Mis nueve meses en Instagram

Hace exactamente un año, en mayo del 2022, decidí entrar a formar parte de Instagram. Se trataba de mi primera red social, pues nunca llegué a sucumbir al influjo de Facebook o Twitter (temía que no fuesen espiritualmente saludables, sacasen lo peor de mí y secuestrasen mi tiempo). Me conformé durante años, así, con este blog de WordPress, que mantenía en un estado de actividad más o menos regular. Y en esas estaba cuando, no sé muy bien cómo, a pesar de hallarme al borde de la saturación social por los grupos de Whatsapp a los que había sido invitado[1] o cuya creación había impulsado directamente, un día decidí, como decía, abrirme una cuenta en IG. Me autoconvencí de que (más sobre esto más adelante) cumpliría al menos su utilidad básica en cuanto a herramienta de promoción profesional.

Lo primero que hice con mi cuenta fue llamarla de otro modo, para engañarme a mí mismo, igual que un adúltero de mediana edad se dice a sí mismo que se ha “enamorado” de la becaria, para poder seguir cepillándosela y mirándose en el espejo sin vomitar. En mi mente, pues, mi cuenta de Instagram era en realidad un “bookstagram”. Un perfil que yo abría para recomendar libros que me iba leyendo y, simultáneamente, hacer promoción de los míos.

Con esa inocente idea en mente, me dirigí a mi amigo y socio Benja Villegas, que me realizó un tutorial rápido de la mecánica, etiqueta y modo de uso de la red social. En poco más de media hora aprendí, entre otras cosas, con cuántas stories al día eras considerado un plasta (más de dos, aparentemente); número de caracteres de un post que te delataban como boomer incurable; regularidad del feed; modales al contestar los mensajes directos; seguir a muchos usuarios o a pocos (Benja me transmitió la ecuación del no-loser: la gente a la que sigues debe ser, como muchísimo, un tercio de la que te sigue); y un extenso etc.

Una vez cursado el aprendizaje, me dirigí a mi ordenador para abrir la cuenta. Al ir a hacerlo, tropecé con el primero de los obstáculos: ya existía una cuenta de Instagram a nombre de amat.kiko. Sentí una cierta trepidación al pensar que existía en el mundo un dictador indochino, o una tocóloga siciliana, con mi mismo nombre, pero la decepción -como acostumbraría a sucederme en cada nuevo paso de IG- no tardó en llegar: la cuenta era solo un fan account que había abierto, varios años atrás, un lector mío. Un lector mío holgazán, para más señas. La cuenta contenía una única foto, no especialmente buena, del autor, pillado con un insólito botellín de cerveza en la mano. Solo con eso, el anónimo andoba había conseguido 600 seguidores, que no se habían dado de baja a pesar de la patente ausencia de actualizaciones regulares sobre su escritor favorito.

Con franqueza, lo anterior ya le dice a uno todo lo que necesita saber de Instagram, pero yo no lo razoné así en aquel momento. Solo maldije a aquel rufián por haber suplantado mi personalidad, y encima de un modo tan indolente, y continué con la apertura de mi “bookstagram”. En la foto de perfil enchufé una ilustración de mí mismo con gorguera isabelina[2], lo bauticé simplemente como kiko.amat y lo lancé al mundo, a ver qué sorpresas me deparaba aquella nueva maravilla tecnológica.

No tardé mucho en descubrir la primera de las trampas de Instagram. Puedes llamar a tu cuenta Bookstagram, como puedes llamarla Euronymus, Prolapso o, simplemente, “Juan”, pero eso no hace que deje de ser Instagram, con los algoritmos, modos y triquiñuelas inseparables de la red social. Con esto quiero decir, lisa y llanamente, que Instagram no se creó para que la gente colgase sus malditas bibliotecas. Llegué a esa conclusión tras un sencillo experimento: colgué un librito de Nietzsche en bastante mal estado y encima vetusto (Alianza Editorial de los 80) que me había encantado, y no solo los likes no pasaron de 15[3], sino que la zona de comentarios parecía el parking del Carrefour del Prat en domingo. Cuando volví a colgarlo, solo que esta vez en una fotografía donde se me veía a mí sosteniéndolo, tanto los likes como los comentarios se multiplicaron.

No hacía falta ser Sherlock Holmes para colegir que, en aquella tesitura, lo de menos era el objeto. Lo comprendí del todo en el siguiente paso del experimento, que fue colgar una foto mía haciendo morritos y bebiéndome una Estrella, ya sin libro alguno en las manos. No soy matemático, así que me veo incapaz de precisar el aumento geométrico de likes que generaba mi faz bebedora, pero sepan solo que el número era mucho, mucho mayor que el que generaba la portada de un libro, y ni siquiera soy un hombre objetivamente apuesto. Comprendí con ello que el medio condicionaba el mensaje, para decirlo con un axioma que es casi cliché, y que el mensaje prioritario de Instagram era uno de intimidad cotidiana con exhibicionismo borderline. Todo lo que se saliese de eso no le interesaba ni a su madre.

¿Qué hice yo al darme cuenta de dicho sesgo?, escucho que preguntan. ¿Cuál fue mi reacción inmediata al percibir que mi obra, mi palabra y mi MENSAJE inmortal iban a ser puerilizados, ninguneados y sepultados en un marasmo de inocuos selfies de peña (o de mí mismo) dándoselas de bon vivants? Me encantaría decir que, recolocándome bien el monóculo, me puse en pie tras mascullar algún menosprecio ingenioso y cruel, eliminé mi cuenta y me dispuse a redirigir mis esfuerzos hacia una ambiciosa nueva novela que iba a deslumbrar al mundo.

Por desgracia, no hice nada de eso. Pasé nueve meses, en un pasmoso incremento regular de adicción, estupidización y claudicación absoluta ante la presión social, haciendo lo mismo que hacía el resto de los usuarios de IG.

Lo que hacía ese gran colectivo mundial, en cuyas filas acababa yo de ingresar, es complejo de resumir, pero lo intentaré a lo largo de los párrafos siguientes.

1) Hacerse fotos a uno mismo: Si es cierto que vivimos en una sociedad espectacular, como decían los situacionistas, Instagram es la culminación mongola de ese modelo concreto de organización social. Al poco de ingresar en el culto IG, uno empieza a ver el mundo en términos de: composición fotográfica; nivel de deseabilidad/envidia ajena; potencial atractivo personal con el que rociar, cual mofeta, a la peña; discurso (falaz) que dicha imagen le ofrece al espectador; y un largo etcétera. IG ha sublimado, a todos los efectos y de forma dramática, algo que las cámaras de los móviles habían inaugurado tiempo atrás: la compulsión por capturar un momento, y mostrárselo al público, en lugar de vivirlo. Por supuesto, afirmar que eso es una nueva forma de vivir dicho momento es, a mi modo de ver, un oxímoron y un sinsentido. Si en mitad de una comida, o celebración, o reunión para planear un ataque terrorista, estás pensando qué perfil va a quedar mejor en IG, y con qué frase de ironía slacker vas a fustigar al mundo, no acabas de estar en ese sitio.

Quisiera dejar claro que no digo lo previo con soberbia: yo también lo hice. A los pocos días de entrar a formar parte de IG, ya veía el mundo por su potencial exhibible, como el fotoreportero de zona de guerra más pueril del mundo. No me avergüenza decir[4] que, por un breve instante, empecé a clasificar a mis interlocutores o compañeros de parranda en base a su potencial difusor en red. Es decir, sabía cuándo estaba con alguien que se haría tarde o temprano un selfie conmigo y que dicho selfie generaría una serie de likes y visibilidad aumentada en IG. Me faltan las palabras para describir el nivel de autorepugnancia que me generaba ese comportamiento, que ni podía evitar ni evitar ver, en el que continué chapoteando, cual cerdo en fangal, sin el menor asomo de rubor[5] a lo largo de mis nueve meses en IG.

2) Hacerse fotos de uno mismo casi en pelotas: El condicionamiento antes mencionado tiene su consecución lógica en la popular tipología de post Imagen de Persona Medio en Bolas Con Objeto. Lo diré rápido: a la gente le gusta bastante desnudarse en Instagram. Hacerlo con objeto representa la manera ideal (aunque igualmente cómica) de enseñar los abdominales pero pretendiendo que estás haciendo otra cosa; que la presencia notoria de tu joven culo en el centro de la imagen es solo una encantadora casualidad. En mis nueve meses en Instagram pude observar numerosas fotos de, sobre todo mujeres, pero también algunos hombres, que posaban con libros míos en playas y balcones, en estado de patente semidesnudez, a la vez que simulaban estar enfrascados en su lectura. No hace falta decir que lo último era improbable: si estás sujetando Revancha en el ángulo perfecto para que Instagram no censure tu foto púbica, no estás leyendo el libro; lo estás usando de tanga. De nuevo, digo esto sin la menor altivez, pues yo acabé también quitándome la camiseta a la menor ocasión, y como saben ustedes no soy precisamente Pedro Pascal. Instagram parece el lascivo jefe de pista que te sugiere que enseñes más muslo en tu número de magia; es el fotógrafo salaz que te propone una foto más “sugerente” para tu book; es el puto Harvey Wenstein hecho algoritmo.

3) Hacerse fotos de los propios pies con libro: No confundir con hacer fotos a pies de libro. No sé si atribuir esto a la molicie hamaquera o a una dominación extendida del parcialismo sexual en su modalidad podal, pero todos los supuestos lectores de Instagram terminan, inevitablemente, haciéndose fotos de sus pies desnudos en escorzo, con libro en primer plano (semiborroso).

Un misterio adicional, que no me corresponde a mí dilucidar, es por qué, si la gente busca su idóneo perfil facial para los selfies de IG, no aplican el mismo rasero a las imágenes de sus zarpas[6]. En todo caso, si descartamos la explicación del fetichismo de pies universal (que, sin duda, comparte un amplio sector de la población[7]) nos queda el exhibicionismo básico de red social, que simplemente intenta comunicar “mirad lo ricamente que estoy, leyendo este buen libro en esta idílica cala menorquina” (no hace falta apuntar que nadie se hace selfies en colectores cloacales o en váteres de bares chinos). Naturalmente, la parte supuestamente lectora de la afirmación es del todo espuria: en ninguna de esas postales está leyendo nadie, por la simple razón de que si estás haciéndote fotos y colgándolas en Instagram (y consultando cada cinco minutos la reacción de tu público) no estás leyendo. Leer es una actividad inmersiva, total y privada, y encima requiere concentración; no puede hacerse a la vez que otras cosas, sean estas funambulismo, manipulación de nitroglicerina o, mismamente, “compartir” el hecho en Instagram.

4) Seguir a gente: Solo las celebridades de lista A o B pueden permitirse tener un Instagram cien por cien exhibicionista. El resto del mundo se ve obligado a pasar por el aro, quieran o no, e interactuar con los demás; la red se construyó con ese fin (a más gente sigues, más tiempo pasas en la red, más cosas compras, y todo eso). Por tanto, el algoritmo maléfico de IG le va dando a uno empujoncitos más o menos agresivos para que siga, mire, comente y se pasee por las cuentas de otros de manera creciente. El resultado de ello es que, hablando claro, uno pasa una parte inmensa de su tiempo en Instagram viendo a los demás enfrascados en sus mierdas mundanas. La creación de arte sublime (que es lo que me interesa a mí, por ejemplo) es raramente exhibible; la mayoría de veces implica a gente en pijama tecleando ante un pc durante varias horas seguidas, lo que como comprenderán es la story con menor potencial viral de la historia.

Al hallar una limitada oferta de lo sublime, uno acaba viendo lo que ustedes saben: fotos de gente repantigada en su sofá, escupiendo o no flema; comida (ver punto 10); hijos haciendo monerías; fotos de culos ajenos, con o sin mi nuevo libro; videos de acróbatas espontáneos (con o sin epic fail), peleas white trash o vomitonas; stories de actores diciendo ingeniosidades “espontáneas”; memes inevitablemente graciosos[8], aunque no tanto como para dedicarles la vida; comparativas de gente que se parece a aquella otra gente; la lista es infinita. No sería tan grave si no fuese porque, al mirar todas esas porquerías, estás dejando de mirar cosas que en verdad son importantes para tu crecimiento humano, emocional e intelectual (ver reflexión grave al final del artículo).

4bis) Seguir a gente que no conoces de nada: Al principio uno mira solo lo que hacen sus amigos. Al poco tiempo empieza a mirar lo que hacen los conocidos. Al final, uno se da cuenta de que está al día de lo que hacen completos extraños. En el mundo no-instagram, seguir intensamente a un desconocido se conoce como acosar, y no solo es creepy sino que está duramente penado por la ley. En el mundo Instagram, sin embargo, la norma es precisamente enterarte de todo lo que hace peña que ni siquiera conoces, y a la que sigues por la razón más nimia (cortesía; reciprocidad; piedad; curiosidad malsana; envidia rastrera; intención masturbatoria; le diste al Seguir sin querer, una noche que estabas curda). Un día me di cuenta de que hacía cuatro semanas que no hablaba con mi amigo David, ni sabía qué era de su hija o cómo le iba a él en el trabajo, pero sabía lo que aquel DJ super-activo en Insta había desayunado, dónde y con quién, casi incluso la forma que había tomado su tránsito intestinal. Al darme cuenta de aquello me golpeó un relámpago de autoconciencia mezclada con extrema anormalidad. Y no me refiero a mi anormalidad (que existe), sino a lo extremadamente anómalo de la situación.

La cosa sería menos grave si la gente empleara el menor sentido de la privacidad, la contención o el decoro; pero Instagram no se creó para que conservásemos esos escrúpulos. Créanme si les digo que hay gente que vive en IG; que han plantado su morada allí. De hecho, empiezo a sospechar que esa gente carece de vida fuera de la red social, pues todo en su existencia parece hacerse para ser captado y compartido. Y cuanto digo todo quiero decir todo: topé repetidas veces con tipos/tipas que posteaban el estar prostrado en cama con enfermedad, leve o menos leve (incluso en el hospital). Debo decir que, si uno ha llegado al punto en que un momento de fragilidad, recogimiento, incluso dolor extremo, le parece potencialmente exitoso en Instagram (como me parecía a mí cuando estaba en ello; me hacía «compañía», por decirlo del modo más mundanal posible) es que uno está cruzando una frontera adicional de desintegración del yo y la intimidad, y debería poner cartas en el asunto lo antes posible.

5) Seguir a grupos de música, actores, etc.: Esta sería una razón excelente para permanecer en IG: el rollo fan. Por desgracia, los artistas no son inmunes a la deriva inherente a IG, por lo cual terminan haciendo lo que el resto de la chusma. Por poner un ejemplo: me gustan mucho Sleaford Mods, pero me importa un pepino la colección de ropa de marca de Jason Williamson, que a lo largo de nueve meses me tragué día sí y día también. No sé ustedes, pero yo soy fan del misterio y los espacios no dichos: no me gustan las novelas, ni los artistas, que no dejan una zona para que el lector u oyente la rellene a su gusto. No quiero saberlo todo de nadie, mucho menos sus quehaceres cotidianos (a no ser que sea en el Mi lucha de Karl Ove Knausgaard).

6) Seguir a bookstagramers: Como suele suceder en el mundo real, la gente que se las da de algo son los menos menos propensos a destacar en ese algo. No quería generalizar, pero me temo que estoy a punto de hacerlo: la gente que se autodefinía como “prescriptora de lecturas» en el perfil de IG solían ser aquellos cuya biblioteca reciente constaba de (cito de memoria): Paul Auster; Michel Houellebecq; Novedad Femenina Mainstream Española; ensayo best seller de turno; clásico cursilón del canon bachiller español; hype iliterario de la temporada; peñazo decimonónico ruso para hacerse el guays; podría seguir y seguir. Es decir, se trataba de gente que parecía escoger sus lecturas basándose solo en recomendaciones centristas de suplemento dominical español. Y no pasa nada por no leer; ni siquiera por leer churros (preferiría morir que juzgar a la gente por sus hábitos lectores). Dicho esto, de ser ese el caso (leer solo churros) uno debería autodescribirse con mayor precisión en Instagram. Durante un par de semanas de confinamiento por pandemia yo hice media hora diaria de ejercicio casero y no por ello pongo en mi perfil “coach de pilates”.

7) Contestar a gente que te contacta: hay algo inherentemente indigno en tener que dar las gracias todo el rato. Creo que soy un tipo de natural agradecido, y no tiendo a dar las cosas por sentadas: celebro cada instante de felicidad o autorrealización como la rareza que es. Pero no me hice artista para que la peña me lo agradeciese, y mucho menos para tener que contestarles, y encima uno a uno (lo que no quiere decir que no me sienta sumamente agradecido, de una manera genérica, porque la gente lea mis libros). Antes de entrar a IG, si algo me reconfortaba, de la manera más perversa y malévola del mundo, era ver a artistas malos o enemigos (generalmente se trataba de la misma persona) dando las gracias individual y servilmente a lectores u oyentes. Y asimismo, a los pocos días de abrir mi cuenta, yo interactuaba con cualquier fulano que me mostrara la menor señal de reconocimiento. La accesibilidad permanente que IG proporciona a un artista es, en mi experiencia, del todo indeseable, impráctica (pierdes horas y horas de tu vida solo manifestando gratitud personalizada) y antinatural. Y no digo esto desde un punto de vista meramente artístico: también me repugna desde el lado fan. Como dijo mi colega y par Carlos Zanón: “no puedo respetar a un escritor que todo el día interactúa en redes sociales”. No solo porque el acto sea un poco deshonroso, que lo es, sino porque durante ese tiempo valiosísimo el artista no está perfeccionando su arte (mandamiento #1 del oficio).

8) Promocionar la propia mierda: Esto tiene que ver con lo que afirmaba al final del fragmento anterior.  Quizás IG sirva de algo a la hora de promocionar los artefactos artísticos de uno, o difundir el lanzamiento de novedades o eventos, pero nada de ello importa al final, porque una consecuencia directa, no remota, de pasar tiempo en Insta es dejar de crear, con lo cual a los pocos meses uno se da cuenta de que no tiene nada que promocionar. Es paradójico, por no decir distópico: IG te proporciona una herramienta aparentemente idónea para mostrar tu arte, pero a cambio tienes que dejar de producir ese arte. Un pésimo trato, lo mires como lo mires.

9) Ver anuncios: de qué carajo ha servido evolucionar desde la época, en nuestra niñez, en que teníamos que tragarnos los anuncios de Norit, magdalenas La Bella Easo o mantas Paduana para acceder al contenido de entretenimiento que deseábamos de veras, si ahora volvemos a hacer lo mismo ante el feed de IG. Como ustedes saben, Instagram contiene muchos anuncios. Muchos. Una auténtica locura. También recomendaciones y odiosos “si te gustó aquello tal vez también te guste eso”. ¿Estás seguro, Instagram? A lo mejor sí es cierto que también me gusta aquello, pero si no te importuna me gustaría llegar a dicha revelación por mi propio pie y siguiendo un proceso orgánico, no tomando el camino que me indica un estulto bot preprogramado que cree que es capaz de mapear mi mente. De acuerdo, algoritmo de IG: un día de hace diez meses miré estanterías a medida. Pero las estanterías no me definen. De hecho me la sudan. Sería maravilloso que, cuando te vaya bien, dejases de lanzar a mis retinas cuentas de muebles escandinavos.

10) Ver comida: si uno lo juzga por la cantidad de cuentas dedicadas a la cocina que existen en IG, los humanos hemos involucionado al estadio en que, como les sucedía a los primeros Homo Sapiens, nos veíamos obligados a pasar veinte horas del día pensando en fuentes de alimentación y dónde hallarlas. No tengo mucho más que decir sobre esto, más allá de que la comida me importa casi menos que las estanterías escandinavas, y a pesar de ello fui bombardeado durante casi un año con stories de platos tan pomposos y churriguerescos que Cleopatra los hubiese devuelto a la cocina por exceso de elaboración.

11) Ver imágenes de vacaciones ajenas: posiblemente la cosa que menos me interesa del mundo, por debajo de la comida y las estanterías escandinavas. No lo disfruté en la época de las diapositivas ni, décadas después, en las imágenes compartidas de grupos de whatsapp (ni siquiera cuando aparecía yo). Cómo iba a apreciarlas entonces cuando conformaban el 80% del contenido de una cuenta de IG. No me ayudaba tener presente en todo momento que aquella gente no estaba viviendo sus en apariencia idílicas vacaciones: las estaba representando para nosotros (ver punto 3). Y a nosotros no nos interesaba un pijo. Al pensar en ello no pude evitar acordarme de una noche de finales de los ochenta que pasamos haciéndonos foto tras foto, toda la panda, para descubrir a la mañana siguiente que se nos había olvidado ponerle carrete a la cámara. Aquel acto estéril que no condujo a nada, más allá de perder el tiempo y haber hecho el primo durante un buen rato ante una caja de plástico vacía, me recordó a la sensación de ver o mostrar imágenes de asueto veraniego en Instagram.

Iré concluyendo, aunque podía sacarme de la manga fácilmente ocho acciones o visiones inanes más. Lo que terminó mi relación con Instagram, al final del periplo mortinato, no fue un suceso aislado, un momento de cegadora revelación. Se trató más bien de una erosión continuada, gota-a-gotaesca, que desembocó en novela fallida y sensación de falta de atención y dispersión mental generalizada. En Instagram me sentía cada vez más desintegrado, como si flotara sin entidad en el éter. Estaba en mil sitios y en ninguno. Tenue, transparente, traslúcido y endeble como un pedazo de film adhesivo pegado a un arbusto, a merced de los elementos.

Al final, como también sucede en la vida no-virtual, tuvo que venir algo a darme el empujón. No fue tanto como si alguien de repente me explicase lo que sucedía, sino más bien como si aquel amigo de léxico preciso hubiese venido a decirme lo que yo intuía, solo que él lo explicaba de una forma prolija, diagnóstica, exacta.

Ese amigo en realidad fue un libro, Clics contra la humanidad; libertad y resistencia en la era de la distracción tecnológica, de James Williams (Gatopardo, 2020). Sería ocioso, por no decir spoilereante, explicar aquí todo lo que Williams me mostró con su ensayo. Pero a modo de resumen les diré que me avisó de que la red estaba secuestrando mi atención a base de sobreabundancia de información (en gran medida pueril); que me había robado, literalmente, los minutos sueltos de estado pensativo de los que gozaba a lo largo de un día; que los hábitos que me había inoculado dicha red diferían de mis valores (Instagram había “reprogramado mi destino”, como dice Williams); que el tiempo que pasaba allí me alejaba, en lugar de acercarme, a mi meta (y las nuevas metas que me proporcionaba eran “mezquinas”); y que la mejor herramienta para crear arte y hacer que fructifique una vocación (también para vivir) es aprender a limitarse (“El arte máximo consiste en limitarse”, dijo Goethe), e Instagram hace lo contrario de ello: te deslimita y desperdiga.

Esta historia tiene un final razonablemente feliz. De un día para otro, tras terminar el libro de Williams, eliminé mi cuenta de Instagram. Y no solo eso: también salí de todos los grupos de Whatsapp, y en un movimiento radical que nunca podré agradecerle a mi propio instinto[9], instalé Freedom, un bloqueador de pago de internet, en mi ordenador de trabajo. Jamás recuperé mi novela fallida, pues lo era por una extensa serie de razones que la desatención causada por Instagram solo agravó y eternizó, pero sí dejé de estar desintegrado. En tan solo unos días noté como mis células y moléculas se reagrupaban y tomaban una forma sólida, en mi cuerpo ya íntegro, como fragmentos de un imán, revirtiéndome al deseado estado de introspección y atención limitada que fertilizaba no solo mi oficio, sino mi vida cotidiana.

Y por eso, en pocas palabras, dejé de estar allí y volví a estar aquí. Volví a mí, en pocas palabras.

Me perdonarán si les recomiendo a ustedes que hagan lo mismo. Instagram es, de veras, un espanto[10]. Kiko Amat


[1] El grupo de whatsapp de amigos de mi pueblo -del que, como leerán al final, ya no soy miembro- siempre ha sido tremendamente activo. A primera hora de la mañana uno podía regalar sus ojos con una retahila de chistes soeces, hilarantes anécdotas alcohólicas de ayer y hoy e imágenes de cualquiera de sus unidades móviles en un bar. O solo la naturaleza muerta de cerveza en mesa. No digo que no me entretuviesen todas estas cosas, simplemente que al final me quitaban una de tiempo atroz.

[2] Ilustración de Benja Villegas.

[3] Con las novedades editoriales, por presión de la editorial etiquetada, esta cifra podía doblarse o, en un delirio de éxito, incluso triplicarse, hasta los 150 likes (el máximo que jamás recibí por cualquier libro).

[4] En realidad sí me avergüenza, y mucho, pero creo que es mi deber social realizar estas confesiones.

[5] En realidad sí me generaba rubor, al menos latente, o inconsciente.

[6] Todos hemos visto en Instagram fotos de dátiles cuasimodescos, empeines elefantíacos, dedos gordos que parecían cabezudos, y otros exhibits de museo de los horrores, sin poder explicarnos cómo se llegaba a ese estado de impudicia y desdén por las apariencias podales.

[7] El tanto por ciento de fetichistas de pies en un corte social como el del grupo de Whatsapp de amigos de mi pueblo es tranquilamente de un 40%, y eso sin contar los que lo son y no lo confiesan. Podría llegar a un 60%.

[8] La fabricación regular de memes, por buenos que sean, me parece uno de los mayores desperdicios modernos de mentes de una generación, que otramente estarían, tal vez, enfrascadas en la creación de arte sublime.

[9] También a mi hermana, que me lo recomendó.

[10] Twitter también, pero eso sería otro artículo; uno que a mí no me corresponde escribir.