¡Repetición! ¡Repetición! ¡Repetición!

– Voy a poner un disco nuevo, a ver qué os parece – les digo, y todos se echan a gritar, mis hijos con las manos en las orejas gritando Nooo, convulsionándose con muecas de (falsa) tortura, y mi mujer con la sonrisa afable de quien ha escuchado muchas veces la misma broma, pero esa broma sigue siendo bastante tolerable, nada vomitiva.

Lo cierto es que no es un disco nuevo. De hecho es un disco del año de la polka, Old Ramon, de Red House Painters, que llevo escuchando sin interrupción desde 1995. Cuando digo sin interrupción, lo que quiero decir es sin NINGUNA interrupción. Una y otra vez. A menudo seguidas: 3, 5, 6 veces en una misma mañana, y los papeles del divorcio que, contra todo pronóstico, nunca llegan.

Eso es un mérito, alguien debería decírselo a Mark Kozelek (aunque seguro que lo sabe). No lo del divorcio; lo otro. Lo de tocar algo que pueda reusarse de ese modo. No todas las cosas propician la repetición, y yo soy un hombre de tradiciones. Un humano con espasmos, solo que culturales.

En el año 2000 puse el mismo disco de Edwyn Collins (I’m not following you) cada mañana a la misma hora, cuando abría la tienda de discos del Soho londinense donde trabajaba. En aquella misma tienda, un día del mismo año 2000, mi amigo Fred y yo hicimos un experimento: cuántas veces seguidas podíamos escuchar la misma canción. Pusimos “Sick of myself” de Matthew Sweet en el reproductor y pulsamos Play, y nos dispusimos a escucharla cuantas veces fuera necesario. Para entender el origen del universo, tal vez; de dónde surgieron todos aquellos trilobites. Todas las respuestas hondas y voluminosas.

Aquello fue raro, muy raro. A partir de la décima escucha todo cambió; la cosa inicial se convirtió en otra cosa distinta, y el tiempo se retorció sobre sí mismo, aparecieron dobleces en las esquinas de lo cotidiano. Si yo fuese un idiota o un estudiante de lite comparada añadiría ahora que creamos una “situación”.

Pero no era una “situación”, y los clientes empezaron a reír con el asunto. Con nosotros. De nosotros. Bah. Fred y yo seguimos allí; dale que te pego y en nuestras trece. Solo que no fueron trece, sino sesenta. Seis-cero.

Mientras Fred y yo nos adentrábamos paso a paso en las insondables simas de la demencia, yo pensaba en familiaridad y sobreexposición. Cómo a algunos nos chifla la repetición, porque la repetición es familiaridad, y la familiaridad es amor. Porque cuando ves una película un número descabellado de veces, aquella obra se disuelve en ti, empieza a formar parte de tu tejido muscular, como se disolvia aquel libro de auyoayuda dentro del estómago de Manny en un capítulo de Black Books, transformándole en una especie de Juan Bautista hippy.

¿El viejo axioma de Jonathan Lethem? ¿Aquel de “si no te gusta esa película no te gusto yo, porque esa película soy yo”? Es cierto. Puedo atestiguarlo. Withnail and I ya no es algo que yo vi una vez; es algo que está dentro de mí. Yo soy la maldita Withnail & I.

Mucha gente no vive así. No repite, repite, repite. Pero a mí, esa repetición me ha salvado la vida. Me ha enseñado cual es el sentido de la misma: tener esas canciones, y libros, y películas, y repetirlas una y otra vez, saborearlas como uno saborea el latiguillo de un mejor amigo al final de una frase. Como algo que nos recuerda quién somos. Con ellas a mi lado, nunca estaré solo.

– Creo que procede otra más, ¿no? –les digo a todos, y pulso Play, ahogando sus juramentos.

(Esto es un texto inédito. Lo escribí hace un año porque me dió la real gana. Si quieren experimentar una forma suave de chifladura, hagan el favor de replicar el experimento y escuchar la canción adjunta en repeat. A partir de la veinte algo empieza a cambiar. A la treintava empieza el tic incontrolable en el ojo. A la número cincuenta llegan «los hombres vestidos de blanco», como en aquella canción de Mari Trini)