Kiko Amat entrevista a AUGUSTO CRUZ (Londres después de medianoche)

Londres-después-de-medianocheLondres después de medianoche, de Augusto Cruz (México, 1971), fue una de las novelas más apasionantes, audaces y documentadas del 2014. Era una road movie, era un Indiana Jones con película ignota en lugar de arca perdida, era El corazón de las tinieblas y El mundo perdido. En ella aparecían ex-agentes del FBI con pasado ominoso, übervillanos al modo Bond (Martínez, basado en el misterioso millonario David Martínez), un coleccionista de cornucopia terrorífica (Forrest Ackerman, as himself), incluso Edward James, el icono surrealista inglés. Y, en el centro de todo, quizás la más buscada de las películas desaparecidas del cine mudo: Londres después de medianoche, de Tod Browning.
Augusto Cruz me abre los ataúdes de su debut en una charla que es casi tesis magistral. Antes de despedirnos, me graba con tinta roja un sello en mi copia de la novela. “Es una reproducción exacta del anillo que llevaba Bela Lugosi en Drácula”, me cuenta, dejándome ojiplático.

Kurt Vonnegut dijo: “Haz que todo personaje desee algo, aunque solo sea un vaso de agua”. Tu novela ya viene con búsqueda: el santo grial de las películas mudas.
Es lo que los estudiosos llaman “necesidad dramática”. Incluso en el cine surrealista el personaje tiene que buscar algo. Es una búsqueda externa e interna. ¿Qué es lo que busca Rocky en Rocky? Rocky no busca ganar el campeonato del mundo; sabe que eso es imposible, porque lucha contra el mejor boxeador del mundo. Él solo quiere mantenerse quince rounds, para demostrar que puede ser un hombre y no el rompenudillos de un gatillero de cuarta. Como decía Joseph Campbell, lo que encuentras te transfigura o incluso a veces llega a no ser tan importante como lo que te sucedió por el camino.
En un montón de películas, al final el héroe acaba tirando a la basura lo que tanto anhelaba hallar.
O sucede como en las de Indiana Jones. Ya tienes en las manos el Santo Grial, pero se te escapa porque decides que es mejor salvar a una persona. Por una acción más noble que la posesión de un objeto.
Háblame de Londres después de medianoche. El filme. ¿Qué tenía para que haya generado todo ese culto a su alrededor, incluyendo tu libro?
Esta novela nació de dos pasiones: el cine y la literatura policíaca. Por alguna razón extraña, encontré al mismo tiempo a Forrest Ackerman, el famoso coleccionista, y la película Londres después de medianoche. Es la primera película norteamericana que trata el tema de los vampiros. Nosferatu se había estrenado en 1922, y existe otra rara película húngara llamada Drácula halála de 1921. Y existe una aún más misteriosa llamada Drácula, en ruso, de la que no se sabe absolutamente nada. Londres… juntó a Tod Browning y a Lon Chaney, el número uno del terror. Era muy famoso, aunque también muy reservado. Se decía “entre película y película, no existe Lon Chaney”. Se alejaba, no iba a fiestas, era muy misterioso. Cuando falleció, un par de años después de la película, todas las salas se detuvieron un momento para homenajearlo. Su amigo Wallace Beery incluso pasó con avión por encima del velorio. Chaney era el hombre de las mil caras, en sus estuches vivían todos los hombres. Prefería los personajes lastimeros, tullidos, con deformaciones. Sus padres eran sordomudos, así que tuvo que aprender a hablar con ellos mediante la mímica, y eso le enseñó su arte. Cuando Chaney muere, su lápida no tiene inscripción; solo es un bloque cuadrado. Su hijo Lon Chaney Jr (que salía en El hombre lobo, y en Of mice and men) tuvo problemas de alcoholismo, y si buscas su tumba, en el certificado te dice “cuerpo donado a la ciencia”. Londres… aterroriza. Nunca olvidas la cara de Chaney, con los dientes, el sombrero de copa y las ojeras. Chaney se ponía alambres en los ojos, o clara de huevo para que quedasen acuosos, llegaba a cualquier extremo.
El misterio añadido es el rumor de que en la película participaron verdaderos vampiros, ¿no?
Sí. Creo que el rumor empezó con Forrest Ackerman, un coleccionista de 92 años que tenía la capa de Bela Lugosi, el anillo de Drácula, toda la parafernalia que juntó a lo largo de más de 70 años. Él vio la película a los 11 años, y a través de su mítica revista Famous Monsters of Filmland la empezó a popularizar en los años 50. Él hizo de ella el santo grial del cine de terror. Nadie la había visto desde el 27. Había sido una película exitosa, pero sin muy buenas críticas. El ABC español en el 1929 la reseñó, de hecho (en España la tradujeron como La casa del terror). Y de las actrices nunca más se supo. Edna Tichenor, que hacía de chica vampiro, hizo un par de películas y desapareció. Nadie sabe cuándo murió. Tod Browning no volvió a tener el éxito de antes. Hizo Drácula, es cierto, que es muy emblemático pero triste, prácticamente una película muda. El cine de entonces tenía ese halo misterioso: podías pensar que Chaney era un vampiro de veras, o el Fantasma de la Ópera, o creer que Douglas Fairbanks era El Ladrón de Bagdad y saltaba de barco en barco. El cine era un pasatiempo. Solo fotos que se movían.
Augusto CruzNadie lo consideraba un arte que iba a perdurar.
No. Era un trabajo como cualquier otro. Las personas trabajaban durante diez años en el cine mudo y luego se iban a sus pueblos. No sabían que estaban asistiendo al nacimiento del arte más joven que conocemos. Estas personas estuvieron allí. A los diez años de que naciera el nuevo arte ya habían dominado el lenguaje y creado obras maestras. Meliés, Griffith, Eisenstein… Y sin saberlo nos convirtieron en la generación visual. O sea que la película tenía un halo de misterio que ya era inherente en el cine como disciplina. Era una novedad. Algunos exhibidores se quejaron cuando la cámara dejó de ser teatral y empezó a moverse y hacer primeros planos. Decían: “¡la gente no viene a ver cuerpos mutilados! ¡No viene a ver un actor sin pies, o una cabeza del tamaño de la pantalla!” [sonríe]
El último clavo de fascinación lo pone el carácter elusivo de Londres… Su atributo de película desaparecida. Por eso se convierte en el santo grial.
Por ser película de referencia, y ser algo de lo que solo existen rumores. Hablo mucho de la pérdida, del valor de los objetos… Pero, ¿cuándo está perdido un objeto? Cuando desaparece físicamente, o cuando las personas que han estado en contacto con él mueren o lo olvidan. Ackerman vio de veras la película a los 11 años. En el libro decide contratar a un ex-agente del FBI para que le ayude a localizar una copia. Pues sabe que cuando sus recuerdos se desvanezcan, el filme se perderá para siempre. Eso sucedió con el 80% o 90% del cine mudo. Se perdió o se tiró a la basura, se usó para rellenar agujeros, se quemó como escenografía para otras películas… Es trágico, una pérdida increíble. Imagina que se hubiesen perdido un 80% de las novelas del siglo XVIII. El mundo se habría quedado sin un inmenso legado cultural.
Este hecho nos insta a replantearnos la historia. Es decir, que lo que para nosotros eran los artistas más populares del cine mudo, en realidad eran solo los que aparecían en las películas que no se quemaron.
Ajá. De muchos de ellos no queda ni el recuerdo. La inmortalidad que daba el cine se perdió en un instante. Sarah Bernhard, la gran actriz de teatro, jamás quiso estar en el cine, pero tuvo que saber que todo su arte se desvanecería cuando muriese ella y también sus espectadores. Hizo un par de pruebas cinematográficas, pero no le gustaron y luego quemó todas sus apariciones. Bernhard y otros como ella creían que nunca se llega a vivir lo suficiente para disfrutar de la inmortalidad. Londres… causó una impresión especial porque el American Film Institute dijo que era de las diez películas perdidas más buscadas, y eso habla del valor de los actores y del valor icónico de la obra. A gente más joven que nosotros les pregunto: “Te gusta La guerra de las galaxias? Pues imagina que de las 6 películas de Star Wars solo nos quedaran tres minutos. Y solo conoces a un caballero negro robotizado que le corta la mano a un muchacho, le dice “Soy tu padre” y el muchacho salta al vacío. No tienes nada más, solo alguna reseña y alguna foto por ahí perdida. ¿No sería eso una pérdida impresionante para ti? De ese tamaño es la pérdida del cine mudo para nosotros”. Mi novela no es solo un homenaje al personaje de Ackerman, sino también una especie de mensaje en una botella para todos los espectadores: “Esto es lo que se perdió. Busca en el sótano de tu abuelo o en el ático de tu tío”. Hace unas semanas se halló en la Cinémathèque Française la única copia del Sherlock Holmes de 1916 con William Gilette (el primer actor que lo interpretó), que todo el mundo consideraba perdida. Esta novela quiere ser un aliciente para esos hallazgos.
He aquí una novela detectivesca que ha sido ensamblada con un parejo trabajo de investigación. Hay dos detectives: el Chandleriano que protagoniza el libro, y tú mismo, el novelista que ató todos los cabos.
Yo recibí un curso de detective privado por correspondencia que no puede terminar, de joven. Me gustaba lo policíaco porque me encantaba Sherlock Holmes. En mi pueblo solo había una librería, y todo lo que tenía del género era americano, excepto dos libros que me marcaron mucho: La soledad del mánager, de Vazquez Montalbán, y Prótesis, de Andreu Martín, que leí cuando tenía 13 años. En la novela me propuse juntar mis dos pasiones: el cine y la literatura policíaca. Desde los 12 años veía cine soviético, leía sobre teoría de Eisenstein, y como me era difícil acceder a esas películas (no existía internet, ni siquiera videoclubs) compraba los guiones. Estaban escritos como poemas, no como guiones convencionales. Yo, antes de ver la película, hacía lo siguiente (que no es muy recomendable): leía el libro, leía el guión (si hay cuatro o cinco versiones las leía todas) y al final veía la película. Esto me quitaba la emoción del espectador común, pero fue muy importante a la hora de entender el lenguaje.
Antes, el lapso de tiempo existente entre que te enterabas de la existencia de un filme y el momento en que finalmente lo conseguías podía ser muy largo. Ese proceso de fantasear entre guerras tenía su riqueza. A mí me sucedía con música pop. Construías mitos antes de haber escuchado de veras a un grupo, a partir de las fotos y los títulos.
Internet fue fundamental para esta novela, porque me permitió acceder a mucha información que de otro modo habría sido imposible. Luego tenía que verificar que lo que encontraba en internet fuese real, y buscar en dos o tres fuentes escritas en papel. El papel tiene mayor rigor que internet. Pero está el lado desfavorable de la adquisición instantánea, como dices. También nos hace que perdamos el valor de la memoria. Tú y yo nos acordamos de algo y lo rememoramos hablando. En una conversación de jóvenes lo googlean y ya está. ¿Qué sentido tiene que almacenemos todos estos recuerdos para las charlas si en 15 segundo alguien te lo va a googlear y lanzar a la cara? Esta modernidad también impide que apreciemos el valor de los objetos. Nadie siente nostalgia por un móvil, de la manera en que un peine nos recordaría al abuelo, o una navaja al padre…
Los objetos actuales tienen muy corta vida. Real y emocional.
Sí, y eso nos lleva a la corta vida que tuvieron todos estos filmes. Pocos se reestrenaron. Era muy caro almacenarlas, así que acabaron tirándolas a la basura. No pensaron que fuese a trascender, ni que fuese un arte. Cada película que hallamos es como encontrar un pedazo de pirámide: nos cuenta una historia de cómo pensaba la gente y cómo vivió. Vivimos en un mundo muy rápido, pocas cosas persisten en la memoria.
Como decías, esa fue la última vez en la historia moderna en que algo fue automáticamente desechado como no-arte. Lo hemos conservado todo desde entonces. Algunas porquerías también.
Claro. Piensa en el cisma terrible que representó la legada del cine sonoro. Y no solo para las actrices con voces chillonas. Piensa en Billy Wilder, que tuvo que aprender a escribir en inglés a los treinta años. Ese cambio lo retrata muy bien el propio Wilder en Sunset Boulevard, cuando Norma Desmond dice: “Palabras, palabras, palabras. ¡No necesitábamos hablar, teníamos caras!”. Ella es un personaje en peligro de extinción. Cuando le dicen que ella había sido grande, responde: “Aún soy grande, ¿las películas se han hecho pequeñas!”. Y se refiere a los talkies. El director fue perdiendo control. Antes el actor no estudiaba el guión, le iban diciendo donde colocarse y qué expresión poner. El director les hablaba durante el rodaje, algo que el sonido mató. La paradoja es que toda esa gente como Mary Philbin, la actriz que aparece en El fantasma de la ópera, dejó de trabajar cuando llegó el sonido; pero luego, décadas después, cuando se descubrió que aún vivía, todo el mundo quería escucharla hablar. Fue un doble cisma: la llegada del sonido, y el fin de los reestrenos de cine mudo. Fue un cisma tan grande que cuando apareció el Drácula de Tod Browning, que es hablada, se hizo una versión con subtítulos para la gente que no estaba acostumbrada al cambio.

Forrest con algunas de sus piezas en Mint condition

Forrest con algunas de sus piezas en Mint condition

Hay muchos personajes reales en tu novela, y llegaste a conocer a algunos de ellos. El gran Forrest Ackerman, sin ir más lejos.
Los conocí a él y a la película casi a la vez, por referencias de internet. Pero me daba miedo buscar referencias sobre él porque pensaba que ya habría muerto. De repente me armé de valor y le dije a un amigo de Los Ángeles que me buscara a Ackerman en la guía telefónica. Y estaba. Debía tener 92 años, por aquel entonces. Ackerman vivía entre dos mundos: entre la gente que tiraba los objetos de cine a la basura, y los que pagaban millones de dólares por poseerlos. Él hizo que todos aquellos objetos sobreviviesen para nosotros, rebuscando en la basura, escribiendo cartas a directores para que le consiguieran escenografía. Escribió 100 cartas a Carl Laemle, presidente de Universal Studios, hasta que este dijo: “Denle a este muchacho lo que quiera”. Él se hizo con muchas de esas cosas. Tenía una casa de 18 habitaciones que llenó de objetos de cine. Esa casa la tuvo que vender por un problema legal y de deshizo de gran parte de su colección en un mercadillo casero, quedándose solo con los icónicos. Cuando logré recuperar mediante internet algunos de los objetos que había vendido, se los devolví por correo.
¿Había sido una venta desventajosa, pues?
Sí. Fue como esos dientes de león, que soplas y se desperdigan por el mundo. Algunos decían que eran los buitres abalanzándose sobre su colección, pero él lo veía como si la colección regresase a los fans. Yo le devolví algunos objetos, y a él le pareció intrigante. Como si la vida fuese un búmeran, que viaja de ida y vuelta. Finalmente le llamé por teléfono. Se puso su asistenta, con un tremendo acento filipino y peor inglés que el mío [sonríe], y traté de explicarle que buscaba conocer a Forrest Ackerman, que me desplazaría a L.A., que estaba escribiendo un libro… Ella me dijo: “Ackerman está indispuesto” (claro, con 92 años siempre va a estar indispuesto) [ríe]. “Llámele mañana”. Le llamé a la mañana siguiente, y tras un largo silencio se puso él. Escuché esa voz cavernosa, y yo (con mi inglés rudimentario) intenté decirle todo lo que representaba él para el cine de terror, que quisiera ir a visitarle a Los Ángeles, y de repente, ¡pum! Se cortó la línea. Vuelvo a llamarle, y vuelve a ser la enfermera, que me dice que Ackerman solo recibe a gente los sábados de 9 a 12h en su bungalow, su pequeño museo, pero que por ser yo de México me iba a recibir otro día. Volé hacia allí, hubo una tormenta terrible, la dirección que me dio la enfermera fue capaz de despistar a un GPS [ríe], al final llego allí y me traen a un hombre en silla de ruedas. Temí que no estuviese en condiciones para explicarme todo lo que quería yo. Y de golpe la enfermera me dice que se va al cajero automático, y se larga, dejándome solo con Forrest Ackerman, sin su bombona de oxígeno, y con todas sus piezas al alcance de la mano. Pude haber cogido cualquiera de ellas y salir corriendo.
¿Estaban aún allí los más míticos?
¡Sí! Me hice fotos con los dientes de Lon Chaney, la capa de Bela Lugosi… Ackerman me trajo un libro del que podrían haber salido murciélagos [sonríe], y era la primera versión de Drácula editada en Norteamérica, firmada por Bram Stoker y todos los actores célebres de terror de la época: Lugosi, Karloff, los Carradine, Carol Borland, que también sale en otra versión de Londres después de medianoche llamada La marca del vampiro, incluso Paul Naschy, que era muy amigo de Ackerman. Me ayudó mucho conocerle. Ackerman no pudo ver la novela terminada, murió antes, pero tuve el privilegio de decirle la primera frase de la novela: “Forrest Ackerman vivió para los monstruos, y algunos monstruos, los más legendarios, se mantenían en vida gracias a él”. A él le debió parecer curioso que un joven mexicano recorriera tantos kilómetros pare soltarle una frase (en mal inglés) que trataba de condensar toda su vida. Y esa es la idea del libro: condensar su vida. Un tipo que mediante su revista condicionó la carrera de Steven Spielberg, de John landis, de George Lucas, de Guillermo del Toro, de Joe Dante, de Stephen King… Stephen King, de hecho, escribió un cuento malísimo para su revista que él nunca publicó. Un día estaba King, ya muy famoso, firmando libros, y sobre la mesa apareció el cuento original que él escribió a los 16 años, escrito con la máquina viejísima que él tenía entonces. No podía ser otro que Ackerman: “Sr. King, ¿me dedica su cuento, por favor?”. Eso te dice lo emblemático que fue Ackerman para un sector de gente del cine, aunque la mayoría no le conozca. Él lo hacía por amor. Nunca cobró un dólar para que nadie accediese a su museo. Siempre decía: “¿Para qué tener un tesoro si nadie lo puede ver?”. Eso le costó más de un robo en su casa. Se llevaban escenografías enormes, que había que pasar por encima de rejas, de forma imposible. Su esposa le decía, cada mañana al abrir el museo: “Forry, ¿qué nos van a robar hoy?”. Y él contestaba: “Con 300.000 personas que han pasado por aquí, algo tenemos que perder”.
Me encanta tu detective principal, con su pasado ominoso y el misterio de la desaparición de su familia.
Investigando yo había descubierto que una compañía, Blackhawk Films, se había dedicado a vender películas raras sin permiso de los dueños de los derechos. Las vendían por suscripción. En el listado aparecía Londres después de medianoche por 43 dólares. El gobierno incautó la compañía, juntó todas las películas y las quemó. Mi idea para la novela fue: ¿Qué tal si alguna copia de Londres fue a parar a algún lugar fuera de Estados Unidos? ¿Y qué tal si contrataban a un detective para ir en su busca? Mi detective había sido secretario de Edgard Hoover, lo habría visto todo, así que me pregunté: ¿Qué le habría puesto en desventaja? Pues llegar a un México violento, a un estado con guerra caótica entre cárteles, donde puedes encontrarte un pueblo sitiado, con un Jaguar último modelo ametrallado y vuelto al revés. Trato siempre de poner a mis personajes en la mayor desventaja psicológica y física posible. Y todo eso independientemente del lugar fantástico y surrealista de Edward James, el poeta inglés. Quise sacarle de su zona de confort, y enfrentarle a personajes peligrosos de verdad…
Como Martínez. Esa especie de über-villano Bond…
Lo bueno es que ese es un personaje que existe. Es un millonario mexicano, un misterioso hombre de negocios del que no se sabe nada, que rescata países en deuda, que usa el metro, que tiene un departamento en el edificio Warner de NY con paredes de plata, que compra obras de Jackson Pollock por cientos de millones de dólares y luego va por ahí sin escolta…
Ahora estoy leyendo The age of the moguls, el libro sobre los grandes magnates americanos de principios del XX, y por supuesto aparece William Randolph Hearst, que inspiró al Ciudadano Kane y también en cierto modo tu Martínez.
Sí, Martínez en parte está basado en los Carnegies, los Hearst y todos los demás millonarios extraños y reclusivos. Leí ayer que la capacidad de sentir dolor o lástima en los millonarios es menor que el de las personas normales. Necesitan ese porcentaje menor para escalar hacia la cima. Ese tipo de millonario desearía que el teorema de Fermat nunca se hubiese descubierto; hubiese pagado para que no se publicase. Martínez cree que el hombre necesita misterios para seguir avanzando. Aquellos territorios en blanco que había en los mapas antiguos eran fascinantes. Cuando el mundo se empezó a llenar de ríos, de montañas, de geografía, ganamos en certeza pero perdimos en imaginación. Martínez busca mantenerlos, porque son los que nos hacen mover a buscar vacunas o territorios inexplorados. El mundo debería tener misterios reservados para que podamos seguir viviendo.
Me alegró mucho ver el parecido entre tu novela y El mundo perdido de Conan Doyle. También hay algo de Apocalypse Now. Ese adentrarse en un lugar hostil que funciona con leyes extrañas.
Claro. Y más aún para un ex-agente del FBI. Si creemos la idea aceptada de que el presidente de los Estados Unidos es el personaje más poderoso del mundo, siete de esos presidentes no pudieron despedir a Hoover. Eso nos lleva al axioma de que Hoover fue el hombre más poderoso del mundo durante siete mandatos presidenciales. La novela es una suerte de triángulo entre Ackerman, que colecciona objetos para el bien de todos, Hoover, que colecciona objetos e información para uso personal y venganza, y el Sr. Martínez, que busca que los objetos no aparezcan. Mi detective, McKenzie, acarrea también el misterio de qué sucedió con su familia o la muerte de su padre, y ambas van motivando la búsqueda por esas tierras inhóspitas. Los ex-agentes y los detectives tienen vidas complicadas, pues qué podría ser más complicado que buscar algo tan abstracto como la verdad. Por 25 dólares al día más los gastos, parafraseando al Marlowe de Chandler [sonríe]. Kiko Amat

(Esta entrevista se publicó originalmente en el suplemento Babelia de El País del 20 de febrero del 2014. La versión oficial puede encontrarse online aquí, y la que les presento aquí es el corte del director, con tan solo algunas ediciones menores. La foto de Cruz luciendo una copia del anillo de Bela Lugosi es de Gianluca Battista)