar, fue que el agente secreto del EBA y yo estuvimos plantificados en la estación de Aldgate East durante más de cuarenta minutos, incapaces de reconocer al otro. Solo al final de aquella larga espera, y cuando ya solo quedábamos en la salida del metro un caballero muy musculoso con tremenda cara de borrico y yo, me decidí a interpelarle.

– Perdona, ¿eres del EBA? –le dije- Soy Kiko. “Farty Pants” Kiko -carraspeé- Quizás hayas oído hablar de mí.

Él me miró de arriba abajo (no le dije lo de “Farty Pants” Kiko, de acuerdo), y luego realizó un barrido visual a izquierda y derecha, para cerciorarse de que no fuese una trampa que le habían tendido unos pérfidos birrias catalanes peinados como la prima borracha de Rod Stewart (pues así definiría yo mi tocado de entonces).

– Pero no llevas la chaqueta que habíamos acordado –me dijo, señalando el anorak.

– Es c-complicado de explicar –titubeé, recordando lo de la donkey jacket– Cambié de idea en el último momento.

Él me miró como si acabara de brotarme un culo de mandril en mitad de la frente, y ese culo acabase de recitar La Ilíada entera en griego.

En fin. Harry May (nunca me dijo su nombre real, así que tuve que bautizarle sobre la marcha) me transportó a un pub cercano, y una vez allí pidió dos pintas de lager (afortunadamente una de ellas era para mí) y un paquete de pork scratchings (morros) y procedió a meterse el contenido entero de la bolsa en el hocico.

– ¿For fé fieres enfrar en el EBA, entonfef?- dijo Harry May, con la boca llena, como un auténtico gorrino y sin realizar el ademán de convidarme en ningún momento.

Me encantaría relatarles el contenido de la vital conversación con Harry May, que sin duda fue tan importante para el devenir de Europa como la conferencia de Yalta, pero no recuerdo qué cojones debí contestarle. Sé que Harry May no me dejó ni un solo morro, como había previsto, que debí tomarme otra pinta (por hacer algo), y que nunca ingresé en el EBA. Se me quitaron las ganas de repente, tras verificar el peso intelectual de aquel cachocarne. Harry May era una pieza indiscutiblemente valiosa de la guerra antinazi, no lo dudo, pero me temo que no era el tipo de individuo con el que yo pudiese discutir las novelas de Colin Wilson o la calidad del paño de las bufandas universitarias o los filmes de Powell-Pressburger. Y yo era así, por aquel entonces.

7 Naturalmente, no solo no ingresé en la EBA, sino que al poco abandoné la HOAN. Me despedí de Hilary y Jessica Marbles en un pub bastante fifí de la zona, y (ya a mis anchas, y sin carnet de ninguna organización) empleé mi tiempo restante en la ciudad ocupándome de asuntos tan cruciales como leer todas las novelas del Soho existentes, tomar MDMA en clubs de soul hasta que mis piernas decidían tomar direcciones opuestas, buscar-y-hallar discos extrañísimos, rastrear en ropavejeros trapitos estrafalarios que no me pondría ni una sola vez (salacots, chaquetas eduardianas, un fez, una cabeza de disfraz de caballo, un segundo fez) y casi establecer mi dirección postal en el pub de Berwick Street que había en la esquina contigua a mi tienda de discos.

No volvería jamás a intentar militar de forma oficial en ninguna otra parte. Había quedado claro: aquello, por loable y necesario que fuera, no era para mí. Kiko Amat

(Esta pieza apareció años atrás en formato reducido y estilo apresurado en cierto magacín de papel. Esta es la versión mejorada y aumentada, en exclusiva para Bendito Atraso).

Suggs en Barcelona: crónica de un descalabro

 

Kiko Amat

Hace unas semanas me encargaron entrevistar a Suggs, el cantante y líder de la banda inglesa Madness, para una nueva edición del festival de documental musical In-Edit. El músico visitaba Barcelona con ocasión del estreno mundial del filme Suggs: my life story.

Les seré sincero: yo no quería hacerlo. Tras dos años de reclusión literaria había desarrollado una fobia patológica a hablar en público y vestía el pijama como una segunda piel. Por añadidura, un par de meses atrás había prometido (por alguna estúpida razón) que no iba a cortarme el pelo hasta que sucediera una cosa, y la maldita cosa se había demorado. Para cuando llegó la invitación de In-Edit yo ya hacía mucho que había dejado de estar presentable en sociedad. Llevaba una barba leprosa, tupida solo a trozos, como un campo de hierbajos a medio quemar; un bigote me ocultaba media boca; y aquel pelo abultado y ridículo, peinado en ondas hacia atrás, que me daba un cierto aire al Moisés lunático de Charlton Heston.

Al final les dije a los de In-Edit que de acuerdo, que iría. Son amigos, y yo necesitaba con urgencia el dinero. Cuando llegó el día de la cita me puse una americana bastante barroca que hacía años que no llevaba, de mi lejana época mod, quizás tratando de paliar el desatino capilar. Me observé en el espejo: el conjunto clamaba a gritos “enfermo mental”. Tal vez mi apariencia explique las cosas extrañas que me sucedieron aquel día. Quizás Suggs se sintió insultado por mi pelo. Quizás le turbaba hablar con un tío sin labios, cuyas palabras emergían de detrás de una muralla de cerdas impeinables.

El encuentro

Aquella mañana de octubre la cita me hacía ilusión. Madness habían sido un grupo fundamental de mi adolescencia, allá por 1986-1987. Madness encienden todavía un anhelo que, como decía (más o menos) el Falconer de John Cheever, empieza en mi estómago pero mis células cerebrales traducen para mi corazón, mi alma, mi mente, hasta llenar todo mi cuerpo. ¿Es eso demasiado meloso? Lo cierto es que Madness son mi juventud, y yo amo a mi juventud. Algunas de sus canciones, como “Bed and Breakfast man” son mis dieciséis años. Mis dieciséis están compactados allí, y escucharlas de nuevo es descodificarlos, revivirlos en el presente.

Resultat d'imatges de suggs madnessTodo esto para decirles que, bueno, yo fui fan de Madness. Me dispuse a conocer a Suggs armado de un vigoroso estado de ánimo. Me sentía expectante por las posibilidades de la jornada. Incluso llevé a nuestra cita un single de regalo: una copia del “Lo consigues”, aquella versión del “You can get it if you really want” que hicieron los venezolanos Las Cuatro Monedas para Belter en 1970. Mi único ejemplar. Pensé que alguien como Suggs sabría apreciarlo.

La furgoneta de Suggs y su séquito llegó al hotel a las 15:30. Se abrieron las puertas y los siete u ocho ingleses que había dentro se precipitaron hacia la acera como un vómito. Un vistazo experto me sirvió para atestiguar que Suggs ya iba borracho. No alegre. Pedo. Realicé un rápido cálculo mental para comprender cómo alguien que había estado encerrado en el interior de un gran cilindro volante de metal durante dos horas, y que había salido de su casa a las diez de la mañana, podía llevar aquella toña criminal. Las palabras “servicio de bar” y “asiento de 1ª clase” parpadearon en mi mente como el ominoso cartel de una casa de furcias.

Suggs no llevaba un vaso en la mano cuando salió despedido de la furgoneta, o tal vez sí. En cualquier caso a los pocos segundos su zarpa derecha ya sostenía un ron con cola nuevecito. Quizás era mago, además de cantante. Quizás tenía el superpoder de la velocidad, como Flash. O quizás solo era un superborracho con supersed, y los integrantes de su séquito lo sabían y le mantenían superempapado.

Suggs llevaba zapatos brogues, cazadora cortavientos con cremallera, gafas oscuras. Encadenaba cigarrillos que iba liando tras depositar el cubata en cualquier sitio, encima de un buzón o en la cabeza de alguien. Unos fans se le acercaron para que les firmase discos. Hablaban un inglés básico que ya hubiese resultado complicado para un ciudadano británico sobrio, así que es posible que Suggs no entendiese qué deseaban aquellos tipos, ni por qué extendían hacia él todos esos álbumes. De Madness. Señalando a un rotulador y asintiendo con los mentones. Al final, Suggs comprendió. Firmó de mala gana el par de discos, gruñó algo que no llegamos a traducir, y realizó un par de pasos de baile al estilo Nutty. O eso creí en un primer momento. Luego entendí que tan solo había sido un traspié alcoholizado. Lo culminó apoyándose en el buzón.

– Sé que es un cliché, pero ayer vi un video de Bob Marley… -balbuceó, mirando al infinito, dirigiéndose a toda la calle- Fue la hostia. Bob Marley, tío…

Resultat d'imatges de madness suggsCuando aún estaba yo asimilando la información crucial que acababa de impartírseme, me lo presentaron. El manager no dijo literalmente que yo era un subnormalito que pasaba por allí, pero lo dejó entrever. Añadió que además tenía algo para darle y que estaba “muy excitado” por hacerle aquel regalo (poco antes yo había cometido el error de mencionarle lo del single). Suggs me miró y sonrió. Luego examinó el disco de regalo durante mucho rato, tal vez intentando recordar si él había tocado en una banda de negros venezolanos en 1970, y si debía o no firmármelo. A los pocos minutos, habiendo comprendido (o no) lo que era aquello, trató de embutir el delicado pedazo de vinilo en el bolsillo lateral de su (más bien prieta) cazadora. Escuché de forma nítida el sonido del cartón arrugándose al penetrar allí. Mientras efectuaba la operación se le cerró un ojo (se había sacado las gafas para examinar el disco). Volvió a sonreír.

Yo empecé a hablar de forma torrencial para inundar de contenido aquella embarazosa situación. Es un tic que sufro. Le conté que el pub centenario que aparecía en el documental, el mítico The Blue Posts de Berwick Street, Londres, era el mismo a donde yo iba a abrevar cuando vivía en la ciudad. Le conté que mi barrio de entonces era Archway, muy cerca del Camden de su adolescencia. Tal vez le dije también que me habían extirpado el apéndice a los seis años, y que mi color favorito era el burdeos. No lo recuerdo. Sé que yo escuchaba el incesante borboteo de mi propia voz, y que él miraba, entre confuso y fascinado, hacia el lugar piloso donde debería haber estado mi boca.

El periplo

Al cabo de un rato interminable, el mánager tomó el single espachurrado de la mano de Suggs (“mejor te llevo yo esto” fueron sus reveladoras palabras) y nos condujeron a la furgoneta que nos transportaría al lugar de la primera charla, la tienda de gafas Etnia, situada en el Born. En el vehículo iban un par de miembros de la organización de In-Edit, el mánager de Suggs, el cineasta Julien Temple (director del documental, aunque nadie le hacía demasiado caso) y, silla con silla, Suggs y yo. Suggs llevaba el roncola de antes, o tal vez uno distinto, y seguía liando cigarrillos como un Lucky Luke enloquecido. De vez en cuando daba voces, volviéndose hacia el mánager.

– ¡Quiero anfetaminas! -gritaba, escupiendo un poco, las gafas de vuelta a sus ojos- ¿Quién me consigue anfetaminas? Esas dulces anfetaminas…

Alguien mencionó que sería un poco complicado conseguirle anfetaminas a esas alturas del partido, y con la República Catalana recién declarada. Las calles estaban abarrotadas de gente con banderas independentistas. Todo el mundo cantaba y reía. Puigdemont acababa de anunciarlo en el Parlament, pero no había mencionado en ningún momento el papel que tendrían los estimulantes farmacéuticos en el nuevo país.

– ¡Pues cocaína! -exclamó Suggs, con admirable pragmatismo.

Alguien de su propio séquito le comentó que se haría lo posible. Eso le puso de un humor excelente. Se puso a mirar por la ventana mientras liaba un nuevo cigarrillo y sembraba sus muslos y zapatos de hebras.

– En Inglaterra también tenemos de esto -dijo, volviéndose hacia mí, frunciendo un poco el ceño- El I.R.A., y todo eso. Bombas. ¡Una revuelta! -berreó en mi cara, y luego hacia la ventanilla abierta, carcajeándose- ¡Esto es una REVUELTA! ¡LIBERTAD!

Estuvo así un buen rato. Las estelades ondeaban tras su perfil. Él seguía riendo como un enajenado. De tanto en cuando mascullaba para sí mismo “Bob Marley, tío” y yeh yeh yeh, como dándose la razón, o dándole la razón al mundo, o jaleando al mundo, o jaleándose a sí mismo. O a Bob Marley. Es imposible saberlo. Luego se acordó de la presencia del gilipollas barbudo, y me preguntó que sobre qué escribía yo (el manager le había soplado también que yo era escritor). Le hice el resumen biográfico más breve de la historia de la humanidad. Cuatro palabras, a decir verdad.

– Yo no podría hacer eso -me dijo, entre solemne y apesadumbrado, como el César a punto de soltar una máxima que en un par de siglos la gente leerá en un libreto de Shakespeare- Yo no podría escribir sobre la vida en lugar de vivir la vida, ¿comprendes?

Un velo se descorrió ante mis ojos. La neblina se deshizo. Comprendí de repente con quién trataba, en qué se había convertido Suggs, y tuve una fugaz revelación de lo que iba a suceder aquel día y cómo iba a terminar la noche. Sentí el viejo escalofrío premonitorio en el coxis, y cambié de tema a toda prisa. Le comenté, por decir algo, que Fats Domino había fallecido ayer. Eso encendió una luz de inocencia en sus cansados ojos, y sus cejas se levantaron. Por un momento parecía un niño. Un niño borrachísimo. Entonces procedió a ponernos canciones de Fats Domino a todo volumen en su móvil, y a cantarlas a berridos hasta que llegamos al Born. La mayoría de calles estaban cerradas. Fue un trayecto largo.

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La entrevista

La estancia del tercer piso de la tienda Etnia estaba llena de fans cuando llegamos. Algunos eran menores de edad, lo que me puso de un efímero buen humor. También había cuarentones, y unos cuantos skins que hacía tiempo habían dejado la treintena atrás. Buenas vibraciones.

Suggs decidió defecar en ellas de inmediato. Se enfundó el proverbial traje de prima donna y empezó a (lo que en nuestro país llamamos simplemente) hacer-el-notas. Se lio un nuevo cigarrillo, justo debajo de la alarma antiincendios. Cuando las joviales azafatas de la tienda le conminaron a que no lo encendiese y redujera a cenizas el precioso material gafesco que nos rodeaba, Suggs asintió, magnánimo, y se dirigió al pequeño balconcillo del fondo. Era fácil precipitarse al vacío desde allí. Cerré un momento los ojos; los volví a abrir. Suggs seguía entre nosotros. Encendió su liadillo y empezó a realizar aspavientos grandilocuentes y a gritar LIBERTAD a la calle. Al pueblo catalán en pleno, quizás. Tal era el poder de su voz.

Tras varias súplicas de la organización, accedió a ser entrevistado. Se sentó a mi izquierda y empezó a liar el sexto cigarrillo. Le trajeron cerveza. Yo pedí otra para mí. Sería ocioso relatarles cómo transcurrió la entrevista entera, así que les daré un ejemplo tomado al azar:

YO: Suggs, tu banda tiene reputación de jovial y divertida, con los videos humorísticos y las letras cómicas, los disfraces y todo eso, pero lo cierto es que hay una vertiente más sombría en Madness. Muchas de vuestras canciones eran tristes y oscuras: “Embarrassment”, “Grey day”, “Tomorrow’s (just another day)”…

SUGGS (bizqueando ligeramente y dirigiéndose a la audiencia): El otro día vi un video de Bob Marley… Ermm… Increíble. Esa gente… John Lennon, Bob Marley… La música de la gente. La gente. Lennon. Marley… (poniéndose en pie y dirigiéndose al balcón) ¡LIBERTAD! (carcajada, calada, regreso tambaleante al sillón, reparando en mi presencia quizás por primera vez). ¿Qué decías?

Xerrada amb el cantant de Madness Suggs i el periodista Kiko Amat dins el festival In-Edit
1230#Oriol Duran

Así durante cuarenta minutos. Largos. Quizás más. El tono de su voz y su lenguaje corporal se iban volviendo más hostiles según avanzaba la charla. Sé por mis propias carencias que todo borracho entra, en un momento particular de la parranda, en una fase de paranoia. Crees que la gente te mira mal; cualquier frase que te dirigen es una puya; quieres otro trago; la gente es imbécil y tú tienes la súbita certeza de que eres el puto amo y que el planeta te debe pleitesía -ofrendas, incluso- pero que una conspiración de poderes fácticos te niega lo que es tuyo por derecho. Esos hijos de puta…

Suggs se adentraba con paso firme en aquel nuevo estado, que por otro lado uno debe multiplicar por ciento si el curdas en cuestión es inglés, una raza de innato talante violento. En su mente se empezaron a amontonar, tal vez, algunos agravios de la prensa inglesa que tenían décadas de antigüedad (la polémica de “Madness son racistas” que empezó algún semanario musical de la época en 1979), y su mirada se volvía más y más torva.

Como Jason Bourne, sé detectar de inmediato la animosidad de mi entorno. Mis sentidos, aguzados en la subcultura 80’s de extrarradio, captaron de repente que Suggs estaba predispuesto negativamente hacia mi persona, tal vez por sutiles indirectas como esta:

– La música de la gente… No de la prensa… Ermm… Ni de putos intelectuales aburridos como -señalándome con el pulgar- este de aquí.

Fue un comentario chocante. Del todo innecesario, en mi opinión. Levanté las cejas. Me tembló de forma muy leve el labio inferior, pero por fortuna el bigote lo mantenía oculto. Sonreí, abochornado, y a modo de contestación escupí algún comentario bobo sobre los “malditos jipis” (a esto en mi pueblo se le llama “desviar el puñal”; es cuando rediriges un insulto lejos de ti para que pille otro; quien sea). La charla continuó durante un rato más, con un Suggs cada vez más abusón, un entrevistador empezando a sentir el viejo apetito homicida, y un nuevo reguero de incoherentes panegíricos a los Bob Marleys del mundo, las libertades del pueblo y la cultura sencilla de la gente de la calle.

Terminó. Suggs se puso en pie. Julien Temple, que se había incorporado a la charla en los últimos diez minutos para no decir ni pío, también lo hizo. Cuando se metían en el ascensor para regresar al hotel me preguntaron si bajaba con ellos. Por poco se me escapa una carcajada. Decliné amablemente la invitación. No dije en ningún momento que prefería un enema de ántrax a la compañía de aquel caballero intoxicado y faltón.

Cuando me volví, el ascensor ya camino de la planta baja con todo el séquito a bordo, en la sala quedaban solo unos cuantos skinheads maduros. Les conocía de vista, de lejos, pero siempre he disfrutado de la compañía de los skins. Les tengo una flaca tremenda. Además, estos resultó que eran lectores míos. Se habían leído incluso mis bazofias (ellos no lo expresaron así). Nos fuimos juntos a un pub a tomar Guinness y ver las noticias internacionales sobre la República Catalana. Fue, sin el menor asomo de duda, el mejor momento del día.

El espectáculo

Suggs estaba allí, en la puerta del CCCB, apoyado en una tapia, acompañado de su mánager. Estaba claro que en el hotel no había descansado ni una pizca, aunque sin duda algo había sucedido en el ínterin. Sus ojos enfocaban con una nueva precisión demente, pero su boca no había podido desembarazarse del todo del zapato que la ocupaba desde su llegada a Barcelona. Resultaba difícil comprenderle. Liaba un cigarrillo tras otro, le susurraba cosas con la boca torcida al mánager y se veía a distancia que estaba en proceso de perder el oremus. A pasos agigantados.

No escuché mucho. Yo había perdido todo interés en aquel sujeto. Es terrible ver a alguien maltratando su talento así. Cuando el pase del documental estaba a punto de dar inicio, Suggs y su mánager se dirigieron hacia el CCCB, yo en la dirección perfectamente opuesta. Tomé una cerveza en el C3Bar con unos amigos que me contaron varias anécdotas delirantes sobre invitados a festivales españoles que se habían comportado como cerdos.

Llegó el momento del espectáculo de Suggs. Me dirigieron a su camerino y me dejaron a solas con él. Se suponía que aquella persona tenía que cantar cinco o seis canciones y contestar a preguntas del público, pero el músico no parecía estar en condiciones de hacer nada de aquello. Tenía la cara muy roja, su conversación se había reducido a una serie de bufidos y sinsentidos, seguía liando cigarrillos y desperdigando el tabaco en un radio de medio metro a su alrededor. Supe que aquel era el momento para empezar a sacudirle sopapos a mano abierta, dorso y palma, dorso y palma, como en la escena de la histeria de Aterriza como puedas, pero no me vi capaz. Por comatoso que estuviese, aún me sacaba un palmo y de joven había sido hooligan del Chelsea.

Mientras yo dudaba, Suggs metió su mano en el bolsillo y sacó de él un objeto familiar. Depositó entre pulgar e índice una proporción descabellada de la materia que transportaba aquel objeto. Me miró. Yo le miré. Era como un desafío de western, pero con otras armas. Con uno de los participantes desarmado, de hecho. Igual que en El hombre que mató a Liberty Balance.

Suggs desenfundó rápido. Demasiado rápido, tal vez. Se escuchó un snurff pavoroso que recordaba a un jabalí descubriendo una jugosa trufa en un bosque caducifolio. Una buena parte de la materia se distribuyó alegremente por la cara de Suggs. Nariz, mejilla, una sección del labio. Justo entonces Suggs, sin dejar de mirarme, abrió la boca y (lo juro por Dios) dijo:

– Bob Marley, tío…

Vinieron y se lo llevaron. No a un psiquiátrico o a un balneario, que hubiesen sido las opciones más beneficiosas y sensatas para él, sino al escenario. Lo demás sucedió muy rápido. El guion oficial dictaba que Suggs tenía que esperar a que llegara su pianista, pero el hombre tenía otras ideas. ¡Suggs no espera a nadie! (le espetó, sin duda, su cerebro destruido). Se encaramó al escenario como buenamente pudo, se acercó al piano y empezó a aporrearlo sin ton ni son. No me refiero a que lo tocó sin sutileza, como Jerry Lee Lewis. Lo que quiero decir es que tocaba como un niño de teta a quien dejas junto a un pianito de juguete por primera vez, sin que llegue a sonar jamás ninguna nota conocida.

It must be love -aullaba, de tanto en cuando.

L-O-O-O-O-VE -respondía la audiencia del teatro, que aún creía que aquello era una inocente broma del cantante, y que el concierto de verdad empezaría en breve.

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En Barcelona no estaba así

No fue así. La cosa continuó de ese jaez durante unos buenos diez minutos, en los que algunos tomamos conciencia por vez primera del concepto “eternidad”. Se encadenaron nuevas referencias, ya incomprensibles, a Bob Marley y la música de la gente. Siguió la peor versión jamás realizada del “Baggy trousers”. El escalofrío en mi columna se había tornado espasmo, luego parálisis. Mis congelados pies me instaban a salir corriendo de allí a toda prisa, volver a mi fiel pijama y no mirar atrás. Pero el destino me deparaba otra cosa.

Los de la organización, tratando de salvar los últimos muebles que aún no estaban en llamas, me lanzaron a empellones al escenario a inaugurar la sección de preguntas del público. Subí allí como tantos otros hombres han subido al cadalso, arrastrando los pies y mirando al vacío. Viendo mi vida pasar ante mis ojos. Micrófono en mano. Julien Temple me acompañaba, pero seguía sin hablar. Tal vez había hecho algún tipo de voto de silencio. Tal vez sabía que todo lo que iba a suceder aquel día iba a atormentarle el resto del sus días, y prefería mantener la boca cerrada, por si las moscas y por indicación de su abogado. Jamás lo sabremos.

Tomamos asiento. Los tres. Suggs no parecía comprender qué rayos hacíamos nosotros dos en su show, pero parecía entretenido por la novedad. Ya se tambaleaba a ojos vista, y eso que estaba sentado. Yo, con un nudo en la tráquea y lleno de pesar, me puse en pie y pregunté si alguien del público tenía preguntas para él. Una mujer de mediana edad con peinado skinhead le preguntó, con léxico inglés pero pronunciación inequívocamente catalana, algo relacionado con la palabra RACIST. Suggs contestó algo que sonó muy parecido a “Bob Marley”, y luego algunos enigmáticos vocablos. El siguiente miembro del público, un señor de Escocia con la cabeza afeitada, el cuello muy ancho y camiseta de fútbol, hizo alguna pregunta sobre el deporte rey. Suggs blasfemó, riendo, e hizo referencia a la pregunta de aquel “puto escocés”. Luego contestó algo que ni me molesté en escuchar.

Entonces se hizo un silencio temible, del tipo que precede a las grandes catástrofes. En un lateral de la platea, el mánager agitaba mucho los brazos y, mirándome, señalaba a Suggs. Parecía alarmado. Julien Temple también me miraba, impávido, sin separar los labios en ningún momento.

– Venga, pregunta algo, puto cara de… -me dijo Suggs. En voz bien alta.

Se escuchó un grito ahogado en el público, entre el que se contaban varios ingleses. Fue como una bocanada multitudinaria.  El AHhhhh que realizas cuando alguien acababa de soltar un chiste de Stephen Hawking al lado de un fulano en silla de ruedas. Los ingleses pueden ser unos bárbaros, sin duda, pero para ellos la mala educación es ofensa capital. Insultar a tu entrevistador y llamarle cara-de-algo (lo cierto es que no escuché la palabra culminante, pero estoy convencido que no era nada halagador, como “cara de ángel”) es una cosa que allí no se hace. Dicho esto, Suggs no estaba allí, sino aquí, en su Lloret particular.

Justo entonces debería haberme puesto en pie y, tras lanzarle a Suggs el micrófono a la nariz con toda la fuerza posible, abandonar el escenario. Pero no lo hice. Ya dije que necesitaba el dinero, y pensaba que mi obligación era llevar aquel desagradable asunto a su única conclusión posible. Tragué saliva.

– Bueno, contadnos cómo os conocisteis -dije, con un hilo de voz- Cómo se f-fusionaron…

No sé por qué carajo dije aquella palabra inglesa (coalesce). Es un poco altisonante, la verdad. Me salió así. En cualquier caso nunca terminé mi pregunta. Los dos repitieron mi palabra (Temple decidió romper su silencio en aquel preciso instante), “coalesce”, se miraron el uno al otro y se echaron a reír, aunque era una palabra que existía en su idioma y yo la había pronunciado de un modo impecable. “Coalesce”, se dijeron el uno al otro un par de veces más, mirándome como se mira al imbécil que lleva la bragueta abierta en pleno discurso oficial y aún no se ha dado cuenta.

Sin contestar, Suggs se puso en pie, se dirigió al piano y, tras arrearle una serie de manotazos, volvió a berrear:

It must be lo-o-ove…

L-O-O-O-O-VE -le replicó el público, aunque con mucho menos entusiasmo que la primera vez.

Me puse en pie, deposité el micrófono encima de una mesita, atravesé el escenario y descendí la escalera. Abrí la puerta del camerino. Cuando se cerraba, aún le escuché gritar una vez más.

It must be lo-o-ove…

(este artículo es propiedad de Kiko Amat. Compártanlo a placer)