El club de lectura infernal (Hellfire Bookclub)

1. Un club de lectura es la última esperanza del escritor deprimido. El balneario a donde acudimos los autores a tratarnos nervios y ego cuando la nueva no vende; cuando el crítico sifilítico acaba de descuartizarla en público; cuando empiezan a azotar las dudas sobre el propio talento; cuando el medianía de turno acaba de publicar su enésimo best-seller. Un club de lectura es la casa de tus padres cuando tienes ocho años y tu mamá te trae un cacao caliente y te arropa bajo el edredón: el lugar donde te sientes protegido y nada malo puede pasarte.

Para aquellos de ustedes que no conozcan su razón de ser, un club de lectura, por norma general, es algo que funda una librería y regentan lectores de pago. Dicha librería propone una lista de lecturas anuales, seleccionadas mediante un criterio determinado, que se van leyendo a razón de una por mes. En ocasiones se invita a literatos, sobre todo cuando no están muertos, para que discutan su obra y contesten preguntas. El ambiente es distendido y afable; a menudo se come o bebe. Lo normal es que se invite al autor cuando ha gustado el libro (graben esto en su mente; será importante más abajo). Aunque uno suele topar con el inevitable escéptico que llega a la sesión con una extensa lista de reproches, el resto de miembros son, en dos palabras, fans felices.

Un autor, en resumen, no espera topar allí con una turba linchatoria. Tampoco pasar un examen: un club de lectura es la tarea más relajada de un novelista. Los autores solemos presentarnos en metafóricas bermudas y chanclas, dispuestos a pasar una tarde de asueto con peña que ha gozado nuestro último libro, en el marco íntimo de una librería amiga que le ha hecho promoción y que encima nos paga una cena o copas. En un club de lectura nada puede salir mal.

O sí, depende.

2. Hace un mes me invitaron al más chocante club de lectura en el que he estado en toda mi carrera, y llevo veinticinco años en el oficio. Yo no conocía previamente la librería que cursó la invitación, lo cual tampoco es inusual; hay muchas librerías en Catalunya. Lo inusual empezó cuando consulté a gente de la industria de mi entorno, y nadie tenía conocimiento de su existencia (como si me hubiese convertido en personaje de Lovecraft, desde ese punto lo inusual ya no me abandonaría). Las palabras Librería-Papelería flashearon ominosamente en mi mente, pero decidí aceptar la invitación. La única condición que puse es la que siempre pongo: regresar a casa en taxi. No pido más. Como ya dije, llevo años en esto y se me ha pasado la edad para esperar el último cercanías hielaculos del Baix Llobregat. Por añadidura, tíldenme de Bono Vox si quieren, el trayecto de vuelta en taxi es, como dicen las madres histéricas norteamericanas, me-time: un momento de paz en el que miro por la ventanilla y repliego mis pensamientos. Creo que no es pedir demasiado, teniendo en cuenta que salgo de soltar ingeniosidades, máximas y secretos de oficio durante cinco horas seguidas.

Cuando llegó el día señalado, me sacudí de encima la previsible pereza y me dispuse a soldier on, que dicen los ingleses, porque mis invitadores eran paisanos y tenían una (posiblemente deficitaria) Librería-Papelería. Si Jesucristo se dejó llevar al monte Calvario para redimir la culpa de los hombres, yo también podía emplear un viernes noche otoñal para ir a un club de lectura remoto.

Una vez dentro del coche, la primera cosa que me soltó, en un tono más bien sombrío, la dueña de la librería fue que la librería no solo era deficitaria, sino que ya no existía. Se había visto obligada a cerrarla por falta de clientela. No era el más halagüeño de los augurios, pero no me amilané. Me dije que mi papel era el de, por expresarlo en términos castrenses, cuadrarme ante una librería infortunada que combatió con valentía en un mundo hostil. Le manifesté a la exdueña mi más sentido pésame. Ella contestó, mientras ponía el auto en marcha, que me había venido a buscar en persona porque salía de un cursillo de formación de cierta multinacional del ocio, y mi casa le venía de paso. Conmiseré también con esa situación, pues no soy ajeno al curro de mierda y, de hecho, en tiempos difíciles me vi obligado a vestir el chalequito de marras de la misma multinacional. Tras mis palabras nos pusimos en camino, si bien en un mood inicial un tanto melancólico (más ella que yo, supongo).

3. El trayecto hacia el club fue como el nacimiento del Niño Jesús: un periplo plagado de señales. Primero topamos con un atasco mediano (que un taxista no hubiese tenido el menor problema en sortear); luego empezó a sonar Víctor Manuel en el hi-fi (algo que San Juan anuncia en su evangelio como indicio del inminente apocalipsis); y por último, la dueña de la librería empezó a listarme los libros que se habían leído hasta entonces en el club. Yo no conocía ninguno. Cero. Si es improbable que ni yo ni nadie de mi círculo gremial conozca una librería catalana concreta, es directamente imposible que no me suene el listado de novelas. Para que algo así suceda, el club debería ser A) el más arcano y exclusivo de la historia (leen solo papiros hititas, odas mesopotámicas, cosas así) o B) el más yermo y carencial del mundo (leen solo autoeditados de locos del barrio, balbuceos inanes de youtubers, reflexiones autoayudescas de mediáticos y novela histórica española).

Aún sin conocer ninguno de los nombres ofrecidos, me resistí a decantarme por la segunda opción. Quizás todo saldría bien, después de todo. Acto seguido, pregunté si yo era su primer invitado. La dueña de la librería me contestó que sí, pero que hacía poco habían leído las memorias de un famoso que narraba su adicción e ingreso en un centro y que, como el autor no estaba disponible, en su lugar habían invitado a un cliente con problemas mentales. No me importa confesarlo: me reí. Fui el único: la dueña seguía conduciendo con cara de pesadumbre, ahora mezclada con inquietud, por si yo era un psicópata. Pero yo no lo era; simplemente pensaba que se trataba de una broma. Me pregunté qué harían si el autor de una novela rural tampoco estuviese disponible; ¿traer a una vaca?.

La dueña continuó diciendo que en la sesión de una novela histórica sobre la antigua Grecia se habían disfrazado todos de griegos, con togas y sandalias y demás. Fui presa de una violenta aprensión. ¿Dónde me había metido? Empecé a fantasear con la idea de saltar del coche en marcha, pero por desgracia el atasco ya se había solucionado. Desde aquel punto hasta que llegamos al destino, la ex librera me contó algunas cosas de su vida. O todas. El único comentario que hizo sobre mi novela era que, por culpa de la jerga que utilizan algunos protagonistas, había pasado muchas páginas pensando que estaba escrito en otro idioma, y estuvo a punto de devolverlo. Ja, ja, vale. Un momento, ¿cómo?

4. Llegamos al fin al restaurante donde se realizaba la cena-club. Se trataba de una brasería con sala de banquetes perdida en mitad de una ladera semiurbanizada. Tenía capacidad para unas trescientas personas, y estaba completamente vacía: yo y la ex librera éramos las únicas personas allí, junto a una camarera malhumorada y la que supuse era la abatida dueña del garito. Hacía frío. Algunas salas estaban iluminadas solo a medias. Me pedí una cerveza, y casi al momento otra, a la vez que lamentaba no haberme emborrachado enérgicamente en Barcelona.

Los miembros fueron llegando uno tras otro. Eran el corte social clásico que uno ha aprendido a reconocer en clubs de lectura: casi todo mujeres, con dos o tres hombres simbólicos, de mediana edad (entre treinta y cincuenta). No me parecieron especialmente distintos a ninguno de los miembros de club con los que yo había topado en el pasado, aunque, claro, en aquel momento yo no anticipaba qué pasaba por sus cabezas.

Pasemos directamente a la cena: tuvo lugar en una sala desangelada, con estufa de butano apagada incluida, de la segunda planta. Vacía, naturalmente. Bosque negro extrarradial allá fuera. Un lugar perfecto para cargarse a alguien, pensé de repente. Hice inventario de enemigos, por si alguno de ellos podía haber ideado aquel plan. Me dije que no; mis adversarios son unos lilas, jamás se atreverían a llevarlo tan lejos.

Me sentaron en un extremo de un grupo de mesas dispuestas en cuadrado[1]. Cuando dio inicio la cosa, y empecé a hablar, me di cuenta al instante de que aquello no iba a desarrollarse como un club de lectura habitual. Según avanzaba yo con mi chispeante perorata inaugural, el resto de miembros hablaban entre ellos, se lanzaban comentarios a voces de un lado a otro de la mesa, llamaban al camarero, se levantaban y se volvían a sentar. Más que un club de lectura, aquello se parecía a la reunión anual de la peña de colegas de mi pueblo, solo que sin las drogas. Lo cual me hubiese parecido fantástico, de haber conocido yo a alguna de aquellas personas y de no haberse tratado de una velada laboral en viernes noche.

Lo mejor estaba por llegar: a ninguno de ellos les había gustado mi libro. Uno a uno, de izquierda a derecha (para mancillarme sí que mantenían un orden estricto), me fueron comentando las reservas que tenían para con Revancha: “estuve a punto de dejarlo cinco o seis veces, pero ella (señaló a la ex librera) nos obligó a terminarlo” (dijo esto como si le hubiesen hecho una putada gorda de la que iba a vengarse); “se me hizo muy largo”; “no me gustó la violencia, pero me gustó que saliesen pueblos de aquí”; “no entendía la jerga”; “no entendía la jerga”; “no entendía la jerga” (no se me ha atascado el cortapega, simplemente lo dijeron muchas veces); “normalmente no leo ese tipo de libros” (yo no le respondí con la única frase que puede decírsele a alguien que suelta eso); todo en esa onda.

En un momento concreto, la señora que había manifestado las peores reservas respecto a mi novela (entendí que era la miembro “difícil” del colectivo; yo no la había reconocido como tal porque allí pasaba desapercibida) nos hizo entrega a todos de un pequeño diccionario dialectal de Revancha, encuadernadito con grapa y portada en color[2]. Sí, todo un detalle. Lástima que la señora me lo ofrendase justo después de defecar ruidosamente sobre mi novela, y lástima también que en el diccionario apareciesen varias palabras que, inadvertidamente, se había inventado ella[3] (WTF), acompañadas de otras que no eran jerga en absoluto, sino vocablos de uso común. Mi alma se oscureció con un terror inefable.

5. Pero no teman: en aquel punto yo ya había activado lo que llamo mi Resorte ‘Nam, y que implica aceptar que te hallas en mitad de un entorno esperpéntico y potencialmente letal, gobernado por convenciones sociales distintas, y que tienes que dejarte llevar por los acontecimientos sin ofrecer resistencia. Con eso quiero decir que empecé a emborracharme como un cerdo y a encontrarlo todo divertidísimo. En todo esto, los miembros del club continuaban escupiendo opiniones poco fundamentadas sobre mi última novela, aderezadas con anécdotas personales no relacionadas[4], lugares comunes (“de dónde sacas las ideas”), non sequiturs mundanales (“vas muy tatuado”) y frases que ni me molesté en intentar comprender.

El orden de la sala empezaba a diluirse, y se esfumó definitivamente cuando intervino un cordial caballero con apariencia de profesor de autoescuela cum gigoló cincuentón[5], a quien la ex librera interpeló con la frase (les ruego que me crean): “ya vi que lo tenías en la mesilla de noche”. El club entero estalló en carcajadas, silbidos catcalling y vítores: la presidenta y el profesor de autoescuela mantenían un affaire. Aquello estuvo a punto de arrancar la conocida firmeza del labio Amat, pero me sobrepuse con una nueva ronda de birras, para mí y mi vecino de mesa. En el club se habló un buen rato de la relación entre ex librera y profesor de autoescuela. Parecía irles bien. Me trajeron mi chuletón humeante, aunque hacía rato que se me había quitado el hambre[6].

La presidenta del club, harta de hablar de sus intimidades de alcoba, puso orden. La sesión continuó con un segmento de impropiedades digresivas más. En su culmen, una señora con exquisitos modales dijo algo que tenía sentido, y por poco me da un soponcio (francamente, no sé qué hacía ella allí; tal vez algún tipo de estudio sobre el abismal estado de los clubs de lectura de la comarca). Un hombre argentino me soltó acto seguido la primera frase auténticamente elogiosa de la noche, y casi salto por encima de la mesa para darle un abrazo.

Llegaron los postres. Yo no tomo postre nunca, así que me pedí el único equivalente aceptable en ese loco entorno, que era un perejil en vaso de tubo[7]. El bebible me fortificó para la sección de firmas, donde cada uno de ellos desfiló con un ejemplar del libro, que si recuerdan no les había gustado y habían terminado solo con extrema dificultad y bajo coacción. La situación era paradójica, y tenía un aire irreal, triposo, como de pesadilla gótica. No me atreví a destruir su mundo apuntando que eso era lo opuesto de lo que se hacía allá fuera, donde los lectores hacían cola para pedir firmas de libros que les habían gustado.

En dicha cola, una treintañera de cara redonda y rasgos agradables aportó, cuando llegó su turno, la segunda mejor intervención de la noche. Me comentó que le gustaría que su hijo fuese escritor, y que dónde se estudiaba eso. Mi respuesta fue que existían algunas carreras y ciclos de escritura creativa en universidades, pero que en realidad aquello era algo que uno podía aprender por sí mismo, y que el camino autodidacta que yo había emprendido parecía funcionar bien. Le entregué su ejemplar firmado. La mujer, sin perder pie, con una candidez admirable, me respondió: “ya, pero es que yo quiero que sea escritor pero que no sea como tú, ni tenga que hacer lo que tú has hecho”. Precioso. Gracias.

6. Me puse en pie. Mi postura erguida, mi mirada-a-reloj y mis ojos dementes indicaron a los presentes que iba siendo hora de dar por finalizada la sesión. Antes de permitirme marchar, me hicieron entrega de un recuerdo: una botella de vino y unas catanias, o algo por el estilo. No lancé ambos objetos al aire y me precipité ventana abajo, aprovechando el momento de confusión. Se lo agradecí. Les pregunté, en voz conciliadora, casi un susurro, si me habían pedido ya el taxi de vuelta. La exlibrera me dijo que no hacía falta, porque iban a llevarme en coche de vuelta. Les respondí que no se molestaran; un taxi me iría de maravilla. Sería lo ideal, vamos. Fui firme en ese sentido. Les expuse los hechos de la forma más sucinta. Ella me contestó que no era molestia, para nada, que aprovechaban para irse de marcha a Castelldefels y mi morada les iba de paso. Mis ojos se engrandecieron, supongo, al tamaño personaje de manga. Me encaminé hacia la puerta arrastrando los pies, con el mismo ánimo que Saint Simon tras haberse disparado seis veces en la cabeza.

En el viaje de vuelta los cuatro pasajeros que no eran yo charloteaban, cantaban y reían jubilosos. No se propuso concurso de piroflatulencias, pero faltó poco. Una miembro del club no gallega hablaba en acento gallego, y otros muchos acentos de la península ibérica, por alguna razón que fui incapaz de colegir. Yo solo soltaba paridas de beodo y les decía, una y otra vez, que jamás iba a olvidar aquella noche (lo cual era totalmente cierto).

En un punto concreto, pasado Gavá, la jefa del club dejó de hablar. Solo negaba con la cabeza para sí misma, mascullaba para sí la palabra “vergüenza”, apretaba los puños y trataba de sofocar el pánico creciente, como haría una persona que acabase de matar a alguien y no hubiese anticipado la parte de deshacerse del cuerpo. Deduje que entonces, y solo entonces, acababa de darse cuenta de que algo había ido horriblemente mal en su club de lectura. Nunca sabré con certeza qué pensamientos cruzaron su mente en aquel instante: ¿pensó quizás que faltaron togas y sandalias? ¿que yo debería haber sido menos notas y pedirme el bacalao? ¿que no me pasarían esas cosas si escribiese libros que le gustasen a alguien? ¿que tal vez deberían haber hecho como en el libro aquel del mediático cocainómano, y traer a un ultra del Barça en lugar del autor? ¿Qué aquel no era, pensándolo bien, el sitio ni el lugar para poner sobre la mesa su relación sexual con un afiliado al club? Me temo que nunca lo sabré.

Lo que sí sé es que, en pocas semanas, la teoría de la conspiración enemiga fue cobrando nueva fuerza según se fueron desarrollando una serie de sucesos, sin aparente relación entre ellos ni con lo acontecido en el club, que resultaron en extremo onerosos para mí. Me di cuenta de que todos ellos, sumados, apuntaban a la hipótesis de que el club de lectura infernal fuese parte de un plan mucho más ambicioso, parecido al que el Kingpin le hace a Daredevil en Born again: el de la destrucción completa de Kiko Amat en todos los ámbitos, que finalmente mis enemigos se habían decidido a emprender. Y que tal vez, solo tal vez, no habíamos presenciado aún la última escena.   


[1] Me aseguré, por un instinto innato que me ha salvado en la vida en numerosos lances previos, de que a mi lado se sentase el que parecía el cervecero working class de la tropa. Había sido el único que había venido a mí para comentarme algo sobre ultras.

[2] Era el amarillo de los libros foráneos de Anagrama, es decir, el color equivocado.

[3] Me refiero a que ella pensaba que estaban en el libro, sin que estuviesen allí para nada. De hecho, había un par de palabras en jerga argentina.

[4] Esto es un clásico de clubs de lectura, debo decir, pero uno lo aguanta porque se trata de fans; lo que distaba de ser el caso.

[5] Bronceado muy hecho; camisa muy abierta con doble patrón contrastado, estilo Cam de Modern Family; joyería de tallado ptolemaico.

[6] Por añadidura, lo había pedido solo como medida de seguridad, porque los demás habían optado en bloque por el bacalao al horno, y yo había decidido hacía rato que no podía fiarme de sus elecciones.

[7] Clásico de mi panda: pipermín con ginebra, a partes iguales.

Mis nueve meses en Instagram

Hace exactamente un año, en mayo del 2022, decidí entrar a formar parte de Instagram. Se trataba de mi primera red social, pues nunca llegué a sucumbir al influjo de Facebook o Twitter (temía que no fuesen espiritualmente saludables, sacasen lo peor de mí y secuestrasen mi tiempo). Me conformé durante años, así, con este blog de WordPress, que mantenía en un estado de actividad más o menos regular. Y en esas estaba cuando, no sé muy bien cómo, a pesar de hallarme al borde de la saturación social por los grupos de Whatsapp a los que había sido invitado[1] o cuya creación había impulsado directamente, un día decidí, como decía, abrirme una cuenta en IG. Me autoconvencí de que (más sobre esto más adelante) cumpliría al menos su utilidad básica en cuanto a herramienta de promoción profesional.

Lo primero que hice con mi cuenta fue llamarla de otro modo, para engañarme a mí mismo, igual que un adúltero de mediana edad se dice a sí mismo que se ha “enamorado” de la becaria, para poder seguir cepillándosela y mirándose en el espejo sin vomitar. En mi mente, pues, mi cuenta de Instagram era en realidad un “bookstagram”. Un perfil que yo abría para recomendar libros que me iba leyendo y, simultáneamente, hacer promoción de los míos.

Con esa inocente idea en mente, me dirigí a mi amigo y socio Benja Villegas, que me realizó un tutorial rápido de la mecánica, etiqueta y modo de uso de la red social. En poco más de media hora aprendí, entre otras cosas, con cuántas stories al día eras considerado un plasta (más de dos, aparentemente); número de caracteres de un post que te delataban como boomer incurable; regularidad del feed; modales al contestar los mensajes directos; seguir a muchos usuarios o a pocos (Benja me transmitió la ecuación del no-loser: la gente a la que sigues debe ser, como muchísimo, un tercio de la que te sigue); y un extenso etc.

Una vez cursado el aprendizaje, me dirigí a mi ordenador para abrir la cuenta. Al ir a hacerlo, tropecé con el primero de los obstáculos: ya existía una cuenta de Instagram a nombre de amat.kiko. Sentí una cierta trepidación al pensar que existía en el mundo un dictador indochino, o una tocóloga siciliana, con mi mismo nombre, pero la decepción -como acostumbraría a sucederme en cada nuevo paso de IG- no tardó en llegar: la cuenta era solo un fan account que había abierto, varios años atrás, un lector mío. Un lector mío holgazán, para más señas. La cuenta contenía una única foto, no especialmente buena, del autor, pillado con un insólito botellín de cerveza en la mano. Solo con eso, el anónimo andoba había conseguido 600 seguidores, que no se habían dado de baja a pesar de la patente ausencia de actualizaciones regulares sobre su escritor favorito.

Con franqueza, lo anterior ya le dice a uno todo lo que necesita saber de Instagram, pero yo no lo razoné así en aquel momento. Solo maldije a aquel rufián por haber suplantado mi personalidad, y encima de un modo tan indolente, y continué con la apertura de mi “bookstagram”. En la foto de perfil enchufé una ilustración de mí mismo con gorguera isabelina[2], lo bauticé simplemente como kiko.amat y lo lancé al mundo, a ver qué sorpresas me deparaba aquella nueva maravilla tecnológica.

No tardé mucho en descubrir la primera de las trampas de Instagram. Puedes llamar a tu cuenta Bookstagram, como puedes llamarla Euronymus, Prolapso o, simplemente, “Juan”, pero eso no hace que deje de ser Instagram, con los algoritmos, modos y triquiñuelas inseparables de la red social. Con esto quiero decir, lisa y llanamente, que Instagram no se creó para que la gente colgase sus malditas bibliotecas. Llegué a esa conclusión tras un sencillo experimento: colgué un librito de Nietzsche en bastante mal estado y encima vetusto (Alianza Editorial de los 80) que me había encantado, y no solo los likes no pasaron de 15[3], sino que la zona de comentarios parecía el parking del Carrefour del Prat en domingo. Cuando volví a colgarlo, solo que esta vez en una fotografía donde se me veía a mí sosteniéndolo, tanto los likes como los comentarios se multiplicaron.

No hacía falta ser Sherlock Holmes para colegir que, en aquella tesitura, lo de menos era el objeto. Lo comprendí del todo en el siguiente paso del experimento, que fue colgar una foto mía haciendo morritos y bebiéndome una Estrella, ya sin libro alguno en las manos. No soy matemático, así que me veo incapaz de precisar el aumento geométrico de likes que generaba mi faz bebedora, pero sepan solo que el número era mucho, mucho mayor que el que generaba la portada de un libro, y ni siquiera soy un hombre objetivamente apuesto. Comprendí con ello que el medio condicionaba el mensaje, para decirlo con un axioma que es casi cliché, y que el mensaje prioritario de Instagram era uno de intimidad cotidiana con exhibicionismo borderline. Todo lo que se saliese de eso no le interesaba ni a su madre.

¿Qué hice yo al darme cuenta de dicho sesgo?, escucho que preguntan. ¿Cuál fue mi reacción inmediata al percibir que mi obra, mi palabra y mi MENSAJE inmortal iban a ser puerilizados, ninguneados y sepultados en un marasmo de inocuos selfies de peña (o de mí mismo) dándoselas de bon vivants? Me encantaría decir que, recolocándome bien el monóculo, me puse en pie tras mascullar algún menosprecio ingenioso y cruel, eliminé mi cuenta y me dispuse a redirigir mis esfuerzos hacia una ambiciosa nueva novela que iba a deslumbrar al mundo.

Por desgracia, no hice nada de eso. Pasé nueve meses, en un pasmoso incremento regular de adicción, estupidización y claudicación absoluta ante la presión social, haciendo lo mismo que hacía el resto de los usuarios de IG.

Lo que hacía ese gran colectivo mundial, en cuyas filas acababa yo de ingresar, es complejo de resumir, pero lo intentaré a lo largo de los párrafos siguientes.

1) Hacerse fotos a uno mismo: Si es cierto que vivimos en una sociedad espectacular, como decían los situacionistas, Instagram es la culminación mongola de ese modelo concreto de organización social. Al poco de ingresar en el culto IG, uno empieza a ver el mundo en términos de: composición fotográfica; nivel de deseabilidad/envidia ajena; potencial atractivo personal con el que rociar, cual mofeta, a la peña; discurso (falaz) que dicha imagen le ofrece al espectador; y un largo etcétera. IG ha sublimado, a todos los efectos y de forma dramática, algo que las cámaras de los móviles habían inaugurado tiempo atrás: la compulsión por capturar un momento, y mostrárselo al público, en lugar de vivirlo. Por supuesto, afirmar que eso es una nueva forma de vivir dicho momento es, a mi modo de ver, un oxímoron y un sinsentido. Si en mitad de una comida, o celebración, o reunión para planear un ataque terrorista, estás pensando qué perfil va a quedar mejor en IG, y con qué frase de ironía slacker vas a fustigar al mundo, no acabas de estar en ese sitio.

Quisiera dejar claro que no digo lo previo con soberbia: yo también lo hice. A los pocos días de entrar a formar parte de IG, ya veía el mundo por su potencial exhibible, como el fotoreportero de zona de guerra más pueril del mundo. No me avergüenza decir[4] que, por un breve instante, empecé a clasificar a mis interlocutores o compañeros de parranda en base a su potencial difusor en red. Es decir, sabía cuándo estaba con alguien que se haría tarde o temprano un selfie conmigo y que dicho selfie generaría una serie de likes y visibilidad aumentada en IG. Me faltan las palabras para describir el nivel de autorepugnancia que me generaba ese comportamiento, que ni podía evitar ni evitar ver, en el que continué chapoteando, cual cerdo en fangal, sin el menor asomo de rubor[5] a lo largo de mis nueve meses en IG.

2) Hacerse fotos de uno mismo casi en pelotas: El condicionamiento antes mencionado tiene su consecución lógica en la popular tipología de post Imagen de Persona Medio en Bolas Con Objeto. Lo diré rápido: a la gente le gusta bastante desnudarse en Instagram. Hacerlo con objeto representa la manera ideal (aunque igualmente cómica) de enseñar los abdominales pero pretendiendo que estás haciendo otra cosa; que la presencia notoria de tu joven culo en el centro de la imagen es solo una encantadora casualidad. En mis nueve meses en Instagram pude observar numerosas fotos de, sobre todo mujeres, pero también algunos hombres, que posaban con libros míos en playas y balcones, en estado de patente semidesnudez, a la vez que simulaban estar enfrascados en su lectura. No hace falta decir que lo último era improbable: si estás sujetando Revancha en el ángulo perfecto para que Instagram no censure tu foto púbica, no estás leyendo el libro; lo estás usando de tanga. De nuevo, digo esto sin la menor altivez, pues yo acabé también quitándome la camiseta a la menor ocasión, y como saben ustedes no soy precisamente Pedro Pascal. Instagram parece el lascivo jefe de pista que te sugiere que enseñes más muslo en tu número de magia; es el fotógrafo salaz que te propone una foto más “sugerente” para tu book; es el puto Harvey Wenstein hecho algoritmo.

3) Hacerse fotos de los propios pies con libro: No confundir con hacer fotos a pies de libro. No sé si atribuir esto a la molicie hamaquera o a una dominación extendida del parcialismo sexual en su modalidad podal, pero todos los supuestos lectores de Instagram terminan, inevitablemente, haciéndose fotos de sus pies desnudos en escorzo, con libro en primer plano (semiborroso).

Un misterio adicional, que no me corresponde a mí dilucidar, es por qué, si la gente busca su idóneo perfil facial para los selfies de IG, no aplican el mismo rasero a las imágenes de sus zarpas[6]. En todo caso, si descartamos la explicación del fetichismo de pies universal (que, sin duda, comparte un amplio sector de la población[7]) nos queda el exhibicionismo básico de red social, que simplemente intenta comunicar “mirad lo ricamente que estoy, leyendo este buen libro en esta idílica cala menorquina” (no hace falta apuntar que nadie se hace selfies en colectores cloacales o en váteres de bares chinos). Naturalmente, la parte supuestamente lectora de la afirmación es del todo espuria: en ninguna de esas postales está leyendo nadie, por la simple razón de que si estás haciéndote fotos y colgándolas en Instagram (y consultando cada cinco minutos la reacción de tu público) no estás leyendo. Leer es una actividad inmersiva, total y privada, y encima requiere concentración; no puede hacerse a la vez que otras cosas, sean estas funambulismo, manipulación de nitroglicerina o, mismamente, “compartir” el hecho en Instagram.

4) Seguir a gente: Solo las celebridades de lista A o B pueden permitirse tener un Instagram cien por cien exhibicionista. El resto del mundo se ve obligado a pasar por el aro, quieran o no, e interactuar con los demás; la red se construyó con ese fin (a más gente sigues, más tiempo pasas en la red, más cosas compras, y todo eso). Por tanto, el algoritmo maléfico de IG le va dando a uno empujoncitos más o menos agresivos para que siga, mire, comente y se pasee por las cuentas de otros de manera creciente. El resultado de ello es que, hablando claro, uno pasa una parte inmensa de su tiempo en Instagram viendo a los demás enfrascados en sus mierdas mundanas. La creación de arte sublime (que es lo que me interesa a mí, por ejemplo) es raramente exhibible; la mayoría de veces implica a gente en pijama tecleando ante un pc durante varias horas seguidas, lo que como comprenderán es la story con menor potencial viral de la historia.

Al hallar una limitada oferta de lo sublime, uno acaba viendo lo que ustedes saben: fotos de gente repantigada en su sofá, escupiendo o no flema; comida (ver punto 10); hijos haciendo monerías; fotos de culos ajenos, con o sin mi nuevo libro; videos de acróbatas espontáneos (con o sin epic fail), peleas white trash o vomitonas; stories de actores diciendo ingeniosidades “espontáneas”; memes inevitablemente graciosos[8], aunque no tanto como para dedicarles la vida; comparativas de gente que se parece a aquella otra gente; la lista es infinita. No sería tan grave si no fuese porque, al mirar todas esas porquerías, estás dejando de mirar cosas que en verdad son importantes para tu crecimiento humano, emocional e intelectual (ver reflexión grave al final del artículo).

4bis) Seguir a gente que no conoces de nada: Al principio uno mira solo lo que hacen sus amigos. Al poco tiempo empieza a mirar lo que hacen los conocidos. Al final, uno se da cuenta de que está al día de lo que hacen completos extraños. En el mundo no-instagram, seguir intensamente a un desconocido se conoce como acosar, y no solo es creepy sino que está duramente penado por la ley. En el mundo Instagram, sin embargo, la norma es precisamente enterarte de todo lo que hace peña que ni siquiera conoces, y a la que sigues por la razón más nimia (cortesía; reciprocidad; piedad; curiosidad malsana; envidia rastrera; intención masturbatoria; le diste al Seguir sin querer, una noche que estabas curda). Un día me di cuenta de que hacía cuatro semanas que no hablaba con mi amigo David, ni sabía qué era de su hija o cómo le iba a él en el trabajo, pero sabía lo que aquel DJ super-activo en Insta había desayunado, dónde y con quién, casi incluso la forma que había tomado su tránsito intestinal. Al darme cuenta de aquello me golpeó un relámpago de autoconciencia mezclada con extrema anormalidad. Y no me refiero a mi anormalidad (que existe), sino a lo extremadamente anómalo de la situación.

La cosa sería menos grave si la gente empleara el menor sentido de la privacidad, la contención o el decoro; pero Instagram no se creó para que conservásemos esos escrúpulos. Créanme si les digo que hay gente que vive en IG; que han plantado su morada allí. De hecho, empiezo a sospechar que esa gente carece de vida fuera de la red social, pues todo en su existencia parece hacerse para ser captado y compartido. Y cuanto digo todo quiero decir todo: topé repetidas veces con tipos/tipas que posteaban el estar prostrado en cama con enfermedad, leve o menos leve (incluso en el hospital). Debo decir que, si uno ha llegado al punto en que un momento de fragilidad, recogimiento, incluso dolor extremo, le parece potencialmente exitoso en Instagram (como me parecía a mí cuando estaba en ello; me hacía «compañía», por decirlo del modo más mundanal posible) es que uno está cruzando una frontera adicional de desintegración del yo y la intimidad, y debería poner cartas en el asunto lo antes posible.

5) Seguir a grupos de música, actores, etc.: Esta sería una razón excelente para permanecer en IG: el rollo fan. Por desgracia, los artistas no son inmunes a la deriva inherente a IG, por lo cual terminan haciendo lo que el resto de la chusma. Por poner un ejemplo: me gustan mucho Sleaford Mods, pero me importa un pepino la colección de ropa de marca de Jason Williamson, que a lo largo de nueve meses me tragué día sí y día también. No sé ustedes, pero yo soy fan del misterio y los espacios no dichos: no me gustan las novelas, ni los artistas, que no dejan una zona para que el lector u oyente la rellene a su gusto. No quiero saberlo todo de nadie, mucho menos sus quehaceres cotidianos (a no ser que sea en el Mi lucha de Karl Ove Knausgaard).

6) Seguir a bookstagramers: Como suele suceder en el mundo real, la gente que se las da de algo son los menos menos propensos a destacar en ese algo. No quería generalizar, pero me temo que estoy a punto de hacerlo: la gente que se autodefinía como “prescriptora de lecturas» en el perfil de IG solían ser aquellos cuya biblioteca reciente constaba de (cito de memoria): Paul Auster; Michel Houellebecq; Novedad Femenina Mainstream Española; ensayo best seller de turno; clásico cursilón del canon bachiller español; hype iliterario de la temporada; peñazo decimonónico ruso para hacerse el guays; podría seguir y seguir. Es decir, se trataba de gente que parecía escoger sus lecturas basándose solo en recomendaciones centristas de suplemento dominical español. Y no pasa nada por no leer; ni siquiera por leer churros (preferiría morir que juzgar a la gente por sus hábitos lectores). Dicho esto, de ser ese el caso (leer solo churros) uno debería autodescribirse con mayor precisión en Instagram. Durante un par de semanas de confinamiento por pandemia yo hice media hora diaria de ejercicio casero y no por ello pongo en mi perfil “coach de pilates”.

7) Contestar a gente que te contacta: hay algo inherentemente indigno en tener que dar las gracias todo el rato. Creo que soy un tipo de natural agradecido, y no tiendo a dar las cosas por sentadas: celebro cada instante de felicidad o autorrealización como la rareza que es. Pero no me hice artista para que la peña me lo agradeciese, y mucho menos para tener que contestarles, y encima uno a uno (lo que no quiere decir que no me sienta sumamente agradecido, de una manera genérica, porque la gente lea mis libros). Antes de entrar a IG, si algo me reconfortaba, de la manera más perversa y malévola del mundo, era ver a artistas malos o enemigos (generalmente se trataba de la misma persona) dando las gracias individual y servilmente a lectores u oyentes. Y asimismo, a los pocos días de abrir mi cuenta, yo interactuaba con cualquier fulano que me mostrara la menor señal de reconocimiento. La accesibilidad permanente que IG proporciona a un artista es, en mi experiencia, del todo indeseable, impráctica (pierdes horas y horas de tu vida solo manifestando gratitud personalizada) y antinatural. Y no digo esto desde un punto de vista meramente artístico: también me repugna desde el lado fan. Como dijo mi colega y par Carlos Zanón: “no puedo respetar a un escritor que todo el día interactúa en redes sociales”. No solo porque el acto sea un poco deshonroso, que lo es, sino porque durante ese tiempo valiosísimo el artista no está perfeccionando su arte (mandamiento #1 del oficio).

8) Promocionar la propia mierda: Esto tiene que ver con lo que afirmaba al final del fragmento anterior.  Quizás IG sirva de algo a la hora de promocionar los artefactos artísticos de uno, o difundir el lanzamiento de novedades o eventos, pero nada de ello importa al final, porque una consecuencia directa, no remota, de pasar tiempo en Insta es dejar de crear, con lo cual a los pocos meses uno se da cuenta de que no tiene nada que promocionar. Es paradójico, por no decir distópico: IG te proporciona una herramienta aparentemente idónea para mostrar tu arte, pero a cambio tienes que dejar de producir ese arte. Un pésimo trato, lo mires como lo mires.

9) Ver anuncios: de qué carajo ha servido evolucionar desde la época, en nuestra niñez, en que teníamos que tragarnos los anuncios de Norit, magdalenas La Bella Easo o mantas Paduana para acceder al contenido de entretenimiento que deseábamos de veras, si ahora volvemos a hacer lo mismo ante el feed de IG. Como ustedes saben, Instagram contiene muchos anuncios. Muchos. Una auténtica locura. También recomendaciones y odiosos “si te gustó aquello tal vez también te guste eso”. ¿Estás seguro, Instagram? A lo mejor sí es cierto que también me gusta aquello, pero si no te importuna me gustaría llegar a dicha revelación por mi propio pie y siguiendo un proceso orgánico, no tomando el camino que me indica un estulto bot preprogramado que cree que es capaz de mapear mi mente. De acuerdo, algoritmo de IG: un día de hace diez meses miré estanterías a medida. Pero las estanterías no me definen. De hecho me la sudan. Sería maravilloso que, cuando te vaya bien, dejases de lanzar a mis retinas cuentas de muebles escandinavos.

10) Ver comida: si uno lo juzga por la cantidad de cuentas dedicadas a la cocina que existen en IG, los humanos hemos involucionado al estadio en que, como les sucedía a los primeros Homo Sapiens, nos veíamos obligados a pasar veinte horas del día pensando en fuentes de alimentación y dónde hallarlas. No tengo mucho más que decir sobre esto, más allá de que la comida me importa casi menos que las estanterías escandinavas, y a pesar de ello fui bombardeado durante casi un año con stories de platos tan pomposos y churriguerescos que Cleopatra los hubiese devuelto a la cocina por exceso de elaboración.

11) Ver imágenes de vacaciones ajenas: posiblemente la cosa que menos me interesa del mundo, por debajo de la comida y las estanterías escandinavas. No lo disfruté en la época de las diapositivas ni, décadas después, en las imágenes compartidas de grupos de whatsapp (ni siquiera cuando aparecía yo). Cómo iba a apreciarlas entonces cuando conformaban el 80% del contenido de una cuenta de IG. No me ayudaba tener presente en todo momento que aquella gente no estaba viviendo sus en apariencia idílicas vacaciones: las estaba representando para nosotros (ver punto 3). Y a nosotros no nos interesaba un pijo. Al pensar en ello no pude evitar acordarme de una noche de finales de los ochenta que pasamos haciéndonos foto tras foto, toda la panda, para descubrir a la mañana siguiente que se nos había olvidado ponerle carrete a la cámara. Aquel acto estéril que no condujo a nada, más allá de perder el tiempo y haber hecho el primo durante un buen rato ante una caja de plástico vacía, me recordó a la sensación de ver o mostrar imágenes de asueto veraniego en Instagram.

Iré concluyendo, aunque podía sacarme de la manga fácilmente ocho acciones o visiones inanes más. Lo que terminó mi relación con Instagram, al final del periplo mortinato, no fue un suceso aislado, un momento de cegadora revelación. Se trató más bien de una erosión continuada, gota-a-gotaesca, que desembocó en novela fallida y sensación de falta de atención y dispersión mental generalizada. En Instagram me sentía cada vez más desintegrado, como si flotara sin entidad en el éter. Estaba en mil sitios y en ninguno. Tenue, transparente, traslúcido y endeble como un pedazo de film adhesivo pegado a un arbusto, a merced de los elementos.

Al final, como también sucede en la vida no-virtual, tuvo que venir algo a darme el empujón. No fue tanto como si alguien de repente me explicase lo que sucedía, sino más bien como si aquel amigo de léxico preciso hubiese venido a decirme lo que yo intuía, solo que él lo explicaba de una forma prolija, diagnóstica, exacta.

Ese amigo en realidad fue un libro, Clics contra la humanidad; libertad y resistencia en la era de la distracción tecnológica, de James Williams (Gatopardo, 2020). Sería ocioso, por no decir spoilereante, explicar aquí todo lo que Williams me mostró con su ensayo. Pero a modo de resumen les diré que me avisó de que la red estaba secuestrando mi atención a base de sobreabundancia de información (en gran medida pueril); que me había robado, literalmente, los minutos sueltos de estado pensativo de los que gozaba a lo largo de un día; que los hábitos que me había inoculado dicha red diferían de mis valores (Instagram había “reprogramado mi destino”, como dice Williams); que el tiempo que pasaba allí me alejaba, en lugar de acercarme, a mi meta (y las nuevas metas que me proporcionaba eran “mezquinas”); y que la mejor herramienta para crear arte y hacer que fructifique una vocación (también para vivir) es aprender a limitarse (“El arte máximo consiste en limitarse”, dijo Goethe), e Instagram hace lo contrario de ello: te deslimita y desperdiga.

Esta historia tiene un final razonablemente feliz. De un día para otro, tras terminar el libro de Williams, eliminé mi cuenta de Instagram. Y no solo eso: también salí de todos los grupos de Whatsapp, y en un movimiento radical que nunca podré agradecerle a mi propio instinto[9], instalé Freedom, un bloqueador de pago de internet, en mi ordenador de trabajo. Jamás recuperé mi novela fallida, pues lo era por una extensa serie de razones que la desatención causada por Instagram solo agravó y eternizó, pero sí dejé de estar desintegrado. En tan solo unos días noté como mis células y moléculas se reagrupaban y tomaban una forma sólida, en mi cuerpo ya íntegro, como fragmentos de un imán, revirtiéndome al deseado estado de introspección y atención limitada que fertilizaba no solo mi oficio, sino mi vida cotidiana.

Y por eso, en pocas palabras, dejé de estar allí y volví a estar aquí. Volví a mí, en pocas palabras.

Me perdonarán si les recomiendo a ustedes que hagan lo mismo. Instagram es, de veras, un espanto[10]. Kiko Amat


[1] El grupo de whatsapp de amigos de mi pueblo -del que, como leerán al final, ya no soy miembro- siempre ha sido tremendamente activo. A primera hora de la mañana uno podía regalar sus ojos con una retahila de chistes soeces, hilarantes anécdotas alcohólicas de ayer y hoy e imágenes de cualquiera de sus unidades móviles en un bar. O solo la naturaleza muerta de cerveza en mesa. No digo que no me entretuviesen todas estas cosas, simplemente que al final me quitaban una de tiempo atroz.

[2] Ilustración de Benja Villegas.

[3] Con las novedades editoriales, por presión de la editorial etiquetada, esta cifra podía doblarse o, en un delirio de éxito, incluso triplicarse, hasta los 150 likes (el máximo que jamás recibí por cualquier libro).

[4] En realidad sí me avergüenza, y mucho, pero creo que es mi deber social realizar estas confesiones.

[5] En realidad sí me generaba rubor, al menos latente, o inconsciente.

[6] Todos hemos visto en Instagram fotos de dátiles cuasimodescos, empeines elefantíacos, dedos gordos que parecían cabezudos, y otros exhibits de museo de los horrores, sin poder explicarnos cómo se llegaba a ese estado de impudicia y desdén por las apariencias podales.

[7] El tanto por ciento de fetichistas de pies en un corte social como el del grupo de Whatsapp de amigos de mi pueblo es tranquilamente de un 40%, y eso sin contar los que lo son y no lo confiesan. Podría llegar a un 60%.

[8] La fabricación regular de memes, por buenos que sean, me parece uno de los mayores desperdicios modernos de mentes de una generación, que otramente estarían, tal vez, enfrascadas en la creación de arte sublime.

[9] También a mi hermana, que me lo recomendó.

[10] Twitter también, pero eso sería otro artículo; uno que a mí no me corresponde escribir.

Kiko Amat, Official Instagram

Kiko Amat ha sido forzado por los acontecimientos a abrirse una cuenta (estrictamente artístico-profesional) oficial de Instagram propia.

Es esta: https://www.instagram.com/kikoamat/

Si alguien de sus lectores, fans o acólitos de su culto demoníaco estaba siguiendo en insta a cualquier otra cuenta de Instagram de Kiko Amat (exceptuando @100Patadas), ya pueden darse de baja, porque eran fan accounts y absolutamente inactivos (dichos fans debían padecer fibromialgia).

Desde hoy, todas las actividades de Kiko Amat serán diseminadas, cual arma biológica de transmisión aeróbica o ventosidad vacuna, desde allí: novedades sobre libros propios, Cosas Que Leo, podcast Pop Y Muerte para Radio Primavera Sound, festival Subsol y eventos programados por el artista para la librería Finestres.

No encontrarán allí fotos de él en la playa o en la crackhouse, fotos de miembros de su familia, amigos suyos haciendo calvos de forma indiscriminada, comentarios temulentos en forma de desaconsejable story ni, en general, paridas, indiscreciones ni exhibicionismos doméstico-gastronómicos.

Denle al seguir al chaval.

SUBSOL: festival de cultura popular y subcultura

SUBSOL

Tres noches de cultura popular y subcultura

Subsol es un nuevo festival de cultura popular y subcultura que dirige Kiko Amat en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. Su voluntad es dar cabida a propuestas que por definición quedan excluidas de los parámetros de la cultura seria y de la cultura “alta” o académica: marginalidad, outsiders, subcultura, baja cultura y arte lowbrow, de lo subterráneo a lo popular, en forma de tebeos raros, humor duro, música urbana o literatura proleta o populachera. La tensión entre underground y populismo se plantea como uno de los motores vitales del proyecto: buscar la coherencia y los puntos en común entre lo-que-aún-no-conoce-nadie (porque no ha salido del barrio, o de la camarilla secreta; porque se está gestando en tiempo real; porque lo arrancamos de las catacumbas para subirlo a los escenarios) y lo-que-ya-es-popular-del-todo (porque ha logrado trascender barrio, género o adscripción estilística, y consigue superar divisiones de edad, clase o lugar para, dicho en vernácula, petarlo de manera masiva).

Este es, por último, un festival que se define tanto por lo que rechaza como por lo que jalea: Subsol se opone a la museización, la ranciedad, la nostalgia, el elitismo y el clasismo, y está a favor del populismo, la cultura juvenil, el extrarradio y la evasión.

Subsol se celebrará en tres veladas de los meses de marzo, abril y mayo del año 2022.

La primera edición tendrá lugar el jueves 3 de marzo del 2022. Pueden ver los detalles y comprar las entradas aquí.

Cosas Que Leo 216-224 (oct-nov 2021)

Nota introductoria: desde hoy en adelante, en vistas a facilitar el linkeo desde el Instagram de 100patadas, las Cosas Que Leo vendrán agrupadas del modo presente.

Cosas Que Leo 216: JUDGEMENT IN STONE, Ruth Rendell

“Eunice Parchman killed the Coverdale family because she could not read or write”.

A judgement in stone

RUTH RENDELL

Arrow Books, 1977

218 págs.

**** Una de mis favoritas frases iniciales de la literatura.

Cosas Que Leo 2017: OTRA NOCHE DE MIERDA EN ESTA PUTA CIUDAD, Nick Flynn

Otra noche de mierda en esta puta ciudad (Panorama de narrativas) : Flynn,  Nick, Benito Gómez Ibáñez: Amazon.es: Libros

“Sin dudar contesto d), bebo para emrorracharme. Me encanta emborracharme: cuanto más me olvido de mí mismo, más a gusto me encuentro en mi pellejo. Con diecisiete años a veces bebo con mi madre, que en ocasiones me muestra un aforismo que lleva en la billetera: “no te fíes de quien no beba”. Los que no beben tienen algo que ocultar, un secreto horroroso que saldrá a la luz el día que se emborrachen. Bebiendo juntos demostramos que no tenemos nada que ocultar.”

Otra noche de mierda en esta puta ciudad

NICK FLYNN

Anagrama, 2007 (publicado originalmente en 2004 como Another bullshit night in suck city)

310 págs.

Cosas Que Leo 2018: NIÑO QUEMADO, Stig Dagerman

Niño quemado (Letras Nórdicas) : Dagerman, Stig, García Salgado, Neila:  Amazon.es: Libros

“¿Puede uno pegar a su padre? ¿puede responder a eso, Bengt? Uno quizás necesite odiarlo, dices, pero no puede pegarle. ¿Quizá no se pueda pegar a nadie? Bueno, el que es puro sí puede pegar. El que sea puro puede hacer de todo contra e impuro. Pues un ser puro tiene razón. El único en el mundo que tiene razón es él. La pureza tiene un poder terrorífico, Bengt. Por eso quiero ser puro. Si no quisiera serlo, me pegaría a mi mismo en la cara”.

Niño quemado

STIG DAGERMAN

Nórdica Libros 2021 (publicado originalmente en 1948)

287 págs.

Cosas Que Leo 219: NOTHING TO SEE HERE, Kevin Wilson

Nothing to See Here : Wilson, Kevin: Amazon.es: Libros

“Scraps”, Mary said. I couldnt’ tell if Mary was sympathizing with me or making fun of me. If I wasn’t sure, I generally just assumed that someone was making fun of me. But I couldn’t punch her. Not yet, not until I learned how essential she was to the whokle operation”.

Nothing to see here

KEVIN WILSON

Text publishing, 2019

254 págs.

Cosas Que Leo 220: THATCHER STOLE MY TROUSERS, Alexei Sayle

Thatcher Stole My Trousers (English Edition) eBook : Sayle, Alexei:  Amazon.es: Tienda Kindle

“In things to do with modern art I was a great fan of something Francisco Franco, dictator of Spain, had once said, which was, “You are a slave of what you say and the master of what you do not”.

Thatcher stole my trousers

ALEXEI SAYLE

Bloomsbury, 2016

324 págs.

Cosas Que Leo 221: LAS COSAS QUE PERDIMOS EN EL FUEGO, Mariana Enríquez

Las cosas que perdimos en el fuego: 559 (Narrativas hispánicas) : Enriquez,  Mariana: Amazon.es: Libros

“Un espejo colgado cerca del techo, ¿quién podría reflejarse ahí? Una pila de ropa blanca. Pablo se frenó. Movía la linterna y la luz sencillamente no mostraba ninguna otra pared. Esa habitación mno terminaba nunca o sus límites estaban demasiado lejos para ser iluminados por una linterna”.

Las cosas que perdimos en el fuego

MARIANA ENRÍQUEZ

Anagrama, 2016

197 págs.

Cosas Que Leo 222: ODORAMA, Federico Kukso

ODORAMA: HISTORIA CULTURAL DEL OLOR | FEDERICO KUKSO | Casa del Libro

“La nebulosa de Orión y las galaxias enanas que forman las Nubes de Magallanes huelen a pescado descompuesto u orina de perro”.

Odorama; historia cultural del olor

FEDERICO KUKSO

Taurus, 2021

416 págs.

Cosas Que Leo 223: LA ÚNICA CERTEZA, Donal Ryan

LA UNICA CERTEZA | DONAL RYAN | Casa del Libro

“Le susurré la respuesta apretando los dientes. Sí, Pat, me das asco. Me das mucho asco. Y ahí se quedó: lo dije y lo oyó, fui sincera y lo comprendió. Y así, aquellas palabras perdieron la capacidad de sorprendernos; abrimos la puerta a la posibilidad de ser vulgares, depravados, nuestro lenguaje degeneró. Y nos regodeamos. Permitimos que la rabia se convirtiera en algo vivo y desenfrenado; permitimos que se convirtiera en nuestro hijo, en la encarnación de nuestro dolor.”

La única certeza

DONAL RYAN

Sajalín editores, 2021

237 págs.

Cosas Que Leo 224: VIDAS DE ALEJANDRO Y CÉSAR, Plutarco

Vidas de Alejandro y César | Editorial Acantilado

“Se dice que, la noche anterior al cruce del río, tuvo un sueño aberrante porque le pareció que se unía a su propia madre en coyunda innombrable”.

Vidas de Alejandro y César

PLUTARCO

Acantilado, 2016 (escritas hacia el año 96 dc)

238 págs.

Revancha: premio Panenka Libro del Año 2021

Congratulations to myself (cantar con la melodía del «Dancing with myself» de Generation X). Ayer lunes 7 de febrero del año 2022 Kiko Amat recogió su galardón de Libro del Año 2021, entregado por la revista Panenka, y aprovechó para farfullar unas cuantas incoherencias beodas sobre crecer tísico, su minusvalía deportiva (enormenente exagerada) y la creación de Revancha y el afán de venganza.

Gracias revista Panenka, por el galardón y las birras y ser gente guay (que no unos guays).

Gracias Anagrama, por todo.

Por si hay alguien contando (yo lo estoy), este galardón viene a sumarse al premio Valencia Negra al Mejor Libro del 2021. Eso suma 2 premios. Los premios son un extra, bla bla, lo importante es la obra en sí, blep blep, pero Revancha ya tiene dos. Just sayin’.

Kiko Amat en Intelectuales de Pandereta (Valencia), 29 de enero

Este sábado 29 de enero Kiko Amat IV El Odorífero visitará Valencia de nuevo. Le han invitado los del (excelsamente bautizado) club de lectura Intelectuales de Pandereta. ¿La foto esta de aquí arriba? Nada que ver con lo que estamos hablando. Bueno, sí: se trata de él. Pero para de contar. Era la que tenía a mano. El paisaje es bello, al menos.

El autor favorito de todos ustedes hablará de Revancha, que es lo que le han pedido los amigos del club, y también de Los Enemigos, que no le ha pedido nadie pero todo apunta a que perorará sobre ello igual.

Qué les iba a decir: no se puede entrar a ese club por la cara, eructando y gritando hurras, como si fuese un bar de Sant Boi. Conviene chequear los detalles y apuntarse previamente aquí.

El autor, por cierto, ha hecho un video para invitar a la peña. Como no estaba Benja Villegas para filmarlo, es un lamentable selfie callejero con sonido sibilante y logorrea improvisada, pero supongo (quiero decir, él supone) que bastará.

Espero que se vengan. Todos ustedes. Sí, también el caballero incontinente de la tercera fila. Todo el mundo es bienvenido a la gran fiesta que se celebra en la cabeza de Kiko Amat.

Menos los nazis. Los nazis no.

LOS ENEMIGOS. Nuevo libro de Kiko Amat

Hola humanos:

Kiko Amat os saluda. Como dice el enunciado, acabo de publicar un nuevo libro. No es ficción, es lo otro. Se llama Los enemigos, y lo edita Anagrama, cómo no, en la histórica colección Nuevos Cuadernos Anagrama.

Va de esto que dice la sinopsis:

Los enemigos

O cómo sobrevivir al odio y aprovechar la enemistad

«Este libro es un manual para comprender la enemistad, la fijación con lo antipódico, las acciones por despecho y el odio (con ocasional elevación) que suele acompañarlas. También es una confesión de estupidez en primera persona, una clase práctica sobre la utilidad del rencor y la venganza (la tirria indeleble como eficaz motor vital y artístico), y un lamento persistente por todo lo enunciado. En él hallarán reflexiones sobre los enemigos equivocados, los enemigos usables, los enemigos naturales, los enemigos invisibles (enemigos con piel de amigo), los enemigos instantáneos y más. Examinando cada uno de ellos tal vez descubra el lector que la animosidad puede, y debe, ponerse a buen uso.»

Fin de la sinopsis. Lo que sigue es correo comerci-a-a-al: Los enemigos es un libro de bolsillo por antonomasia, puede llevarse a todas partes (u ocultarse en cavidad rectal en caso de emergencia) y, gracias a su chispeante trepidancia, no exenta de hondura tremenda, se lee en un zas. También es barato. Y viene envuelto en un rosa cegador de lo más agradable de contemplar. Y un puntaco de libro que diseñó Benja «Puedo hacer seis cosas al mismo tiempo» Villegas.

Me sinceraré con ustedes, porque acabo de inyectarme tiopentato de sodio en una arteria mayor y soy incapaz de mentir: ME FLIPA este libro. Empezó como una parida, un afluente, una bifurcación dónde iba apuntando mierdas teóricas que no entraban en Revancha (detesto la literatura que teoriza), y fue adquiriendo talla y anchura y potencia hasta que se convirtió en PUTO LIBRO DE VERDAD. Digno del canon (mi canon) y de ser encuadernado junto al resto de mi no ficción (Mil violines y Chap chap) en un robusto volumen de piel de mutón.

Ya se lo pueden comprar. Está en todas las librerías.

Fin del comunicado, humanos. Dispérsense.

Cosas Que Leo #215: LAS CINCO MUJERES, Hallie Rubenthold

“Como en el caso de Polly Nichols, tampoco existen pruebas fiables que sugieran que Annie Chapman trabajaba como prostituta o se identificara con la profesión. Contrariamente a las imágenes noveladas de las víctimas del Destripador, ella nunca “hizo la calle” con un corsé y mejillas coloreadas lanzando miradas provocativas desde una farola. Nunca perteneció a un burdel ni tuvo un chulo. Tampoco hay pruebas de que la detuvieran o la arrestaran siquiera por su conducta. A partir de “investigaciones hechas entre mujeres de la misma clase (…) en pubs de la localidad”, la policía no pudo encontrar un solo testigo que pudiera confirmar que estuviera entre las filas de las que vendrían sexo”.

Las cinco mujeres; las vidas olvidadas de las víctimas de Jack El Destripador

HALLIE RUBENHOLD

Roca Editorial, 2020

362 págs.

Traducción de Mónica Rubio

Cosas Que Leo #214: CROSSED #1, Garth Ennis & Jacen Burrows

Crossed #1

GARTH ENNIS & JACEN BURROWS

Panini Comics, 2017

Cosas Que Leo #213: MUCH OBLIGED, JEEVES, P.G. Wodehouse

“Not so grim as my aunt Agatha, perhaps, for that could hardly be expected, but certainly well up in the class of Jael the wife of Heber and the Madame Whoever-it-was who used to sit and knit at the foot of the guillotine during the French Revolution. She had a beaky nose, tight thin lips, and her eye could have been used for splitting logs in the teak forests of Borneo.”

Much obliged, Jeeves (de The Jeeves Omnibus 5)

P.G. WODEHOUSE

Hutchinson 1993 (publicado originalmente en 1971)

155 pgs.

Cosas Que Leo #211: CON TODOS USTEDES, Dagsson

Con todos ustedes

DAGSSON

Anagrama, 2018

Cosas Que Leo #210: A CALLING FOR CHARLIE BARNES, Joshua Ferris

“Narcissism, justly lamented for doing so much damage, specially within the family unit, could also work miracles, as when a fundamentally apathetic collection of illiterates gets wind that they appear as characters in a book and transforms overnight into a bunch of rabbinical scholars. First Barbara, then Marcy, then Jerry, and now Rudy. Animals in the wild were more likely to read something I’d written prior to my turn toward the biographical, but now it appeared I’d never lack for readership”.

A calling for Charlie Barnes

JOSHUA FERRIS

Penguin / Viking 2021

Top 11 libros del 2021, de Kiko Amat

#1 Joe, LARRY BROWN (Dirty Works)

#2 Letra torcida, letra torcida, TOM FRANKLIN (Dirty Works)

#3 Gordo de feria, ESTHER GARCÍA LLOVET (Anagrama)

#4 La ciudad de la euforia; una hipótesis de la mafia, RODRIGO TERRASA (Libros del K.O.)

#5 Lejos del bosque, CHRIS OFFUTT (Sajalín)

#6 La gran ola / Tsunami, ALBERT PIJUAN (Sexto Piso / Angle Editorial)

#7 La cita, KATHARINA VOLCKMER (Anagrama)

#8 L’amo, MIQUEL ADAM (L’Altra Editorial)

#9 Eva y las fieras, ANTONIO UNGAR (Anagrama)

#10 H.P. Lovecraft: contra el mundo, contra la vida, MICHEL HOUELLEBECQ (Anagrama)

#11 Un par de cómicos, DON CARPENTER (Sexto Piso)

Cosas Que Leo #209: ESTO NO ESTÁ BIEN, Irene Márquez

Esto no está bien

IRENE MÁRQUEZ

Autsaider Cómics, 2020

Cosas Que Leo #208: A MOST PECULIAR BOOK; THE INHERENT STRANGENESS OF THE BIBLE, Kristin Swenson

“The Ark was no mere precious object but shows up in several narratives as possessing extraordinary powers. It was somehow instrumental in bringing down Jericho’s walls, proved fatal to its keepers upon capture, and was a source of painful hemorrhoids and a plague of mice to its Philistine captors.”

A most peculiar book; the inherent strangeness of the Bible

KRISTIN SWENSON

Oxford University Press, 2021

Cosas Que Leo #207: THE BURGESS BOYS, Elizabeth Strout

“Bob thought about this. “It’s not that she didn’t like you”.

“Yeah, she liked me”.

“She loved you”.

“Yeah, she loved me”.

“Jimmy, you were like a hero or something. You were good at everything. You never gave her a minute of grief. Of course she loved you. Susie -Mom didn’t like her so much. Loved her, but didn’t like her”.

The Burgess boys

ELIZABETH STROUT

Scribner 2016 (publicado por primera vez en 2013)

Cosas Que Leo #206: TRAGICALLY I WAS AN ONLY TWIN; THE COMPLETE PETER COOK, Peter Cook

“PETER: Father, there’s no need for you to come down the Kings Road too. I could do perfectly well without you.

DUDLEY: I’ll be perfectly well without you my boy. Rosie, did we in our moment of joy, spawn this werewolf, this Beelzebub?

PETER: I don’t know why you keep looking upwards when you mention mother. You know perfectly well she’s living in Frinton with a sailor.”

Tragically I was an only twin; The complete Peter Cook

PETER COOK, edited by William Cook

Arrow, 2003