
Los asesinatos rituales de Charles Manson y su “Familia”, en agosto de 1969, son una de las historias más hiperbólicas y tenebrosas del siglo XX. Dos libros de crónica negra (Helter Skelter, de Vincent Bugliosi, y The Family, de Ed Sanders) los narraron de forma tan reveladora como inquietante. El fallecimiento de Manson, así como una futura película de Quentin Tarantino prevista para el 2019 (y la edición española de Helter Skelter prometida para el mismo año), los devuelven a la palestra.
El día 9 de agosto de 1969, la policía de Los Ángeles respondió a una llamada en el 10050 de Cielo Drive, una remota casa residencial de Hollywood, y halló allí los cuerpos sin vida de cinco personas: la actriz y modelo Sharon Tate (mujer de Roman Polanski, embarazada de ocho meses); Abigail Folger, rica heredera de un imperio cafetero; su pareja, Wojciech Frykowski, aspirante a guionista; el peluquero de las celebridades, Jay Sebring; y Steve Parent, un estudiante de dieciocho años. Los cuatro primeros (Tate residente, los demás de paso) habían sido asesinados con una ferocidad que pedía a voces la etiqueta “crimen ritual”: las cabezas de las víctimas cubiertas con fundas de almohadón; sogas atadas al cuello uniendo a dos de ellas; un mensaje garabateado con sangre en una puerta (“PIG”); heridas de arma blanca demasiado numerosas. Un solo día después el LAPD se enfrentaba a un crimen similar no muy lejos de allí, en el 3301 de Waverly Drive: el opulento matrimonio LaBianca, Leno y Rosemary, yacía bañado en sangre, apuñalado de forma despiadada (12 veces él, 41 veces ella), las cabezas cubiertas con fundas de almohadón e indicios de chocante liturgia en el m.o. (profusión de grafiti sanguinolento: «Rise» y «Death to pigs» en las paredes, «Healter [sic] Skelter» en la nevera, “WAR” en el abdomen de Leno LaBianca, de donde sobresalía un tenedor hincado).

Usted, lector inteligente del suplemento más audaz, a estas alturas del texto ya habrá conectado ambos crímenes. Podría hacerse sin consultar otra cosa que el Manual de los Jóvenes Castores y medio Agatha Christie. Y sin embargo, los pies planos de Los Ángeles, en una metida de pata que pasaría a los anales de la ineptitud policial, tardaron cuatro meses en, primero, relacionar los dos homicidios, y, segundo, dirigir la acusación hacia un fulano llamado Charles Manson, especie de profeta chaparro y chuloputas de pies mugrientos que llevaba meses delinquiendo por la zona junto a una zarrapastrosa secta campestre llamada “The Family”. Correremos aquí un telón puntual ante la ineficiencia policial para centrarnos en lo que, aunque tarde y medio por casualidad, destaparon los superdetectives de Hollywood en los ranchos Barker y Spahn, remotos zulos de la Familia.
Juntos como hermanos, miembros de una secta
La Family era un monstruo belicoso nacido de la razón hippy. El yang chungo de la Era de Acuario. Toda la superchería pseudo-zen, la majadería antipsiquiátrica, el barboteo infantil de los flower children de los 60 y su vulnerabilidad congénita, quizás generacional, se encontraban patas arriba en la familia Manson, como un reflejo maligno no solo del haz-lo-que-quieras de los sesenta, sino también de la sociedad del espectáculo y la molicie yanquis. “Solo soy un reflejo de vosotros”, anunció Manson en una de las vistas del juicio. Sus acólitas, como de costumbre, corearon un “amen”. Sí: los discípulos de la Family, en su mayoría prófugas adolescentes de hogares de clase media, más unos pocos cazurros reclutados entre lo más tirado de la escena motora local, parecían besar los antihigiénicos pinreles de aquel media cerilla manipulador y verborreico: Charles Manson, alias “Jesucristo” y “Dios” (como él mismo, en un momento de humildad, se bautizó al ser arrestado).
A los futuros miembros debió sonarles bien: una microsociedad basada en la paz, la fraternidad y el fornicio, alejada de la alienación y las guerras. Muy bien, vaya, si juzgamos por la cantidad de jóvenes que abandonaron a sus familias o maridos, arrastrando con ellos a niños (y algún padre, como Dean Moorehouse, el párroco de 47 años renacido en mansonita triposo) hacia aquel conciliábulo pagano donde todo era de todos, reinaba el sexo libre y el niño era considerado rey. No tardarían en descubrir que lo poco que había era más bien de Charlie, que el “sexo libre” eran orgías infamantes y que el niño Rey tenía un cierto parecido al Damien de La Profecía.
Because happiness is a warm gun, mama
Ustedes se preguntarán cómo pudo Manson, ratero de cuarta, swami de pacotilla y hippy enanito, erigirse en omnipotente Mesías de aquella patulea de extraviadas Janis Joplins y moldearlas en homicidas sin corazón. El error habitual empieza con tildar a Charlie de hippy, cuando en realidad era un delincuente común de mediana edad que había pasado entre rejas la mitad de su vida (perdiéndose los 60), y a quien liberaron en el apogeo del Verano del Amor. Charlie, cual coyote a dieta de colesterol que de repente dejan suelto en un gallinero, no tardó en coscarse de que podía aplicar la labia de proxeneta, los métodos de control mental (aprendidos en prisión), las veleidades artísticas (se las daba de cantautor) y la vena violenta para llevarse al huerto a una bandada de edípicas exmajorettes rebotadas de la cuna.
Sanders le describe al principio como “un mugriento hombrecillo con labia y una guitarra que sableaba a las chavalas mediante misticismo y cháchara de gurú”. Hasta ahí todo en orden; California estaba llena de pájaros así. Lo que diferenciaba a Manson del resto de charlatanes eran su sociopatía, su amoralidad, su esencia camaleónica (se llamaba a sí mismo “el hombre de las mil caras”; su discípula Ouisch le describió como “un cambiante”) y, por encima de todo, su “credo”, que sonaba más o menos así: “la raza negra se alzará un día y pasará a cuchillo a los CERDOS (la raza blanca); hay que empujar a los negros a que hagan eso, ¿vale, troncos?, porque la sociedad carroza está corrompida, kaput, y tal; cuando el Helter Skelter (o armagedón) llegue a su fin, una panda elegida (nosotros) emergerá del Agujero Sin Fondo (una jauja subterránea donde debemos multiplicarnos hasta ser 144.000 miembros, o sea que iros poniendo en fila, chatas) y subyugará a los negros, que son, emm, una raza inferior. ¿Cómo sé todo eso? Me lo han dicho los Beatles. No, en persona no. A través del White Album. Resulta que son los cuatro jinetes del Apocalipsis. Sí, Ringo también. Que sí, leches, que está todo en el disco: los “cerditos” van a morir en el “helter skelter”, a manos de un “pájaro negro”, cuando llegue la “revolución”. O algo así. ¿No? Bueno, hay que leer entre líneas, hermana. Abre tu mente. Y tus piernas”.

De izquierda a derecha: Squeaky, Sandy Good, Ouisch y Cappy, de vigilia en la entrada del juzgado, 1970
La monserga mansonita, ya ven, mezclaba Beatlefilia con jeta, lascivia, locura, cienciología y enseñanzas pseudobíblicas, que su “Dios” tangible impartía mediante tácticas de desorientación realmente admirables (desde un punto de vista técnico). Como afirmó Bugliosi en Helter Skelter, Manson “tenía un talento especial para capitalizar los traumas y anhelos de la gente”. A las chicas nuevas las iniciaba con un infalible cóctel de guantazos, coitos degradantes, aislamiento forzoso y drogas por un tubo (repartía LSD como el que pasa el bol de Conguitos). Cuando las pobres chiquillas se hallaban ya en estado “sugestivo”, CM les impartía charlas de extensión fidelcastriana sobre “rendir su ego” y “dejar de existir”. Tras varias peroratas de ese jaez, las adolescentes no sabían dónde terminaban ellas y empezaba el tipo aquel. Si alguna expresaba dudas, el gurú reiniciaba el ciclo, salpimentándolo con alguna de sus tranquilizadoras máximas: “el sinsentido tiene sentido”, “la paranoia total es la lucidez total”, “la muerte es el mejor amor” y, hablando claro, “begep flagaggle vaggle veditch-waggle bagga” (sic).
¿Y que hacían las chicas de Charlie, una vez programadas? Más allá de ejercer de harén 24/7, su margen no era muy amplio: le tejían chaquetas, recolectaban basura comestible de supermercados, engendraban criaturas de nombres extravagantes (“Zezozose Zadfrack Glutz”), se sometían a sus jueguecitos jode-mentes o rondaban por las colinas asustando al vecindario (los famosos “creepy crawlies”). Y mataban, naturalmente. Los hasta cierto punto inofensivos creepy crawlies degenerarían en los asesinatos Tate y LaBianca, cuando Manson instó a sus discípulos a pasar a la acción y desencadenar el “Helter Skelter” (el nombre de, ejem, un tobogán inglés, aunque nadie osó corregirle). Es indudable que CM creía de veras en aquella mamarrachada, pero la selección de algunas víctimas se hizo por motivos más terrenales: Manson apuntó hacia Cielo Drive, por ejemplo, porque allí había residido Terry Melcher, el productor pop de los Beach Boys que se negó a convertirle en superestrella.

Atkins, Krenwinkel y Van Houten, pasándolo de fábula
Los Beach Boys. Han leído bien. Su batería Dennis Wilson tuvo a La Familia de gorra en su mansión, de hecho (gastó con ellos 100.000 dólares, aparte de pagarles “la factura médica por gonorrea más alta de la historia”), y ofició de valedor de Manson ante la aristocracia del pop angelino. Es esa conexión pop-bizarra, tan friqui y sesentera, la que hace de la saga Manson algo incomparable: el papel de los Beatles (CM llegó a intentar llamarles por teléfono; no se sabe si dejó recado); el espíritu ario-paleto-biker de La Familia; su aberrante machismo (las mujeres “no tenían alma”, eran “esclavas super-conscientes” que servían a los machos); las prohibiciones estrambóticas (ni gafas, como en la Camboya de los jemeres rojos, ni libros); los ritos seudocristianos (Manson gustaba de representar las estaciones de la cruz cuando todo el mundo -menos él- iba de tripi); los tests de obediencia y los “milagros” (que CM siempre realizaba, menuda casualidad, tras distribuir cantidades generosas de LSD: “resucitó” a un motora a quien había ordenado “morir”, o “regeneró” su propio pene tras habérselo “cortado” con un machete). Y un extenso y pero-qué-me-estás-contando etcétera.
El anticristo de los 60
No necesitan que les recuerde cómo terminó el embrollo que pondría el clavo definitivo en el ataúd de los 60’s. La justicia condenó a cadena perpetua a los seis miembros de la Familia que habían participado de forma directa en las atrocidades de Cielo y Waverly Drive: por el lado femenino, la famosa tríada de Mansonettes cuyas imágenes de época, todo cánticos enajenados y sonrisas hebefrénicas, aún provocan escalofríos en la cerviz: Susan “Sadie Mae” Atkins (Chiflada #1 del cotarro), Patricia Krenwinkel y Leslie Van Houten. Y por el masculino, “Clem” Grogan, que tenía el coeficiente intelectual de un berberecho no muy sagaz, y el apolíneo “Tex” Watson. Linda Kasabian, la séptima participante, sin delitos de sangre en su haber (solo conducía el coche), gozaría de inmunidad tras identificar a los asesinos, y su apellido se convertiría con los años en sinónimo de apestoso rock inglés.

El célebre arresto en el Spahn Ranch, en agosto de 1969.
Las reverberaciones, tanto de los crímenes y juicios como de las actividades de la Familia no encarcelada, así como de las numerosas secuelas, precuelas y crímenes paralelos que se les irían atribuyendo durante la década de los 70, se extenderían hasta el siglo siguiente y más allá (culminando hace unas pocas semanas con la muerte de su lidercito), y son demasiado complejas para analizarlas aquí. Mencionemos solo que la pelirroja de armas tomar (y nunca mejor dicho) Lynette “Squeaky” Fromme trataría de pegarle un tiro al presidente Ford en 1975 (envuelta en una túnica roja y un gorro de… ¿elfo?) y jamás renunciaría a Manson. Y, sépanlo, campa libre aún por un pueblo del Estado de New York (aunque tiene 70 años; sería fácil reducirla). Lo demás está en esos dos maravillosos libros. Kiko Amat
(Artículo publicado previamente en el suplemento Cultura/S de La Vanguardia, 20 de enero del 2018)