1. Un club de lectura es la última esperanza del escritor deprimido. El balneario a donde acudimos los autores a tratarnos nervios y ego cuando la nueva no vende; cuando el crítico sifilítico acaba de descuartizarla en público; cuando empiezan a azotar las dudas sobre el propio talento; cuando el medianía de turno acaba de publicar su enésimo best-seller. Un club de lectura es la casa de tus padres cuando tienes ocho años y tu mamá te trae un cacao caliente y te arropa bajo el edredón: el lugar donde te sientes protegido y nada malo puede pasarte.
Para aquellos de ustedes que no conozcan su razón de ser, un club de lectura, por norma general, es algo que funda una librería y regentan lectores de pago. Dicha librería propone una lista de lecturas anuales, seleccionadas mediante un criterio determinado, que se van leyendo a razón de una por mes. En ocasiones se invita a literatos, sobre todo cuando no están muertos, para que discutan su obra y contesten preguntas. El ambiente es distendido y afable; a menudo se come o bebe. Lo normal es que se invite al autor cuando ha gustado el libro (graben esto en su mente; será importante más abajo). Aunque uno suele topar con el inevitable escéptico que llega a la sesión con una extensa lista de reproches, el resto de miembros son, en dos palabras, fans felices.
Un autor, en resumen, no espera topar allí con una turba linchatoria. Tampoco pasar un examen: un club de lectura es la tarea más relajada de un novelista. Los autores solemos presentarnos en metafóricas bermudas y chanclas, dispuestos a pasar una tarde de asueto con peña que ha gozado nuestro último libro, en el marco íntimo de una librería amiga que le ha hecho promoción y que encima nos paga una cena o copas. En un club de lectura nada puede salir mal.
O sí, depende.
2. Hace un mes me invitaron al más chocante club de lectura en el que he estado en toda mi carrera, y llevo veinticinco años en el oficio. Yo no conocía previamente la librería que cursó la invitación, lo cual tampoco es inusual; hay muchas librerías en Catalunya. Lo inusual empezó cuando consulté a gente de la industria de mi entorno, y nadie tenía conocimiento de su existencia (como si me hubiese convertido en personaje de Lovecraft, desde ese punto lo inusual ya no me abandonaría). Las palabras Librería-Papelería flashearon ominosamente en mi mente, pero decidí aceptar la invitación. La única condición que puse es la que siempre pongo: regresar a casa en taxi. No pido más. Como ya dije, llevo años en esto y se me ha pasado la edad para esperar el último cercanías hielaculos del Baix Llobregat. Por añadidura, tíldenme de Bono Vox si quieren, el trayecto de vuelta en taxi es, como dicen las madres histéricas norteamericanas, me-time: un momento de paz en el que miro por la ventanilla y repliego mis pensamientos. Creo que no es pedir demasiado, teniendo en cuenta que salgo de soltar ingeniosidades, máximas y secretos de oficio durante cinco horas seguidas.
Cuando llegó el día señalado, me sacudí de encima la previsible pereza y me dispuse a soldier on, que dicen los ingleses, porque mis invitadores eran paisanos y tenían una (posiblemente deficitaria) Librería-Papelería. Si Jesucristo se dejó llevar al monte Calvario para redimir la culpa de los hombres, yo también podía emplear un viernes noche otoñal para ir a un club de lectura remoto.
Una vez dentro del coche, la primera cosa que me soltó, en un tono más bien sombrío, la dueña de la librería fue que la librería no solo era deficitaria, sino que ya no existía. Se había visto obligada a cerrarla por falta de clientela. No era el más halagüeño de los augurios, pero no me amilané. Me dije que mi papel era el de, por expresarlo en términos castrenses, cuadrarme ante una librería infortunada que combatió con valentía en un mundo hostil. Le manifesté a la exdueña mi más sentido pésame. Ella contestó, mientras ponía el auto en marcha, que me había venido a buscar en persona porque salía de un cursillo de formación de cierta multinacional del ocio, y mi casa le venía de paso. Conmiseré también con esa situación, pues no soy ajeno al curro de mierda y, de hecho, en tiempos difíciles me vi obligado a vestir el chalequito de marras de la misma multinacional. Tras mis palabras nos pusimos en camino, si bien en un mood inicial un tanto melancólico (más ella que yo, supongo).
3. El trayecto hacia el club fue como el nacimiento del Niño Jesús: un periplo plagado de señales. Primero topamos con un atasco mediano (que un taxista no hubiese tenido el menor problema en sortear); luego empezó a sonar Víctor Manuel en el hi-fi (algo que San Juan anuncia en su evangelio como indicio del inminente apocalipsis); y por último, la dueña de la librería empezó a listarme los libros que se habían leído hasta entonces en el club. Yo no conocía ninguno. Cero. Si es improbable que ni yo ni nadie de mi círculo gremial conozca una librería catalana concreta, es directamente imposible que no me suene el listado de novelas. Para que algo así suceda, el club debería ser A) el más arcano y exclusivo de la historia (leen solo papiros hititas, odas mesopotámicas, cosas así) o B) el más yermo y carencial del mundo (leen solo autoeditados de locos del barrio, balbuceos inanes de youtubers, reflexiones autoayudescas de mediáticos y novela histórica española).
Aún sin conocer ninguno de los nombres ofrecidos, me resistí a decantarme por la segunda opción. Quizás todo saldría bien, después de todo. Acto seguido, pregunté si yo era su primer invitado. La dueña de la librería me contestó que sí, pero que hacía poco habían leído las memorias de un famoso que narraba su adicción e ingreso en un centro y que, como el autor no estaba disponible, en su lugar habían invitado a un cliente con problemas mentales. No me importa confesarlo: me reí. Fui el único: la dueña seguía conduciendo con cara de pesadumbre, ahora mezclada con inquietud, por si yo era un psicópata. Pero yo no lo era; simplemente pensaba que se trataba de una broma. Me pregunté qué harían si el autor de una novela rural tampoco estuviese disponible; ¿traer a una vaca?.
La dueña continuó diciendo que en la sesión de una novela histórica sobre la antigua Grecia se habían disfrazado todos de griegos, con togas y sandalias y demás. Fui presa de una violenta aprensión. ¿Dónde me había metido? Empecé a fantasear con la idea de saltar del coche en marcha, pero por desgracia el atasco ya se había solucionado. Desde aquel punto hasta que llegamos al destino, la ex librera me contó algunas cosas de su vida. O todas. El único comentario que hizo sobre mi novela era que, por culpa de la jerga que utilizan algunos protagonistas, había pasado muchas páginas pensando que estaba escrito en otro idioma, y estuvo a punto de devolverlo. Ja, ja, vale. Un momento, ¿cómo?
4. Llegamos al fin al restaurante donde se realizaba la cena-club. Se trataba de una brasería con sala de banquetes perdida en mitad de una ladera semiurbanizada. Tenía capacidad para unas trescientas personas, y estaba completamente vacía: yo y la ex librera éramos las únicas personas allí, junto a una camarera malhumorada y la que supuse era la abatida dueña del garito. Hacía frío. Algunas salas estaban iluminadas solo a medias. Me pedí una cerveza, y casi al momento otra, a la vez que lamentaba no haberme emborrachado enérgicamente en Barcelona.
Los miembros fueron llegando uno tras otro. Eran el corte social clásico que uno ha aprendido a reconocer en clubs de lectura: casi todo mujeres, con dos o tres hombres simbólicos, de mediana edad (entre treinta y cincuenta). No me parecieron especialmente distintos a ninguno de los miembros de club con los que yo había topado en el pasado, aunque, claro, en aquel momento yo no anticipaba qué pasaba por sus cabezas.
Pasemos directamente a la cena: tuvo lugar en una sala desangelada, con estufa de butano apagada incluida, de la segunda planta. Vacía, naturalmente. Bosque negro extrarradial allá fuera. Un lugar perfecto para cargarse a alguien, pensé de repente. Hice inventario de enemigos, por si alguno de ellos podía haber ideado aquel plan. Me dije que no; mis adversarios son unos lilas, jamás se atreverían a llevarlo tan lejos.
Me sentaron en un extremo de un grupo de mesas dispuestas en cuadrado[1]. Cuando dio inicio la cosa, y empecé a hablar, me di cuenta al instante de que aquello no iba a desarrollarse como un club de lectura habitual. Según avanzaba yo con mi chispeante perorata inaugural, el resto de miembros hablaban entre ellos, se lanzaban comentarios a voces de un lado a otro de la mesa, llamaban al camarero, se levantaban y se volvían a sentar. Más que un club de lectura, aquello se parecía a la reunión anual de la peña de colegas de mi pueblo, solo que sin las drogas. Lo cual me hubiese parecido fantástico, de haber conocido yo a alguna de aquellas personas y de no haberse tratado de una velada laboral en viernes noche.
Lo mejor estaba por llegar: a ninguno de ellos les había gustado mi libro. Uno a uno, de izquierda a derecha (para mancillarme sí que mantenían un orden estricto), me fueron comentando las reservas que tenían para con Revancha: “estuve a punto de dejarlo cinco o seis veces, pero ella (señaló a la ex librera) nos obligó a terminarlo” (dijo esto como si le hubiesen hecho una putada gorda de la que iba a vengarse); “se me hizo muy largo”; “no me gustó la violencia, pero me gustó que saliesen pueblos de aquí”; “no entendía la jerga”; “no entendía la jerga”; “no entendía la jerga” (no se me ha atascado el cortapega, simplemente lo dijeron muchas veces); “normalmente no leo ese tipo de libros” (yo no le respondí con la única frase que puede decírsele a alguien que suelta eso); todo en esa onda.
En un momento concreto, la señora que había manifestado las peores reservas respecto a mi novela (entendí que era la miembro “difícil” del colectivo; yo no la había reconocido como tal porque allí pasaba desapercibida) nos hizo entrega a todos de un pequeño diccionario dialectal de Revancha, encuadernadito con grapa y portada en color[2]. Sí, todo un detalle. Lástima que la señora me lo ofrendase justo después de defecar ruidosamente sobre mi novela, y lástima también que en el diccionario apareciesen varias palabras que, inadvertidamente, se había inventado ella[3] (WTF), acompañadas de otras que no eran jerga en absoluto, sino vocablos de uso común. Mi alma se oscureció con un terror inefable.
5. Pero no teman: en aquel punto yo ya había activado lo que llamo mi Resorte ‘Nam, y que implica aceptar que te hallas en mitad de un entorno esperpéntico y potencialmente letal, gobernado por convenciones sociales distintas, y que tienes que dejarte llevar por los acontecimientos sin ofrecer resistencia. Con eso quiero decir que empecé a emborracharme como un cerdo y a encontrarlo todo divertidísimo. En todo esto, los miembros del club continuaban escupiendo opiniones poco fundamentadas sobre mi última novela, aderezadas con anécdotas personales no relacionadas[4], lugares comunes (“de dónde sacas las ideas”), non sequiturs mundanales (“vas muy tatuado”) y frases que ni me molesté en intentar comprender.
El orden de la sala empezaba a diluirse, y se esfumó definitivamente cuando intervino un cordial caballero con apariencia de profesor de autoescuela cum gigoló cincuentón[5], a quien la ex librera interpeló con la frase (les ruego que me crean): “ya vi que lo tenías en la mesilla de noche”. El club entero estalló en carcajadas, silbidos catcalling y vítores: la presidenta y el profesor de autoescuela mantenían un affaire. Aquello estuvo a punto de arrancar la conocida firmeza del labio Amat, pero me sobrepuse con una nueva ronda de birras, para mí y mi vecino de mesa. En el club se habló un buen rato de la relación entre ex librera y profesor de autoescuela. Parecía irles bien. Me trajeron mi chuletón humeante, aunque hacía rato que se me había quitado el hambre[6].
La presidenta del club, harta de hablar de sus intimidades de alcoba, puso orden. La sesión continuó con un segmento de impropiedades digresivas más. En su culmen, una señora con exquisitos modales dijo algo que tenía sentido, y por poco me da un soponcio (francamente, no sé qué hacía ella allí; tal vez algún tipo de estudio sobre el abismal estado de los clubs de lectura de la comarca). Un hombre argentino me soltó acto seguido la primera frase auténticamente elogiosa de la noche, y casi salto por encima de la mesa para darle un abrazo.
Llegaron los postres. Yo no tomo postre nunca, así que me pedí el único equivalente aceptable en ese loco entorno, que era un perejil en vaso de tubo[7]. El bebible me fortificó para la sección de firmas, donde cada uno de ellos desfiló con un ejemplar del libro, que si recuerdan no les había gustado y habían terminado solo con extrema dificultad y bajo coacción. La situación era paradójica, y tenía un aire irreal, triposo, como de pesadilla gótica. No me atreví a destruir su mundo apuntando que eso era lo opuesto de lo que se hacía allá fuera, donde los lectores hacían cola para pedir firmas de libros que les habían gustado.
En dicha cola, una treintañera de cara redonda y rasgos agradables aportó, cuando llegó su turno, la segunda mejor intervención de la noche. Me comentó que le gustaría que su hijo fuese escritor, y que dónde se estudiaba eso. Mi respuesta fue que existían algunas carreras y ciclos de escritura creativa en universidades, pero que en realidad aquello era algo que uno podía aprender por sí mismo, y que el camino autodidacta que yo había emprendido parecía funcionar bien. Le entregué su ejemplar firmado. La mujer, sin perder pie, con una candidez admirable, me respondió: “ya, pero es que yo quiero que sea escritor pero que no sea como tú, ni tenga que hacer lo que tú has hecho”. Precioso. Gracias.
6. Me puse en pie. Mi postura erguida, mi mirada-a-reloj y mis ojos dementes indicaron a los presentes que iba siendo hora de dar por finalizada la sesión. Antes de permitirme marchar, me hicieron entrega de un recuerdo: una botella de vino y unas catanias, o algo por el estilo. No lancé ambos objetos al aire y me precipité ventana abajo, aprovechando el momento de confusión. Se lo agradecí. Les pregunté, en voz conciliadora, casi un susurro, si me habían pedido ya el taxi de vuelta. La exlibrera me dijo que no hacía falta, porque iban a llevarme en coche de vuelta. Les respondí que no se molestaran; un taxi me iría de maravilla. Sería lo ideal, vamos. Fui firme en ese sentido. Les expuse los hechos de la forma más sucinta. Ella me contestó que no era molestia, para nada, que aprovechaban para irse de marcha a Castelldefels y mi morada les iba de paso. Mis ojos se engrandecieron, supongo, al tamaño personaje de manga. Me encaminé hacia la puerta arrastrando los pies, con el mismo ánimo que Saint Simon tras haberse disparado seis veces en la cabeza.
En el viaje de vuelta los cuatro pasajeros que no eran yo charloteaban, cantaban y reían jubilosos. No se propuso concurso de piroflatulencias, pero faltó poco. Una miembro del club no gallega hablaba en acento gallego, y otros muchos acentos de la península ibérica, por alguna razón que fui incapaz de colegir. Yo solo soltaba paridas de beodo y les decía, una y otra vez, que jamás iba a olvidar aquella noche (lo cual era totalmente cierto).
En un punto concreto, pasado Gavá, la jefa del club dejó de hablar. Solo negaba con la cabeza para sí misma, mascullaba para sí la palabra “vergüenza”, apretaba los puños y trataba de sofocar el pánico creciente, como haría una persona que acabase de matar a alguien y no hubiese anticipado la parte de deshacerse del cuerpo. Deduje que entonces, y solo entonces, acababa de darse cuenta de que algo había ido horriblemente mal en su club de lectura. Nunca sabré con certeza qué pensamientos cruzaron su mente en aquel instante: ¿pensó quizás que faltaron togas y sandalias? ¿que yo debería haber sido menos notas y pedirme el bacalao? ¿que no me pasarían esas cosas si escribiese libros que le gustasen a alguien? ¿que tal vez deberían haber hecho como en el libro aquel del mediático cocainómano, y traer a un ultra del Barça en lugar del autor? ¿Qué aquel no era, pensándolo bien, el sitio ni el lugar para poner sobre la mesa su relación sexual con un afiliado al club? Me temo que nunca lo sabré.
Lo que sí sé es que, en pocas semanas, la teoría de la conspiración enemiga fue cobrando nueva fuerza según se fueron desarrollando una serie de sucesos, sin aparente relación entre ellos ni con lo acontecido en el club, que resultaron en extremo onerosos para mí. Me di cuenta de que todos ellos, sumados, apuntaban a la hipótesis de que el club de lectura infernal fuese parte de un plan mucho más ambicioso, parecido al que el Kingpin le hace a Daredevil en Born again: el de la destrucción completa de Kiko Amat en todos los ámbitos, que finalmente mis enemigos se habían decidido a emprender. Y que tal vez, solo tal vez, no habíamos presenciado aún la última escena.
[1] Me aseguré, por un instinto innato que me ha salvado en la vida en numerosos lances previos, de que a mi lado se sentase el que parecía el cervecero working class de la tropa. Había sido el único que había venido a mí para comentarme algo sobre ultras.
[2] Era el amarillo de los libros foráneos de Anagrama, es decir, el color equivocado.
[3] Me refiero a que ella pensaba que estaban en el libro, sin que estuviesen allí para nada. De hecho, había un par de palabras en jerga argentina.
[4] Esto es un clásico de clubs de lectura, debo decir, pero uno lo aguanta porque se trata de fans; lo que distaba de ser el caso.
[5] Bronceado muy hecho; camisa muy abierta con doble patrón contrastado, estilo Cam de Modern Family; joyería de tallado ptolemaico.
[6] Por añadidura, lo había pedido solo como medida de seguridad, porque los demás habían optado en bloque por el bacalao al horno, y yo había decidido hacía rato que no podía fiarme de sus elecciones.
[7] Clásico de mi panda: pipermín con ginebra, a partes iguales.