El autor inglés de ascendencia pakistaní vuelve con nueva novela, La última palabra (Anagrama), tras haber retratado (y emocionado) a una generación entera con El buda de los suburbios, mezclado acid house con fundamentalismo islámico en El álbum negro y haber puesto su alma en cueros en Intimidad. ¿A dónde se dirige uno tras todo eso?
Hanif Kureishi se ha hecho algo mayor, pero la edad le sienta bien. Parece un caballero venerable, con ese gabán y americana y canas, y no hay trazas en su atuendo de aquel mozuelo pakistaní-inglés con camisas holgadas y melena acid que parecía sacado de un video de Happy Mondays. Estamos ambos a una hora asaz temprana en el Condes de Barcelona, y su inicial actitud -algo hosca- se va a ir diluyendo según avance nuestra hora de amena charla y el capuccino surta efecto. Kureishi habla en un acento desclasado que, sin embargo, se escora hacia la clase media (desde luego sin traza alguna del habla de sus ancestros), y está en la Ciudad Condal presentando La última palabra. Sobre la cual (debo avisarles) no voy a preguntarle una sola cosa; no es ese mi cometido. Pero sí hablaremos de coraje, de ir todo el día en pijama, de Billy Idol y Karl Ove Knausgard, de Nik Cohn, de acid house, de la fatua y de no ser ya un fiestero. Oh, y de qué hacen un CBE y un OBE cuando se encuentran en una recepción.
Antes que nada me gustaría saber qué clase de relación tenías con tus padres, y también el tipo de niño que eras: extrovertido, solitario, imaginativo, travieso…
Estaba muy unido a mi padre. Yo era muy fan de los deportes hasta que llegué a la adolescencia. Entonces empezó a fascinarme el pop, como muchos de mis amigos. En aquella época, hacia 1963, estaba explotando en Gran Bretaña. Esa era nuestra conexión con el mundo: a través de los Beatles, los Rolling Stones, y más tarde mediante los grupos americanos. Al margen de eso, los barrios residenciales como el mío, Bromley, en el sur de Londres, eran muy aburridos.
Alguien definió Bromley como “una lobotomía con ladrillos”.
Sí. Pero Billy Idol venía de allí, también Siouxsie and The Banshees, todo el Bromley Contingent de fans de los Pistols, que iban a mi mismo colegio… Así que después de todo había mucho endomingamiento, mucho maquillaje, mucho sexo y muchas fiestas.
¿Erais Bowie Kids, no?
Bowie era diez años mayor que nosotros, pero sí. Éramos hijos de Bowie. Bowie había ido al mismo colegio que nosotros, de hecho. Así que todo era muy aburrido y excitante y divertido a la vez. Recuerdo esperar en muchas paradas de autobús bajo la lluvia. Pero por otro lado estaba ese pequeño resquicio de esperanza, que era acabar en la música pop, o yo escribiendo, otros amigos terminar en el mundo de la moda… Se vislumbraba una mayor movilidad social. Todos nuestros padres trabajaban en empleos respetables, pero la generación de Jimmy Page, los Beatles, los Who, se habían saltado aquello. Gracias al blues americano. Así que buscamos una forma de escapar a aquel destino: ir a la escuela de arte y luego meternos en las artes. Si vuelvo la vista atrás, aquel salto me parece increíble.
Como un salto de ciencia ficción, ¿no?
Claro. Muchos de los artistas actuales son niños ricos, o hijos de actores y popstars. Son todos de clase alta. Pero nosotros fuimos una generación anómala; aunque a la sazón no lo supiéramos. El buda de los suburbios cuenta esa historia: cómo nos lanzamos a los disfraces y al teatro y al pop. Y a las drogas.
¿Cómo te cambió todo aquello, de niño a adolescente? ¿En quién te convertiste?
Mira, hace poco estuve en Nueva York y me compré la autobiografía de Billy Idol. Solo me leí las primeras 50 páginas, que son las de mi infancia. Yo era distinto a todos aquellos punks. Era muy estudioso y leía mucho. Ellos eran gente sociable, que es un elemento clave si formas parte de una banda. Antes me contabas lo de que estabas harto de estar encerrado en una habitación escribiendo novelas, pero para ser un escritor, eso es lo que haces: estás sentado en tu casa. Todo el día. En pijama. Con la puerta cerrada. Y para aprender a hacerlo tienes que pasar años así, desconectado de todo. Si estás en un grupo te pasas el día y la noche rodeado de tus amigos. Pero yo ya tenía la disciplina, y me gustaba. Y sigue sin importarme pasar el día entero sentado en mi despacho. En pijama. Escribiendo.
Irvine Welsh me dijo una vez que siempre había sufrido la dicotomía entre el tipo social y fiestero, y el tipo que necesitaba estar a solas con sus pensamientos. Como decías, tiene que gustarte mucho la soledad para emprender el camino de la literatura.
En efecto. Me gusta. Si eres astronauta, no puedes tener vértigo. Si eres futbolista, tiene que gustarte lo de correr. Estar solo va conmigo. Si no va contigo, es imposible hacerlo. Incluso cuando iba a fiestas y trasnochaba, escribía durante el día. Mi padre era distinto a los demás padres, porque era inmigrante, y teníamos esa mentalidad familiar: que habíamos venido a Inglaterra a triunfar. Que no habíamos viajado desde Pakistán para que nos lapidaran, como decía mi padre. Que eso ya lo podíamos haber conseguido allí. Mi familia era como de la mafia italiana. Veníamos aquí a trabajar, a labrarnos una posición en Inglaterra, a tener éxito. Teníamos una ideología.
Tu padre se debía llevar una buena decepción, al encontrar la atmosfera hostil, el clima inmundo, el discurso anti-inmigración de Enoch Powell…
No, mi padre realmente creía en Inglaterra. Creía en ella de la misma forma en que otros creían en la idea de los Estados Unidos. Creía que podíamos hacer fortuna allí, o al menos que podía irnos mejor que en la India o Pakistán. Así que a pesar del racismo y de Enoch Powell, estaba convencido que podía irnos bien. Era un credo extraño. Para empezar, nunca había habido un escritor como yo, indio nacido en Inglaterra.
Sí que habían habido escritores antillanos, ¿no? Sam Selvon, por ejemplo.
Sí, de Jamaica estaba Selvon, y otro autor que admiro mucho, ER Braithwaite, era de Guayana. Pero mi padre no conocía a esos escritores. Seguía creyendo que podía irle bien, y a mí también. Así que por mucho que una parte de mí fuese como Billy Idol y el Bromley Contingent, otra parte era muy aplicada y disciplinada. Muchos de mis amigos, quizás como te sucedió a ti, acabaron adictos a la heroína, yonkis, locos, alcohólicos… Pero yo me mantuve a salvo de todo aquello.
Cuando hablas de que ya escribías de joven, ¿Sobre qué escribías? Te hablo de los principios, cuando tan solo tenías dieciocho años.
Yo quería ser novelista. Explicar lo que sucedía a mi alrededor: las fiestas, las locuras, las drogas, los abortos, las sobredosis… Todo lo que me rodeaba de joven, y que solo había leído en novelas americanas. Especialmente en Kerouac y en los beats, a quienes adoraba. Pero entonces pensé que quería hablar también de raza. Y eso me llevó mucho tiempo, encontrar un modo de hablar de raza (de ser un paki, con padre inmigrante, Enoch Powell, el terror fascista, el National Front…) a la vez que hablaba de LSD y llevar melenas y querer ser David Bowie. O sea que ya de muy joven pensaba en El buda de los suburbios. No sabía qué narices estaba haciendo, pero claramente ya pensaba en unir a Jimi Hendrix y Enoch Powell. En el mismo libro. Entonces empecé a trabajar en el Royal Court Theatre, y al otro extremo de King’s Road estaba el pub The Roebuck, donde empezaban a juntarse todos los sujetos del punk, junto a la tienda de Vivienne Westwood y Malcolm McLaren, también al final de la calle. Esa era mi ruta a los diecinueve. Más adelante, hacia 1984 empecé a trabajar en Riverside Studios con Kathi Acker, y sobre esa misma época escribí Mi hermosa lavandería.
Martin Amis dice que cuando empezó a escribir vio de inmediato que aquello era para siempre, una iluminación precoz que a mí me resulta ajena. ¿Te sucedió a ti algo parecido?
¿Qué más iba a hacer? [esboza algo parecido a una sonrisa]. No sabía tocar el bajo, canto fatal, no quería acabar de funcionario para la embajada como mi padre… Lo intenté en varios empleos. Pero no eran para mí. Especialmente la parte de trabajar [ríe]. Me gusta quedarme en casa, escuchar música y escribir y leer. No quiero meterme en el puto metro a esa hora para ir a la oficina. Y sigo siendo igual. Mi padre era escritor, y mis tíos eran periodistas. Mi padre nunca había publicado, pero había sido periodista para muchos periódicos en la India. Y me dijo: “de acuerdo, sé escritor”. Para él era algo natural. Así que aquello es lo que siempre había querido hacer, y además quería hacerlo de forma profesional durante el resto de mi vida.
¿Pero no te arrastra la soledad a una melancolía incurable? ¿Nunca sientes ganas de apagar el ordenador y salir corriendo a la calle? Cuanto más lo hago yo, menos me gusta. Ese aislamiento resulta malo para mi alma, y se me está apagando el fuego narrativo, y no sé cómo avivarlo. O siquiera si debería avivarlo.
[Tajante] Quizás lo que sucede es que no eres escritor. Todos los escritores que conozco mantienen ese fuego del que hablas. Lucien Freud pintó hasta el lecho de muerte. Los músicos lo mismo. Estuve en casa de Brian Eno el otro día y me dijo: “Me encanta estar en esta habitación. Me encanta trabajar”. Yo le dije que me sucedía lo mismo. Esa es mi pasión y mi obsesión. En cierto modo, la pregunta “cómo debo avivar ese fuego” es la incorrecta. Porque cuando tienes la obsesión ni tan solo te lo planteas. Te levantas por la mañana y lo único que quieres es escribir, y se te ocurre una buena idea, y la cosa aún te excita. Y eso solo puede hacerse por amor. Si tienes que forzarlo, estás muerto. Has escogido el trabajo equivocado. Realmente es una obsesión.
Durante años creí que lo de escribir novelas era terapéutico, pero ahora veo que no. Que quizás te ayuda un poco a entenderte, pero que estar aislado en una habitación durante extensos periodos de tiempo hace más mal que bien a la psique. ¿A ti te ha ayudado a entender tu circunstancia?
Es que no estoy intentando entenderme. Estoy escribiendo libros. No es terapia. Estoy escribiendo guiones, relatos, ensayos; es trabajo. No me siento allí con la intención de entender mi vida. Solo es terapia en el sentido que es algo que me encanta hacer, y por tanto me sienta bien, y por añadidura mantiene a mi familia. Lo que, por supuesto, es altamente terapéutico. Miro mi hogar y me digo: “esta puta casa la conseguí escribiendo putos relatos. Es alucinante”.
Por terapéutico me refería más bien a cuando te sientas a escribir y de golpe aparece –por vía subconsciente- algo que no sabías que sabías.
Sin duda. Eso sí. Te sientas a las nueve de la mañana, y a las doce has escrito algo que no tenías ni idea que estaba dentro de ti. Es pura magia. Y eso que a las nueve te estabas diciendo: “Dios santo. No se me ocurre una mierda. Estoy acabado. Esto es una gilipollez. Creo que voy a suicidarme”. Un milagro. Pero sigo diciendo que la terapia está en que te sube la moral, y que haces algo que haces bien. La terapia es la propia creación.
En ocasiones te has definido como “autor cómico”. Y eres fan de Wodehouse, Waugh, Kingsley Amis… Lo único que me falta en esos libros es algo de tristeza. Pero por otra parte eso es lo magnífico de Wodehouse: que es un mundo perfecto, donde lo peor que puede sucederte es la visita de una tía inoportuna.
Tienes mucha razón, y a veces también yo echo en falta algo de conflicto real y melancolía en ellos. Creo que Evelyn Waugh sí tiene ambas cosas, humor y penumbra. Algunos de sus libros son muy duros, y él sufrió mucho. Mira Un puñado de polvo: es humor, pero muy oscuro. Wodehouse es más bien como Friends: nadie pilla un cáncer en Friends. Yo quería ser un autor cómico, pero hacerlo salvajemente.
BS Johnson dijo que todas las novelas deberían ser “cortas, brutales y divertidas”.
Nunca he leído a BS Johnson. Siempre estoy a punto de hacerlo, pero nunca lo hago. ¿Es un buen escritor?
Cuando seguía sus propios dictados de brevedad, diversión y brutalidad era la monda. Pero también fue muy experimental, como todos los modernistas, y entonces se puso a hacer novelas con fragmentos de página troquelados…
Y eso no te gusta.
No. Me gusta el formalismo. Pero volviendo al humor, diría que tú eres más The Smiths que garage rock. Lo tuyo es el humor autocrítico y atribulado.
Bueno, hay mucha tristeza en lo que hago. Y a la vez, como en The Smiths, un montón de bromas, es verdad. Y ternura. Así lo espero.
Del teatro pasaste al cine, con Mi hermosa lavandería y Sammie y Rosie se lo montan, y de allí a El buda de los suburbios.
Bueno, hubo un intervalo de cuatro o cinco años entre el segundo filme y El buda… Para mí, publicar la novela fue un enorme alivio, porque era la primera cosa que no hacía con Stephen Frears, o con gente del teatro. Era solo mío. Mi voz. Y era el primer libro de ese tipo que se publicaba en Inglaterra. Primero estuvo Hijos de la medianoche de Salman Rushdie, que obviamente habla de la India, pero el mío fue el primer libro de raza mixta, punk inglés y cómico que además hablaba de raza. El asunto de la raza había estado sobreviviendo en los márgenes hasta entonces. Si ibas a una librería con la intención de leer un libro de un indio, siempre estábamos en la sección Commonwealth Literature. O Black Writing. La última aún existe. Nunca he sabido dónde debo estar, en la Blanca, la Negra, o en una Mixta en medio de ambas [ríe]. Estábamos marginados, y dejar de estarlo fue algo nuevo.
Para mí fue un shock encontrar todas las referencias que amaba en un libro. Hasta entonces había amado las novelas, pero las conexiones con el pop debía imaginarlas yo mismo. Fue la primera vez que un libro hablaba de mi vida. Bueno, la segunda, tras Colin McInnes.
[Ostensiblemente halagado] McInnes representó lo mismo para mí. Cuando leí Principiantes me quedé de piedra. Al fin alguien había escrito sobre algo real, sobre algo que sucede al otro lado de mi puerta. No creía que aquello podía ser posible.

Kureishi y otro señor
Cuando un autor se hace muy famoso, ¿no teme perder todo contacto con la realidad y todo aquello que le dio alas? Volverse una rockstar alejada del mundo, como Rod Stewart.
Sí. Bueno, al principio me sentí muy feliz, porque el montón de dinero que estaba haciendo El buda… me permitiría seguir escribiendo. Dedicarme de lleno a ser escritor. Antes de El buda… tenía que vivir en casas okupa, quizás como tú, no tenía un duro… Entonces, de repente, tienes que convertirte en escritor. No puedes apuntar lo que te pasó ayer. Tienes que empezar a pensar de qué vas a escribir, porque tu bagaje ya está escrito. Es muy difícil ser escritor cuando ya has usado todas las historias de tu adolescencia. Es como un grupo pop que ya ha hecho un gran primer álbum, y ha utilizado todo el material que tenía escrito, y entonces piensa “a dónde coño vamos ahora”. ¿De dónde sacas el material, de dónde vendrá la inspiración? Por suerte, o por desgracia para Rushdie [sonríe], empezó la Fatua. Así que me puse a trabajar en El álbum negro. Empecé a pensar en religión, en fundamentalismo, en lo que le sucedía a mi comunidad. Me topé con Brian Eno un día por la calle y me preguntó de qué estaba escribiendo, y yo le contesté: “estoy escribiendo sobre algo que no le interesa a nadie, una cosa que se llama fundamentalismo musulmán”. Y él me dijo: “pues eso me interesa”. Le dije que a mí me fascinaba, porque era una nueva forma de fascismo. Fascismo religioso. Así que empecé a ir a mezquitas y a charlar con chicos jóvenes. De ahí salió El álbum negro y “Mi hijo, el fanático”. Eso coincidió con la época del éxtasis, que todos estábamos tomando.
Verano del amor, acid house…
Todo eso. Ministry of Sound, toda la nueva música, Primal Scream. Lo vi como una continuación de los hippies y punks. Acid house, claro. El Hacienda de Manchester. Y a la vez, los fundamentalistas. Así que me estuve rompiendo la cabeza para intentar unir ambas cosas, porque las dos me interesaban: una filosóficamente, y la otra desde el punto de vista de sexo y placer.
¿No temiste meterte en un terreno demasiado “serio” para un autor que tenía una vis cómica como tú? O sea: fundamentalistas islámicos. No son la alegría de la huerta, precisamente.
Ya, pero al menos era algo nuevo. Fascismo negro o asiático. Nadie había visto algo así antes. Y eran chavales de 19 o 20 años, mucho más jóvenes que yo. Eran revolucionarios. Nosotros también habíamos sido revolucionarios, pero de otro modo. Todos mis amigos habían sido trotskistas, o maoístas… Un amigo me dijo el otro día: “tengo cuatro casas, pero yo era maoísta”. El tío se lo creía, estaba en las líneas de los piquetes a las 5 de la mañana. Así que haber sido revolucionario en tu juventud no era algo nuevo, pero sí lo era el nivel hardcore de esos chavales. Quiero decir que sí van a Siria o Irak.
Y anhelan morir.
Y anhelan morir. Mientras que a ninguno de nosotros nos apetecía particularmente eso de morir [sonríe].
Según tengo entendido te costó bastante enfrentarte a tu nuevo rol de adulto con hijos. Es jodido eso de ser adulto y responsable cuando realizas un trabajo artístico, porque parte de lo que haces se fundamenta en ser un poco niño.
A mí me fue bien. Estaba en los treinta y largos, y de repente tuve gemelos. Dos niños. Recuerdo haber ido al parque con el cochecito, un puto engendro enorme, y eran las 7 o las 8 de la mañana, porque los niños se habían levantado muy temprano, y el parque estaba lleno de ravers que estaban allí para el chill out matutino. Yo acababa de levantarme, y les miré, y luego miré a mis hijos, y me dije: “ya no puedo ser eso. Ya no soy un raver. Estoy en otro lugar”. Y realmente me enmendé, empecé a trabajar muy duro, porque tenía que pagar su manutención. Pero me fue bien. Me había vuelto un padre. Tenía que ser responsable. Era lo que ellos esperaban de mí, que supiese qué estaba pasando. Porque yo era el adulto. Y dejé ir mi adolescencia. Había llegado el momento del cambio.
No hay nada más triste que un raver de cincuenta años.
No. Bueno, de vez en cuando aún me apunto a alguna rave [sonríe]. Mis hijos lo encuentran patético.
Recientemente se habla mucho de Karl Ove Knausgard y su monumental novela en seis partes, porque se ha cargado la línea entre autobiografía y ficción, y porque ha intentado contar toda la verdad de su vida.
Admiro a cualquiera que tenga las pelotas para intentar algo así. De veras. Ese tío es Lady Gaga, joder. Desnudo frontal de cuerpo entero. Me encanta y lo admiro. Y encima lo hace con talento. No nos muestra sus bolas porque sí. Nos las muestra, pero pintadas de oro [sonríe]. Eso es ser un artista. Es maravilloso. Mira a Francis Bacon, o Egon Schiele, las pelotas que tenían para hacer lo que hicieron. Me sucedió lo mismo con Intimidad. Pensé que tenía que ir y decirlo de una puta vez. Y hablar del oprobio y la deshonra. A Knausgard debe haberle sucedido lo mismo. Tiene que ser peligroso, lo que escribes. Tienes que escribir cosas que te avergüencen un poco, que te hagan sentir un imbécil.
Me choca que Knausgard se sorprendiese por la reacción que obtuvo.
¿De su familia, o de los lectores?
De ambos. Un tipo que ha hablado en términos descarnados de su mujer, de su padre alcohólico, de su hermano, de sus propios amigos… Me parece muy naíf no esperar un cabreo generalizado. Tú debiste esperar algo de reacción adversa cuando publicaste una novela sobre abandonar a tu mujer y tus hijos.
Nunca lo esperas. Cuando Rushdie publicó Los Versos Satánicos consiguió que la gente no dijese: “lo ha hecho para provocar”. No. Era imposible. Nadie quiere lo que le sucedió a él. Cuando yo me senté a escribir Intimidad, en aquel momento pensaba que era el mejor libro que podía escribir en las circunstancias que estaba pasando. Y luego se lió la gorda. Pero yo no esperaba aquel lío, ¿Cómo iba a esperarlo? Deberías estar loco para hacer algo así. Dicho esto, una parte de mí estaba satisfecha; porque obviamente era un buen libro. Dicho esto, no creo que molestar a la gente sea una virtud en sí misma. Está chupado hacerlo. Así que si lo haces, tiene que ser por un motivo. Para mí fue muy importante demostrarme que tenía el coraje, los huevos de hacerlo. Exponerme así.
En ambos casos, además, el que emerge de todo el asunto luciendo peor es el protagonista. Tú quedas fatal, en Intimidad. No eres un héroe, desde luego.
Antes me preguntabas cómo lo hago para pasar el día entero solo en casa. La verdad es que es una pregunta muy interesante. Y muy importante. Cómo pasas un día entero dentro de tu cabeza sin enloquecer. Lo cierto es que enloqueces igual. Creo que eso es porque es una locura creativa. No es la locura del bajón post-fiesta, cuando estás deprimido y fatal. Es una locura provechosa, que estás utilizando para crear algo que signifique algo para otra gente. Esa es la diferencia.
Después de haber dado miles de entrevistas, me pregunto si has creado un alter ego público para lidiar con toda la intimidad desvelada, la desaparición de escudos… ¿En qué se distinguen los dos Kureishis, el que está solo en su habitación, en pijama, y el que sale a hablar con la prensa, va a galas, etc.?
[Larga pausa]. Interesante pregunta. Precisamente pensaba en eso ayer mismo. Pensaba: la gente a veces se convierte en marcas. O llevan siempre una ropa característica, porque son personajes públicos, como estrellas del pop, y necesitan llevar siempre lo mismo.
Eso me fascina. El peinado de Robert Smith. El sombrerito de Slash. O sea: tienen que salir con eso a la calle siempre. ¿Está en el contrato, o qué?
[Ríe] Exacto. O la gabardina de Graham Greene. Y siempre he pensado: “yo no quiero ser así”. Yo me veo como escritor, no como personaje público. Las entrevistas no me molestan. Lo más interesante de las entrevistas es el entrevistador. Porque yo solo puedo contestar respuestas interesantes si me preguntáis cosas interesantes. Depende de vosotros. Mi yo privado está lleno de ideas. Un amigo mío siempre dice que tiene la cabeza llena de música, y yo la tengo llena de palabras y pensamientos, ideas para relatos y ensayos y mierda así. Es lo único que hay aquí dentro [señala propia cabeza].
Pero haberte leído es como haberte pillado con los pantalones bajados en el lavabo. Hemos leído cosas de tu intimidad más secreta. No sé si te asusta toda esa desnudez, en una habitación llena de extraños.
¿Por qué debería preocuparme? Es lo que hacía Francis Bacon. O John Lennon con la Plastic Ono Band. Un artista es precisamente alguien que hace eso. Que hace eso y no le importa [sonríe satisfecho]. Que incluso le gusta. Que le hace sentir seguro. Los artistas de performances hacen eso, y también los actores. Miro a un actor trabajando y siempre pienso: “¿Cómo coño lo hacen?”. ¿Delante de 2000 personas? Yo me cago encima. Y luego muero. Antes que hacer eso. Pero a los actores les encanta, se sienten seguros en los brazos de otra gente. Porque esa gente te ama, y adora verte así. Desnudo. En cierto modo, se trata de ser desvergonzado. No tener vergüenza. Quizás sientes vergüenza porque no te has expuesto lo suficiente. La vergüenza es un fenómeno interesante. ¿Qué dirías tú que es la vergüenza?
Sé lo que es, pero no puedo decir que la sufra demasiado. No está en mi extenso catálogo de defectos.
Pero cuando escribes, seguro que hay una línea que no te atreves a cruzar. ¿Cuál es? ¿Cuándo te dices: esto no puedo decirlo?
Cuando toca hablar de mi familia (los miembros que aún viven). No me importa hablar de mis ridículos más bochornosos, pero no estoy cómodo hablando de los defectos o intimidades de mi familia. No tengo nada en contra de ello, y de hecho admiro cuando alguien lo hace. Pero yo no puedo. Tendría que matarlos a todos antes.
[Larguísima pausa] Me alegro por ti.
Bueno, no lo decía como atributo. La verdad es que es algo bastante pernicioso para un escritor, ese pudor.
La cosa es que te guste escribir. ¿Te gusta escribir?
Me encanta. Pero también me encanta estar aquí charlando contigo. A eso me refería con lo de salir de la habitación, antes. Para mí es igualmente provechoso e inspirador entrevistarte que escribir una novela.
Por supuesto. No me cabe ninguna duda. Es igualmente creativo, te doy la razón. Antes no pensaba así, pero ahora tiendo a pensarlo. Puedes hacer cualquier cosa. Pude ser no-ficción. Knausgard se ha inventado lo suyo, ¿por qué no? La novela es una disciplina bastarda. Puede ser cualquier cosa.
Hace poco has estado metido en una polémica en el Reino Unido por haber dicho que la asignatura universitaria de escritura creativa (que tú mismo enseñas) era una completa pérdida de tiempo y dinero.
Los estudiantes me gustan. Lo que no me gusta es la asignatura, ni tampoco el sistema capitalista de la universidad. Con esa mierda estoy en desacuerdo. Los estudiantes son gente muy respetuosa. Algunos vienen a mi casa, y yo les enseño. Lo que no me gusta es el puto sistema. El sistema lo jode todo. A ellos y a mí. El sistema es como una agencia de contactos; es mi forma de conocer a mis estudiantes. Pero no tiene por qué gustarme el sistema. No me gustan los títulos que obtienen. No me gusta ni eso, ni aquello, ni los otros profesores, ni la universidad. Ni los muebles. Pero me gustan los estudiantes. Son estudiantes, y precisamente por eso no se dan cuenta de que el sistema les está robando una enorme cantidad de dinero a cambio de muy poco. De un certificado que en última instancia carece por completo de valor. Y la enseñanza no es de muy buena calidad. Y luego me dicen: “Hanif, vienes aquí quejándote de tal y cual”. Pero no me quejo por mí. Estoy intentando señalar que el sistema es una mierda para los estudiantes.
Decir que la narrativa no puede enseñarse suena un poco esnob, pero yo tiendo a creerlo. Que puede darte herramientas si ya tienes talento o inclinación, sí. Que puede darte ese talento, ni hablar. Es como dar clases de guitarra. No por recibirlas vas a convertirte en…
Johnny Marr.
Eso. Y no es por ir de inteligente. De hecho, soy bastante fan de cierta burricie sana.
No deberíamos fetichizar a los estudiantes inteligentes. Los estúpidos me parecen más interesantes. Cuanto más estúpidos son, más quiero ayudarles. Y menos sentido tiene. Pero es hermoso.
Penúltima pregunta: hace años te dieron el CBE, la medalla de Comandante del Imperio Británico. ¿Qué carajo significa eso? ¿Es el CBE más alto que el OBE, el Oficial del Imperio Británico? ¿Y si te encuentras con un OBE en una fiesta, tienen que genuflexionar o…?
¡Hacer lo que yo diga! ¡Jugar con mis bolas! ¡Cada vez que me apetezca! [suelta su primera carcajada]. Lo más alto es recibir un Knighthood, luego va el CBE, luego el MBE y luego el OBE. En mi medalla dice dos cosas geniales: “Por Dios y por el Imperio”. Me lo dieron por dos cosas que no existen. No me digas que no es la monda. Estoy muy orgulloso.
Por lo que tengo entendido, eres amigo de Nik Cohn. Sin lugar a dudas, mi escritor favorito sobre música pop. ¿Cómo se encuentra?
Me encanta que me preguntes por él. Su salud es muy débil, tiene una hepatitis bastante acusada, pero es un gran hombre. Ha vivido una gran vida. Siempre que le veo me cuenta historias increíbles. Yo le dije que debería escribir todo aquello, no hacía falta que fuese cronológico, y se puso a escribir su autobiografía [se escucha un chillido de gozo del entrevistador]. Y ahora está en ello. Hablará de todo: de Keith Richards, de Pete Townshend, de haber sido un gángster, de haber sido yonki, de Irlanda… Nik fue muy bueno conmigo. Hubo una época en que yo estaba atascado, y no escribía. Él estaba en Londres por aquel entonces, y fue un gran amigo. Yo llevaba meses sin escribir una palabra. Él me cogió y me dijo: “¿Meses? ¡Yo me pasé 12 años sin escribir!”. Se volvió yonki justo después de Fiebre del Sábado noche, que le hizo rico. Qué alegría que me hayas hablado de Nik. Creía que ya no estaba de moda.
Bueno, la gente le hace menos caso que a mentecatos como Nick Kent, pero para mí siempre será el número uno indiscutible. Mi favorito total.
Nik era más modesto. Para empezar, nunca quiso ser una rockstar. Siempre le ha gustado ir de traje, lucir respetable, como un gerente de banco; no es particularmente hip. Aunque lleva siempre un sombrero guay. Le diré que he hablado con un fan suyo. Se pondrá muy contento. Kiko Amat
(Esta es la versión sin cortes ni acidulantes de la entrevista que publicó el suplemento Babelia de El País del 24 de enero del 2015, y que pueden leer en su versión oficial y resumida aquí)