Renata Adler (Milán, 1938) fue crítica de The New Yorker y The New York Times. Sus piezas sobre derechos civiles, guerra y política la erigieron como una de las mejores ensayistas americanas del siglo XX. Renata Adler lleva aún su característica trenza y habla como una tía excéntrica de Wodehouse (“Sí. Creo que eso es… Verdad. ¿Creo eso? Sí. Sí”), pero es todo lucidez. Dialoga en epigramas, no se le escapa una, tiene 77 años y es la persona más brillante que yo he conocido hasta la fecha. Por fortuna, hablé con ella por teléfono, de otro modo hubiese sido imposible terminar esto sin un fuerte ataque de tartamudez. Porque me impresiona la Adler: sus críticas, su ingenio, su valor y sus dos increíbles novelas, Lancha rápida (traducida por Sexto Piso) y Pitch Dark. Miren la foto: Renata Adler parecía de joven una mezcla de nativa americana y guerrillera de Baader-Meinhof. Nunca cerró la boca cuando le pidieron que la cerrara. La tacharon de arrogante, la despidieron de varios periódicos, la odiaron varios popes, ella se fue y ahora regresa con un nuevo libro de ensayos. Bienvenida, Renata. Creíamos que te habíamos perdido.
Ante todo quería preguntar a qué te dedicas ahora, Renata. ¿Aún escribes full-time, o lo has dejado puntualmente?
No lo he dejado. Vivo en el campo, pero sigo escribiendo. Periodismo y narrativa. Estoy trabajando en una nueva novela, y también recopilando piezas periodísticas para un libro que saldrá en abril. Durante mucho tiempo estuve enseñando y dando charlas en universidades, pero ya no lo hago.
Hablemos de Lancha rápida. Me resulta un poco extraño que me chifle un libro que reúne tantas características que no deberían gustarme a priori: sin trama, desestructurado, de estilo modernista…
Ya. Con Lancha rápida estuve editando y cortando hasta el último minuto. Quería terminarlo, pero no había forma de conectar todas las tramas, así que seguí cortando y cortando, Kiko. Para empezar, habían demasiadas tramas. Voy a confesarte algo: no sé contar chistes. Puedo usar una cantidad razonable de ironía, y puedo ser divertida en conversación, y desde luego tengo sentido del humor y todo eso, pero no hay manera de que pueda contar un buen chiste. Nunca he sabido hacerlo. ¿Y sabes por qué? Porque suelto la culminación, la broma clave, demasiado temprano. Así que en la novela intentaba no soltar la conclusión, y para evitar eso seguía cortando, y cortando. Y al final desapareció la trama.
En una conversación con Guy Trebay comparaste esa forma de trabajar con morder un hilo con los dientes.
Sí. Esa es la analogía que yo haría. Iba soltando las anécdotas, y entonces les mordía la cabeza y las dejaba inconclusas. Les cortaba el final y entonces quedaban sueltas, sin el desenlace de cada historia. Cuando llegué a Pitch Dark ya había llegado a la conclusión de que otras cosas podían sustituir la trama común. Empecé a pensar cómo si cada frase tuviese su propia trama. Al final casi utilizaba cada línea como un refrán. ¿Tiene sentido esto que digo?
Claro. Siempre he visto Lancha rápida como una colección de aforismos, en cierto modo. Aforismos mordaces y lacónicos, pero aforismos.
Esa es otra cosa que intentaba evitar, pero acababan emergiendo. Obviamente no intentaba escribir un libro de refranes y aforismos. Pero seguían aflorando. Al final me rendí. Pensé que si iban a seguir acudiendo, mejor dejarlos dentro de la novela que en cualquier otro sitio.
A veces uno siente como si estuviese leyendo un diario. Tú diario.
A menudo revisitaba un recuerdo, pero no trataba de capturar un momento preciso del tiempo, o de mi historia. Empezaba a escribir una historia, con un sentido claro y una base real, pero entonces empezaba a pensar que era demasiado similar a los hechos. La cosa parecía demasiado artificiosa, como si estuviese escribiendo un reportaje. Por tanto acababa alejándome de la realidad. Así que lo de diario, no sé, no sé… Cada palabra es verdad, cada una de ellas tiene verdad; pero no estoy relatando hechos.
Por supuesto. Pero incluso si estabas buscando escribir otra verdad, me preguntaba si partía directamente de la primera persona.
Depende. Empecé a escribir narrativa precisamente porque mi concepción de los artículos y la crítica era precisamente que no deberías dar tu opinión. En periodismo uno tiene que mantener un compromiso con la verdad y los hechos, pero no así en narrativa. Vi la novela como una forma de dar salida a todas esas opiniones que me negaba (por razones morales) a meter en mis artículos. Es un tema interesante, en cualquier caso, el de la verdad. Tienes una compulsión de registrar la verdad, pero puede ser un modo distinto de verdad. Puede ser verdad, aunque no sea objetivamente cierta.
Tim O’Brien dice que en sus libros existe una verdad que es mucho más verdadera que los hechos, aunque en ella haya incorporado cosas que no sucedieron.
Tim O’Brien es un escritor maravilloso. Por supuesto, esto es así. Hay una narrativa que es más verdadera que la verdad. Pero esto no puede aplicarse a la no-ficción. En no-ficción las fechas, los lugares, los hechos, los nombres tienen que coincidir. Tienes que estar haciéndote preguntas (¿Es esto relevante? ¿Sucedió así?) que en narrativa no tienen peso alguno. Por eso tenía ganas de escribir una novela. Para poder hacer algo que me negaba en mi no-ficción.
No sé si todo el mundo lo vio así, pero Lancha rápida está lleno de humor. Un humor seco y oscuro, de ceja arqueada, muy inglés.
¡Me encanta que digas eso! Te lo agradezco mucho, has sido muy amable. Es la primera vez que me lo dice alguien.
No me creo que nadie te haya alabado el humor antes.
Sí que lo han hecho, pero nunca llamándolo “inglés”. Por eso me importa tanto. Uno de mis escritores favoritos es Evelyn Waugh.
Me parece un error fijarse en las características avantgarde de Lancha rápida. Es un libro lleno de sentimiento y humor, y observaciones sagacísimas. Y nada cínico.
No tengo ningún problema con que la gente lo llame vanguardista, pero no creo que lo sea. Mi problema con la narrativa de cariz modernista es que tiende a desdeñar todo sentimiento y emoción como si fuesen sentimiento barato. Se bloquea la aparición del sentimiento. Esas novelas pueden utilizar la nostalgia, el ingenio, el diálogo… Y pueden hacerlo muy bien. Pero son incapaces de incorporar la emoción. Me acuerdo de una discusión que tuvimos mi amigo Richard Avedon (el fotógrafo) y yo. Yo defendía las telenovelas, porque me gustaba que me hiciesen sentir de una manera o de otra. Que me importara que pasara esto, en lugar de aquello otro. Richard me dijo, tal cual: “Odio eso”. Quería decir que odiaba que esas telenovelas le obligaran a emocionarse con trucos baratos. Yo le dije que también odiaba el sentimiento barato, pero que prefería tenerlo barato a no tener ningún tipo de sentimiento. Y Lancha rápida tiene mucha emoción, sí. No quería hacer un experimento avantgarde. Quería que la gente sintiese y se preocupase y llorase si hacía falta.
Muchas de tus reflexiones están realizadas con una especie de desapego apasionado. “Desapego apasionado”, ahora que lo pienso, podría ser una buena etiqueta para tu estilo.
Me gusta esa etiqueta. Conservémosla.
Muriel Spark hablaba de una “primera persona discontinua” que tú pareces utilizar. Pero también hablas en sentido generacional en muchos parágrafos, como si fueses parte de un grupo: “Tenemos treinta y cinco años. Algunos tenemos canas. Todos hacemos abdominales…”.
Déjame pensar. Creo que sí. Creo que hablé en nombre de algún tipo de grupo. Por otro lado, hace poco leí el prólogo que escribí entonces para una colección de mis ensayos y… ¡Caramba, anda que no estaba equivocada! Y eso que estaba hablando desde dentro de mi propia generación. La verdad es que si éramos un grupo, no era demasiado cohesivo, todo el mundo estaba en mundos distintos, tenía intereses distintos e incluso edades distintas. Pero nunca escribí en nombre de mi generación, eso es lo importante. Creo que es muy fácil categorizar y generalizar a la hora de discutir “generaciones”. Los viejos tenemos esa tendencia terrible a menospreciar a las generaciones más viejas: que si tienen Twitter e internet, que si su conocimiento es más fragmentario… Te diré una cosa. Mi editor me obligó a hacer muchas entrevistas con gente más joven, cuando saqué el último libro de ensayos, y eran todos bastante buenos. Eran leídos y tenían educación y profundidad, pese a Twitter o lo que sea.
Son célebres tus trifulcas con otros críticos estrellas de la época como Pauline Kael o Robert Gottlieb, editor de The New Yorker. Algunos de ellos te tacharon de arrogante, pero yo no lo diría jamás.
Gracias. Es imposible no sonar arrogante cuando estás haciendo crítica del trabajo ajeno. Todo el mundo suena omnisciente, y por eso intenté no emitir mi opinión particular sobre las obras que trabajaba. Pero es imposible. Vas a ser injusto y a sonar injusto, hagas lo que hagas. Yo escribía muchas piezas políticas, por añadidura, y si haces eso vas a fijarte en alguien y a meterte con él, y siempre vas a sonar un poco a matón; por mucha razón que tengas. A la hora de juzgar negativamente la obra de otro uno puede ser ingenioso, pero es difícil no cruzar la línea del abuso. Una mala crítica de algo siempre sonará arrogante, es inevitable. Pero yo no soy arrogante.
A todos esos periodistas quizás les irritaba que fueses por libre, y que no te preocupase demasiado la opinión ajena.
¿Tú crees? No sé, nunca me dio la impresión de ser introvertida. Tenía una vida social y me relacionaba con gente. Pero esos ambientes pueden ser muy de camarilla. Los periodistas celebrity (y no estoy hablando de periodistas que hablan de celebridades, sino los que son celebridades por sí mismos) pueden ser terriblemente arrogantes. Una vez conocí a unos jóvenes periodistas en el sur de Francia que eran modestos y brillantes a la vez, pero no es lo habitual. Escuchas hablar a viejos periodistas cuando están planeando comentar la obra de otro joven periodista, y el tono prevalente es de venganza y de pequeñez. Van a destruir al otro. Por eso siempre aconsejo tomarse la crítica con una cierta reserva.
Definiste tu situación tras aquellas batallas de los ochenta como de ostracismo.
Es verdad, en retrospectiva lo veo así, pero en aquella época no era nada consciente de haber sido marginada. Estaba viviendo casi en el desierto, acababa de tener un hijo, estaba dando clases en una universidad… La verdad es que no me di cuenta de que me habían metido en la lista negra hasta que lo pensé muchos años después, a toro pasado. En aquella época era feliz, me había ido bien hasta entonces, no tenía quejas. No fue como en el cole, cuando de golpe todo el mundo deja de hablarte. Aquello sucedió en 1999, por cierto, no en los ochenta.
Pienso a menudo en una frase tuya sobre la censura editorial: “Si estás en Condé Nast y están haciendo pedazos tus artículos, mantén la calma y espera. Practica tu arte en otro sitio, pero no abandones tu trabajo. Porque entonces estarás ahí fuera, vulnerable”.
¿Realmente di ese consejo a los escritores jóvenes? Espero haberlo hecho, pero lo dudo (o no me acuerdo). Hice que retiraran de The New Yorker una pieza sobre G. Gordon Liddy, cuando una especie de levantamiento por parte del personal hizo que la pieza programada se pospusiera indefinidamente. Años más tarde, el Sr. Shawn la programó para publicación, y yo me negué. El Sr. Shawn, que era maravilloso en tantas otras cosas, dijo “¿Por qué?”. Yo le contesté que cuando escribí aquello Jimmy Carter era el presidente y había rehenes estadounidenses en Irán. Ahora no hay rehenes y Ronald Reagan es presidente. Sr. Shawn dijo: “pero sin duda una pieza de la escritura es lo que es”. Le dije que no lo creía, que una pieza sobre Liddy escrita bajo Carter es una cosa, y escrita bajo Reagan otra. De todos modos, ese artículo ha acabado en una colección de mis piezas de no ficción. Así que todo terminó felizmente.
(Artículo publicado originalmente en el suplemento Babelia de El País del 11 de abril del 2015. Esta es la versión extendida sin cortes. Para leer la versión publicada, vayan acá)