

Alec
EDDIE CAMPBELL
Astiberri, 2010 (publicado originalmente como Alec: the years have pants por Top Shelf en 2009)
315 págs.
“Si a la polio sumamos las víctimas de accidentes de caza -a uno le amputaron una pierna por debajo de la rodilla-, las caídas desde grandes alturas, los cortes que no se suturaban, las contusiones que no se vigilaban con radiografías, la salud mental mínima y la ausencia absoluta de ortondoncias, obtendremos una población tan desfigurada y mutilada, dentuda y deforme, que no nos quedaba otra que repartir insultos y golpes a mansalva, pues eran el contacto más estrecho para muchos.”
La flor
MARY KARR
Periférica & Errata Naturae, 2020 (publicado originalmente en el 2000 como Cherry)
432 págs.
Traducción de Regina López Muñoz
“Now, I’ve always heard that one of the most important things in life is to be confortable in one’s own skin. Well, I may have come to the not illogical conclusion that the more skin you have, the more confort you’ll feel! Presumably you’ve heard of making a mountain out of a molehill? Well, that one fussy molehill was now this eternally black-clad mountain. And, if my alleged resemblance to Elton John turns out to be a problem for anyone out there, all I can really say (politely and in a sing-song voice) is “blow my big bovine, tiny dancer cock!” Or you could just skip the whole thing – your choice”.
Shockaholic
CARRIE FISHER
Simon & Schuster, 2011
156 págs.
“As I lay in the ward after the operation (in those days they kept the patient at least a week) I began to plan my third novel, the forlorn hope. I called it The man within, and it began with a hunted man, who was to appear again and again in later less romantic books. But curiously enough there came to me also in the ward, with the death of a patient, the end of a book which I would not begin to write for another six years.
It was our second death. The first we had barely noticed: an old man dying from cancer in the mouth. He had been too old and ill to join in the high jinks of the ward, the courtship of nurses, the teasings, the ticklings and the pinches. When the screens when up around his bed the silence in the corner was no deeper than it had always been. But the second death disturbed the whole ward. The first was inevitable fate, the second was contingency.
The victim was a boy of ten. he had been brought into the ward one afternoon, having broken his leg at football. He was a cheerful child with a rosy face and his parents stayed and chatted with him for a while until he settled down to sleep. One of the nurses ten minutes later paused by his bed and leant over him. Suddenly there was a burst of activity, a doctor came hurrying in, screens went up around the bed, an oxygen machine was run squeaking across the floor, but the child had outdistanced them all to death. By the time the parents reached home, a message was waiting to summon them urgently back. They came and sat beside the bed, and to shut out the sound of the mother’s tears and cries all my companions in the ward lay with their ear-phones on, listening -there was nothing else for them to hear- to Children’s Hour. All my companions but not myself. There is a splinter of ice in the heart of a writer*. I watched and listened. This was something one day I might need. The woman speaking, uttering the banalities she must have remembered from some woman’s magazine, a genuine grief that could communicate only in clichés. ‘My boy, my boy, why did you not wait till I came?’. The father sat silent with his hat on his knees, and you could tell that even in his unhappiness he was embarrassed by the banality on his wife’s words, by the scene she was so badly playing to the public ward, and he wanted desperately to get away home and be alone. ‘Human language,’, Flaubert wrote, ‘is like a crackled kettle on which we beat our tunes for bears to dance to, when all the time we are longing to move the stars to pity’.”
A sort of life
GRAHAM GREENE
Vintage Classics 2002 (publicado originalmente en 1971 por The Bodley House).
179 págs.
*Una de mis frases favoritas sobre el oficio.
Para que no les falte pa’leer en mitad del Mes de la Plaga. Me he permitido colgarlo con uno de los títulos originales. El que aparece en la edición web de El Periódico de Catalunya es un poco más El Caso (aunque no exento de comicidad). Pueden leerla aquí. La novela/memoria de Claudia Durastanti La extranjera (Anagrama) es, desde ya y para siempre, uno de los libros del 2020.
Presentaremos su nueva novela Lejos de Kakania (Periférica), que ya es mi novela (memoria, si quieren) favorita española del año.
Los detalles están en este flyer apañao de aquí debajo, con esos dos Chesterfield Kings de Jacometto que no se hablan porque uno se cargó la Vox Phantom (o el secador) del otro.
Pero apunten que será el miércoles 30 de octubre, si la Brimo no carga sorpresivamente sobre los asistentes o decide efectuarnos algún tipo de palpo rectal a los dos autores, en La Central de la calle Mallorca. A las 19.00h.
Colaboré en el Babelia especial sobre la Feria del Libro de Madrid con cinco recomendaciones de autobiografía y memorias (todo novedades). Lo hice en calidad de director del festival Primera Persona. Tres les sonarán de recomendaciones previas, otro par son nuevas.
Léanlas acá. Duelen, pero es dolor bueno.
También conocido como el «Robin Hood de Vallecas», ex butronero de pro y autor de la fabulosa memoria delincuente Esa maldita pared (nuevo favorito de true crime nacional).
Lean mi entrevista para El Periódico aquí, si gustan. Difúndanla luego, y todo eso que se suele hacer.
Hay gente que saca mucho de nada, y viceversa. Nuestras abuelas apañaban un caldo nutritivo con una patata chuchurrida, un diente de ajo centenario y un puñado de gravilla. Ernest Hemingway, por el contrario, condujo ambulancias en la Iª Guerra Mundial y fue herido en las piernas, y de ello solo extrajo una mundana novelita de besitos y cotorreo. Es curioso: cuando el destino le ofrece a uno una vida asombrosa, la parte difícil de la literatura parece resuelta, pero no siempre funciona así. ¿Qué determina, entonces, que la plasmación del itinerario vital devenga obra maestra, mero documento de interés histórico o ladrillazo? Lo de siempre: el viejo talento.
Eso nos lleva a Trevor Noah, presentador de The Daily Show (mordaz talk show norteamericano), cómico surafricano y autor de las memorias Prohibido nacer. Noah es hijo de madre xhosa, “muy negra”, y de padre suizo, “muy blanco”. Nació en Johannesburgo en 1984 de un color que no era ni chicha ni limoná, lo que le convirtió en el friqui del barrio (“yo era mestizo, pero no era de color. Tenía piel de persona de color, pero no su cultura”). Prohibido nacer cuenta una historia de innegable interés. En su autobiografía confluyen temas de calado como el apartheid, la pobreza, la violencia de género y la delincuencia del gueto. Noah lo pinta en un paisaje familiar más colorido, si cabe, que su entorno político-racial: su madre, tan amorosa como ultra-religiosa, le arreaba tundas correctivas a diario; su paliducho padre natural no podía ni saludarle por la calle (pues los matrimonios interraciales se pagaban con la cárcel); su madre dejó al segundo marido, un borracho insolvente y paranoico, y él casi la mata a tiros. Noah, asaz dañado por todo ello, encaminó su juventud hacia la pella universitaria, el planchado de cedés piratas (un “mini-imperio”) y la organización de fiestas en favelas: multitasking trapichero (“si yo hubiese invertido toda aquella energía en la universidad, me habría sacado un máster”). Todo ello manda su mestizo culo a la cárcel, como era de esperar. Allí, Noah decide cambiar su vida y todas esas cosas, a sabiendas de que en el futuro tendrá anecdotario para dar y vender.
Y así es. Si invitáramos a Trevor Noah a cenar, la sobremesa sería un monólogo de varias horas que el resto de comensales escucharía con la boca abierta. Y santiguándose. Las vio de todos los colores: su colega bailarín se llamaba Hitler (y la gente lo jaleaba así: “Ale, Hitler! Ale, Hitler!”); se hizo pasar (sobre un escenario) por el rapper americano Spliff Star; descubrió que el gobierno surafricano determinaba si alguien era blanco o negro mediante la “prueba del lápiz” (“si se te quedaba enredado en el pelo, eras negro”). Y más anécdotas de vida cotidiana en el Soweto de los 80, un lugar delirante donde, por ejemplo, nadie tenía coche pero todo el mundo construía su choza con parquing y entrada.
Por desgracia, no todo el anecdotario es así, ni el anecdotario lo es todo. Pese a que el subtítulo del libro es “memorias de racismo, rabia y risa”, de lo último hay lo justo. A pesar de que Noah es, en directo, un stand-up competente, su libro no alcanza la hilaridad, quizás porque rehúye la hipérbole y los gags despiden un cierto aroma a hoja parroquial. En segundo lugar, Noah, como suele sucederles a los archifamosos con infancia azarosa, cree que todo lo que emerge de su boca es oro de dieciocho quilates. Incapaz de decidir qué cautiva a la audiencia, otorga un número inmoderado de páginas a bagatelas como sus primeras citas con chicas o la vida y hábitos de su perra Fufi (era “supertraviesa”). El temario, así, rebota todo el rato entre lo asombroso y lo ultramundano, y vuelta a empezar. Para colmo, Noah chapotea de un modo imprudente en el populismo de estrella “humilde”: cuando nos confiesa que no se “arrepiente” de nada o que su comida favorita es aún “la mortadela”, suena como Rod Stewart. La tautología, los momentos de autoayuda y las bromas descafeinadas acaban convirtiendo un libro que podría haber sido memorable en nada más que recomendable. Kiko Amat
Prohibido nacer; memorias de racismo, rabia y risa
Trevor Noah
Blackie Books
324 págs.
Trad. de Javier Calvo
(Artículo publicado originalmente por el suplemento Cultura/S de La Vanguardia del 10 de febrero del 2018)
“Suéltalo, suéltalo / no lo puedo ya retener”. Perdón por citar Frozen, pero la cosa va de soltar lastres. Mary Karr lo afirma en el prólogo a sus memorias familiares El club de los mentirosos (Periférica & Errata Naturae): “comprobamos que las heridas cicatrizaban mejor si las dejábamos al aire”. Su libro fue como la corriente que ventila los olores a cerrado, gases y medicinas, del dormitorio de un enfermo. Aunque a menudo las historias de familia se escriben con la intención de saldar cuentas, Mary Karr se enfrentó a los demonios domésticos sin ánimo de venganza. Buscó, por el contrario, escribir una “carta de amor a mi imperfectísimo clan”.
El club de los mentirosos es como una estatuilla tallada a partir de un quiste. La pesadilla de un niño que desactivas con dos bromas y un besote. Leí El club de los mentirosos hace años y supe al momento que no volvería a leer unas memorias tan extravagantes y a la vez tan realistas, humanas, llenas de humor y ¿qué-le-vas-a-hacer-eh? Mary Karr nos lo cuenta aquí, entre carcajadas y cláxons de fondo.
Una de las fuerzas motoras de tu libro es lo que defines como “el poder de lo raro”. La calidad de la extrañeza, primero como estigma familiar y luego como blasón.
Lo raro es un generador clave de las artes, pero también forma parte de la vida cotidiana. Mi familia tenía ese glamur extraño. La palabra “glamur” viene del irlandés, y significa “de las hadas”. Mi familia tenía un aire de ser de otro mundo. Por añadidura, me importaba una mierda lo que los demás pensaran de mí. No tenía ninguna noción de decencia o corrección.
Al contrario que tu hermana Lecia, según vemos en el libro.
Ella sí era muy consciente del qué dirán, y mira: ha terminado de republicana y votante de Trump. Supongo que yo desarrollé esa actitud de indiferencia insolente como un modo de protegerme del comportamiento escandaloso de mi madre. No es que lo normalizara; seguía siendo consciente de que éramos raros. Tanto mi padre como mi madre eran forajidos. Incluso mi padre, que carecía de las veleidades artísticas de mi madre, era un tipo singular. Aguantó a mi madre durante muchos años, lo que ya de por sí implica un espíritu férreo [ríe]. Escogió a una mujer como mi madre en una época en que eso no se hacía. Los “anestesiados cincuentas”, como los llamó el poeta Robert Lowell.
Tu madre no estaba muy “anestesiada”.
No. Para empezar, era muy divertida. Cuando yo era ya una joven madre, fui de visita a su casa y mi madre se ofreció a cuidar de mi hijo, que por aquel entonces debía tener unos tres años, mientras yo me iba a correr cada mañana. Duró un día. Al segundo día vino y me dijo: “¿Sabes qué? Esto de los niños no me va”. Yo le dije que si no cuidaba del niño, ni trabajaba, ni limpiaba, ni cocinaba, cuál iba a ser su aportación a la familia. Ella solo respondió: “La gente se lo pasa bien conmigo”. Cuando uno no tiene conciencia y es narcisista puede convertirse en un muermo, pero mi madre era muy curiosa. Le interesaba el mundo. Y era muy caprichosa; jamás sabías cuál iba a ser su próximo interés, lo que aportaba un constante elemento de novedad a vivir junto a ella. Algunos días era aterrorizador y otros muy divertido. Era una mujer muy singular.
Ese carácter rebelde, beatnik y friqui, de tu madre habrá influido en tu visión artística.
Una familia de raros es una buena escuela para el arte. Vivía en un pueblo obrero pero leía todo el día y mi madre ponía arias a todo volumen. La casa estaba llena de libros. Leía teatro y poesía. En mi pueblo, hacer cosas así era como hablar en urdu. Era un lugar muy provinciano. Y no solo se trataba de mis lecturas: yo tenía una gran vida interior y mucha imaginación. Aunque quizás hubiese terminado siendo la misma friqui en una gran ciudad. Mi hermana, desde muy niña, se hacía un peinado con trenzas que era casi un casco. Yo la veo así: como envuelta en una armadura. Ella respondió al caos de mi casa volviéndose organizada y estable y decente de un modo casi militar, pero yo sabía que mi caso era inútil. Nunca tuve la habilidad de ser “normal”.
Tu libro habla de la anormalidad como algo que celebrar.
Me proporcionó una desconfianza fundamental hacia cualquier sistema de autoridad. Lo que a su vez me otorga una forma perversa de maniobrar por el mundo. No muy útil. Digamos que no le caigo bien a todo el mundo. Pero no pasa nada. Alguien me dijo el otro día: “pero si a todo el mundo le gustas”. Yo dije que eso no era cierto. La gente se da cuenta de que estoy allí, no paso desapercibida, pero eso no quiere decir que necesariamente les guste cómo soy.
Hay algo sospechoso en la gente que siempre cae bien. Los tíos majos. O, peor, los artistas majos. Puag.
[ríe] Muy cierto. Picasso jamás habría ganado un concurso de popularidad. Tenemos que ser un poco capullos. Yo crecí en una casa llena de gilipollas, y me las arreglé para mantener esa gilipollez hasta que me convertí en adulta.
En el libro afirmas que tu pueblo, Leechfield, fue definido por Business Week como uno de los 10 pueblos más feos del planeta. Un poco severo, ¿no?
Mucha gente me pregunta si la gente de Leechfield se ofendió cuando escribí cosas como esas, y muchas de peores. ¡Todo lo contrario! De hecho, en el libro explico cómo el alcalde celebró lo de Business Week como si les hubiese tocado algo. La gente de mi pueblo sabe que el lugar es feo. Sabe que sus casas son baratas. Saben que aquello no es París. Que no van a instalar allí un maravilloso parque de atracciones un día de estos. El reciente huracán de hace unos meses lo inundó, para colmo. Llamar a casa tras el cataclismo me hizo recordar cómo habla la gente de allí. El lenguaje de mi tierra es un personaje del libro. Es una forma de hablar tan poética y hermosa…
En las culturas de clase obrera, una buena parte del ingenio va a la profanidad y la jerga.
Sí. Mi padre me enseñó a decir los mejores tacos. En el libro menciono a aquel socorrista zambo de mi pueblo del que yo estaba enamorada. Sus piernas eran tan curvas que la gente decía que “no podía atrapar a un puerco en una acequia”. Es una frase poética. Descriptiva y bella. Conjura un mundo en el que atrapar puercos en acequias es un quehacer cotidiano.
Hablabas de los “anestesiados cincuenta”, y es curioso como algunas de las prácticas del pasado parecen mucho más antiguas de lo que son. La amputación de tu abuela suena, como tú misma afirmas, “positivamente medieval”.
Fue tal y como lo describo. Una cosa atroz y prehistórica. E incomprensible. ¿Gas mostaza para un cáncer de pierna? Es de otra época. Lo mismo sucedía con algo tan sencillo como los divorcios. Nadie se divorciaba. La gente simplemente se odiaba durante muchas décadas [ríe].
El bebé Karr (en carrito) con hermana mayor y madre
Un tío tuyo cortó la casa por la mitad para no ver a su mujer.
Sí. Es un acto de una gran violencia visual. Pero por otro lado no había un camino de salida para nadie. En ese contexto tiene lógica. Era o eso o sufrir durante décadas.
La músico Viv Albertine me dijo una vez que las claudicaciones y concesiones que tuvieron que realizar la madres de los 50’s transformaron a sus hijas en feministas.
Sin duda. No sería escritora si no hubiese visto los padecimientos y esclavitudes de mi madre. También era una manera de que me prestara atención. Como mi madre leía libros, yo me puse a escribir libros, a ver si así reparaba en mí. Es muy triste, si te pones a pensar en ello. Por no decir inútil, ya que ella jamás le prestaba mucha atención a nadie, incluyendo a ella misma. Soy la hija de mi madre de muchos modos distintos. Cuando era más joven me aterrorizaba terminar loca como mi madre, y un día llamé a mi hermana para confesarle esos temores. Ella se echó a reír y me dijo que no me parecía en nada a mi madre. “Tú pagas impuestos”, me dijo, “No eres alcohólica. Tienes un trabajo”. Pero uno teme este tipo de cosas; heredar ese legado.
Estas memorias prueban el dicho “la realidad supera a la ficción”.
Sí. Y también el de “lo que no mata engorda”. Pero a la vez, como he dicho muchas veces, una familia disfuncional es toda aquella con más de un miembro. No puedes inventarte algo como lo de mi familia. Si llego a inventar todo eso, ahora tendría una carrea fabulosa como novelista.
El novelista Tim O’Brien está obsesionado con la idea de que las mentiras pueden contar mejor una verdad que muchos sucesos reales.
En una ocasión le dije a Don DeLillo que escribiese unas memorias, y él arrugó la cara como si le hubiese escupido una blasfemia. Los grandes novelistas saben contar la verdad a través de sucesos inventados. El propio DeLillo dijo: un novelista tiene una idea y se inventa una serie de acontecimientos para materializarla; una memoria, por otro lado, parte de una serie de acontecimientos y trata de descifrar lo que significan, la idea que hay detrás.
Opino que el éxito de unas memorias radica en contar sucesos terribles de un modo casual, sin histrionismo y con algo de humor.
Soy una gran fan de los profesionales de la salud mental. Llevo haciendo terapia de un modo semiregular desde que tenía veinte años. Todos esos sucesos terribles son algo casual para mí, ahora. Creo que casi siempre recordamos las cosas a nuestra manera, las empaquetamos de un modo que nos es conveniente. Y a menudo te desasocias de las cosas malas que te suceden; desconectas. Mucha gente cuenta cosas de esas con gran dramatismo, pero no puedo evitar pensar cuan dramáticas fueron de verdad en el momento de experimentarlas. Porque lo que solemos hacer es bajar el volumen.
¿Cómo se baja el volumen de dos abusos sexuales?
La mente se adapta a todo. A cualquier perversión y locura. Los abusos que mencionas me costaron menos de superar que el hecho de que mi madre quisiera matarme con un cuchillo de carnicero [ríe]. En términos de terapia, lo de mi madre conllevó mucho más trabajo. A una edad muy temprana decidí que iba a reclamar el poder que me habían quitado esos sucesos de mi infancia.
Las hermanas Karr, Mary y Lecia, a los 17 y 19
¿Fue la escritura de El club de los mentirosos un acto terapéutico?
Escribir sobre ellos fue catártico. Regresar a esos hechos fue chocante. Lo reales que se volvieron al ponerlos en palabras… Tienes una doble sensación de resucitar a los muertos y a la vez controlar las cosas que te pasaron. No lo hice por mí. Además, en terapia tú pagas a alguien por poder explicar esto, pero en las artes alguien te paga a ti por hacer lo mismo.
Una pregunta personal: ¿sirve de algo la terapia? Siempre he pensado (quizás erróneamente) que no necesito pagar para que alguien me diga lo que ya sé.
Entiendo lo que quieres decir. Pero yo no aprendí nada nuevo sobre mí en terapia. No es como si tuviese recuerdos enterrados que salieron a la superficie o cosas así. A mí, en concreto, me sirvió precisamente para que alguien me dijese al fin: “Dios, eso que te sucedió es terrible”. Yo tenía muchas cosas tan normalizadas que fue un alivio comprender que eran raras, y dañinas. Vi que había una razón para el modo en que me sentía. Mi psiquiatra me dijo por primera vez cosas como “tu madre no debería haber hecho eso”. Alteró mi modo de ver mi infancia, que hasta entonces había sido “qué hice yo para que mi madre se comportara así”. Si interrogas a alguien durante largo tiempo sobre las culpas y remordimientos de su vida hay muchas posibilidades de que acabes… Liberándole. La meta de la terapia es la liberación. Librarte de la carga de la memoria. Si no llego a hacer terapia hubiese seguido estando destrozada por mi pasado. Me salvó la vida.
¿Eres buena perdonando? Uno de los dos Amis (no recuerdo cual) dijo que Philip Larkin nunca «daba una segunda oportunidad a la gente». Esa frase se me quedó grabada.
Creo que sí lo soy. Sé perdonar. Alguna gente tiene una opinión errónea de mí: que estoy siempre cabreada, que acumulo rencores, pero no soy así en absoluto. Cuando mi madre ya era una anciana y no podía valerse por sí misma yo me cuidé de ella, pagué sus facturas y le hice compañía. Tuve suerte de estar en una posición económica que me permitió hacerlo, pero incluso así. No guardo resentimiento, ni siquiera a mi madre. Aunque de los veinte a los treinta soñaba en que la mataba. Mis primeras sesiones de terapia estaban llenas de ira, pero luego empecé a desarrollar una cierta compasión por mí misma, que con el tiempo creció en compasión por mis padres. Nació una empatía hacia mí, que era lo que necesitaba antes de empezar a perdonar y sentirme mal por ellos. Porque yo me sentía responsable por todo.
En el libro dices: «A veces me gustaría aparecer por arte de magia en el viejo Impala para que mi madre no esté sola». ¿Sientes la necesidad de volver atrás y hacer algo de forma distinta?
No. Si escribiese el libro ahora lo que haría es ser mucho más duro con mi madre y con mi madre, y menos conmigo misma. No sé si eso implica que me he vuelto más bruja, o menos indulgente, o simplemente he adquirido una mayor compasión por mí misma.
Un admirado colega español, Carlos Pardo, escribió una excelente memoria familiar y sus hermanos le retiraron la palabra. ¿Te sucedió a ti lo mismo?
Mi hermana siempre me ha retirado la palabra de tanto en cuando. Es como una cosa cíclica entre nosotras. Me he acostumbrado a ello. Así que eso que mencionas me pasó y a la vez no me pasó. Pero lo he visto a menudo en otros memoristas; son gajes del oficio. Lo que suele suceder es que la gente acaba acostumbrándose a vivir con lo que has escrito y vuelven a hablarte. Dile a Carlos que debería sentirse afortunado, y los demás que se jodan.
Kiko Amat
(Esta es la versión integra de la charla que mantuve con Mary Karr para Cultura/S de La Vanguardia, y que se publicó editada este pasado sábado 18 de noviembre. El club de los mentirosos es uno de mis libros favoritos desde que, tras leer sobre él en aquella memoria escritora de Stephen King, me hice con él y lo leí de una sentada. Léanlo ya en la traducción recién editada por Periférica & Errata Naturae.)
Esto es una entrevista que me hicieron hace unos meses los de Nosey-Vice México centrada exclusivamente en el tema del Emo (y, por la tangente, también del hardcore melódico). Se trata de la acostumbrada combinación de sensateces, confesiones, memorias, delirios, información emocional y alguna paridita de postre. Léanla realizando un stage diving y aterrizando con la napia en este duro punto.
El País fletó un avión para que yo entrevistase a una ídola de siempre: Viv Albertine, de The Slits, ahora con librazo de memorias recién traducido y editado en Anagrama.
Pa’ londres que me fuí de ida y también vuelta, ya con un entrevistazo de órdago en el saco. Esto de aquí que pueden linkar es la entrevista que todos ustedes leyeron (a miles de millares) en Babelia de El País, para leer en el metro o mientras discuten con su pareja o perplejos ante la programación televisiva actual.
Lo que les cuelgo a continuación es la entrevista sin cortes, director’s cut, en exclusiva para todos aquellos de ustedes que han conservado la fe en Bendito Atraso, y que pueden llevarse al baño si padecen de fatigoso tránsito intestinal, por ejemplo. Porque es muy larga. Y muy buena, qué leches. De las mejores que he hecho, a decir verdad.
Del Manual Básico para Entrevistadores: no dejes el suelo del entrevistado hecho un asco. Desoyendo ese mandamiento elemental me presento en el estudio londinense de la artista Viv Albertine con unas botas que destiñen. Ella no las ha admirado, pero lo hará en cinco minutos, al ver que mi (espasmódico) andar arriba y abajo de su cocina ha dejado unas pisadas horribles. Mi anfitriona me pide si podría no hacer eso, por favor. Al mirar veo que las huellas forman un patrón negro. Mientras Viv friega el estropicio (y yo me fundo en excusas) pienso que aquellas manchas podían representar los abruptos pasos de baile de alguna canción de The Slits.
Viv Albertine es una de las figuras improbables del pop, y su banda (cuatro mujeres) la más radical de la época. The Slits eran todo lo no-rock que un grupo puede ser sin hacer canto gregoriano. Una amalgama de dub, pop, punk, baile Ubangui y discordancia que parecía no tomar un solo consejo del libro del rocanrol –ni en pose ni sonido- y desmontó cada cliché de la industria.
No fue divertido, pero sí excitante. Su memoria Ropa, música, chicos (Anagrama) habla con cruda candidez de lucha y pasión creativa en una vida sin domesticidad. Para ella, “feliz” es una palabra fea, “normal” un insulto. Interrogamos a la mente más despierta y la heroína más reticente del punk rock.
Empecemos con una pregunta rompehielos: ¿Qué has hecho hoy? ¿Cuál es tu rutina?
No tengo una. Empiezo el día quedándome en la cama más tiempo del necesario. Me encanta la cama. Me despierto y me quedo allí una hora, pensando. No de forma muy concentrada, solo pensamientos al azar. De vez en cuando surge una idea, o algo que me preocupa sube a la superficie. He vivido una vida bastante rápida; ahora me gusta la tranquilidad y la quietud. No le tengo miedo a la calma. Ni siquiera escucho música. Solo silencio, o el sonido de la ciudad. En los setenta teníamos aburrimiento, y ese aburrimiento gestó algo que ha sobrevivido cincuenta años. No soy la primera en decir que los chavales de hoy no saben aburrirse. El aburrimiento es muy importante para la creación de arte, como también lo es la frustración.
Los que venís del punk siempre habláis del aburrimiento y la mediocridad de los setenta, pero leyendo tu libro he vuelto a pensar que los años cincuenta de tu infancia eran aún peor.
Sí. Londres parecía estar aún en los 40’s [sonríe]. Nuestros padres habían vivido la IIª Guerra Mundial y tenían una lista de prioridades distinta. Para cuando llegaron los sesenta lo único que queríamos nosotros era ser felices, pasarlo bien, ser jóvenes para siempre. Nuestros padres se perdieron todo eso. Ellos vieron a gente morir, vivieron el racionamiento, mi madre nunca cogió un taxi, no comía azúcar (mientras que nosotros nos hinchábamos de chocolate). Hubo un gran cambio entre generaciones. Nosotros éramos más Yo, Yo, Yo. Y asimismo, se nos pegó algo de la austeridad paterna. A menudo me entrevista gente que tiene veinte años menos que yo, y una de sus preguntas siempre es: “¿Eres feliz?”. De niña nadie me preguntó eso. Nunca tuve la esperanza de ser feliz. No era algo que entrara en la ecuación. Mis padres habían vivido dos guerras. Nadie esperaba acceder a un estadio de felicidad ininterrumpida. Nuestra generación tampoco. Yo no esperaba ser feliz. Esperaba tener una vida interesante. La felicidad está sobrevalorada. Es una expectativa falsa, o no del todo deseable. Mi imagen de la felicidad es un estado estático: estar sentado en el sofá comiendo bombones.
Nice is a cup of tea, que decía Lydon.
Sí. Es un estado de sedación. La felicidad no me interesa. «¿Estás alerta?» me parece una pregunta mucho más interesante. ¿Te enteras de lo que pasa en el mundo? ¿Estás despierto? No puedo contestar “sí” a la pregunta de si soy feliz. Por otro lado, si contesto que no, el interlocutor siempre dobla el cuello así [realiza el gesto de condescendencia que uno haría con un bebé] y responde: Ooooh. Lo mismo cuando me preguntan si estoy soltera. Dios mío. Vivir en pareja: qué completa pérdida de tiempo. Me sorbía el alma. Toda la energía que tienes que dedicar a ser pareja de alguien, visitar a los suegros, por qué no me llama, por qué llega tarde… En los últimos seis años en que he estado soltera he completado el trabajo de cinco personas. Soy una artista egoísta.
Un artista tiene que ser egoísta. De otro modo nunca haríamos nada de provecho.
O si lo hacemos sería falso. Porque para ser un artista honesto tienes que decir lo que piensas, y eso daña a otros. Hasta hace muy poco los hombres lo tenían mejor, porque podían hallar a una pareja a la que no le importara ser la “musa”, la “facilitadora”, la que ayudaba al hombre a crear. Nunca hallabas a un hombre que aceptara ponerse en la posición inversa. A la mujer siempre se le dice que no debe dañar a los niños, que no debe dañar al hombre, a sus padres… Pero no puedes ser artista y no dañar a nadie. Aún diría más: para ser artista tienes que ser un poco desagradable. Tener una visión afilada. Y todo eso no encaja con lo que se espera de ti como mujer. “Anímate, cariño, vaya cara más larga, por qué no sonríes un poco más…” [ríe] Cuando empecé a dirigir para televisión yo era una de las pocas mujeres de la BBC, y siempre sonreía a todo el mundo en las escaleras. Nadie me sonreía de vuelta. Era un mundo muy competitivo. Y yo ahí, sonriendo como una secretaria. Intenté dejar el hábito, pero es difícil [ríe].
De niña aprendiste que la vida era injusta y que, como decías, el aburrimiento era una energía. Así como la rabia.
La rabia y el aburrimiento han sido los motores de mi vida. Vengo de una familia de clase obrera, nada bohemia, sin dinero pero también sin libros en las estanterías, sin contactos molones ni nada parecido. La generación de mi madre fue aplastada, tuvieron que abandonarlo todo. Salían de la guerra y no las dejaban trabajar (para conseguir un empleo tenías que quitarte el anillo de casada). Solo se las conminaba a ser amas de casa y criar niños. Lo escuchas a menudo: “si no llega a ser por que naciste tú habría sido bailarina”. Eran una generación de mujeres frustradas, y nos convirtieron en militantes. Somos la segunda ola feminista, nacimos de su amargura. Yo solo tenía la rabia de mi madre y mi propio aburrimiento [sonríe]. Estaba siempre indignada, por lo que le habían hecho a aquella mujer tan inteligente. Veía la televisión y me ponía furiosa (aún lo estoy). Yo no era muy guay, ni muy inteligente. El cabreo era mi gasolina.
Hablabas de padres bohemios, siempre tan irritantes para los que nacimos de padres normales, nada intelectuales ni enrollados. Por desgracia, todo apunta a que nosotros somos ahora los padres bohemios. No puedo evitar un cierto autoasco.
[ríe] Sí. Creo que lo que va a suceder es que nuestros hijos van a querer ser normales. Mi hija tiene diecisiete años y está muy centrada. Es trabajadora, constante, toca en un grupo pero solo para divertirse, quiere estudiar inglés en la universidad… Creo que yo le he aportado esa estabilidad. Le he dado la parte de clase obrera, sin pretensiones, sin gilipolleces, y también le he mostrado los libros y el arte. No querría que mi hija estuviese tan desequilibrada como yo. Que fuese tan rabiosa y violenta.
En el fondo deseas que tus hijos sean feli… Perdón. Que sean estables emocionalmente. A la vez sabes que no crearán ningún tipo de arte válido, porque solo los neuróticos y magullados y alienados crean arte que tenga algún valor.
¿Sabes qué? Creo que el arte ha acabado. Si hablamos de occidente, a lo largo del último siglo ha sido la clase obrera la que ha marcado el ritmo visual, del pop y de casi todo. Ahora son los hijos de las clases altas los que están marcando el ritmo, pero nunca harán arte rebelde, porque son los hijos de los gobernantes. A la mierda el arte. Nuestros hijos serán ayudadores, serán facilitadores. Tendrán egos más pequeños. Todo eso de subir a un escenario y hacer poses con la guitarra, esperar a que la gente aplauda cada tres minutos… Es patético.
Desde luego el rock actual está del todo estancado. No puedo comprender cómo puede fascinarle a alguien de quince años.
Estancado es la palabra. ¿Y lo de convertir a uno de esos gilipollas en Dios, solo porque ha hecho dos canciones que riman? El género era radical en mi tiempo, pero ahora ha perdido todo el sentido. Si yo tuviese diecisiete años no pensaría que lo radical es estar en un grupo. Me parecería la opción más cómoda y aburrida. Preferiría ser un activista, o un abogado de derechos humanos, un estudiante de química… Cualquier cosa, en realidad. Yo hice lo que hice porque no tenía nada y estaba llena de resentimiento, y mi único camino creativo fue el que existía. Pero hoy no haría eso.
Puestos a admirar a alguien, admiremos a los profesores de la escuela de nuestros hijos, no al gilipollas ese de Kasabian.
Exacto. Mucha gente me sigue preguntando qué bandas escucho, qué grupos me gustan. Yo siempre contesto que me interesan muchísimo más los cereales del desayuno que los grupos de rock.
En el libro mencionas cómo todos aquellos músicos fueron tus maestros. Los que te señalaron los libros que merecían la pena, los discos que cambiarían tu vida…
Lo fueron. Comprendí lo que era Vietnam gracias los músicos americanos. Supe del Che Guevara gracias a la cultura pop. Me enteré de lo que eran las drogas por las canciones. Se trataba de gente que iba ahí fuera, lo experimentaba y luego venía a contártelo. Ahora, con internet y los viajes low cost ya no necesitas que nadie viaje para contártelo luego. Los músicos de antes eran como trovadores, que iban arriba y abajo del país contando la historia de la gente. Y no eran dioses, o al menos muchos de nosotros no los adorábamos de ese modo. Para empezar, eran gente interesante, espabilada, los veíamos como emisarios, como mensajeros… Yo viví un tiempo en que la música era el vehículo principal de la excitación y la rebeldía. Era peligrosa. No puedo entender cómo hoy se glorifica a unos cuantos pijos con tatuajes recién salidos del colegio privado. Siempre le digo a mi hija que intente distinguir en quién es radical y quien se hace el radical. Una chica rapeando en Afganistán: eso es radical. Arriesga su puta vida.
Del punk me encanta una palabra que ha caído en desuso: poseur. Era muy útil. Posturero. Hay tantos ahí fuera…
Sí. Y otra que también se usaba mucho era careerist (arribista). Posturero y arribista eran las dos peores cosas que podías decir de alguien. El otro día estuve con dos músicos jóvenes que no paraban de decir “mi carrera esto, mi carrera lo otro”. Me dije: estos dos fulanos pertenecen a una especie distinta a la mía. Podrían ser contables, ya puestos, tanto hablar de su mierda de carrera. La música es algo que va abrir tu mente, transportarte hacia delante, ver las cosas de otro modo. Para estos chicos, la música es solo un modo de empezar empresas. En los sesenta toda la cultura era de clase obrera. Los ricos no participaban en las artes más que como mecenas o mánagers. En los ochenta decidieron empezar a trabajar, pero no en trabajos de mierda. Querían los glamurosos. Qué listos.
Es muy fácil dar por sentado algo que era radical cuando emergió. Hemos visto tantas copias de Hemingway que es difícil explicar lo revolucionaria que era su forma de escribir entonces. Lo mismo sucede con el rock’n’roll.
Desde luego. El contexto es muy importante. Es fácil meterse con Germaine Greer, decir que lo que hizo está pasado de moda, pero en su momento aquello era insólito. Internet tiene una tendencia a reescribir la historia con alteraciones. Por eso decidí escribir el libro en primera persona. Hay demasiados libros de hombres que no estuvieron allí, hablando de los tipos de guitarras que utilizaba no sé qué individuo. Es como un hobby de nerds.
Lo de la ropa también ha perdido sentido. En el libro explicas que te ayudó a “reconocer a un hermano” (en el caso de Mick Jones). Pero la estética se ha banalizado por completo.
Habrá feministas actuales que objetarán al título del libro. Chicos, ropas, música, qué poco feminista. Pero los chicos que yo conocí estaban muy politizados, eran gente muy sensible e interesante. Y en cuanto a la ropa, en aquella época decía quién eras. Te separaba. Te arriesgabas a que te violaran, que te atacaran, con cierta ropa. Hoy puedes ir a Primark y vestirte de punk, a la mañana siguiente de rocanrolera 50’s, a la otra de estudiante pija… Cada día adoptas un personaje, cosa que en el fondo me parece bien. Pero que quede claro que no tiene nada que ver con lo que te sucedía si te vestías de punk en 1976. No es comparable. Para nosotras la ropa era una especie de panel de anuncios. Especialmente en el caso de The Slits, porque mezclábamos en nuestra imagen todo lo que se esperaba de una mujer, solo que revuelto: un poco de sadomaso, un poco sexy, un tutú de ballet, zapatos de tío, chaqueta de delincuente… Y la gente lo odiaba. Sabían que nos estábamos mofando de todos los estereotipos.
El mundo de The Slits era uno donde un colega punk podía venir a decirte: “nosotros también queremos a un pibón en la banda”. Y no señalo a nadie.
[ríe] Pobre Paul Weller. Aquello era el mayor elogio que podía imaginar. Y él era buen tío, nada abusón ni maleducado. Es un buen ejemplo de lo arraigadas que estaban ciertas costumbres. Hoy me he acordado de mi padre, de cuando volví a verle después de muchos años separados, y andando por la calle no paraba de señalar a otra mujeres, mira esa, qué fea, mira esa qué buena está… Todos los hombres se creían con el derecho de hacerlo, ni siquiera era algo arriesgado. Las mujeres estaban para que tú las juzgaras. Yo le dije: “deberías echarte un vistazo antes de ir por ahí juzgando a las mujeres”. Mi padre se quedó de piedra. Jamás habría imaginado que lo que hacía fuese reprobable. Todos los chicos con los que salí tenían algún comentario que hacer sobre mi cuerpo: “tienes el típico cuerpo de pera inglés”, “tu nariz esto”, “tu barbilla hace eso otro cuando ríes”… Al final estás tan cohibida que ni te atreves a desnudarte. Los chicos de hoy son diferentes, según me cuenta mi hija. Mucho más considerados. Pero en la época aquella mierda asesinó mi sexualidad. Me agotó. The Slits estuvimos juntas menos de siete años, y aún me siento agotada por todo aquello. Siete años de pelea constante.
En el libro no aparentas ser feliz en ninguna foto, hasta la página en que sales sosteniendo a tu hija. En todas las fotos de la banda, o de la época punk, apareces preocupada o triste.
Es interesante que lo veas así. Nunca tuve un solo momento de gozo, o felicidad, es del todo cierto. Inspiración sí, satisfacción artística también, pero nunca alegría. Tampoco de niña. Quizás si me hubiese dedicado activamente a la búsqueda de la felicidad la habría terminado hallando, pero no era eso lo que quería. Quería retos. Pero a la vez todas las puertas se me cerraban porque era una chica sin estudios y sin un duro. Nunca pensé en ir a la universidad, o formar un grupo. Todo se me presentaba como imposible. Todo era lucha.
En el libro dices algo parecido a lo que Steve Jones afirmaba en The filth & the fury: creía que los músicos caían del cielo.
Y tanto. Por eso cuando vi a los Pistols pensé: he aquí algo que yo podría hacer. Son exactamente igual que yo, solo que son chicos. De clase obrera, de la misma zona, mismos colegios, mismas voces, misma falta de títulos, misma impericia musical. Por primera vez vi que gente como yo podía hacer algo. Que no tenías que ser una cantautora glamurosa como Joni Mitchell, o una chica sexy y desacomplejada como Suzi Quatro o The Runaways. El único salto que tuve que realizar fue de chico a chica.
Lydon ayudó a vencer complejos, sin duda, con su inseguridad física y su timidez.
Sí, y creo que se estableció una cadena, en la que nosotras adoptamos ese papel para otras chicas. No éramos glamurosas, ni ricas, ni intelectuales ni veníamos de familias cool. No éramos la jodida Laura Marling, que es hija de un puto conde. Cuando regresé a la música a mis cuarenta años mucha gente me venía a decir que yo era una “leyenda”. Nunca nadie me había dicho algo así, y desde luego no me sentía como tal. En mi libro traté de deconstruir eso de la “leyenda”, para que cualquier chico, o chica, o transexual, o chaval de clase obrera, viese que no hace falta ser un guay de nacimiento como los nuevos artistas. Que puedes ser todo lo mierda, y todo lo tímido, y todo lo inepto que desees, igual que yo. E incluso así hacer algo con tu vida.
Los músicos que me hablan a mí tienen una cosa en común: están muy poco cómodos en su propia piel. Vic Godard, Wreckless Eric, Lydon, Bill Withers, Ray Davies, tú misma… Siempre parecían desear estar en otro lugar.
Creo que lo raro es sentirte cómodo con el espectáculo. Desconfío de la gente para la que estar ante los focos es lo natural. Vas a cualquier concierto ahora, de cualquier banda de tercera, y el espectáculo es fastuoso. Me parece incomprensible. Para hacer arte que sea relevante a cualquier nivel tienes que tener los pies en el suelo y dudar de ti mismo durante todo el proceso. Si vas a estar allí arriba, en el escenario, aporreando un trozo de madera durante tres minutos, con un estribillo a repetir cada dos, al menos tienes que ser consciente de que lo que haces es como el Mago de Oz. Que hay un elemento de timo en ello. En caso contrario no eres un buen artista.
Lo de The Slits, si uno no conoce su historia, podría parecer un proyecto científico planeado al milímetro: cojamos algo de dub, algo de free jazz, una pizca de punk, pillemos a una alemana de 14 años que baila como una mantis… Cuando en realidad era todo accidental.
Todo partía de ideas muy abstractas, muy espontáneas. Veo a grupos que están muy preparados, que han estudiado muy bien su camino, que casi parecen musicólogos. Han ido a colegios de música, y lo saben todo de estructura, pero tienen una visión muy limitada del mundo. Por el contrario, todos los músicos de los sesenta y setenta habían ido a la escuela de arte. Casi nadie sabía tocar, pero se valoraban todos tus talentos. Todos los que no querían un trabajo manual o una carrera formal iban a la escuela de arte. Allí tuvo lugar una fertilización cruzada. Se juntaba la música, las artes plásticas, el cine, el teatro… No había otra cosa. Hoy esto se ha puesto en compartimentos separados, es mucho más aburrido. Vas a la escuela de música y estudias música.
Si agarras un Quién Es Quién del pop de los sesenta o del punk te das cuenta de que toda la gente interesante venía de la escuela de arte.
Si tenías cierta edad, un temperamento artístico y no sabías qué hacer con tu vida te enrolabas en la escuela de arte. Todos tus artistas favoritos habían ido allí. Yo no tenía ni idea de qué iba a aprender. Solo que pasaría tres años sin trabajar, besuqueando a un montón de chicos y haciendo cosas fascinantes. Desde luego no era un paso pensado para conseguir algún tipo de ocupación fija, o una carrera. ¿Carrera? Eso es lo último que se me pasaba por la cabeza. Ahora voy a dar charlas a escuelas de arte y todos los estudiantes apuntan lo que digo en sus libretas. Lo tienen todo planeado para que esos tres años den un fruto rentable. Para montar sus negocios. Pero hace unas décadas nadie lo vivía así. Era algo tan hermoso, lo de vivir al día, sin la menor perspectiva de futuro… Y si algo interesante se te cruzaba por delante, lo cogías. Y si luego había otra disciplina que te atraía más, cambiabas de idea. Se fomentaba la espontaneidad. Todo lo que aprendí en la escuela de arte lo llevé a The Slits: cómo trabajar lo visual, cómo hacer que nuestros cuerpos fuesen lienzos, que todo lo que llevamos y los colores que usamos tuviese un significado, que los signos dijesen algo. Cogimos todo lo que se suponía que tenías que hacer con una guitarra, y la postura que tenías que usar, y cómo tenía que sonar, y lo desmontamos en muchos pedazos, y luego lo volvimos a montar. Nos lo inventamos por el camino. Eso era lo mejor, no formar parte de la tradición del rock’n’roll. Incluso gente como Steve Jones, que es adorable, había pasado horas delante del espejo haciendo posturitas de rockero. Pero The Slits no. Nunca esperamos que haríamos algo así. Todo era nuevo.
En el libro dices que cuando empezabas a tocar te planteaste “cómo sonaría yo si fuese un sonido de guitarra”. Dudo que nadie en el rock se haya preguntado eso, jamás.
Es cierto. Lo siento, pero los grupos de chicas del punk eran mucho más radicales que los grupos de chicos. Ellos todavía pensaban en Buddy Holly, en Keith Richards… Por mucho que estuviesen en el punk tenían esos modelos a seguir de los que no podían zafarse. Nosotras no. Nunca copiamos a los hombres. Tuvimos que inventar otro lenguaje, porque no existía.
Y si os fijabais en alguien era en Sun Ra, o Max Romeo.
O Don Cherry. O Mary Poppins. Nuestros modelos eran extraños, no nos daba ninguna vergüenza coger de todas partes. Y Ari era tan joven… No le había dado tiempo a que la sociedad le jodiese la mente. Era alemana, había pasado media infancia en un internado, en cierto modo era como si su mente estuviese inmaculada, era como una niña salvaje. Parecía Kaspar Hauser.
Como decíamos antes, los artistas no tienen por qué ser “majos” de un modo convencional.
Ari era muy difícil. No sé qué habría sido de ella de no ser por el punk. En serio. Le salvó la vida. Le proporcionó una válvula de escape y una dirección para toda aquella energía demencial. Todos éramos gente rara, todos veníamos de familias jodidas. No había internet, no había revistas que hablaran de nosotros, gravitamos hacia el punk porque era el único sitio que nos aceptaba. Todos padecíamos trastornos de personalidad en uno u otro grado. Ahora se utiliza el término “apareamiento concordante”: un determinado tipo de gente se junta por un factor determinado. Acabamos en la tienda de Malcolm y Vivienne porque éramos el mismo tipo de gente. Hoy en día sucede algo interesante y millares de personas se enteran al momento. Pero entonces tenías que tener una mente determinada para acceder a aquello. Era una voz que se filtraba a través de las generaciones, pero que se mantenía a salvo del pensamiento común. Ahora hay una exposición punk en Londres. Horrible. Y me alegra que no haya nada allí. No tienen nada que mostrar. Porque en realidad era una actitud, no algo físico.
Siempre he visto el punk americano como una cosa más enrrollada, más rocanrolera. Mientras que el punk inglés nació de un puñado de inadaptados con mala dentadura. Chavales vírgenes y patizambos.
Yo opino lo mismo. Creo que el punk americano es una cosa distinta. Eran gente mucho más sofisticada y callejera. Navajas automáticas, chupas de cuero. En los Ramones había chaperos, por ejemplo. En sus círculos había prostitutas, heroína. Patti Smith venía de la poesía. El punk inglés era muy inocente, comparado con aquello.
El sexo en el punk inglés siempre es desastroso. En tu libro hay varios ejemplos de sonrojante impericia. Tu mamada a Lydon es quizás el momento del libro que da más dentera.
[ríe] Las mamadas eran cosa de americanos. Los americanos llevaban años y años practicando felaciones a diestro y siniestro, era como una tradición nacional. Según he leído, muchas madres americanas recomendaban la felación como sustituto al coito, para evitar embarazos no deseados. Pero aquí eso ni existía. No teníamos ni porno. Ni videos. Si querías ver películas porno tenías que ir a un cine X, pero nadie lo hacía, era una cosa de viejos salidos. Así que lo que todos practicábamos era una especie de sobeteo absurdo durante horas. Una cosa sin sentido. Al final perdías interés.
Todo era tan excitante que follar era la última de las prioridades. “Sexo son dos minutos de sonidos chapoteantes”, como dijo John Lydon.
Sí. Nadie pensaba mucho en ello. Y todo lo de la ropa sadomaso era una cosa extrañísima, nadie había visto jamás esos artilugios. Aquello era algo que alguna gente (gente rica) utilizaba en la más estricta privacidad. Nosotros lo usábamos para ir por la calle y resultaba escandaloso, pero lo más interesante no era eso. Lo interesante es que nos hacía parecer que estábamos al tanto del rollo sexual, cuando no lo estábamos en absoluto. Había dos chicas de toda la movida que se prostituían, pero eran una rareza. Y en cuanto a los chicos, tenían todos diecisiete, máximo dieciocho. No tenían casi experiencia. Hacían lo mismo que los niños en el patio: meterse con todo aquello que no tienen o no pueden hacer. La frase de Lydon viene de ahí. Se hicieron famosos a la vez que descubrían el sexo. No eran mujeriegos, precisamente. Aparte de Steve Jones [ríe].
Hablando de Steve Jones, tu libro se añade a una larga lista de memorias punk. Exceptuando la de Jah Wobble, que insiste en que Lydon es una sabandija inmunda, las demás tienden a coincidir en pintar a Lydon como el tío brillante y a Sid como el cenutrio bizqueante. Tu libro cambia un poco esa visión.
Sid se hacía el tonto, que es muy distinto. Para llevar la contraria. Y era uno de los miembros más dañados psicológicamente del punk. Su madre era yonqui. Si consideramos en qué tipo de hogar creció aún puede decirse que le fue más o menos bien. Porque estaba maldito desde que nació. Su madre era una mujer inteligente, pese a todo, y él también lo era.
Sid opinaba que tener una opinión sobre algo era “pretencioso”.
Veía más allá. Estaba rodeado de gente que no paraba de hacer afirmaciones palmarias sobre esto o aquello otro, pero que en realidad estaban en la inopia. Él podría haberlo abrazado todo, cualquier opción. Sid era un hombre interesante que acabó destruido.
Tu libro habla de él con un cariño palpable.
Mira esas fotos: era solo un niño desvalido. Me rompe el corazón ver alguna de esas filmaciones donde da cabezadas por culpa de la heroína, y no para de disculparse. Por otro lado, él y yo éramos distintos. Él siempre había soñado en ser una estrella del rock. Él y John. Estudiaban los ritos del rocanrol. Eran los niños que se vestían como Bowie e imitaban a Bolan ante el espejo. Pero las Slits no éramos así. Nacimos de la más absoluta nada, sin ningún tipo de bagaje rock. Y eso, por supuesto, también acabó con nosotras.
En todas las biografías del punk y post-punk hay un trozo en donde saca la cabeza Vic Godard. En la de Tracey Thorn era como ídolo, en la tuya es más como…
Un cómplice, sí. Subway Sect eran el grupo con el que nos sentíamos más identificadas musicalmente. Pasábamos mucho tiempo juntos, yo me acostaba con Rob [Symons], éramos uña y carne, íbamos al cine juntos. E incluso así, eran chicos blancos que habían acabado el bachillerato, y que venían de familias más privilegiadas. Es mucho más fácil desperdiciar tu talento y confianza en ti mismo si naciste con él. Yo no tuve ninguna. No quería desperdiciar lo poco que tenía.
El entorno tampoco era el más amigable. Describes un momento en que fuiste a ver a tu amigo Sid Vicious para que te echara de los Flowers of Romance después de que tu exnovio Johnny Thunders te convenciese para meterte heroína.
Todo el mundo estaba muy jodido. Yo creía que Thunders estaba siendo amable, pero era solo una estrategia de manipulación yonqui. Los yonquis buscan acólitos. Él sabía que yo estaba triste, y tenía jaco en casa. Me puso en una posición vulnerable para que no pudiese decir no. Es un viejo truco de control, pero me llevó veinte años darme cuenta de ello.
Es un libro muy honesto. No solo por lo que dices de los demás, sino por lo que afirmas de ti. Tu resentimiento hacia Ari Up, por ejemplo, porque decías que te copiaba. Podrías haberte puesto en el papel de mentor benevolente, que siempre es más agradecido, pero decides decir la verdad.
Fue difícil poner eso en palabras. Durante todo el libro lo pasé fatal a la hora de explicar que había sido deshonesta, o que había engañado a alguien, o explicar mis necesidades corporales. Me daba miedo pensar en que iba a publicarse. Pensaba que iba a ser troleada sin compasión, que la gente iba a decir que mi cuerpo daba asco y mi personalidad aún más. Pero necesitaba ser honesta. Asumí que no iba a tener novios nunca más, y que perdería a los amigos que aún tenía. Sufrí una crisis nerviosa al terminarlo. Pasé tres meses sin salir de casa. No sabía ni si estaba bien escrito.
La segunda parte del libro (la de después del punk) es una historia de renacimiento. ¿A dónde vas desde allí? Mucha gente pierde el norte después de haber sido precozmente audaz en su juventud.
Sin duda. Las cosas también han cambiado en ese sentido. Hace cincuenta años la segunda parte de tu vida se parecía mucho a la primera, porque trabajabas en el mismo sitio hasta que morías. Pero hoy ya no es así, no solo para los artistas. A lo largo de mi vida he tenido cinco o seis viajes, y creo que eso no es una excepción. Probé muchas cosas.
Tras haber agarrado una guitarra sin tener ni idea y hacer lo de The Slits, supongo que no era un salto de fe tan insólito pensar que podías dirigir un filme.
En cierto modo no. Pero tampoco creía que podía ser una cirujano. O astronauta. Ni siquiera abogada [ríe]. Para mí no se trata del medio. No quiero mitificar lo de la música, ni el cine. La plataforma me da un poco igual, mientras pueda comunicarme. No pongamos en un pedestal el tema de la música, la pintura, la poesía… hay que escuchar lo que nos cuentan. Agarrar una guitarra y subir a un escenario no tiene nada de heroico o interesante si no tienes maldita cosa que decir. La gracia del punk era precisamente que daba un poco igual la forma en que decías algo, si tenías algo que contar. Y si no lo tienes, estate calladito durante diez años, luego vuelve y di algo.
Cuando tú regresaste de tu exilio familiar tuviste que volver a aprenderlo todo. A tocar la guitarra también.
Me aterrorizaba lo de presentarme a veladas de micrófono abierto en pubs, pero algo me empujaba a hacerlo. Era como una especie de locura. Como si no fuese yo. Muy raro. Una fuerza tiraba de mí. Porque no era la Viv pensante la que decidió meterse en aquello. Era otro tipo de criatura que vivía en mí la que me dijo: “da igual si haces el ridículo, o eres vieja, o eras malísima. Vas a presentarte a ese micro abierto”. ¿De dónde salió eso? Vas a joder tu matrimonio de 17 años, tu hija te necesita en casa… Las razones para no hacer lo que hice eran enormes. Pero si consigues sintonizar con… No sé como llamarlo. Yo lo siento como un río subterráneo que fluye en mi interior. Si logras conectar con eso, te dominará. Harás lo que haga falta. Mi marido creía que era un acto de supremo egoísmo. Que no tenía sentido después de haber pasado nueve años en casa cuidando de mi hija. Asimismo, hay un momento en que tu hijo tiene ocho o nueve años y tú, como padre o madre, vuelves a mirar al exterior. Porque tu hijo ya es una persona. Muchas mujeres se separan en ese preciso momento. Se les abre el cielo. Tu cría ya puede alimentarse sola. Es algo animal. Al mismo tiempo me pregunté qué tipo de ejemplo quería yo representar para mi hija. Ella ya no necesitaba una niñera. Empezaba a necesitar un ejemplo a seguir. Y conseguí que me viese así. Un día yo era parte del mobiliario. Al otro era una persona que salía y tocaba la guitarra y escribía letras y le pedía la opinión. Y eso puede parecer egoísta durante unos años, porque quizás estás haciendo menos cenas, pero germina en algo que es mucho más importante para un niño. En una madre que merece la pena, en suma.
Tu exmarido queda como un completo capullo. Con perdón.
El pobre se asustó. No era así al principio. Es una paradoja, creo que común en algunos hombres. La razón por la que se enamoró de mí fue lo que le fue distanciando de mí con el tiempo. No intentó formar parte de ello. Algo le dijo que si yo continuaba con la música él iba a quedar al margen. No era cierto, pero él estaba tan convencido de ello y se opuso tanto a mi camino que al final sus miedos se hicieron realidad.
Tuviste una época de retiro absoluto en la que solo eras madre, las 24 horas. Permíteme que te pregunte esto: ¿cómo aguantaste tanto tiempo haciendo ver que eras normal, con los otros padres y madres normales? En una ocasión le hice esta misma pregunta a Tracey Thorn y se lo tomó fatal, dijo que ella no miraba a la gente de ese modo. No sé si estaba siendo sincera.
Quizás sí, y para ella esto era fácil, porque es una persona normal [ríe]. Pero para mí fue un suplicio. Me sentí un fraude total. Una absoluta automarginada. Fue agónico. No comprendía como aquella gente tan centrada y normal podía dejar que sus hijas se quedaran en mi casa. Me esforcé tanto para parecer normal, para que mi hija tuviese amigas y nadie pensara que era una friqui… Pensé que si nadie se enteraba que yo era la guitarra de The Slits las madres de las amigas de mis hijas las dejarían quedarse a pasar la tarde. Y me sentía forzada a ser doblemente buena. Que nunca hubiese el menor riesgo, porque ya era riesgo suficiente que estuviesen al cuidado de alguien con mi pasado. Nadie sabía de ello, porque yo llevaba el apellido de mi marido. Fueron años de sentirme como un pez fuera del agua. Quizás Tracey Thorn no necesitaba el camuflaje, porque encajaba de perlas en medio de todas aquellas mamás, pero para mí fue una pesadilla. Lo peor es que seguro que me equivocaba, que a nadie le hubiese importado. Pasaron años, hasta que mi niña tenía siete años o así, en que se lo confesé a alguien. Mi hija ya iba a una escuela secundaria de Camden, y allí sentí que había una mayor afinidad con algunos padres. Mi consejo para futuros padres es: si vas a llevar a tu hijo a la escuela y no eres demasiado normal, no lo lleves a un sitio que es el epítome de la normalidad. Porque a tu hijo va a resultarle raro que te comportes de forma tan distinta en casa y en el colegio [sonríe].
Dicho esto, no hay nada peor que los colegios donde todos los niños son hijos de directores de cine, actores y músicos rock. En Barcelona hay unos cuantos. Puag.
No, claro. Mi hija va a una secundaria típica. Hay de todo. Desde la hija de un mandamás de The Guardian hasta los hijos de casas de protección oficial de la zona. Los hijos de artistas famosos en colegios como los que mencionas llevan vidas enrarecidas y muy aisladas. No comprenden los problemas que tiene la gente trabajadora, porque no van a la clase con los hijos de esa gente. Vivirán siempre la vida en la crema, en lugar de en la leche.
Tu vida está plagada de golpes de suerte pero también de impactos de tremenda mala suerte. Plenitud artística y maternidad se alternan con cáncer y violencia de género de un modo que parece novelístico. Tienes algo bueno y de golpe te lo arrebatan.
Creo que es otra consecuencia de haber crecido en una familia disfuncional, con un padre con graves trastornos psicológicos. Tiendo a gravitar hacia la dificultad. No puedo evitarlo. Es como si me sintiese atraída por las naturalezas abusivas. Supongo que también es culpa de mi falta de autoestima. Nunca crees que merezcas algo, así que acabas mezclándote con lo peor. No culpo a los demás. Tampoco a mí. Es otra de las razones para no estar en pareja. No se trata de que todos sean malos, sino que yo no sé escoger a los buenos. Me parece una razón de peso para dejar de buscar. No es tan grave si eres joven, puedes sacudirte los malos tratos de encima con más facilidad. Pero a los cuarenta o cincuenta, con una hija, ese escenario es una cosa seria. No me importa que se metan conmigo en las artes, es un mundo cruel y estoy acostumbrada (además, tiendo a ambicionar cosas que están por encima de mis posibilidades, lo que me hace tropezar y exponerme a la crítica mucho más a menudo que otros). Pero en mi vida privada eso es distinto. No quiero que me traten mal.
Las novelas negras se equivocaban. La culpa no es del mayordomo, sino de los padres.
Mi nuevo libro va de padres disfuncionales en los años cincuenta. Es una búsqueda de qué me convirtió en la persona que cogió la guitarra. Y cuando descubrí lo que me hizo así, vi que era jodido. Todos estábamos jodidos. Por eso hicimos lo que hicimos. Porque estábamos medio locos. Pero a la vez ese camino no para de llevarte a precipicios y caminos sin salida. Yo me he hallado en muchos de esos. El cáncer me vino de eso, estoy convencida.
¿De la parte emocional?
Sin duda. No es que me culpe de ello, pero tuve cáncer por la forma en que viví mi juventud. El tiempo era el que era y no hubiese podido hacerlo de otro modo. Pero aquella angustia tuvo sus consecuencias. Podría haber llevado una vida tranquila, conocer mi lugar, no salirme de la fila, quedarme con los de mi clase social… Pero no era lo que yo buscaba.
El escritor Harry Crews siempre decía que tu destino como artista de clase obrera es estar perpetuamente alienado: de la clase de la que te extirpas, y de la clase “artística” a la que desembocas. Nunca encajarás.
¡Muy cierto! Jamás formarás parte de nada. Es tu destino. Y yo he hecho las paces con ese destino. He decidido hablar de mi familia, de mis parientes. Muy pocos artistas hacen eso, diciendo toda la verdad. Yo lo he hecho. Mi padre tenía Asperger, pero jamás le diagnosticaron así. Nadie utilizaba la palabra entonces. Mi hermana y yo también estamos en el espectro autista.
¿Te han diagnosticado así?
No. Lo sé y ya está. No necesito que me lo ratifiquen. Mi padre, mi hermana y yo padecemos lo mismo los tres. A mi padre le zurraban porque creían que era estúpido, que no prestaba atención. Ni siquiera a Ari Up, que era Asperger total, la trataron como tal. En los setenta no existía el término. Eras raro y ya está. O antipático. O maleducado. Saberlo a los diez u once me hubiese ayudado, claro, pero ahora, ¿de qué coño me sirve ese diagnóstico? Un hecho interesante es que la investigación del autismo en chicas está muy poco avanzado, porque cuesta muchísimo más detectar los casos, incluso hoy. Y eso sucede porque las mujeres son grandes observadoras, saben instintivamente cómo camuflar sus taras, como comportarse en público, y han conseguido disimular sus patologías durante décadas. Es obvio que mi comportamiento en los setenta era obsesivo compulsivo. Mi obsesión con ciertas canciones. No podía salir a la calle si tenía una arruga en la falda. Intentaba ser amable pero me salía al revés, y decía cosas horribles sin ninguna mala intención. No hace falta ser un genio para ver lo que me pasaba.
(Ambas entrevistas, en formato corto y kilométrico, son propiedad de aquí el menda, Kiko Amat).
Aquí me tienen. En el vermut que ha organizado Duomo en honor de JR Moehringer (New York, 1964), biógrafo de Andre Agassi –recuerden el celebrado Open– y autor de El bar de las grandes esperanzas, un libro que cronológicamente antecede al del tenista, aunque acabe de publicarse aquí. Se trata de las memorias del autor: la historia de un niño sin padre adoptado por un bar entero. Un bar y los hombres que lo poblaban como educación completa.
Moehringer, por cierto, es premio Pulitzer y reportero estrella de The New York Times, así que imagino que es lógico que la expectación que despierta su entrada al bar barcelonés sea harto parecida a la de algún rey mesopotámico en una ciudadela conquistada. El escritor aparece por la puerta envuelto en un aura noble, bromeando con todos, seguro de ser el centro de la devoción seglar. A su paso se abren los mares y de repente la muchedumbre empujadora le planta delante de mí, un poco como al Hitler de Indiana Jones y la última cruzada, cuando se da de morros con Indy en pleno Núremberg. Al instante le arrancan de mi vera, a Moehringer (no a Hitler), pero no me importa. Voy a tenerle para mí solo una hora entera esa misma tarde.
Soy rico, sí (en moneda puramente intelectual).
Ya en el hotel, cuando lo tengo ante mis narices –él con su pinta de diplomático yanqui bien alimentado, sonrisa cegadora y modales exquisitos- y buscando romper el hielo, le comento que mi pueblo natal, Sant Boi, debe ser un poco como su Manhasset, famoso por “el lacrosse y el alcohol”. El mío, le digo, lo era por el alcohol y el rugby. Ah: y el hospital psiquiátrico. Moehringer levanta las cejas, periodista nato, y me acribilla a preguntas sobre el centro. Cuando le suelto que mi madre trabajaba allí, veo a Moehringer tomando notas mentales, como el impenitente cazador de buenas historias que es. Y entonces, hablamos. De bares (y pasar mucho rato en ellos) y deportes, de mito y realidad, de masculinidad y traumas, del poderoso sentimiento de pertenencia a algo, de padres ausentes e hijos geniales, de llorar en público, Jimmy Connors y el 11-S. Y de Andre Agassi.
O qué se creían.
Pasaste una buena parte de tu vida en un bar [el Dickens] acompañado de otros tipejos. Resulta sorprendente la cantidad de hombres dignos y decentes con los que te topaste. Me preguntaba si decidiste esconder un poco sus partes menos atractivas a la hora de escribir sobre ellos.
¿Si los había idealizado? Claro. Yo no diría “esconder”, pero tienes razón. Decidí mostrar a estos hombres de la forma idealizada en que los vi desde yo que tenía siete años. Esa mirada solo se altera moderadamente a lo largo de los años, así que quería que el lector entendiese cómo me sentí cuando Smelly, un tipo del bar, me agarró por el cuello a los veinticuatro. Fue como si hubiese ido de visita a Disneylandia y Mickey Mouse me hubiese intentado estrangular. Así que te estoy ofreciendo mi punto de vista, desde los cero a los 25 años, para que también puedas sentir mi shock. Asimismo, nunca tuve que esconder mucho, porque tampoco me enteraba de mucho. Había muchas cosas que no se contaban en aquel bar, y de las que me enteré décadas después, cuando entrevisté a todos aquellos hombres. Me quedé horrorizado. Suerte que de niño no me contaron todo esto.
¿Eran temas de abuso familiar, por ejemplo? ¿Es eso?
No tanto de violencia. Más bien temas como el problema de mi tío con el juego. O lo de la bebida en general. No quise camuflarlos, porque ni siquiera entraban a formar parte de mi conciencia de entonces, cuando estaba en el bar. Tuve siempre presente que no estaba escribiendo el libro desde mi punto de vista de hoy, sino el de entonces. En todo caso, como escritor y periodista de un gran periódico no tuve la opción de inventar nada. Más bien lo contrario: tuve que contratar a un verificador de información pagado de mi bolsillo, entrevisté a todos los personajes… Casi sufro un ataque de nervios. Estaba aterrado por si alguien decía que Manhasset no estaba a 17 millas de NY, sino a 19. Usé frases de entrevistas donde la gente recordaba esto y aquello, y tomé muchas notas en el bar, en la época. Lo que impresionaba a la gente cuando lo presenté era que no hubiese inventado nada del diálogo. Que reconstruye lo que de veras decía la gente. No es narrativa. Ojalá pudiese decirte que tengo esa capacidad de inventiva, que me inventé a alguien como Poli Bob o Cager. Pero no. De hecho, mucha gente me dice que se va de vacaciones a Manhasset a intentar encontrar a algunos de los personajes, y a menudo lo hacen [sonríe]. Y les invitan a copas, y es (de nuevo) como la Disneylandia del borracho, solo que en lugar de encontrar a Goofy… [ríe]. Muchos memoristas de tradición me han dicho que no hacía falta contrastar tanto los hechos, que las memorias son imperfectas por definición, pero yo no pude hacerlo de otro modo. Me enorgullece poder decir: esto pasó así, y aquel dijo esto, y estos hombres existieron. Y los vi de aquel modo.
Un niño admirará a sus mentores, por defectuosos que sean.
Sí. Cuando conoces a alguien en un bar, las dos personas están en la barra al mismo nivel. Estamos aquí por lo mismo. Todo el mundo está en un bar por una razón; a no ser que se les haya pinchado una rueda y hayan entrado a utilizar el teléfono. Pero digamos que lo escribo hoy, y decido utilizar lo que se viene a llamar “la mirada de los 30.000 pies”: quizás el libro sería más fiel a la verdad pero mi tono sería más sentencioso, y el lector se cansaría antes de todos aquellos tíos. Y del narrador.
Rompes el mito poco a poco. Cuando dices cosas como “los hombres del Dickens se caían muy a menudo”. Poco a poco pasan de dipsómanos heroicos a meros borrachos trastabillantes.
Son más oscuros de lo que esperas, sí. El bar mismo es más oscuro. Pero a la vez me salvó la vida. El bar estaba lleno de malos ejemplos, y necesitaba abandonarlo algún día, pero a la vez me salvó; es extraño decirlo así. Esto es algo que solo alguien cuya madre trabajaba en un hospital psiquiátrico podría entender [sonríe]. El bar era dicotómico. Podrías decir cualquier cosa de él, y todas serían verdad. Hay dos líneas [gesticula]: la línea de mi idealización del lugar, que va descendiendo, y luego está la idealización de mi madre, que es una línea recta. Nunca sube ni desciende. Y es el retrato fidedigno. Como digo en el libro, resulta irónico que todas las virtudes que yo asociaba a la masculinidad las ejemplificara mi madre, en realidad. La persistencia, la fiabilidad, la honestidad, la integridad, el coraje…
Supongo que uno de los mayores atributos de aquel bar era que te otorgó un indispensable sentimiento de pertenencia. Sentirte parte de algo, una comunidad o familia o panda.
Sí. Eso es cierto. Pero suceden dos cosas: por un lado estaba toda esa gente que me animaba y que quería lo mejor para mí, y que cuando conseguí mi primer trabajo o cuando accedí a la universidad lanzaron posavasos al aire. Y luego está, como decías, el sitio donde perteneces. En mi día a día veo muchos chavales que no pertenecen a ningún lugar. Los ves en plazas, en mitad de la ciudad, y no sienten que puedan dejar huella en nada. Pero tener un lugar donde, cuando entras, eres bienvenido, es algo distinto a tener gente que te adopta. Y yo tenía ambas cosas. Por otro lado, lo de aprender a estar solo suele costar una vida entera. Aquel sitio fue para mí como las rueditas de aprendizaje de la bici. Es una parte fundamental de la tarea de ser humano. Seguro que conoces a mucha gente que no puede estar sola, y es una situación jodida. Porque este mundo quiere que estés solo, y te hará sentir solo [sonríe]. Así que mejor que estés preparado.
Quizás todos aquellos mentores de nuestra adolescencia eran un desastre en ciernes, pero yo me alegro de haber topado con ellos. Aún hoy creo que escogí bien, que aquellos hombres me dieron algo valioso, un tesoro. ¿Opinas lo mismo?
Muy bien dicho. Pienso mucho en eso. De joven vas a escoger a alguien. Todos los chicos de diecisiete, como dices, escogen una opción. Y mientras escojas a alguien que es bueno contigo vas a salir ganando. Pero muchos chavales escogen a depredadores y explotadores. Hay muchas madres solteras que me preguntan: “¿Crees que tu experiencia es la mejor posible para un niño?”. ¡Claro que no! Lo mejor hubiese sido tener un padre que fuese buen tío, y estuviese en casa, y no mintiese. Pero si no tienes eso, vas a tener que buscar un sustituto. La naturaleza va a darte recursos para que, como niño, rellenes ese vacío. Porque un niño sin padre va a sentir un gran vacío. Lo vemos en los periódicos cada día: un joven que ha rellenado esa carencia con vete a saber qué. Aquellos tíos no eran ideales para mí, pero cualquier hombre adulto con algo más de experiencia que tú (o mucha, a poder ser), y que sea amable contigo, y te preste atención, va a ser mejor que nada. No importa dónde lo encuentres. Que te escuchen cuando hablas, y te tomen en serio, y te otorguen el beneficio de su experiencia, y te traten como un adulto, y crean que eres capaz de asumir una responsabilidad.
Los consejos que aquellos tipos te dieron en el Dickens eran un mapa para ir por el mundo con la cabeza bien alta: no te quejes por tonterías, aprende a caer, no culpes al mundo de tus errores, acepta la culpa, tómate lo malo con humor…
[ríe gozosamente] Sin duda. Aprende a andar a través de las llamas. Aprende a aguantar. Yo escuchaba a mi padre por la radio, y desarrollé una creciente apreciación por el rock’n’roll, pero también por las voces. Siempre aprendí cosas de esas voces. De niño, con la oreja pegada a la radio, yo era como un descifrador de códigos inglés en la IIª Guerra Mundial [sonríe]. Tenía esa máquina Enigma en mi cabeza, y aprendí a descifrar voces. Y sé a ciencia cierta que un joven tiene que aprender a hablar como los demás hombres. No ser condescendiente, no ser un llorica, no terminar las frases en pregunta… Es un arte. Y tienes razón: hay trucos. En mi adolescencia nunca puse en palabras todo lo que había aprendido en aquel bar, y cuando empecé a hacer una lista en mi oficina, de mayor, me quedé paralizado. Por otra parte, muchas veces pienso: ¿Y si en lugar de vivir al lado de aquel bar llego a vivir a 100 pasos del Proyecto Manhattan? ¿O de la mesa redonda del Algonquin? ¿Y si Hemingway llega a ser mi vecino? Mi cerebro era de plástico. Podría haber aprendido cualquier cosa. Idiomas, lo que fuese. Aprendí lo que aprendí, qué le vamos a hacer, pero jamás diría que aquello era la mejor opción posible [carcajada]. Nos apañamos con lo que tenemos a mano. Es así.
Hablas de los insultos que aprendiste, de cómo eran una herramienta multiusos: te hacían sentir adulto, te permitían liberar ira, asustar a tus enemigos, manifestar gozo, hacer reír a la gente…
Me has hecho pensar en un tío que conozco que no dice palabrotas. A ver: no hace falta que vayas a decirle a la reina “esa tiara es bonita de cojones”, pero si nunca puedes soltar tacos… Tío, no sé si puedo fiarme de ti [ríe]. Sé que está feo decirlo, pero soy un tío. Sé que esto se da también en las mujeres, pero hablaré solo desde el punto de vista de mi sexo: si tienes algún tipo de política sobre los tacos, si no te sientes cómodo diciéndolos, si no forman parte de cómo te expresas… Hay algo cuestionable en todo eso.
A no ser que seas el maestro de nuestros hijos. Entonces está bien. Sigue así.
[carcajada] ¡Claro! No quiero que alguien vaya a decirles a mis hijos que se aprendan el PUTO abecedario. Pero si acabas de aplastarte el dedo gordo del pie, y descubres que has perdido el pasaporte, y ni siquiera puedes decir “mierda”, no vamos a ser amigos. Lo siento.
Harry Crews decía que todas esas bromas compartidas e insultos y muletillas eran la forma que “un hombre tenía de recordarles a otros hombres quiénes eran”. O sea: todas aquellas chorradas eran también la forma de explicar una conciencia colectiva. Ese lenguaje procaz explica quién eres, quién es la gente de aquel bar en cuanto a grupo.
Sin duda. Es un lenguaje oral, pero nunca subestimes el poder del lenguaje corporal. Tengo amigos a quien me encanta visitar para ver cómo se mueven. Tienen una cierta elegancia para moverse por la vida: preparar un sándwich, hacer la maleta… Andre Agassi es un buen ejemplo. Es como una danza. Cuando se pone el reloj, cuando escribe en su bloc de notas… Yo estudio la forma en que lo hace. De muy niño nunca tuve la oportunidad de ver a un hombre andar por la calle, o rascarse las pelotas, o desperezarse tras una noche dura. No tenía un ejemplo de hombre adulto en casa. Pero todo eso forma parte del conocimiento. Y esas cosas, en efecto, les recuerdan a los hombres quiénes son. Estar en aquel coche con aquellos cuatro tíos del bar de mi tío (que para mí es un momento clave del libro), escuchándoles hablar de sus cosas por primera vez, fue como haber llegado al fin a mi propio planeta. Me dije: “así que esto es lo que soy…”. Había pasado toda la vida con mi madre, mi abuela, mis primas, y eran muy buena gente, pero desde otro punto de vista (algo limitado, si quieres), no eran del todo mi gente. Aquella era mi gente. Y su modo de hablar me impresionó mucho.
La clase obrera habla así. Guasa mezclada con paridas mezclada con batallitas mezcladas con pensamientos profundos y emotivos y de vuelta a la guasa…
Claro. La gente no suele hacer hincapié en lo que voy a decirte, pero los hombres del mundo entero se tocan los huevos los unos a los otros. En un bar, en un partido, donde sea. Ese criticarse en tono de befa es la forma en que los hombres hablan. Las mujeres no lo hacen. Ese rito no existe. Cuando se unen no empiezan a lanzarse insultos en cachondeo, y no hay un solo sociólogo que yo conozca que haya tratado de explicar este fenómeno [sonríe]. Es así en Barcelona y en Boston: unos cuantos fulanos se juntan donde sea, y lo primero que sueltan –haciendo el payaso- es algún comentario despectivo hacia el otro. Yo pasé mucho tiempo en este planeta hasta que vi que esto era así. No es que esté permitido, es que es obligatorio. Y demuestra afecto.
Existe una especie de telepatía masculina, que nace de adivinar lo que les sucede a tus compinches. Si a tu mejor amigo acaba de abandonarle la novia, ni él va a hablar de ello ni tú vas a preguntar. Hay otras maneras de capear la tragedia y demostrar cariño que no son decirle al tipo “Estás fatal, ¿no?”.
[carcajada] “¿Te ha llamado hoy o no?”. Asimismo, cuando los hombres deciden sortear esa reticencia y hablar, entonces es algo muy poderoso. Mi tío estaba abriendo el bar una mañana y se encontró a uno de los camareros, un chaval de trece o catorce años, durmiendo detrás de la barra. Mi tío le preguntó qué pasaba, y el chaval le enseñó un ojo a la funerala. Había sido el padre. Mi tío agarró al chico, lo llevó a casa en coche, llamó a la puerta, y cuando apareció el padre le dijo: “Hola, me llamo Charles, trabajo con (no soy el jefe de) su hijo, y me dice que le has puesto las manos encima. Así que le he traído a casa, y si vuelvo a verle en estas condiciones voy a venir con tres tíos que me doblan en tamaño, y vamos a repetir contigo esto que has hecho. Durante mucho tiempo”. Dijo todo esto muy poco a poco y enunciando cada palabra. Aquí no hubo telepatía, ni esperó que el hombre se diese por aludido.
Otra cosa de los tíos: siempre estamos “bien”.
[carcajada] William Boyd tiene un libro que te encantaría, Any human heart. En él se encuentra una de las mejores últimas frases que he leído jamás: “No hubo obituarios”. Porque el protagonista nunca se quejaba. Nadie accede jamás al corazón de un hombre, a sus penas y sufrimientos. Todos estamos “bien”.
Creo que la clave para averiguar de veras cómo está el otro reside en la pronunciación de ese “bien”.
Recuerdo cuando cubrí las secuelas del 11-S para mi periódico. Meses después de los ataques. Y estaba en un restaurante cenando, y en la zona del bar había un bombero sentado con una mujer, y mientras iba hablando las lágrimas le resbalaban por las mejillas [pausa]. Nada de esa imagen tiene sentido. ¿Un hombre adulto llorando en un bar? Ni siquiera era de madrugada, debían ser las ocho de la noche o así. ¿Un bombero? Es una muestra de lo extraordinaria que era la vida en NY en aquel periodo. Todas las normas se habían cancelado. Era el mundo al revés.
Yo nunca he visto a ninguno de mis amigos llorar. Estoy seguro que todos lo hacen, al igual que hago yo; solo que nunca en público.
Claro, claro. A Andre Agassi le encanta contar que me preguntó cuándo había llorado yo por última vez, y yo le dije: “1987” [ríe].
Tu vida tuvo otro gran protagonista: el alcohol. Por supuesto, el alpiste puede ser una cosa maravillosa o terrible, depende de cómo lo utilice uno. Tú ya no bebes. ¿Cómo lo ves desde tu perspectiva presente?
El alcohol tiene muchos usos. Me encanta aún ir a bares y ver como bebe la gente, a Andre Agassi le encanta beber, y a mí me chifla observarle mientras se toma un Martini. Me relaja todo el proceso. Al tío se le derrite la piel de puro placer. Pero a la mañana siguiente, tras unos cuantos de esos, llamo a Andre y suena hecho mierda, mientras que yo estoy fresco como una rosa. Mira: me encanta la idea del alcohol, la cultura de los bares, y escribí mi último libro en una habitación que daba a una viña, y donde había una fábrica de vino. Me dije: “¿No sería magnífico poder vivir aquí, bebiendo vino bajo un árbol cada día?”. Pero eso es solo mi bagaje romántico. Por desgracia, me conozco muy bien, y sé que jamás me he podido desprender de la perspectiva juvenil del Todo o Nada. Es lamentable, pero no puedo hacer nada a medias. Me encantaría poder tomar un poco de vino de vez en cuando, pero sé bien que esa posibilidad me está negada. Jamás podré hacerlo. Mi relación con la bebida es muy rara: empecé muy temprano, lo dejé sin problemas (dejar de fumar fue mucho más problemático), nunca acudí a reuniones de AA… De hecho sí que fui alguna vez, pero solo para documentarme para un libro, y lo que vi allí no se me antojó una forma muy divertida de vivir. Recuerdo que uno de aquellos tíos dijo que era un borracho de pérdida de conocimiento. Que cada mañana se levantaba e iba a la cocina buscando manchas y pisadas de sangre, y cuando veía allí a su mujer haciendo café se decía: “gracias a Dios que no la maté ayer”.
¡Jesús!
Sí. La gente tiene relaciones distintas con el alcohol. Muchos ex-alcohólicos que conocen mi historia vienen a ofrecerme sus chapas de sobriedad, pero –aunque soy muy amable con todos ellos- esa no es mi experiencia. Yo nunca lo viví así. Dejar de beber no fue nada traumático. Yo quería ser un escritor, más que un borracho. Y me encantaba escribir por la mañana. Sin sentirme suicida. Entre emborracharme o leer un libro, prefiero leer un libro. Aprenderé más, y a la mañana siguiente me sentiré una persona mejor. Es muy simple. Pero no me engaño: sé que me estoy perdiendo muchos placeres. Cuando he estado con Andre en Las Vegas, él siempre toma su Martini, y yo café. Le encanta el ritual. Todo es un ritual para Andre.
Andre Agassi parece obsesivo hasta la locura, ¿no?
Sí y no. Con algunas cosas es muy puntilloso. Le encanta hablar de determinados filetes, de la forma en que los marinas y luego cocinas lentamente, y con qué vino van… Y eso está muy bien. Yo le escucharé con mi taza de Starbucks, y llegaremos al mismo sitio por senderos distintos.
No querría ser frívolo, pero el padre de Agassi era un cabrón, y obtuvo resultados. El tuyo se largó, y has terminado siendo un escritor de éxito. Si uno examina a los padres inmundos en la historia de las artes (los Jackson Five, el padre ausente de Lennon, etc) parece que su presencia o ausencia siempre produce hijos geniales. O psicópatas, claro.
Hay otra modalidad que deberías añadir a tu lista: grandes escritores con padres arruinados: Twain, Melville, Fitzgerald, Hemingway, Dickens… Y yo. A mí me tocó la gorda: mi padre lo perdió todo, y encima era un cabrón, y encima se largó. ¡Triple! Lo que sucede en estos casos –al menos con hijos varones- es que quieres demostrarte algo. Si a esa edad vulnerable no tienes una figura sólida en la que apoyarte se va a crear ese vacío del que hablábamos. Pero ese vacío es a menudo el germen de un artista.
Y ni siquiera hace falta que sea un completo bastardo. Puede tratarse de un padre que no demuestra afecto. O que no te quiere, aunque no te zurre. Y eso crea lo que tu llamas “rabia heredada”. Agassi la tenía. Tú también.
Es una rabia muy difícil de entender. Documentándome para mi nuevo libro he hablado con chicos en situaciones desesperadas, en Missouri, niños sin padres ni madres, y los trabajadores sociales que se ocupan de ellos utilizan el término “pérdida ambigua”. Es una pérdida que no se puede cuantificar ni especificar ni describir. Es una frase muy poética y obsesionante. Lo de Agassi es distinto, porque ahora se lleva de perlas con su padre. Es increíble.
Imagino que se ablandaría con la edad, de otro modo no lo entiendo. En Open se pinta al padre de Agassi como un auténtico gilipollas.
En todas las explicaciones de Agassi se veía que intentaba decir la verdad. Y la verdad es que nunca vio a su padre como a un monstruo. Quería el afecto de su padre. En cierto modo creo que si su padre llega a ser un monstruo de veras, a un nivel como el del padre de Michael Jackson, Agassi habría sido incluso mejor tenista. Y peor persona. Pero tienes razón: es un fenómeno común, el de los padres cabrones y los hijos con talento. Hace poco escribí una historia sobre el beisbolista Alex Rodriguez, que es una leyenda, y que está obviamente dañado por la ausencia de su padre. Me pregunto si puede ser así de simple. ¿El tío está así de motivado y lanza 700 home runs solo porque su padre era un mierda que le abandonó? El propio Rodriguez me contó que nunca conoció a su padre, así que su mujer propuso encontrarle. Cuando lo logró, e iban a reencontrarse padre e hijo, surgieron imprevistos (paparazzis y cosas así) y el padre tuvo que volar directamente al partido que Rodriguez estaba jugando en Minnesota con los Yankees. Rodriguez le regaló al hombre asientos de primera fila en los tres partidos de Minnesota. Y Rodriguez se volvió loco. Conseguía un home run con cada bateada. Llegó a tal punto que en Minnesota creyeron que tenía algún tipo de problema con ellos, que iba a machacarles porque les tenía ojeriza. Y era porque el padre estaba allí, trajeado, en primera fila. Ese deseo de amor y seguridad y aprobación solo puede originarlo un padre. Es una cosa muy básica, sí, pero para mí muy difícil de escribir.
Agassi recuerda hasta los detalles más infinitesimales. Imágenes que se quedan grabadas en tu memoria para siempre: Andre y Philly planchando los billetes de dólar. Su padre arrancándose los pelos de la nariz de un pellizco. Debe tener una memoria prodigiosa.
Es prodigiosa, sí, no fotográfica. Esa es otra modalidad. Lo fascinante es que los detalles que sugieres aparecieron muy tarde en el proceso. Porque si te sentabas allí con él y le pedías que te listara sus 10 mejores partidos, Agassi se bloqueaba. Su mente no funciona así, le era imposible recordar eso. Era una agonía, no se le ocurría nada. Si le preguntabas sobre el matrimonio con Brooke Shields, lo mismo. No se acordaba de nada, un desastre. Entonces me enfrenté a ello desde otro ángulo. Entrevisté primero a otra gente, Brooke Shields incluida, tracé un borrador, y entonces empecé a preguntarle cosas concretas. Cogíamos un suceso de su vida, y le preguntaba sobre olores, sobre el tiempo, el paisaje… Del Open francés recordaba vivamente el olor a puros en el ambiente. De golpe, cuando no tenía que preocuparse de estructura ni jerarquía, le venía todo de nuevo. Se quedaba clavado en el recuerdo, y era asombroso. Para mí fue una lección. Nuestro cerebro almacena los recuerdos en carpetas, y primero tenemos que acceder a las carpetas. Si no encuentras el nombre de la carpeta, si solo te haces preguntas generales o vagas, nunca accederás a los detalles. Agassi no encontró esos detalles hasta que tuvimos el libro trazado. Había días en que acabábamos empapados en sudor. Yo agarraba una escena, y le preguntaba absolutamente todo tipo de pormenores sobre ella. Le decía: voy a leerte un poco de esto, y dime si falta algo aquí. Agassi me decía: “Ah, vale, creía que ese trozo no era importante. Mira, lo que sucedió fue que…”. Y me lo contaba todo. Y te voy a contar algo a ti en exclusiva que no le he confesado a nadie: estábamos a pocos días de terminar el libro, y yo estaba muy contento. ¡Lo habíamos conseguido! De repente Agassi me dijo: “¿Cuándo vas a preguntarme sobre tenis?” [ríe]. Me quedé de piedra. “Sí, que cuando vamos a hablar de los detalles del tenis y todo eso”. ¿Cómo? Entonces escogió un partido, y empezó a describírmelo con inmenso detalle. Oh, no. Detalles fascinantes. ¿Me entiendes? Yo ya daba por terminado el libro. ¿De dónde salía todo aquello? “Nunca me lo preguntaste”, me dijo. ¿Cómo iba a preguntarte lo de que Becker apuntaba con la lengua hacia el lado opuesto del que iba a lanzar el saque? ¿Cómo iba a imaginar algo así? Pero Agassi necesita que les preguntes los detalles. Y entonces los detalles brotan a chorro.
Open está lleno de imágenes y metáforas estupendas. Asumo que esas imágenes sí son obra tuya. No está muy claro donde terminaba el trabajo de Agassi y empezaba el tuyo.
Depende. Algunas imágenes son suyas. Mucha gente, lectores y amigos míos, han tratado de averiguar cuáles de esas comparaciones son mías y cuáles suyas, y siempre se equivocan. Lo que sucede es que Agassi y yo terminamos siendo hermanos. Lo mejor que saqué de ese libro fue a Andre. Tenemos una relación muy estrecha, y el trabajo fue colaborativo. Al final es difícil etiquetar las frases, porque algunas son mías, otras de Steffi [Graf], otras de Agassi, pero la línea divisoria entre ellas es bastante difusa. Era una conversación, y no recuerdas cada intervención de una charla. Quién dice qué.
Agassi cae bien. Me pregunto si es porque era un tipo majo y humilde, o porque (de nuevo) tú te llevaste bien con él y decidiste pintarle positivamente. Quiero decir: ¿podrías haber hecho lo mismo con Jimmy Connors, o Sampras?
Connors seguro que no, porque es un famoso cabrón. Entiendo lo que dices, pero tu visión no es la universal. A mucha gente no le caía ni cae bien Agassi, incluso tras leer el libro. En los comentarios de Amazon, o Goodreads, mucha gente afirma que era orgulloso, egocéntrico, un notas, que se divorció… Para mucha gente hay un montón de factores negativos en la historia de Agassi. Para que él te caiga bien tienes que ser el tipo de persona que sabe perdonar, que no juzga a los demás duramente.
Hombre, de joven debió ser bastante chulín. Y algo bocas. Pero eso no es una ofensa capital.
¿Te acuerdas de aquel tío que le llamaba “garrulo” [“punk” en el original] en el libro? Pues le telefoneé. Porque a Agassi se le quedó clavado para siempre, y le jodía mucho cada vez que alguien se lo decía. Y aquel tipo me contó mil historias de Agassi, lo maravilloso que era, cómo esperaba que no estuviese ofendido por aquello… Yo le dije que de hecho seguía bastante ofendido, y que aún se acordaba del asunto. El fulano aquel se lo pensó un rato y, después de algunas alabanzas más, soltó: “¿Sabes qué? Que sí que era un garrulo”. [carcajada]. Así que me alegro de que te cayera bien, pero tampoco es una cosa tan común. Hay muchas cosas negativas en el libro, y cada uno toma una posición sobre ellas.
En la vida de Agassi suceden un par o tres de cosas que son casi imposibles de creer. Como lo de “Gracias, Margaret” que suelta siempre el padre de Agassi mirando al cielo, por una señora que le salvó la vida de niño.
Eso es increíble. Una gran imagen. Al principio de nuestro trabajo me había proporcionado otra historia así, y yo le dije: “Dame 30 más como esa y tenemos un librazo”. Imagina lo que ese número le hizo, a él, un deportista de competición. Se obsesionó con la cifra. Según iban pasando los años de su vida, Agassi seguía contando: “¿Por qué historia vamos ya?”. La de “Gracias Margaret” es una historia genial, a mí me encanta. Otra favorita es la de Brooke Shields y la foto que tenía colgada en la nevera para recordar qué eran unas piernas perfectas. Y las piernas eran las de Steffi Graf. Alucinante. No puedes inventar algo así.
De Open me pirra que sea un libro sobre un tenista, Andre Agassi, no sobre tenis. O sea, sobre un ser humano que resulta que juega muy bien a un deporte.
Creo que es un libro que habla de perfeccionismo, y de la búsqueda del amor y la felicidad. Es muy difícil hallar a alguien que sea feliz de verdad. Pero Andre es feliz. Pasó por mucha infelicidad a lo largo de su vida, pero lo ha conseguido. Se las arregló para terminar siendo feliz. Pasar de torturado a feliz es un viaje que no todo el mundo puede realizar. Y es algo que todo el mundo quiere. Si le preguntas a cualquier persona qué es lo que quiere sacar de esta vida, sea cual sea la respuesta lo que en realidad te está diciendo es: “Quiero ser feliz”. Y Open es una búsqueda de felicidad. Y de paz. Hay un momento del libro en que Agassi dice: “la única perfección es ayudar a los demás”. Creo que él halló esa verdad, y la hizo suya, y la vivió desde entonces. Todos los eventos que organizó en Las Vegas para recaudar dinero para la escuela que fundó fueron increíbles. La atmosfera era bonita: mucha gente donando dinero para mantener la escuela con vida. El discurso que daba cada año era conmovedor. Así que creo que tienes razón: no importa si Agassi es pianista o carpintero. Si escribes sinceramente sobre la búsqueda de la felicidad de alguien, la gente no podrá dejar de leer.
Kiko Amat
(Esta entrevista se publicó en la versión papel de Jot Down de noviembre. O diciembre. Imposible recordarlo)
Gary Shteyngart, autor de las novelas Absurdistán (2006) y Una súper triste historia de amor verdadero (2010), entrega unas memorias autocrucificatorias, Pequeño fracaso, repletas de tristeza, cólera y humor.
Si ser honesto es arriesgarte a caerle inmundo a un montón de gente, entonces el escritor judío-ruso-neoyorquino Gary Shteyngart es el pájaro más sincero de la Tierra. En sus memorias Pequeño fracaso (Libros del Asteroide, 2015) resulta casi imposible no detestarle una pizca: “colérico, manipulador, embebido en el monstruoso narcisismo del niño falto de aprecio, incapaz de desprenderse del dinero”. No suena como mi próxima canguro, precisamente. Pero eh: ¡contexto! Heredero de una cultura totalitaria más bien piojosa e hijo de padres inmigrantes distantes y severos, receptor de un cuerpo fallido y un flagelante autoasco, matoneado/matoneador en el colegio, dueño de un estridente acento ruso en plena época de Amanecer rojo (1984) y unos rasgos faciales que parecen una caricatura antisemita del Der Stürmer… Demos gracias que no creciese para convertirse en tirano genocida. Gary Shteyngart transformó mucha de aquella rabia en humor. Pero no toda, amigos. No toda.
Hablas del humor en tu infancia como si se tratase de un asunto de pura autodefensa. ¿Funcionó?
Pues sí. El humor es una buena arma durante la adolescencia. Otra buena arma sería convertirte en un gran científico o matemático, aunque eso solo va a serte reembolsado treinta años más tarde. Con suerte. Pero el humor puede salvarte cuando eres muy joven, especialmente si te hallas en el tipo de ambiente donde los demás chicos pueden sentirse identificados con él. Para mí fue algo crucial, porque simultáneamente representó el comienzo de mi vida como angloparlante fluido. Hasta entonces solo había hablado en ruso. Cuando fui capaz de desarrollar bromas en inglés me di cuenta de que estaba más cerca del lenguaje adoptivo.
Al empezar a hablar un nuevo idioma uno es incapaz de bromear. Creo que eso dice algo sobre el sentido del humor. Algo elevado.
En Italia, donde también viví durante un breve periodo, no me dio tiempo a aprender el idioma, pero sí me di cuenta de que se trataba de mover mucho las manos y mirar al cielo [gesticula] “Oh, Madonna!”. Así que en muchos casos ni siquiera se trata de bromas orales. Es casi performance art, tienes que actuar de un modo que sea reconocible para tu nuevo entorno. En algunos lugares eso funciona mejor que en otros. En Inglaterra el humor es más sofisticado, tiene un componente de humor y sátira que lo hace más difícil de dominar. El humor americano es mucho más simple. Es mucho más físico.
Como demuestra la escena de las alubias en Sillas de montar calientes.
Exacto. Pedos constantes. Eso se considera la mar de divertido en Estados Unidos.
¿Es tu estilo de humor una cosa tuya por excelencia, o crees que te viene por línea directa del bagaje judío-ruso?
Ambas cosas. En Rusia la mayoría de cómicos eran judíos. Las dos cosas más importantes que me legaron mis padres fueron el amor a los libros y el hecho de que ambos bromeaban continuamente. Lo hacen incluso hoy. Su humor es políticamente incorrecto, y siguen siendo gente muy divertida. Crecer junto a ellos fue complicado en muchos sentidos, pero no en aquel. Ese sentido del humor heredado me fue de gran ayuda, y de hecho contribuyó a moldear el tipo de trabajo que terminaría realizando.
Su humor, en un porcentaje nada desdeñable y si juzgamos en base a tu libro, parece basado sobre todo en la humillación y el insulto.
En mis libros yo también ataco a determinados objetivos, como la industria del petróleo, y el sector tecnológico, y la política exterior rusa, y la política exterior americana. El humor no tiene por qué ser gentil. Dicho esto, nunca llamaría a mi hijo de la forma en que llamo a esas industrias, porque eso en Estados Unidos ya se considera abuso infantil y podría terminar en la cárcel [sonríe]. Pero en Rusia esa forma de hablarle a tu hijo forma parte de su educación. Constantemente le recuerdas al niño que no está dando el resultado esperado. Es tradición.
Quizás también se trate de humillaciones por amor. Tough love, que suele decirse.
Existe mucha ansiedad. El amor y la ansiedad siempre van mezclados. Te pasas la vida preocupado por si a tu hijo le pasará esto o aquello, así que decides protegerle. Según lo veo, ese trato tan duro tiene una cierta similitud con una vacuna. “El mundo va a insultarte, hijo, así que aquí tienes una pequeña dosis de esa medicina”. Se trata de una actitud muy propia de los judíos en la Unión Soviética: un lugar donde a los judíos les había ido bien económicamente pero donde toparon con antisemitismo gubernamental. El problema reside en que mi familia se mudó a los Estados Unidos, un país mucho más blando donde ya no necesitabas educar a tus hijos de ese modo. No hacía falta tratar a la gente así de mal [ríe], porque la sociedad es más benévola. Mis padres nunca efectuaron ese cambio de actitud. La mayoría de inmigrantes nunca lo hace.
Humillarte a ti mismo te vuelve invulnerable. Esa es mi experiencia.
Sin duda. Es un mecanismo de protección infalible. Cuando mi primer libro salió a la calle leí todas las críticas buenas, pero prefería concentrarme en las malas. Porque era lo que me resultaba familiar. El insulto. Me llevó un tiempo abandonar esa costumbre.
“El pasado es muy fuerte”, afirmas. ¿Miras hacia ese pasado con alivio, nostalgia, rabia?
Al escribir Pequeño fracaso mucha de la ira que sentía contra mis padres se transformó en tristeza, porque me di cuenta (viajando a San Petersburgo, por ejemplo) de las vidas de mierda que habían llevado. Así que esa rabia se ha esfumado, pero también lo ha hecho la nostalgia. A la gente le encanta esa idea de que “las cosas eran mejor antes” [mueca de estupidez] en esos “años dorados”, pero creo que las cosas siempre son más o menos igual. El mito americano es que uno cambia drásticamente, pero creo que no es así. Eres quien eres, y una parte considerable de quien eres está basado en la genética, y otra parte es puramente ambiental, y así vas tirando. Y al final te mueres.
He cambiado muchas veces de parecer sobre eso. Durante años creía que no cambiabas, luego pensé que tal vez era posible, y ahora vuelvo a estar de acuerdo contigo. Creo que la redención total no es posible. Lo único que puedes hacer es ser mejor persona y tratar de no cometer los mismos errores de siempre.
Sí. También puedes cambiar tu ambiente de forma radical, y largarte a vivir al Tíbet, en un monasterio. Pero me temo que el contenedor seguirá siendo el mismo. Lo que puedes intentar es ser algo más majo, como bien dices. Un amigo mío, que era un borracho medio loco y trataba a la gente de forma bastante horrible, un día dejó de beber. Y empezó a tratar a la gente de un modo decente. Pero yo, que le conozco, sé que allí debajo palpita el mismo tipo de misántropo. Simplemente, ahora, cuando siente esos impulsos, sabe que tiene que traducirlos en algo parecido a la bondad.
Existe una cadena de abuso imparable. Tus padres te trataban duramente, y tú terminaste tratando a patadas a algunos de tus amigos, como el John del libro.
Claro. Dime un caso en que eso no suceda. Mira a Putin: es el capullo más grande del mundo. Un fulano pequeñito y débil como él, criado en el lado más violento de Leningrado… Hay un porcentaje elevado de probabilidades de que termines convertido en el tipo de capullo que es Putin. Yo no era lo suficientemente duro como para convertirme en matón [ríe] así que la cadena de abuso fue amainando. Mi única arma fue el humor, como decíamos, así que lo fui trabajando hasta que se convirtió en lo que se convirtió.
Por frívolo que suene, la historia nos demuestra que muchos padres cabrones o severos acaban criando hijos con inclinaciones artísticas geniales.
Y eso sucede porque el niño cree que debe estar en un estado de constante auto superación. No solo para demostrarles algo a los padres, sino para demostrarle algo al mundo. En el mundo de las finanzas también sucede; en Google o en donde sea topas con esa motivación interminable. Ese tipo de padres producen hijos que van a hacer cosas grandes pero que nunca son felices. Si yo mismo tuviese que escoger entre ser Dostoievski o un planificador urbanístico americano en alguna ciudad de mierda, pero con la mente en paz, escogería lo segundo. Porque la vida es muy corta y uno solo quiere vivir decentemente. Si al morir nadie me lee, qué más da.
Solo importa no ser un alma torturada. Y encontrar a alguien que te quiera de verdad por lo que eres.
80 años de paz. Eso es lo que deseas.
En tus memorias hablas de releer tus primeros trabajos de ficción y quedarte estupefacto por la cantidad de verdad que contenían.
Sí. Lo que sucede es que en los Estados Unidos, si decides escribir unas memorias tienes que pasar por un proceso extenuante de comprobación de datos y fechas. Aquí en Europa escribes unas memorias y la gente te pregunta qué partes son verdad. En Estados Unidos todo tiene que ser verdad. Teóricamente. Y si resulta que algo no es verdad estás metido en un buen lío. James Frey fue humillado públicamente en el programa de Oprah Winfrey, en la televisión nacional, por haber escrito unas “memorias”, En mil pedazos, que contenían partes de ficción. Al público, en cualquier caso, le chiflan esos tipos de memorias con redención. Mi libro, por otro lado, no contempla la redención, pero sí intenta ser fiel a la verdad en la medida de lo posible. ¿Puedo haber recordado algo distinto a cómo sucedió? Sin duda. Pero como mínimo uno aspira a un 90% de verdad, mientras que una novela podría ser solo un 50%. O nada, por supuesto.
¿No temes quedarte maniatado en toda esa comprobación de datos? Si yo fuese como Richard Price y terminara con una mesa llena de post-its como la suya, estoy seguro que acabaría mandándolo todo al carajo.
El libro que estoy escribiendo ahora habla de fondos de cobertura, y es cierto que uno termina tomando un montón de notas y apuntando datos. Veo cómo me estoy deslizando hacia un modo de trabajar casi periodístico. Me preocupa si las cosas son ciertas o no. En Estados Unidos, como decíamos, existe una barrera entre ficción y no-ficción que es mucho más permeable y difusa.
¿Nunca temes que lo escrito resulte ofensivo a tu familia o amigos? Defines lo que hacías en aquellas novelas como “señalar una verdad, y luego salir corriendo en dirección opuesta”.
Czeslaw Milosz decía: “Cuando nace un escritor en una familia, se acabó la familia”. Pero si un escritor no hace eso, entonces no está entregando la faena. Lo primero que uno tiene que preguntarse es: “¿Por qué escribir unas memorias?”. Si no vas a contar toda la verdad, y no vas a intentar ser tan honesto como te sea posible, sobre el pasado o lo que sea, ¡escribe una novela! Y haz que tus personajes sean maorís en lugar de rusos, por ejemplo. Eso es lo que hace mucha gente: ambientar la acción en otro planeta. Uno de mis estudiantes en Columbia está escribiendo sobre dragones gay. Para hablar de su vida. Pues perfecto. Pero a mí me gusta esta forma narrativa, las memorias. Incluso cuando adopta el estilo de Habla, memoria de Nabokov. En Estados Unidos es una disciplina muy potente: The liar’s club de Mary Karr, Las cenizas de Ángela de Frank McCourt… Son libros muy potentes que solo habían sido escritos de un modo. Así que yo sentí la necesidad de escribir unas memorias escritas de un modo distinto.
Los padres siempre piensan que hablas de ellos, aunque hayas escrito sobre dragones gay.
No lo tengo tan claro. En Absurdistán, el protagonista, que pesaba 180 kilos, estaba construido a partir de un tipo que conocí en el instituto. Cuando me lo encontré me dijo: “me encantó el protagonista de Absurdistán. ¡Menudo capullo!”. Una gran parte de la vida es autoengaño, y mucha gente opta por verse de un modo distinto a cómo es en realidad. ¡Mucha gente cree que es maravillosa!
La vida es suficientemente asquerosa para no engañarte un poco a ti mismo. Nadie puede soportar eso sin cosmética.
Sin autoconocimiento no puedes escribir ningún tipo de literatura, porque la literatura es la diferencia entre realidad y auto percepción. Mira, el ascensor de este hotel tiene una disposición de los espejos bastante extraña, así que de repente he sido capaz de ver la terrible realidad de la calva en mi coronilla. Nunca antes la había contemplado así. Lo primero que pensé ayer fue: “mierda, vaya pedazo de calva”. Pero hoy ya me había acostumbrado a ella: “vaya, así que eso es lo que la gente ve de mí desde atrás…”. He aprendido algo nuevo sobre mí. Y ese es el proceso, me temo, para acabar estando en paz con uno mismo.
Dejando de lado la novedad de tu alopecia, das la impresión de ser harto autoconsciente en general.
Quizás el viaje del escritor consiste en conocer la realidad de quién es uno mismo. Por otro lado no creo que F. Scott Fizgerald, que era un gran escritor, llegase a comprender jamás quién era en realidad. Hemingway tampoco. Tenían el personaje público por un lado, pero en el interior moraba una criatura marchita.
Tuvo que ser agotador, lo de correr delante de los toros todo el día.
Tal vez la nueva idea de las memorias americanas sea que los autores hemos abandonado lo de correr delante de toros para demostrar algo [ríe].
Aunque nos pintemos de forma desastrosa, muchos autores en primera persona todavía cortejamos la simpatía del lector. Queremos ser una catástrofe, pero maja. No es tu caso.
Para mí es importante la parte en que yo me convierto en el abusón de otro chico. Esa rabia siempre había estado dentro de mí. Creo que la narrativa de “sublimó todo aquello en humor y terminó saliendo victorioso” no es verosímil. Mucha de la rabia permanece, como sabemos. Esto es así con la mayoría de cómicos. Mira a Louis CK: salta a la vista de que está hirviendo por dentro. Lo que hace que su show sea brillante es que puede transformar esa ira y hacerla útil. La broma que culminaba las últimas series (“la escena de date rape”) era arriesgada, y mucha gente se ofendió, pero si no examinas cuáles son tus barreras, si no estás luchando por ver esa calva oculta en tu coronilla, lo que haces no es arte. Es otra cosa: propaganda, o auto promoción.
Es una autocrucifixión que practicas para el resto de la humanidad. Hay algo noble en eso, no jodamos.
Pues claro que sí. Es noble. Si el cristianismo ha optado por ese símbolo es porque se traduce y resuena así de bien con toda la humanidad. Hablamos de alguien que se desnudó delante del mundo entero. Por eso ves iconografía cristiana en iglesias coreanas. El sistema del martirio funciona espléndidamente allá donde lo lleves.
Me gusta que hayas confesado también lo de haber sido un bully. Los ex-nerds sabemos que cuando alguien caía un peldaño por debajo de nosotros en la jerarquía no mostrábamos la menor piedad.
Así es. En el mundo literario no te topas con mucha gente estable y equilibrada. Porque la gente equilibrada no necesita escribir. Ya tienen buenos matrimonios, y buenos planes de pensiones.
Nelson Algren decía que un escritor debía estar alienado, lleno de violencia. Que la literatura nacía del conflicto y la rabia.
Cuando enseño narrativa, el conflicto es la base de todo. Si temes al conflicto o eres incapaz de plasmarlo, vas a tener que encontrar otro empleo. Porque la literatura no es para ti.
A lo mejor está escrito muy lindamente, pero va a ser blando.
Y académico. O intelectual. Pero lo de escribir debería ser visceral y emocional, creo yo.
El psicoanálisis, que aparece de forma recurrente en tu libro, me intriga cosa mala. Yo asumía (en mi ignorancia) que alguien con tan elevado grado de autoconocimiento como tú ya no lo necesitaría.
Es útil, pero necesitas ser híper-articulado. Si no eres articulado no va a funcionar. La gente muy verbal sí le extrae un beneficio. Pero ese es un porcentaje cada vez más bajo de la población; la gente cada vez lee menos, y por consiguiente tiende menos a la introspección, porque se pasan todo el rato con esto [trastea con su Iphone]. Si seguimos con esa tónica imagino que el psicoanálisis terminará muriendo, porque los humanos necesitarán soluciones mucho más rápidas, como píldoras para la ansiedad y todo eso. El psicoanálisis para mí es como la literatura; una industria en vías de desaparición, por desgracia. Pero son complementarias del todo. En lo que a mí respecta ya he terminado con el tratamiento, porque he sacado de él todo lo que era posible, pero me fue de gran ayuda y jamás habría publicado mis primeros libros si no hubiese ido al analista. Habría tenido demasiado miedo de enviarlos a una editorial, por ejemplo.
Cuéntame cómo ayuda el psicoanálisis. En concreto. Estoy tomando nota con fines prácticos.
Lo que hace el psicoanálisis es agotar la obsesión con uno mismo, y desarrollar empatía por gente completamente distinta. Una de las mejores funciones de la literatura se basa en lo mismo. Ya veremos como me va en el futuro, pero de momento el psicoanálisis me permitió hallar algunas razones de mi ansiedad, y clasificarlas, y almacenarlas o usarlas, en lugar de que esa ansiedad fuese un oso que te salta encima y te arranca la cara a dentelladas. Porque en una gran mayoría de casos el autoanálisis es engaño, como sugeríamos antes. Y es muy difícil sobreponerse a uno mismo; casi imposible. Pero el deseo de conseguirlo, y la brecha que existe entre intentarlo y conseguirlo, es lo que hace que todo esto sea tan triste y tan divertido a la vez.
¿No temiste que el psicoanálisis te arrancara una neurosis que es indispensable para escribir (o vivir), como a aquel personaje de Un paseo por el lado salvaje?
No, porque la habilidad para hacer referencia a eso nunca desaparece. Cuando escribo sobre mis nueve años estoy reviviendo aquel tiempo, y del mismo modo la capacidad para reimaginar la pena o la ansiedad no se van. Solo pierdes la manera en que reaccionas a esa pena, como por ejemplo empezar a beber a las 11 de la mañana y tomar tranquilizantes para caballos. Eso es lo que el psicoanálisis elimina, y por tanto te aporta una forma de producir un trabajo más convincente. En todo caso, uno de los grandes mandatos del psicoanálisis es “uno no debería sufrir más de lo que ha sido programado en él”.
¡Pero sufrir es inevitable!
El sufrimiento mental y el físico están mucho más interrelacionados de lo que pensábamos años atrás. Si uno sufre un tremendo dolor de muelas no piensa “no tomaré calmantes porque para escribir necesito sentir todo ese dolor”. Creo que recordamos muy bien el dolor intenso de la última vez. Y eso es aplicable a otros aspectos de nuestra vida, también la esfera mental. No hace falta sufrirlos eternamente. Se trata de eso.
Yo tengo un mapa que llamo “Mapa de cringe”, y que concentra todos los puntos geográficos donde he hecho cosas que me avergüenzan. ¿Cuando tú observas algunas de las cosas embarazosas que has realizado, cuál es tu reacción?
Mientras escribía algunas de esas cosas tenía la fantasía recurrente de que me sucedería como en Regreso al futuro: que sería capaz de volver allí y ocuparme de aquello y darle un fuerte abrazo a aquella versión joven de mí mismo, y decirle “no te preocupes por todo esto, porque al final termina”. Esto es obviamente una fantasía, pero creo que es bastante común. Yo nunca comprendí quién era en el tiempo en que estaba viviendo. En la escuela hebrea no entendía en absoluto qué se esperaba de mí. Cuando llegué al instituto vi que todo el mundo era marxista, así que pensé que podía volver a mi Yo de seis años de Leningrado, y recanalizar mi amor por Lenin, y así encajar. Pero todo era muy cambiante. Llegué a los Estados Unidos en una época en que ser ruso era lo peor que uno podía ser. Algo más tarde, en la universidad, un blanco heterosexual nacido en los Estados Unidos era de golpe lo peor que se podía ser; así que me reinventé como ruso inmigrante. Pero siempre me costó entender las dinámicas sociales que imperaban en cada momento. Cuando te conviertes en escritor acabas siendo un conocedor de situaciones sociales. Es raro que te sientas fuera de lugar, porque sabes lo que se espera de ti. Y eso es triste, la verdad. Eso es lo que hecho de menos, y que sí me quitó el psicoanálisis: el sentirme desplazado. Así que tal vez debería ir a un partido de rugby, donde no entendiese una sola cosa, para volver a sentirme fuera de lugar.
Quizás deberías intentar ser el más serio de una situación llena de gente divertida; así volverías a sentirte desplazado.
Lo jodido es que en Nueva York siempre estás en habitaciones con gente divertida, con lo cual pasaría toda mi vida así. Y además es un entorno muy competitivo. Yo ahora paso la mitad del año en una casa de las afueras, y hago todas esas cosas típicamente americanas: ir al mall, comprar paquetes gigantes de servilletas, hablar con cajeras que tienen un acento estridente… Y allí vuelvo a sentirme como un pez fuera del agua. Vuelvo a pensar qué carajo hago allí. Y ¿sabes qué? Que me gusta. Y además es muy útil para escribir.
Kiko Amat
(Esta amena charla se realizó para el suplemento Cultura/S de La Vanguardia, y apareció publicada este pasado 21 de noviembre. Esa versión era más corta, claro. Este es el corte del director, que aquí les presento en exclusiva)