MARK FORSYTH: «Bajamos del árbol para mutar en buscadores de alcohol»

Me dicen de El Periódico de Catalunya que mi entrevista con el autor británico Mark Forsyth va como un tiro. ¿O era que si sigo escribiendo locuras me pegarán un tiro? Ahora no recuerdo y, además, esta mañana precisamente tengo alojado un pequeño picahielos entre las cejas.

En todo caso, pueden leer mi charla aquí. Solo hablamos de curdas. Con perspectiva histórica, eso sí. Su libro La borrachera cósmica (Ariel) es la remonda, se lo recomiendo con gran vehemencia.

En unos días o semanas o, con toda franqueza, cuando me acuerde, les publicaré la charla sin cortes, como de costumbre.

Toma anfetas (o no): un artículo para Cáñamo

En la revista Cáñamo de agosto del 2018 aparece un extenso artículo del menda (aparezco ahí, en portada, cerca del menisco derecho de la moza). El artículo versa exclusivamente sobre anfetaminas y mi vieja relación (de abuso) con ellas. No existe versión online de la cosa, así que tendrán que pillarse la versión papel y buscarme en sus páginas.

Para abrirles los munchies me permito incluir aquí el inicio de dicha pieza, que luego entra a trapo en los particulares autobiográficos con una gran inmoderación:

  1. Indicaciones

– “Estados depresivos, astenia matutina, surmenage, intoxicación por barbitúricos, curas de deshabituación en toxicómanos, narcolepsia, parkinsonismo post-encefálico, tumores diencefálicos, hipertiroidismo y…”, espera, esto está medio tapado por la foto de Sandie Shaw -acerco la cara a la pared, donde pegué un viejo prospecto de Centramina a modo decorativo, y leo, resiguiendo la línea con el dedo- “Obesidad”, creo que pone.

– Ahora me dirás que sufrías alguna de esas -suelta mi mujer, y ambos extremos de su boca se tuercen hacia arriba, como si le dieses la vuelta a un arco. Las pecas de sus comisuras se reagrupan en pequeños comandos de melanina.

– No, claro que no -le respondo, dejando de leer y volviéndome hacia ella, mis dos cejas fruncidas en una sola oruga central- Tenía diecinueve años y pesaba 45 kilos. La emoción dominante en mí a esa edad era la euforia ingobernable; con algún conato ocasional de tristeza en almíbar. No tenía tumores, ni párkinson, ni hipertiroidismo, que yo sepa. Me levantaba de la cama de un brinco, cantando canciones inglesas a grito pelado, como un joven cadete recién alistado. Y en cuanto a lo del “surmenage”, no sé lo que es.

– Enfermedad Sistémica de Intolerancia al Esfuerzo -contesta- Fatiga crónica, vamos.

– Decididamente no sufría de eso tampoco. De hecho, producía más energía de la que podía consumir. Tendrían que haberme conectado algún tipo de batería al trasero para luego recargar a otra gente con menos recursos.

– El gran enigma, entonces, sigue sin resolver: ¿por qué narices te metías tanta anfetamina?

Inclino la cabeza hacia un lado, los ojos en las esquinas de los párpados, como el que trata de escrutar por dentro un rincón de su cabeza.

– ¿Sabes qué? -le digo, volviendo a mirarla- Que no tengo ni idea.

Del tripi ochentero a la «microdosis»

Esto es un despiece que escribí para El Periódico del 26 de mayo. Acompaña a un artículo central sobre el LSD, Abbie Hoffman y todo el sidral.

El mío, como leerán, surge de la más estricta y esperpéntica experiencia en primera persona con los ácidos y las fenetilaminas (y la bazofia semitóxica que engullíamos de adolescentes, que como pueden imaginar no pertenecía a ninguno de los grandes grupos lisérgicos).

Espero que les guste, y también que no prueben nada de eso en casa.